Notas
sobre la teoría de la revolución permanente a comienzos del siglo XXI -
I
Crítica
a la concepción de las revoluciones “socialistas objetivas”
Por
Roberto Sáenz
Socialismo
o Barbarie (revista), Nº 17/18, noviembre 2004
“Las
revoluciones burguesas como la del siglo XVIII avanzan arrolladoramente de
éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las
cosas parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu
de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan enseguida
a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de
haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su periodo
impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias como las del
siglo XIX se critican constantemente a si mismas, se interrumpen
continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado
para comenzar de nuevo desde el principio, se burlan concienzuda y
cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de
sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que
éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más
gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la
vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que
no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: ¡Aquí está
Rodas, salta aquí”.
El
lanzamiento del marxismo revolucionario de cara al siglo XXI debe,
necesariamente, pasar en limpio de manera crítica el recorrido anterior
de la lucha del proletariado.
Por lo tanto, estas notas buscan aportar elementos de balance y de
contexto para contribuir a poner en marcha esta empresa, a partir
de las lecciones surgidas de la experiencia de la lucha de clases del
siglo XX.
Buscamos
trazar una cartografía de los problemas y posiciones centrales que
jalonaron al marxismo revolucionario, principalmente en la segunda mitad
del siglo pasado, como asimismo establecer elementos de delimitación
respecto de esa rica experiencia, cruzada por expresiones y desvíos tanto
crudamente oportunistas como sectarios.
Esto
lo haremos polemizando con las distintas visiones e interpretaciones de
las principales corrientes del movimiento trotskista del periodo,
centrando, sobre todo, en los aspectos de balance y lecciones teóricas
y estratégicas, y no tanto de su actuación política en sentido
estricto.
Esta
tarea, nada sencilla, por lo general, se acomete de manera puramente
historicista y perdiendo de vista el único ángulo metodológico
correcto: el que señalaba Marx cuando decía que, en definitiva “la
clave de la anatomía del mono la daba el hombre”. O, como
dice el gran historiador Immanuel Wallerstein, “sólo se puede narrar el
pasado como es, no como era. Ya que el rememorar el pasado es un
acto social del presente hecho por hombres del presente y que afecta
al sistema social del presente. La ‘verdad‘ cambia porque la sociedad
cambia. En un momento dado nada es sucesivo, todo es contemporáneo,
incluso aquello que ya es pasado”.
En
estas condiciones, el marxismo revolucionario implica a cada paso una
particular combinación de elementos clásicos y renovadores, pero a la
hora del balance nunca se puede perder de vista que es un hecho material,
como también señalaba Marx, que “los hombres hacen su propia historia,
pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por
ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y trasmiten el pasado. La tradición de todas
las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
El peso de este factor hace más arduo el balance de la experiencia
pasada.
En
suma, lo que está en juego en este debate y a lo que queremos aportar
es la propia Teoría de la Revolución de cara al siglo XXI, dando
cuenta de la dinámica de clases de las revoluciones en la segunda
posguerra y de los Estados a los que dieron lugar.
Los
puntos en discusión
Queremos
partir dejando establecidas las principales conclusiones teórico-programáticas
de estos trabajos, a fin de facilitar el recorrido del lector:
a)
Que es elemento constitutivo esencial de la tradición del
socialismo revolucionario que en lo que hace a la revolución socialista no
hay sustituismo de clase que valga: se trata de una revolución
de la propia clase trabajadora, por intermedio de sus organismos de lucha,
conciencia y partidos.
b)
Que las revoluciones de posguerra, en ausencia de la clase
trabajadora como tal, de su conciencia socialista, organismos y
partidos, constituyeron revoluciones democrático-nacionales,
antiimperialistas y anticapitalistas, pero
no obreras ni socialistas.
c)
Que las sociedades no capitalistas a las que dieron lugar no
llegaron por tanto a configurar Estados obreros ni sociedades de transición
al socialismo, en la medida en que esta transición fue bloqueada
desde el principio por el poder encarnado por las capas pequeño burguesas
burocráticas estalinistas, que no
constituyeron verdaderas dictaduras proletarias.
d)
Que, sin embargo, esta circunstancia debía ser analizada desde
el punto de vista de la base material de la Teoría de la Revolución
Permanente, que parte del principio de tomar como unidad y totalidad
(que no es abstracta uniformidad) a la economía mundial. Este criterio teórico
y metodológico tendió a dejarse de lado tanto en las corrientes
“antidefensistas” (que se negaban a defender la URSS) como en las del
“trotskismo tradicional”, al menos en la mayoría de sus variantes.
Ambos puntos de vista, en último análisis, perdían de vista el imperio
–aun distorsionado– de la ley del valor, así como la continuidad del
trabajo asalariado en las sociedades no capitalistas (y en la URSS, cuando
todavía era un Estado obrero).
e)
Que en la segunda posguerra, la mayoría de las corrientes del
movimiento trotskista se vieron, de un modo u otro, sometidas a una
distorsión teórica, política y programática producto de las
circunstancias específicas
de la posguerra, como el boom económico capitalista-imperialista,
los pactos de Yalta y Potsdam, la resolución de la hegemonía
imperialista alrededor de los Estados Unidos y el desarrollo mundial del
aparato estalinista. Entre las corrientes trotskistas, el llamado
morenismo se distinguió por mantener una ubicación mayormente
independiente de los aparatos, lo que, no obstante, no
impidió que a la postre, bajo el peso acumulado de inmensas inercias teórico-programáticas
y de concepción, terminara estallando a comienzos de los 90.
f)
Que la teoría-programa de la revolución permanente, aporte
fundamental de León Trotsky a la tradición del marxismo revolucionario, en
lo esencial, más allá de unilateralidades determinadas, se ha visto
confirmada (por la negativa) en el sentido de la unidad de la
economía mundial (base material de la Permanente) y del hecho de que la
transformación de la revolución democrática en socialista, el
cumplimiento consecuente de las tareas democráticas, la transformación
socialista de las relaciones sociales después de la revolución y la
revolución socialista internacional sólo pueden ser encarnadas por la
clase trabajadora con sus organismos, conciencia y partidos.
g)
Que este aporte y contribución de Trotsky, junto con los aportes
de los fundadores del marxismo, Marx y Engels, y las otras dos grandes
espadas del marxismo revolucionario, Lenin y Rosa Luxemburgo, son lo
esencial de la tradición que reivindicamos, que es imprescindible
asumir de manera combinada de cara al necesario relanzamiento del
marxismo revolucionario en el siglo XXI.
h)
Que este conjunto de lecciones históricas, lejos de desmentirla o
atenuarla, no hacen más que reforzar la imprescindible necesidad de la
construcción del partido revolucionario. Porque es un hecho de toda
revolución el inevitable desarrollo desigual a nivel de
la conciencia y la organización al interior de la clase trabajadora.
Asimismo, a comienzos del siglo XXI, la evidente crisis de subjetividad
socialista y de alternativas al capitalismo que aún atravesamos hacen
más necesaria aún la acción organizada de los socialistas
revolucionarios.
i)
Que estas conclusiones pretenden ser un aporte a la constitución
de Socialismo o Barbarie como corriente o tendencia internacional hacia
una nueva síntesis del marxismo revolucionario en el siglo XXI, que pelee
por reabrir la perspectiva de la revolución socialista y por construir
partidos revolucionarios socialistas de la clase trabajadora.
j)
Que, por último, esta elaboración implica una reivindicación
histórica de la fundación de la IV Internacional y de la tradición del
trotskismo y plantea la lucha por una nueva Internacional revolucionaria
(o por una IV Internacional refundada) a
la luz del balance de la experiencia de las revoluciones y del llamado
“socialismo real”, buscando transformar estas duras derrotas en
lecciones estratégicas para la clase obrera mundial.
La
tradición socialista revolucionaria
A
la hora de volver a desplegar la bandera del marxismo revolucionario de
cara a los nuevos desafíos, se plantea poner en correspondencia la
batalla actual con los revolucionarios que nos antecedieron. Tanto
para el objetivo de constitución de una nueva corriente internacional
como en la perspectiva mayor de un reagrupamiento revolucionario y de la
formación de una nueva Internacional revolucionaria,
esta cuestión es fundamental.
De
allí la pertinencia de la pregunta ¿qué tradición reivindicamos?
Porque, como señalara Antonio Labriola, nunca se trata de un
“salto al vacío”, de subirse al carro de modas pasajeras,
sino de una particular combinación, que recoge lo mejor de la
experiencia acumulada y, al mismo tiempo, lejos de todo dogmatismo,
intenta resignificarla y actualizarla a partir de los nuevos desafíos
y desarrollos que coloca la lucha de clases.
En
nuestro caso, creemos que la mejor combinación de esta doble exigencia
pasa por reivindicar la enorme actualidad de la auténtica tradición
del marxismo revolucionario. Es decir, nos consideramos parte de
una tradición mayor y más amplia que la compresión reduccionista
habitual de las corrientes “trotskistas”: las tradiciones combinadas
de Marx y Engels; de Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo.
¿A
que nos referimos al hablar de “la tradición del marxismo
revolucionario”? No creemos equivocarnos cuando señalamos que en el
centro de sus concepciones está la comprensión de la revolución
socialista como un
emprendimiento de la propia clase trabajadora, como hemos dicho, por
intermedio de su conciencia, organismos y partidos.
En
gran medida, el simple planteamiento que Marx estampó como bandera de la
I Internacional: “la liberación de los trabajadores será obra de
los trabajadores mismos”, muchas veces olvidado por las corrientes
del trotskismo que se asumen hoy como “ortodoxas”.
Planteamiento que establecía una delimitación de
“principios” respecto de la tradición radical pero aún
minoritaria y pequeño burguesa de los jacobinos en la revolución
francesa.
Esto
ha dado lugar históricamente a toda una discusión acerca de la tradición
de origen del marxismo clásico.
Porque tanto Marx (en particular respecto de los jacobinos, como veremos más
adelante) como Lenin, al reivindicar la tradición militante y combativa
de corrientes pequeño burguesas como los populistas rusos (en ¿Qué
Hacer?), no perdían nunca de vista que esta tradición remitía a
sectores de clase no obreros, “sustituistas” o, si cabe, mesiánicos,
a diferencia de lo que caracteriza a la revolución proletaria como “revolución
de la inmensa mayoría, en interés de la inmensa mayoría”. También
Karl Korsch recogió esta delimitación, pero para pasarse,
equivocadamente, a posiciones “normativas” antileninistas, cuyos
mentores hoy son Holloway, Bonefeld y la corriente autonomista en general.
Rosa
Luxemburgo, que en muchos aspectos expresó una continuidad directa –lo
que no significa siempre en sintonía con las circunstancias de
tiempo y lugar– con el pensamiento de Marx, decía acerca de la revolución
proletaria: “En todas las luchas de clases del pasado, llevadas adelante
en interés de las minorías, y en la cual, para usar las palabras de Marx,
‘todos los desarrollos tomaron lugar en oposición a las grandes masas
del pueblo‘, una de las condiciones esenciales de la acción fue la
ignorancia de estas masas con relación a los objetivos reales de la
lucha, su contenido material, y sus límites. Esta discrepancia era,
en los hechos, la base histórica específica del ‘rol de liderazgo‘
de la burguesía ‘iluminista‘, correspondiente con el rol de las masas
como seguidores dóciles. (...) La lucha de clases del proletariado
es ‘la más profunda‘ de todas las acciones históricas hasta nuestros
días; ella abarca el conjunto de todas las capas del pueblo y, desde el
momento en que la sociedad deviene dividida en clases, es el primer
movimiento acorde con el real interés de las masas. Esto es porque la
elevación de las masas con respecto a sus tareas y métodos es una
condición histórica indispensable para la acción socialista, tal
como en los períodos anteriores la ignorancia de las masas era la condición
para la acción de las clases dominantes”.
Es
decir, se establece una clara diferenciación entre la naturaleza y
mecánica de la revolución burguesa y la de la revolución proletaria,
que en la posguerra muchas corrientes, bajo la presión de acontecimientos
originales, terminaron perdiendo de vista.
Al
mismo tiempo, la mala experiencia del siglo XX ha dado lugar a la actual
emergencia de corrientes que postulan una comprensión simplista de la
clase como un “en sí”, una “totalidad” que se podría
autodeterminar sin vanguardias, sin partido, espontáneamente.
Opinamos
lo contrario: la lucha de tendencias políticas, la construcción de
partidos y organismos de la clase trabajadora, la pelea de programas y
concepciones –en particular, sobre las vías y condiciones para la lucha
por la destrucción del Estado burgués y la toma del poder por los
trabajadores–, son connaturales a la lucha de clases obrera y
revolucionaria. Y por tanto, sin ellas no hay verdadero proceso de
autodeterminación de los trabajadores. Es más: hacen al contenido
intangible de la democracia del proletariado y son incluso más
decisivas (si se quiere) en las condiciones de comienzos del siglo XXI
marcadas por una evidente crisis
de subjetividad de los trabajadores y de alternativa socialista.
Esto
es lo que se vive hoy en el proceso del Argentinazo, así como en Bolivia
luego de la rebelión de octubre y en el movimiento anticapitalista en
Europa, procesos todavía “híbridos” desde el punto de vista social y
casi carentes de verdadera radicalización política y socialista.
Porque
la pelea del marxismo revolucionario consistió siempre en una lucha en
dos frentes, tanto contra las tendencias burocráticas, sustituistas y
oportunistas al interior del movimiento obrero como contra las espontaneístas,
economicistas y anarquistas/autonomistas falsamente “izquierdistas”.
En
sentido amplio, consideramos parte de la tradición que defendemos a lo
mejor de la experiencia militante del marxismo que encarnó el
proyecto –comprometiendo en ello su vida entera– de la unión entre
la teoría y la práctica y el compromiso activista en el seno de la
clase obrera, de sus luchas y vicisitudes históricas. Es por eso que
nuestra ubicación metodológica e histórica parte de asumir que
nuestra tradición y patrimonio abarcan globalmente a las mejores
expresiones de este marxismo militante: Marx, Engels, Lenin, Trotsky y
Rosa Luxemburgo,
así como a los logros y puntos más altos de la I, II, III (en sus cuatro
primeros congresos) y IV Internacionales. Por supuesto, cada una encarnó
un momento histórico particular y dejó lecciones específicas. En este
sentido, Trotsky fue la última y una de las más grandes espadas de toda
esta tradición. Sin embargo, su contemporaneidad con Lenin
y Rosa Luxemburgo y las lecciones combinadas que dejaron los tres
es algo que el movimiento trotskista, sobre todo latinoamericano, ha
desestimado a menudo. Lecciones combinadas, decimos, porque Trotsky
encarna al gran estratega de la revolución proletaria; mientras que Lenin
es insuperable a la hora de la política revolucionaria y la construcción
del partido y Rosa aporta la impronta propiamente socialista de la lucha
del proletariado. Y este cuerpo integral, en general, no ha sido abordado
como tal en el movimiento trotskista.
Las
corrientes trotskistas de la posguerra
Esta
misma ubicación implica, evidentemente, una crítica al abordaje del
marxismo revolucionario de nuestra propia corriente histórica de origen,
el morenismo,
así como a la mayoría de las corrientes que se inscribieron e inscriben
en la vertiente del trotskismo “tradicional”. Corrientes que, bajo el
chaleco de fuerza del estalinismo, tendieron a perder el contenido
socialista revolucionario de pelea por la autodeterminación
socialista de los trabajadores.
En
la posguerra, el movimiento trotskista estuvo jalonado por un sinnúmero
de expresiones. En los artículos que estamos presentando pasaremos
revista críticamente a las más significativas. Al mismo tiempo, estos
trabajos buscan establecer una clara delimitación y crítica de aquellas
corrientes que hoy, a 15 años de la caída del Muro de Berlín y de la ex
URSS, siguen sin sacar una sola conclusión de fondo acerca de la
experiencia histórica de los “Estados obreros” en el siglo XX. Esta
actitud es muy característica del trotskismo latinoamericano, tanto de
los partidos y corrientes que provienen del tronco morenista (PSTU brasileño,
MST y PTS de Argentina), como al PO argentino, cuyo dirigente histórico
es Jorge Altamira. No pretendemos aquí hacer “profesión de fe” de
definiciones que hoy tienen un valor sobre todo histórico, pero sí
llamar la atención sobre las lecciones programáticas y políticas
de la inmensa y frustrada experiencia histórica de la clase trabajadora
del siglo XX para el relanzamiento de la lucha de clases socialista en el
siglo XXI.
Al
mismo tiempo se deben identificar, con más fuerza aún, las características
oportunistas, centristas y/o capituladoras de corrientes básicamente
europeas como el SU (cuyos partidos más fuertes son la LCR francesa y
Democracia Socialista de Brasil), que siguen siendo una escuela de
adaptación teórica y política a las modas intelectuales y los aparatos
burocráticos de turno, y que dieron un salto con la participación de uno
de sus dirigentes, Miguel Rossetto, en el gobierno burgués de Lula.
No
se trata de considerar a todos, de manera ahistórica, como
“centristas” o capituladores. Desde el punto de vista histórico, ya
hemos dejado sentado que el morenismo constituyó una de las
expresiones más progresivas con un curso político general independiente
de los aparatos. Pero es indiscutible que el propio morenismo terminó
estallando bajo el peso acumulado de enormes problemas e inercias teórico-programáticas
que no lograron pasar la prueba y que, en sentido estricto, es un hecho
que esta corriente como tal ha dejado de existir. Por otra parte, es
un hecho que existen aspectos y elementos valiosos de continuidad
de la tradición socialista revolucionaria en otras corrientes de la
posguerra.
En
última instancia, el lanzamiento del socialismo revolucionario como
alternativa para el siglo XXI obliga a pararse críticamente respecto del
conjunto de las corrientes y tradiciones que jalonaron al movimiento
trotskista en la segunda mitad del siglo XX, incluyendo nuestra propia
corriente histórica de origen.
En
este marco, es una obligación dejar establecidos elementos de un
balance del recorrido o trayectoria anterior del movimiento
trotskista, siempre teniendo presente el carácter de notas o de
“cartografía” de los problemas que tienen estos textos.
Las
revoluciones de la segunda posguerra: ni obreras ni socialistas
“Está
insuficientemente apreciado que, desde temprano, Marx y Engels,
habitualmente establecieron su objetivo político no en términos del
cambio deseable en el sistema social (socialismo), sino en términos
de cambio en el poder de clase (dominio proletario). Los dos no
pueden ser asumidos como sinónimos. El objetivo de dominio proletario,
seguramente, es comúnmente asumido como socialismo o comunismo, como la
forma social correspondiente. Pero, por el contrario, no se da automáticamente.
Marx y Engels tomaban como su objetivo mayor no la aspiración a cierto
tipo de sociedad futura, sino la posición de una clase social como la
representante de los intereses de la humanidad; no una abstracta ideología
del cambio (ideas socialistas), sino una condicionada perspectiva de
clase, que ellos llamaban punto de vista proletario”.
Se
combinan, desde el punto de vista teórico, dos cuestiones: el análisis
critico de las revoluciones de posguerra y su devenir, por un lado; por el
otro, el análisis crítico de aquellas sociedades donde fue expropiado el
capitalismo, única manera de poder hacer “sustancial” la teoría
de la revolución permanente de cara al siglo XXI. Por supuesto, contamos
con la ventaja de la mirada retrospectiva para sacar de la experiencia
viva de la lucha de clases lecciones estratégicas hacia el siglo XXI.
Estas
lecciones estratégicas indican que las formaciones sociales inestables
que surgieron como subproducto de las revoluciones democráticas,
antiimperialistas y anticapitalistas de la posguerra sólo podían ser
momentos transitorios, pasibles de ser reabsorbidos en última
instancia por el capitalismo mundial, en la medida en que no dieron lugar
a revoluciones verdaderamente obreras y socialistas. Mucho menos a
Estados obreros o sociedades efectivamente en transición al socialismo en
una perspectiva de revolución mundial, lo que explica su actual y
completa desaparición.
Por
el contrario, representaron revoluciones encabezadas por direcciones pequeño
burguesas y/o burocráticas, necesaria e históricamente inestables
y no asimilables –mediante el uso de esquemas mecánicos y/o sociológicos–
a revoluciones que sólo podían ser “obreras o burguesas”.
El propio Trotsky, en La revolución permanente, plantea un
elemento de abordaje metodológico que aparece como contradictorio
con otros aspectos mas deterministas de su elaboración: “En
1906, Lenin dio a conocer el artículo de Kautsky sobre las fuerzas
motrices de la revolución rusa, acompañándolo de un prefacio suyo (...)
Tanto Lenin como yo expresamos una solidaridad completa con el análisis
de Kautsky. A la pregunta de Plejánov de si nuestra revolución era
burguesa o socialista, Kautsky contestaba en el sentido de que no era ya
burguesa ni era aún socialista, esto es, que representaba una forma
transitoria de la una a la otra. Lenin escribía, a este propósito,
en su prefacio: ‘por su carácter, nuestra revolución, ¿es burguesa o
socialista? Es esta una forma rutinaria de plantear la cuestión
(...) No se puede plantear así, no es la manera marxista de plantearla.
La revolución en Rusia no es burguesa, pues la burguesía no se cuenta
entre las fuerzas motoras del actual movimiento revolucionario ruso. Y la
revolución rusa no es tampoco socialista‘ ”.
Volviendo
a las revoluciones de posguerra, se trató de procesos específicos que,
en un sentido general, parecieron entrar en la “excepcionalidad” que
había señalado Trotsky en el Programa de Transición:
“¿Es
posible la creación de un gobierno de las organizaciones obreras
tradicionales? La experiencia anterior nos muestra, como ya hemos dicho,
que esto es, como mínimo, sumamente improbable. Sin embargo, no se
puede negar categóricamente, por anticipado, la posibilidad teórica
de que, bajo la influencia de circunstancias completamente excepcionales
(guerra, derrota, crack financiero, presión revolucionaria de las masas,
etc.) los partidos pequeño burgueses, incluyendo a los estalinistas,
puedan ir más lejos de lo que ellos mismos quieran en la vía de la
ruptura con la burguesía. En cualquier caso, una cosa es indudable:
aunque esta variante, sumamente improbable, se realizara alguna vez en
alguna parte, y el ‘gobierno obrero y campesino‘, en el sentido arriba
mencionado, se estableciera de hecho, representaría meramente un corto
episodio en la vía hacia la verdadera dictadura del proletariado”.
Porque
en un sentido esto fue lo que pasó en la posguerra en China,
Yugoslavia, Cuba y Vietnam, así como en los países del llamado Glacis
(aunque en este caso sin revolución, sino completamente “desde
arriba”). Trotsky, que tenia presente el criterio metodológico más
algebraico y menos sociológico de Lenin, dejó abierta esta
posibilidad teórica, que pareció ser, finalmente, la norma de las
revoluciones triunfantes en la posguerra.
Pero
el inmenso problema que la gran mayoría del trotskismo no tuvo en cuenta
residió en que no representaron “meramente un corto episodio en la vía
hacia la verdadera dictadura del proletariado”, sino que el
congelamiento, desvío e imposibilidad del desarrollo de la revolución en
tanto que revolución socialista, se hizo permanente. Por lo
tanto, resultaron ser revoluciones abortadas desde el punto de vista
obrero y socialista, que no consumaron verdaderas dictaduras del
proletariado ni lograron abrir un verdadero proceso de transición al
socialismo, en ausencia total y completa de la clase obrera en el
centro del proceso y de la tendencia a la disolución del Estado y del
trabajo asalariado.
Porque si no sobrevenía“la verdadera dictadura del
proletariado”, cambiaba globalmente la previsión hecha por Trotsky.
De ahí el carácter específico del proceso de las
revoluciones de la posguerra, que nunca fue realmente explicado por el
movimiento trotskista.
Porque,
en suma, se trató de procesos que fueron más allá (con
direcciones burocráticas pequeño burguesas y de base campesina, o de
las clases medias y la intelectualidad urbana) en un camino de ruptura
con la burguesía en condiciones particulares, pero que no
alcanzaron a constituirse en Estados obreros, configurando un modo de
apropiación y unas formaciones sociales bastardas, que terminaron volviendo
al capitalismo. Esto es, la “excepcionalidad” se resolvió de una
manera específica, que no llegaron a comprender las corrientes del
trotskismo “tradicional” en la posguerra. Esta y no otra es la
conclusión que muestra la experiencia histórica.
Desde
el ángulo teórico, estos procesos mostraron un alcance histórico de
estas clases y capas pequeño burguesas mayor a lo previsto por la hipótesis
más probable de la teoría de la revolución permanente de Trotsky y por
el curso histórico anterior. Esto es, mostraron un rol
relativamente independiente más amplio al previsto por la teoría
como síntesis de la experiencia anterior, donde la pequeño burguesía
radicalizada fue el instrumento de la burguesía en la revolución
francesa de 1789, o pura impotencia en las revoluciones de 1830 y 1848,
cuando la burguesía ya no planteaba llevar adelante sus tareas de manera
revolucionaria.
Esta
conclusión no conduce a romper el marco teórico del marxismo, sino a enriquecerlo
a partir de nuevos desarrollos históricos ciertamente inesperados y
muy complejos, conservando por otra parte coordenadas teóricas básicas,
como la concepción clásica marxista de que las clases históricamente
orgánicas son la burguesía y el proletariado. Porque las capas o
clases pequeño burguesas a las que nos estamos refiriendo no
alcanzaron a configurar un rol históricamente dirigente ni lograron
establecer una sociedad “a su imagen y semejanza”, sino que las
formaciones sociales a las que dieron origen fueron tributarias, en último
análisis, del capitalismo mundial, y absorbidas por él en unas décadas.
Surgió
así, de manera no orgánica y transitoria, un “tercer actor”
que se montó sobre el congelamiento de la dinámica permanente de la
revolución para darle su impronta a estas sociedades por algunas décadas:
estas capas pequeño burguesas burocráticas que no llegan a ser una clase
en el sentido histórico-orgánico del termino, sino que constituían,
como decía el propio Trotsky, “más que una mera burocracia, pero
menos que una clase orgánica”.
El
centro del problema es que en ningún caso se efectivizó realmente el
tránsito de la revolución democrática a la socialista, fondo histórico
y núcleo de la teoría de la revolución permanente, que plantea como
condición para que esto ocurra que la clase trabajadora hegemonice el
proceso como sujeto consciente. Del mismo modo, tampoco se abrió
realmente un proceso de transición al socialismo.
Veamos:
“(...)
la llamada revolución de febrero entendida como democrática no es
nuestra revolución, así como tampoco lo fueron las revoluciones
anticapitalistas de la segunda posguerra. Nuestra intervención en
ellas, en cualquier caso, parte de la comprensión de la teoría de la
revolución permanente, es decir, de la apuesta histórica a su
transformación en verdaderas revoluciones socialistas (...) Trotsky
dice que la revolución democrático-burguesa, además de la conquista de
libertades democráticas, comprende dos tareas fundamentales: la liberación
nacional y la solución al problema agrario. Ambas tareas, no resueltas
por la burguesía, sobre todo en los países atrasados, sólo pueden ser
llevadas a cabo consecuentemente por el proletariado y su dirección
revolucionaria (...) Si tomamos los casos de México (en los años 30),
Bolivia (en los 50), Perú o Chile (en los 60 y 70), por citar algunos, ni
la expropiación de las empresas imperialistas ni la reforma agraria
significaron la realización de la revolución democrático burguesa en el
sentido de la teoría de la revolución permanente. Lo mismo puede
decirse de los movimientos de liberación nacional, que libraron
verdaderas guerras revolucionarias contra la dominación colonial, pero
que sólo alcanzaron una independencia relativa para volver luego a ser países
dependientes o semicoloniales. Todos estos casos confirman la
vigencia de la teoría de la revolución permanente precisamente
porque demuestran la incapacidad histórico-orgánica de la burguesía
‘nacional‘ y también de la pequeño burguesía para culminar
la revolución democrático burguesa.
“Trotsky
no niega la existencia de la revolución democrático burguesa o democrática.
Lo que dice es que solo puede ser llevada consecuentemente a cabo por
un sujeto revolucionario: el proletariado y su partido. A partir de
esto, la integra en un proceso permanente, que se combina con la
revolución socialista, cuyas tareas hacen a la transición al socialismo.
“Volviendo
a Moreno, al afirmar que en la época actual lo que hay son ‘dos tipos
distintos de revolución socialista‘: la inconsciente, de febrero,
dirigida o capitalizada por los partidos reformistas; y la consciente, de
octubre, dirigida por los partidos trotskistas (...) se asume erróneamente
que la revolución democrático burguesa o democrática seria un cierto
tipo de revolución socialista. Con esto desaparece la revolución democrática
como tal, es decir, no se reconoce como distinta a la revolución
socialista. Este reconocimiento, sin embargo, es fundamental para la
política revolucionaría (...) Al asumirlos como un tipo de revolución
socialista, no solo se incurre en un error de reconocimiento, sino que de
hecho se niega el rol histórico del único sujeto político-social capaz
de garantizar el tránsito de la revolución democrática a la
revolución socialista (...) Lo cierto es que esta transformación
nunca se concretó en las revoluciones de la segunda posguerra (...)
[y] si bien puede decirse que realizaron a su modo las tareas democráticas,
en ningún caso significaron el inicio de la revolución socialista (...)
Su resultado, más allá de la realización de ciertas tareas democráticas
y de la propia expropiación de la burguesía, no
significó, en ningún caso, el tránsito hacia la revolución socialista
o el inicio de la transición al socialismo, sino más bien, como está
dicho, la constitución de nuevos Estados burocráticos.
“Desde
esta constatación histórica, el eje fundamental de la teoría de la
Revolución Permanente, es decir, el proceso de transformación de la
revolución democrático burguesa en revolución socialista a partir de la
acción del sujeto social, el proletariado, y del sujeto político, el
partido comunista revolucionario (...) sigue siendo esencialmente válido
(...). Lo cierto es que durante el último medio siglo hubo grandes
revoluciones democráticas, antiimperialistas y anticapitalistas, pero
también que ninguna de esas
revoluciones fue una revolución socialista como tal”.
A
diferencia de las revoluciones burguesas y su mecánica “objetiva”,
la revolución socialista debe ser un proceso consciente: esto es,
una revolución encarnada realmente por la clase trabajadora y a la que
es connatural la participación consciente y autodeterminada de las más
amplias masas. El propio Trotsky había sostenido que “a
diferencia del capitalismo, el socialismo no
se construye mecánicamente, sino más bien de manera consciente“.
Esta es una de las diferencias más grandes con la revolución burguesa,
que podía basarse en el automatismo del desarrollo económico. Esto es,
en una separación históricamente específica entre economía
y política que no había sido característica de ninguna formación
social histórica anterior y que tampoco lo es de la transición
socialista, donde ambas instancias vuelven a fusionarse.
Desde
su propia perspectiva, Trotsky decía muy ilustrativamente:
“Después
de una profunda revolución democrática que libera a los campesinos de la
servidumbre y les da la tierra, la contrarrevolución feudal es
generalmente imposible. La monarquía derrocada puede reasumir el poder y
rodearse de fantasmas medievales. Pero ya es impotente para restablecer la
economía feudal. Una vez liberadas de los frenos feudales, las
relaciones burguesas se desarrollan automáticamente. No hay fuerza
externa que pueda controlarlas; tienen que cavarse su propia fosa,
habiendo creado previamente su propio sepulturero.
“Muy
distinto es el desarrollo de las relaciones socialistas. La
revolución proletaria no sólo libera las fuerzas productivas de los
frenos de la propiedad privada; también las pone a disposición directa
del Estado que ella misma crea. Mientras que después de la revolución el
Estado burgués se limita al rol de policía, dejando el mercado librado a
sus propias leyes, el Estado obrero asume un rol directo de economista
y organizador. En el primer caso, el reemplazo de un régimen por otro
no ejerce más que una influencia indirecta y superficial sobre la economía
de mercado. Por el contrario, la sustitución de un gobierno obrero por
uno burgués o pequeño burgués llevaría inevitablemente a la liquidación
del comienzo de la planificación, y en consecuencia a la restauración de
la propiedad privada. A diferencia del capitalismo, el socialismo no se
construye mecánicamente, sino conscientemente. El avance hacia el
socialismo es inseparable del poder estatal que desea el socialismo
o se ve obligado a desearlo. El socialismo recién puede adquirir un carácter
inconmovible en una etapa muy avanzada de su desarrollo, cuando sus
fuerzas productivas hayan superado de lejos las del capitalismo, cuando se
satisfagan abundantemente las necesidades de cada individuo y de todos los
hombres y el estado haya desaparecido completamente, diluyéndose en la
sociedad”.
Más
allá de que es evidente que aquí Trotsky se refiere de hecho a la
burocracia como “obligada a desear el socialismo”, cosa que, a la
postre, no se demostró así, desde el punto de vista teórico el abordaje
retiene toda su validez en la medida en que, efectivamente, el tránsito
del “reino de la necesidad al reino de la libertad” sólo puede ser un
proceso asumido conscientemente.
Desde
otro ángulo, el historiador inglés Perry Anderson desarrolla esta misma
idea en su importante trabajo El Estado absolutista:
“Todos
los modos de producción de las sociedades anteriores al capitalismo
extraen plustrabajo de los productores inmediatos mediante la coerción
extraeconómica. El capitalismo es el primer modo de producción de la
historia en el que los medios por los que se extrae el excedente del
productor directo son ‘puramente‘ económicos en su forma: el contrato
de trabajo, el intercambio igual entre agentes libres que reproduce, cada
hora y cada día, la desigualdad y la opresión. Todos los modos de
producción anteriores operan a través de sanciones extraeconómicas: de
parentesco, consuetudinarias, religiosas, legales o políticas. En
principio, por tanto, siempre es imposible interpretar estas sanciones
como algo separado de las relaciones económicas. Las
‘superestructuras‘ del parentesco, la religión, la familia, el
derecho o el estado entran necesariamente en la estructura constitutiva
del modo de producción de las formaciones sociales precapitalistas.
Todas ellas intervienen directamente en el nexo ‘interno‘ de
extracción del excedente, mientras que en las formaciones sociales
capitalistas –las primeras de la historia que separan la economía
como un orden formalmente autosuficiente– proporcionan sus
precondiciones ‘externas‘. En consecuencia, los modos de producción
precapitalistas no pueden definirse excepto por sus superestructuras
políticas, legales e ideológicas, ya que son ellas que las que
determinan el tipo de coerción extraeconómica que les es específica.
Las formas exactas de dependencia jurídica, de propiedad y de soberanía
que caracterizan a las formaciones sociales precapitalistas, lejos de ser
meros epifenómenos accesorios y contingentes, componen, por el contrario,
los rasgos fundamentales del modo de producción dominante dentro de
ellas”.
En
nuestra opinión, este criterio es igualmente aplicable a la transición y
sirve para comprender por qué la democracia de los trabajadores es connatural
a la transición socialista y a la formación social transicional.
Esto es, entran como componente esencial de las propias relaciones de
producción transicionales: en el caso de la revolución socialista
(tal como en las formaciones económico-sociales anteriores al
capitalismo), no hay, entonces, “automatismo” que valga: la elevación
de las masas con respecto a sus tareas y métodos es una condición histórica
indispensable para la acción socialista.
Para
comprender esto, “tal vez un primer problema a superar es la idea
–corriente en la Cuarta Internacional– de que caracterizar la
dictadura del proletariado por sus formas políticas constituye un
error de tipo ‘superestructural‘ (o no materialista) (...). Cuando
Lenin definió a la política de la dictadura del proletariado como
‘economía concentrada‘ (...) quiso decir (...) que lo esencial de la
dictadura era la lucha por nuevas relaciones de producción, y en esto no
hay una gota de ‘superestructuralismo‘ (...) o sea, la clase obrera
organizada como clase dominante (...) se define por una política estatal
que ataca las relaciones de producción burguesas y lucha por las
relaciones de producción socialistas; por eso, es él transito a la
abolición de las clases (...) De lo anterior se desprende que en la
dictadura del proletariado la política juega un rol distinto al
que desempeña en el capitalismo, donde las relaciones de producción se
reproducen ‘automáticamente‘. La misma expresión ‘dictadura del
proletariado‘ hace referencia no a determinada relación de
producción que le sea específica, sino a la acción política
transformadora –nacional e internacional– ejercida a través de la
violencia organizada en Estado. Todo el peso está ubicado en lo político,
porque no existe automatismo económico que garantice la transición hacia
el socialismo; si se pierde el control político, el proceso (...) se
invierte y se crean las condiciones de la restauración del capitalismo.
La tesis central de la dictadura del proletariado podríamos enunciarla así:
no existe transición al socialismo por fuera de la aplicación
consciente de un programa revolucionario (...) Esta tesis (programática,
en nuestra opinión) esta en consonancia con la teoría de Trotsky sobre
la revolución permanente, en el sentido que la transformación socialista
se caracteriza por ser un proceso esencialmente político”.
Esta
es la norma que Trotsky “transgredió” al pasar de una fundamentación
político-social del Estado obrero (fines de los 20 y comienzo de los 30)
a una económico-social promediando los 30.
Pero
esto trajo una enorme complicación metodológica para la teoría de la
revolución en Trotsky: sus dos elaboraciones teórico-programáticas
principales (la teoría de la revolución permanente y la del Estado
obrero degenerado) terminan asentadas, de hecho, sobre premisas
diferentes. Esto podía ser admisible en virtud de circunstancias históricas
bien determinadas (“no enterrar una revolución aún viva”
), pero introduciendo una fuerte tensión –en el límite, no dialéctica
sino mecánica– entre los elementos de determinación objetivos y
los subjetivos respecto de la dinámica de la revolución
social. Así, se constituyó un tremendo factor de confusión teórica
y metodológica en el trotskismo de posguerra; y sus efectos se
perciben aun hoy, dando lugar al fenómeno del “objetivismo” que cruzó
a la mayoría del trotskismo en la segunda mitad del siglo XX.
En la medida en que su teoría de la revolución estaba parada
sobre los sujetos políticos y sociales, mientras que la teoría
del Estado obrero degenerado se apoyaba sobre una determinación económico-social
“objetiva” (y no sobre la clase obrera ejerciendo de manera
efectiva el poder político), se introducía una dualidad de
principios metodológicos de graves consecuencias.
Se
dio lugar en el movimiento trotskista a una mirada objetivista, en
el sentido de concebir Estados obreros como obtenidos por el milagro
cristiano de la multiplicación de los panes, por intermedio de
direcciones “empíricamente revolucionarias” y una burocracia
estalinista “obligada por el peso de las circunstancias a cumplir un
papel revolucionario”... De esta visión fueron tributarias, cada cual a
su manera, prácticamente todas las ramas del tronco trotskista en
la posguerra. Por otra parte, las distintas variantes subjetivistas que
aparecieron en escena tampoco configuraron una alternativa ante este
desbarranque.
Nos
vemos obligados entonces a insistir en nuestra crítica a “(...) las
versiones puramente deterministas de la historia y muy especialmente de
las ilusiones deterministas de la marcha hacia el comunismo. Nos
parece evidente, a esta altura de la experiencia histórica, que la
acumulación de ‘condiciones materiales‘ u ‘objetivas‘, no
alcanza para avanzar hacia la emancipación social. Por el contrario,
el peso de las determinaciones opera juntamente con posibilidades y
ocasiones (en las que cabe el azar) y las decisiones de los hombres, y de
este complejo juego surge el devenir histórico. Por lo tanto, la transición
al socialismo y el comunismo no se desarrollarán en virtud de algún
automatismo socio-económico, sino mediante la lucha de clases y la
revolución”.
Volviendo
a la analogía con la revolución francesa, recordemos que los jacobinos
cumplieron las tareas revolucionarias de la burguesía, pero lo hicieron
pegando no sólo sobre el flanco derecho sino también sobre el izquierdo,
llevando a la guillotina a los verdaderos dirigentes de los sans-coulottes
e impidiendo su organización independiente. No casualmente, Cristian
Rakovsky señalaba a este respecto: “Lo que juega el papel más serio en
el aislamiento de Robespierre y del Club de los Jacobinos, aquello que les
separa completamente de las masas de obreros y pequeño burgueses,
es, además de la liquidación de todos los elementos de la izquierda,
comenzando por los enragés, los heberistas y los chaumettistas, y
la Comuna de París en general, es la eliminación gradual de todo
principio electivo y su reemplazo por el de los nombramientos (...)
todas estas medidas tuvieron por resultado reforzar el poder de la
burocracia y matar la iniciativa popular. Así, el régimen de
Robespierre, en lugar de impulsar la actividad revolucionaria de las
masas –ya oprimidas por la crisis económica y, ante todo, por la
crisis alimenticia– agravó el mal y facilitó el trabajo de las fuerzas
antidemocráticas”.
De
haber sabido reconocer este criterio tan elemental, seguramente muchos de
los dirigentes trotskistas de la posguerra no hubieran hecho seguidismo a
burócratas como Tito, Mao, Ho Chi Mihn o Castro. Sin esta “actividad
revolucionaria de las masas”, la segunda mitad del siglo XX ha
demostrado que puede haber distintos tipos de revoluciones que incluso
tomen a su cargo y resuelvan de manera parcial y deformada tareas
democráticas y nacionales. Pero estas revoluciones
de ninguna manera lograron adquirir una verdadera dinámica de clase y
socialista, en la medida en que, insistimos, no fue la clase
trabajadora la que estuvo en el centro, mediante sus organismos de
autodeterminación y poder, así como tampoco estuvo presente el
partido revolucionario y la lucha de tendencias entre diversas corrientes
obreras y populares.
El
caso de la revolución china de 1949
Veamos
un ejemplo histórico: el caso de la revolución china, que adquiere una
relevancia mayor en virtud de los extraordinarios análisis legados por León
Trotsky acerca de este proceso.
Una
primera característica a señalar es el ínfimo peso del Partido
Comunista Chino (PCCH) en los sectores de trabajadores asalariados, dado
que esa organización era prácticamente inexistente en los centros
industriales del país, todos en áreas controladas por el Kuomintang
(partido nacionalista).
En
un trabajo relativamente reciente sobre el tema, se dice: “La revolución
china que triunfó el 1º de octubre de 1949 fue una revolución antiimperialista
y antiburguesa, pero de ninguna manera una revolución socialista.
La política aventurera de la Internacional Comunista (...) había llevado
a las derrotas catastróficas de la segunda revolución china –la
revolución obrera de 1926-7– (...). Diezmado por las derrotas, el PC
tuvo que elegir entre replegarse con la clase obrera en las ciudades, como
aconsejaban Trotsky y la Oposición de Izquierda, o refugiarse en el
campo, entre las organizaciones campesinas. La opción elegida fue la
segunda (...) [lo] que traería aparejado el predominio que el
campesinado estaba tomando dentro del partido. La preocupación sobre la
pérdida del carácter obrero del partido se manifestó no sólo en
sectores de la dirección regional partidaria y los cuadros ligados a las
fábricas –a los que se llamo ‘fracción del trabajo real‘–, sino
también en importantes sectores dentro de la propia dirección del PCCH
(...) El PCCH, que decía representar al movimiento obrero, se transformó
así en un aparato político-militar injertado en medio del campesinado:
un partido-ejército”
Trotsky
ya había alertado brillantemente sobre esto en sus escritos sobre China.
En “Guerra campesina en China y el proletariado” (1932) planteaba su
preocupación acerca de que la milicia campesina y la guerra que se estaba
desarrollando en el campo (socialmente pequeño burguesa) no podían
sustituir la lucha de los trabajadores en las ciudades, so pena de
terminar enfrentando estas milicias con los propios obreros:
“El
movimiento campesino ha creado sus propios ejércitos, ha tomado grandes
territorios y ha instalado sus propias instituciones. En la posibilidad de
un mayor éxito –y todos nosotros, desde ya, apasionadamente deseamos
ese éxito– el movimiento va a vincularse con los centros urbanos e
industriales y, por este hecho, va a encontrarse cara a cara con la clase
trabajadora. ¿Cuál va a ser la naturaleza de este encuentro? ¿Es seguro
que el carácter del mismo será pacífico y amigable?
Trotsky,
como se ve, no cuestionaba el apoyo a la guerra campesina, sino la
estrategia del PC de construirse entre los campesinos y no entre los
trabajadores. Y aunque los dirigentes se llamaran comunistas, el ejército
campesino “rojo”, esto para nada cambiaba el problema de la naturaleza
social de estas organizaciones, ya que se dejaba a la clase obrera
urbana a merced del nacionalismo de Chiang-Kai-Shek y de la ocupación
imperialista japonesa.
“Entre
los dirigentes comunistas de los destacamentos rojos indudablemente hay
muchos intelectuales y semiintelectuales desclasados que no han pasado
por la escuela de la lucha proletaria. Por dos o tres años vivieron
vidas de comandantes y comisarios partisanos; lucharon en batallas,
tomaron territorios, etc. Absorbieron el espíritu de su medio. Mientras
tanto, la mayoría de la base de los destacamentos rojos consisten en
campesinos que asumen el nombre de comunistas con toda honestidad y
sinceridad, pero que en la realidad siguen siendo revolucionarios
pobres o pequeños propietarios pobres. En política, el que juzga por
denominaciones y etiquetas y no por los hechos sociales está
perdido”.
Incluso
va más lejos en la caracterización social y política de la capa
dirigente del movimiento campesino, la misma que dirigió la revolución
de 1949, sustituyendo en ella al proletariado: “Es una cosa
cuando un Partido Comunista, firmemente asentado en la base del
proletariado urbano (...) lidera la guerra campesina. Pero es un hecho
diferente cuando algunos miles o incluso decenas de miles de
revolucionarios (...) asumen el liderazgo de la guerra campesina sin tener
un serio apoyo de parte del proletariado. Esta es precisamente la situación
de China (...) El estrato de comando del “Ejército Rojo” chino ha
tenido sin duda éxito en obtener el hábito del comando. En ausencia de
un fuerte partido revolucionario y organizaciones de masas del
proletariado, el control sobre el estrato de comando es virtualmente
imposible. Los comandos y comisarios aparecen como absolutamente dueños
de la situación e incluso al ocupar ciudades están en condiciones de
mirar desde arriba a los obreros”.
Se
trata de un análisis muy educativo respecto del rol de sujetos sociales y
políticos no obreros en la revolución, mas allá de que Trotsky,
como norma, descartaba que las capas pequeño burguesas y campesinas
pudieran cumplir un rol siquiera relativamente independiente.
Porque la brecha que Trotsky identificara ya en 1932 entre el PCCH
y la clase obrera china cruzó todo el proceso revolucionario y la
revolución misma y jamás llegó a cerrarse, lo que afectó, a
nuestro entender, la naturaleza misma de la revolución del 1949,
la más importante de todo el siglo XX luego de la rusa.
Porque
“es innegable que la revolución de octubre del 1949 fue un gran triunfo
de las masas campesinas, pero ni el sujeto ni la dinámica que tomó
pueden permitirnos calificarla, como se hizo durante años, de ‘obrera y
socialista‘. Por empezar, no sólo el movimiento obrero estuvo completamente
ausente, sino que el divorcio de años debido a la orientación política
del PCCH lo había hecho indiferente a la lucha protagonizada por
el partido y el campesinado. Para continuar, las propias masas campesinas
que llevaron al PCCH al poder no tenían otro objetivo (...) que la
reforma agraria. Más aún, las organizaciones independientes del
campesinado habían desaparecido hacia décadas (...) todas las
organizaciones campesinas eran total y absolutamente dependientes del
partido (...) La democracia obrera, es decir, el proletariado moviéndose
conscientemente con sus organizaciones independientes (...) no sólo brilló
por su ausencia, sino que en las instancias en las que pudo aparecer fue aplastada”.
Esta
evaluación se puede confirmar hoy en multitud de trabajos y ensayos. Por
ejemplo, en un artículo reciente de Roland Lew (especialista en países
del Este), leemos: “Es asombroso el contraste entre el dinamismo de los
distintos componentes de la sociedad y la inercia política que, fuera del
circulo de las élites, persiste hasta hoy (...) el maoísmo no sólo fue
dictatorial y antidemocrático, sino que desde el comienzo fragmentó
consciente y metódicamente el mundo social, en especial su componente
obrero; en contra de lo que proclamaba el régimen –al igual que el
de Stalin– era profundamente ‘despolitizador‘. Así perpetuó e
incluso acentuó las tendencias antidemocráticas que ya existían cuando
accedió al poder”.
Algo
muy parecido llegó a anticipar Trotsky en el texto arriba citado, refiriéndose
a cómo el PCCH había pasado a tener una base social campesina: “Los narodnikis
rusos solían acusar a los marxistas de Rusia de ‘ignorar‘ a los
campesinos (...) A esto, los marxistas respondían ‘levantaremos y
organizaremos a los obreros avanzados, y por intermedio de los
trabajadores levantaremos a los campesinos‘. Los estalinistas chinos han
actuado de una manera completamente distinta. Durante la revolución de
1925-1927 subordinaron directa e inmediatamente los intereses de los
trabajadores y campesinos a los intereses de la burguesía nacional. En
los años de la contrarrevolución, se pasaron del proletariado al
campesinado, esto es, tomaron el rol que había sido llenado en Rusia
por los socialrevolucionarios, cuando éstos eran aún un partido
revolucionario”.
Esta
conceptualización no pretende abonar un “normativismo” ante los
procesos revolucionarios. Los marxistas tenemos siempre la obligación
de intervenir en las revoluciones tal como son. Pero tienen
asimismo otra obligación tan importante como la anterior: no
adaptarse a ellas tal cual son, como ocurrió con muchas de las
corrientes trotskistas de la posguerra, sobre todo con el pablo-mandelismo.
Por
el contrario, se trata de buscar defender siempre el ángulo de clase y
socialista en un movimiento de lucha dado –como, por ejemplo, el
debate actual acerca del programa y la política para los movimientos
piqueteros en Argentina-, sin perder jamás de vista que el eje estratégico
debe partir de la construcción de los socialistas revolucionarios en
el propio seno de la clase trabajadora, para desde allí combatir por su
hegemonía política sobre el conjunto de los explotados y oprimidos.
En
resumen: la intervención de los socialistas revolucionarios debe hacerse
desde la perspectiva de la pelea para que
adquieran esa dinámica de clase y socialista, lo que de ninguna manera se
puede lograr “objetivamente”.
Esta
no es una discusión meramente histórica. A comienzos del siglo XXI,
asistimos al surgimiento de nuevos movimientos de lucha y procesos
revolucionarios, como en el cono sur latinoamericano, que aún son ”híbridos”
desde el punto de vista de clase y donde se sigue viviendo una crisis de
“subjetividad” y/o de conciencia socialista. Bajo esas
condiciones, el rol de los revolucionarios socialistas pasa evidentemente
por batallar en su seno por que adquieran este carácter más de clase
y socialista, o, lo que es lo mismo, por el ingreso de la clase
trabajadora como sujeto consciente en el centro de esos procesos. Y
esto sigue siendo un inmenso problema presente.
Que
esto no se sucede de manera “objetiva” ha sido demostrado una vez más,
si hacía falta, por la experiencia viva y reciente del Argentinazo.
Porque la progresión clasista y socialista de los procesos
revolucionarios no puede tener lugar como resultado de una mecánica
social o automatismo político de una clase obrera “muda” (como es la
concepción de tantas corrientes “ortodoxas”): se debe tratar de un
proceso cada vez más consciente, más democrático y con una centralidad
cada vez mayor de los trabajadores.
Los
distintos tipos de revoluciones y la especificidad de la segunda posguerra
La
definición “ortodoxa” de las revoluciones de posguerra se basó en
una interpretación tan difundida como errada de la teoría de la revolución
permanente: la creencia que en el siglo XX habría un solo tipo de
revolución: la “obrera y socialista”.
Esto es un grave error.
En ninguna parte Trotsky había planteado un solo tipo de revolución,
sino que llevar a término de manera consecuente las revoluciones
democráticas, agraria, nacional o antiimperialista pasaba
por la realización de la revolución proletaria, lo que es otra cosa muy
distinta.
Este
fue el caso, por ejemplo, de la revolución rusa, en cuyo seno se
combinaron en una unidad la revolución proletaria de las ciudades, la
revolución agraria en el campo e incluso la revolución nacional a nivel
de las distintas nacionalidades que formaban parte del imperio ruso.
Lo
novedoso del siglo XX es la actualidad de la revolución proletaria,
es decir, la posibilidad de que sea la clase trabajadora la que dé su
impronta al conjunto de estas revoluciones y la que, ejerciendo su
hegemonía, las consume de manera efectiva. Este fue el patrón de
todas las revoluciones que se dieron en torno a la revolución rusa y en
los 20 años posteriores, triunfantes (sólo la rusa, a la postre) o
derrotadas (todas las demás: la alemana, la húngara, la española...).
Lo
que debe ser señalado es que luego de la Segunda Guerra Mundial, el
patrón cambió: la clase obrera no pudo imprimir su sello a
los acontecimientos, y donde podría haberlo hecho fue derrotada merced a
los oficios del estalinismo (Francia, Italia y en cierta medida Japón).
Así, quedó planteado el problema para el conjunto del movimiento
revolucionario.
Corrientes
como Socialismo Internacional, orientada por Tony Cliff, ante la ausencia
de la clase trabajadora y la conducción burocrática y pequeño burguesa
de las revoluciones de posguerra, plantearon la hipótesis de que se
trataría de revoluciones burguesas. Pero a nuestro entender, en
pleno siglo XX, siendo que la burguesía había dejado de ser
revolucionaria a escala mundial ya en el siglo XIX, esto implicaba una evidente
falta de perspectiva histórica. El razonamiento de Cliff y su
corriente era que si bien esto era válido al nivel mundial, no tenía que
serlo necesariamente a escala de países determinados. Pero si se parte de
la totalidad que es la economía mundial capitalista, el argumento
parece poco sólido.
¿Qué
nos queda, entonces? Que precisamente por una combinación específica,
históricamente determinada de circunstancias, revoluciones democráticas
antiimperialistas y agrarias se resolvieron parcialmente como revoluciones
anticapitalistas, pero, en ausencia de la centralidad de la clase obrera,
no como revoluciones socialistas. Porque, reiteramos, la connotación
propiamente socialista de la revolución pasa por que de manera efectiva
la clase trabajadora le dé su sello al proceso.
Sin
embargo, es atendible la idea de que, en virtud del desarrollo desigual y
combinado, no podía descartarse que una clase terminara desarrollando las
tareas de otra. Este fue el caso de las tareas de la revolución democrática
burguesa, llevadas a término de manera consecuente no por la burguesía
sino por la clase trabajadora en la Revolución Rusa. O, en el caso de la
Revolución Francesa, con la pequeño burguesía radicalizada de los
jacobinos desbrozando el camino al desarrollo burgués. Se podría
concebir entonces –como dijo el trotskismo tradicional– que, en la
segunda posguerra, las capas pequeño burguesas dirigidas por los
partidos-ejército llevaron a término las tareas de la revolución
proletaria, al expropiar a la burguesía.
Pero
es aquí donde se pierde de vista que la expropiación en sí todavía
no es una tarea propiamente socialista, sino que depende del sentido
de la evolución ulterior. Esto es, del desarrollo de una verdadera
tendencia a la socialización de la producción.
Porque
aquí, precisamente, hay un enorme problema que hace propiamente a
la revolución proletaria: no se trata sólo de cuáles son las
tareas, sino de cómo (los medios) y quién (el sujeto) las lleva a
cabo.
Esta fue la ubicación de Trotsky respecto de la industrialización
acelerada y la colectivización forzosa del campo, o ante la invasión de
la URSS a Polonia y Finlandia. La definición de Trotsky había sido
“revolución complementaria”, lo que, visto retrospectivamente, resultó
en definitiva erróneo. Pero su ubicación metodológica mantiene
sin embargo, toda su validez, porque aun considerando esas medidas
eventualmente como “progresivas”, dejaba sentado que al ser ejecutadas
por la burocracia estalinista, no por la clase trabajadora ejerciendo la
democracia obrera, la realización de esas tareas resultaba totalmente distorsionada.
En
un trabajo sobre la corriente morenista, O. Garmendia explica que
“Trotsky no pretendió prescribir un curso obligatorio a los
acontecimientos históricos (...) analizó los casos en los que fuerzas
burocráticas (...) se vieron obligadas a ‘ir más allá‘ de los límites
que originalmente se proponían, sin por esto modificar su teoría (...)
la invasión de la URSS a Polonia y Finlandia en los 30 dio ocasión a
Trotsky de analizar transformaciones de las relaciones de propiedad
provocadas por la burocracia (...) Pero una expropiación no
significa por sí misma la revolución socialista, ni garantiza las
conquistas revolucionarias, ni siquiera las conquistas democráticas (...)
Esta fue la posición con la que Trotsky enfrentó las capitulaciones ante
el estalinismo de muchos militantes de la Oposición de Izquierda –como
Preobrajensky– que asignaban un valor revolucionario y socialista objetivo
a la colectivización de Stalin (...) Finalmente, en polémica con una
fracción del partido norteamericano, vuelve sobre el significado de las
expropiaciones de la burocracia en Polonia diciendo: ‘La estatización
de los medios de producción es, como dijimos, una medida progresiva. Pero
su progresividad es relativa; su peso específico depende de la
suma de todos los otros factores (...) engendrar ilusiones con respecto a
la posibilidad de reemplazar a la revolución proletaria con maniobras
burocráticas. El mal sobrepasa con mucho al contenido progresivo de las
reformas estalinistas en Polonia. Para que la propiedad nacionalizada en
las áreas ocupadas, así como en la URSS, se convierta en la base de un
desarrollo genuinamente progresivo, esto es, socialista, es necesario
derribar a la burocracia de Moscú. En consecuencia, nuestro programa
retiene toda su validez‘. Como vemos, Trotsky consideraba que su
programa seguía vigente a pesar de las expropiaciones porque éstas, de
por sí, no garantizan el desarrollo socialista. Lo mismo podemos
decir con respecto a las revoluciones de la posguerra (...) si bien
expropiaron, no por ello garantizaron que el proceso de la revolución
democrática se dirigiese hacia la revolución socialista”.
Como
señalara el propio Trotsky, existe una dialéctica entre las tareas y
el sujeto que las lleva a cabo, donde no todo viene determinado por el
contenido objetivo de esas tareas, sino también por quién y cómo
las lleva adelante. En relación con este problema, la Oposición rusa
se dividió en dos alas: la de dirigentes como Preobrajensky
que, al ver que la burocracia supuestamente aplicaba el programa de la
Oposición de Izquierda, capitularon a Stalin; y otra que tendía a
plantear que la manera de llevar adelante estas medidas, más que una
“revolución complementaria”, significaban el comienzo de la consumación
de una “contrarrevolución” social, que llevaba a la pérdida del carácter
obrero del Estado. Es el caso de Christian Rakovsky, que a partir de este
giro de la burocracia estalinista va a terminar definiendo a la URSS como
“Estado burocrático con restos proletarios comunistas”.
En
su famoso intercambio de cartas con Preobrajensky acerca de la revolución
china, Trotsky ilustra un aspecto teórico-metodológico central de la
teoría de la revolución permanente: “¿Cómo caracterizar una revolución?
¿Por la clase que la dirige o por su contenido social? Hay una trampa teórica
subyacente al contraponer la primera a la última en forma tan general.
El período jacobino de la revolución francesa fue, por supuesto, el
periodo de la dictadura pequeño burguesa, en el cual, además, la pequeño
burguesía, en armonía total con su ‘naturaleza sociológica‘, abrió
el camino para la gran burguesía. La revolución de noviembre en Alemania
fue el comienzo de la revolución proletaria, pero fue detenida en sus
primeros pasos por la dirección pequeño burguesa, y sólo logró unas
pocas cuestiones que no fueron cumplidas por la revolución burguesa. ¿Cómo
llamamos a la revolución de noviembre: burguesa o proletaria? Ambas
respuestas son incorrectas. El lugar de la revolución de octubre será
restablecido cuando definamos la mecánica de esta revolución y
determinemos sus resultados. No habrá contradicción en este caso entre
la mecánica (poniendo bajo este nombre, por supuesto, no sólo la fuerza
motriz sino también la dirección) y los resultados: ambos poseen un
carácter ‘sociológicamente‘ indeterminado (...). El quid
de la cuestión reside precisamente en el hecho de que aunque la mecánica
política de la revolución depende en ultima instancia de una base económica
(no sólo nacional sino internacional), no puede, sin embargo,
deducirse con una lógica abstracta de esta base económica (...). Por
esta razón, en lo que concierne al contenido social, es necesario
decir: ‘esperar y ver‘ ”.
Esto
valía para Preobrajenzky, que negaba por anticipado que la revolución
china pudiera devenir de revolución democrático-burguesa en revolución
socialista. Pero metodológicamente vale también a la inversa: no
es posible hablar de revoluciones “objetivamente” socialistas (deducción
“con una lógica abstracta de esta base económica”) aun en
ausencia de la clase trabajadora como sujeto consciente: quién y cómo
consuma la tarea de la expropiación hace al
carácter mismo de la revolución.
Este
es , creemos, el criterio válido para las revoluciones de posguerra.
En ellas, el cómo y el quién de las expropiaciones fue lo que
decidió el destino ulterior de éstas. Al no estar al servicio de un mayor
grado de organización y emancipación de la clase trabajadora
(proceso de transición al socialismo), sino acabar en la tremenda
bancarrota que conocemos, el contenido “objetivo” obrero y socialista
(no es deducible de, ni reducible a, una lógica economicista abstracta),
quedó irremediablemente
cuestionado.
Esto
es lo que explica que en el caso de Stalin en la Segunda Guerra Mundial,
de las expropiaciones en el Este de Europa y de la gesta de la revolución
china de 1949, estas medidas y acciones se hayan llevado a cabo en términos
de discurso nacional o nacionalista y no de clase. Esto obedece a una
lógica profunda, porque, evidentemente, apuntaba a borrar
conscientemente el protagonismo y la impronta de la propia clase
trabajadora. A este respecto dice R. Lew: “(...) durante mucho
tiempo –desde la década del 30– se subestimó la importancia e
incluso la preeminencia de la dimensión nacionalista en la
motivación del régimen de Pekín y en la historia del comunismo chino.
Sin embargo, más que el comunismo que le servía de ropaje ideológico,
es esta dimensión nacionalista la que explica la trayectoria del PCCH
(...) El PCCH es nacionalista dado que su objeto esencial es, para emplear
una consigna usada en los años 20, ‘salvar a la nación‘ de los
imperialismos depredadores, protegerla y asimismo reconstruir su unidad
(...). Esta prioridad nacionalista –incluso en su dimensión
antiimperialista– (...) supone un pragmatismo muy alejado de la ideología
comunista (...) El resto, gran parte de los nuevos temas emancipadores
extraídos del socialismo occidental (la democracia, el poder del pueblo,
etc.), se tornaba progresivamente secundario, incluso una verdadera
molestia; de allí la eliminación precoz, vigorosa y reiterada de las
minorías más sensibles (...) apegadas a la significación revolucionaria
de la emancipación popular”.
Y
Ernest Mandel se ve obligado a describir una situación similar (aunque en
ese caso fue sin revolución) en los países del Este europeo: “Pero por
el carácter extremadamente limitado de la movilización de las masas en
los (...) países del Glacis, por la pasividad e incluso la apatía
mayoritaria de los trabajadores de esos países, imprevista por
nuestro movimiento (...) la burocracia soviética de hecho subordinó la
asimilación estructural de su glacis a la destrucción de la
posibilidad de desarrollo autónomo del movimiento obrero”.
Esto
refuerza la necesidad de dejar establecido un criterio clásico del
marxismo revolucionario, confirmado por la experiencia de las revoluciones
de la segunda posguerra: toda conquista económico-social de los
trabajadores, en principio tiene un valor en sí misma, pero el
criterio definitivo de evaluación de las conquistas en este
terreno debe ponerse en correspondencia con el continuo y
progresivo proceso de organización independiente y desarrollo de la
conciencia del proletariado: éste es el criterio principal. Porque se
ha visto demasiadas veces en los procesos revolucionarios en Occidente y
en las revoluciones de posguerra cómo la burguesía –y aun las
burocracias– ceden conquistas y/o concesiones económico-sociales
parciales a costa de liquidar lo fundamental, el proceso de organización
independiente.
El
propio Mandel, que integraba la mayoría pablista de la IV Internacional,
consignaba lo siguiente en un documento de hace ya 50 años: “a)
Yugoslavia y China son países muy atrasados, donde el proletariado es
poco numeroso y con débil tradición marxista, habiendo pasado por dos décadas
de postración, bajo una dictadura reaccionaria (...). b) La lucha
revolucionaria tuvo su centro de gravedad en el campo y tomó la
forma de una centralización militar por los PC de los levantamientos
de los campesinos pobres (...). c) La victoria revolucionaria se
adquirió por la conquista militar de las ciudades (...) por un conjunto
de razones históricas, no se produjo ningún levantamiento [revolucionario]
(...). d) Por todas estas razones, la victoria revolucionaria pudo
obtenerse sin que los PC rompan completamente con una táctica oportunista
y se delimiten públicamente del Kremlin”.
Es,
en suma, un criterio metodológico marxista revolucionario elemental
que, en último análisis, la nacionalización de los medios de producción
en ningún caso puede ser analizada solamente en sí misma, sino
que debe ponerse en correspondencia con el proceso real de la transición
y la revolución mundial. Este es el criterio de Trotsky incluso para
el caso de las estatizaciones en Polonia en ocasión de su ocupación en
1939 por parte del ejército estalinista. Y es el mismo criterio que Rosa
Luxemburgo había esgrimido en su famosa discusión con Karl Kautsky a
propósito de la huelga de masas: “La concepción marxista consiste
precisamente en la consideración de la masa y de su conciencia como
los factores determinantes de todas las acciones políticas de la
socialdemocracia. En el espíritu de esta concepción, también las
huelgas de masas políticas –como toda la lucha por el derecho al
sufragio– no son finalmente otra cosa que un medio de esclarecimiento de
clase y de organización de capas más amplias del proletariado”.
Porque
“(...) Cualquier activista sindical sabe muy bien que el ‘resultado
específico‘ bajo la forma de una conquista material no es ni puede
ser de ningún modo el único punto de vista decisivo en una lucha económica,
que las organizaciones gremiales en Europa occidental a cada paso se
encuentran en la forzosa situación de emprender la lucha aun con escasas
perspectivas de ‘resultados específicos‘ (...) Estas huelgas
‘carentes de éxito‘ no sólo no han fracasado en su objetivo sino que
son una condición vital, directa, para defender el nivel de vida de los
trabajadores, para mantener vivo el ímpetu de lucha de las masas de
trabajadores (...) es conocido en general que además del ‘resultado
específico‘ en conquistas materiales, y aun sin este resultado, el
efecto quizá más importante de las huelgas en Europa occidental
consiste en servir de puntos de partida para la organización
sindical”.
Es decir que el criterio principal para la evaluación de las
conquistas es siempre que den lugar a un progreso en el terreno de la
conciencia y la organización.
Es
por eso que, en definitiva, en lo que hace a la revolución socialista no
hay sustituismo que valga: si
no hay presencia real de la clase trabajadora con su conciencia,
organizaciones y partidos, no hay revolución socialista. La clase obrera,
en este tipo histórico de revolución, es insustituible.
Y
como decía el propio Trotsky, en el carácter de las revoluciones
opera una dialéctica que no admite definiciones a priori: quedan
“sociológicamente indeterminadas” en función de su mecánica social
y política real. Es por ello que resulta imprescindible bregar
por que de manera efectiva las revoluciones o procesos democráticos
y/o antiimperialistas generales –como los que, por ejemplo, están en
marcha hoy en América Latina– se transformen en revoluciones obreras y
socialistas.
Pero
esto es lo que abre paso a la superación de cierto criterio objetivista,
mecanicista o determinista de diversas corrientes trotskistas (¡pero no
de Trotsky!). Y es, asimismo, el fundamento último que da lugar a toda
la densidad del pensamiento de Lenin (en el fondo relegado en
la tradición habitual de las corrientes trotskistas) referido a la
absolutamente imprescindible construcción del partido revolucionario, así
como al problema de la superación de la crisis de subjetividad
socialista y de conciencia. Como hemos dicho, procesos como el Argentinazo
o el Octubre boliviano plantean estos problemas, de modo que la reflexión
sobre estos elementos de balance histórico que estamos señalando se hace
hoy más pertinente que antes y no menos.
Respecto
del rol imprescindible del partido revolucionario, decíamos
recientemente: “[El] carácter fetichizado, ‘invertido‘,
deformado de las relaciones sociales en la sociedad (...) [hace que no esté]
dado a los trabajadores adquirir una conciencia clara y profunda acerca de
las circunstancias de su explotación y opresión más que mediante una
elaboración, un proceso en el que intervienen las tradiciones de
lucha heredadas de generaciones anteriores, su propia acción ‘espontánea‘,
los elementos de aprendizaje que vienen o se acumulan como experiencia y
–en el límite– un absolutamente necesario metabolismo con la
organización revolucionaria, sin la cual no se puede obtener del todo
la conciencia política socialista”.
La
burocracia: ¿capa o clase?
En
el análisis de la dinámica de clase de las revoluciones de posguerra hay
un núcleo teórico, del que hay que dar cuenta explícitamente, que entrelaza
la teoría de la revolución (tareas y sujetos), con la valoración del
carácter de las sociedades no capitalistas que jalonaron la segunda mitad
del siglo XX.
En
este marco, dos aspectos de enrome importancia requieren una explicación
teórica fundamentada. El primero refiere al carácter de la burocracia
de la ex URSS y demás países donde se expropió al capital; el segundo,
a la forma que asumieron las relaciones sociales de producción
luego de la estatización generalizada de los medios de producción.
Comenzando
por el primer aspecto, recordemos que Trotsky ordena la teoría de la
revolución permanente alrededor de la comprensión de que a partir del
siglo XX sólo la clase trabajadora podía tomar a su cargo y hegemonizar
la resolución íntegra de las tareas burguesas pendientes, y que la dinámica
de este proceso apuntaría a colocar la cuestión de su propio poder: la
revolución democrática devenía en socialista. Junto con esto, para
Trotsky el otro gran sector oprimido, los campesinos y las capas pequeño
burguesas en general, tenían un gran papel que cumplir en la revolución,
pero no podían tener un rol político independiente.
De
lo anterior se desprendió que la mayoría de las corrientes del
trotskismo consideraron de manera objetivista al resultado de las
revoluciones de posguerra como Estados obreros. Esto, a pesar de la total ausencia
de la acción conciente y autoorganizada de la clase trabajadora en
esos procesos. Lógicamente, y si la concepción de Trotsky era correcta y
las capas pequeño burguesas no podían desarrollar ningún rol
independiente, por limitado que fuera, éstas no podían ser más que
instrumentos de una mecánica objetiva: el establecimiento de nuevos
“Estados obreros deformados”, de los cuales esas capas no serían, en
última instancia, más que meras excrecencias burocráticas, grupos
sociales parásitos. El pablo-mandelismo fue el que llevó este
enfoque más lejos, al punto de la capitulación total a estas direcciones
burocráticas, embellecidas como “empíricamente revolucionarias” y
socialmente “obreras”.
A
nuestro entender, las cosas fueron completamente diferentes. Estas capas
pequeño burguesas o burocráticas (campesinado, capas medias, intelligentsia,
burocracias), en condiciones muy determinadas y específicas, y por un período
histórico relativamente corto, cumplieron un papel más destacado de
lo previsto (en el marco de sociedades que expropiaron a los
capitalistas). Pero estos procesos, que potencialmente podrían
haber iniciado una transición al socialismo, precisamente debido a la
ausencia de la clase trabajadora fueron abortados
desde su mismo comienzo.
Sobre
la base de auténticas revoluciones populares, estos sectores pequeño
burgueses aparecieron realizando tareas democráticas, antiimperialistas e
incluso la expropiación; pero en ausencia de la clase trabajadora en el
centro del proceso y de manera consciente (el cómo y el quién), en
ausencia de verdaderas revoluciones obreras y socialistas, la “resolución”
de estas tareas fue muy relativa. De hecho, esas direcciones y esa
base social del proceso sólo podían, en última instancia, llevar a esas
sociedades a un callejón sin salida, en el marco de la continua
presión del capitalismo imperialista a nivel mundial, restableciendo así
mecanismos y relaciones de opresión y explotación.
Pero,
en verdad, la teoría de la revolución permanente de Trotsky no quedó
desmentida en este sentido fundamental, porque, a diferencia de la
conceptualización de Nahuel Moreno,
la tarea de los socialistas revolucionarios no queda reducida a factores
puramente agregados como la democracia obrera o la revolución mundial,
considerados como elementos aislados, externos a la mecánica real
de la revolución. Porque, en verdad, era incorrecto estimar que en la
posguerra la revolución había avanzado “cientos de kilómetros más”
de lo que Trotsky había previsto, sino más bien al contrario: cientos de
kilómetros menos, y no llegaron a adquirir, en ningún caso, un carácter
socialista. De hecho, prácticamente toda la tarea de la revolución
socialista y la transición quedó pendiente, en la medida en que
se trató de revoluciones sin socialismo.
Esto
conducía inmediatamente a un debate respecto de la naturaleza misma de la
burocracia: ¿capa o clase?. Y, en consecuencia, sobre el alcance de su
acción “independiente”. Porque se afirmaba que si en los países
donde se había expropiado al capitalismo en la posguerra no se habían
constituido verdaderamente Estados obreros, no quedaba más que rendirse
ante la evidencia de que la burocracia se habría constituido en una
“nueva clase explotadora orgánica”.
Las
teorizaciones del “capitalismo de Estado” o del “colectivismo burocrático”
fueron las que llevaron esto más lejos, cada una a su manera: para los
“capitalistas de Estado”, la burocracia se había constituido en una nueva
clase capitalista “sui generis”; para los “colectivistas burocráticos”,
se trataba de una nueva clase sin antecedentes históricos ni vínculos en
la sociedad de origen, como surgida de un repollo. Incluso, para esta última
corriente en la URSS existía “servidumbre feudal” y la clase
trabajadora “no era un proletariado” en el sentido moderno del término,
aunque por otra parte nunca se explicó de manera marxista sobre
la base de qué perspectivas históricas habría ocurrido este desastre.
Nuestra
posición es muy distinta, mucho más emparentada con los análisis clásicos
de Trotsky, quien fue el primero en plantear que la burocracia de la URSS
era más que una mera burocracia, en la medida en que estaba al
frente de un inmenso Estado sin que existiera una clase verdaderamente
propietaria (hecho que ocurrió en todos los países donde se expropió al
capital en la posguerra). Pero, al mismo tiempo, como resultado del
contexto capitalista internacional y del carácter no orgánico y parásito
de su usufructo de la propiedad estatizada y su apropiación del sobre
producto social, era menos que
una clase orgánica.
Desde
el punto de vista teórico, “para un análisis concreto de la degeneración
de la URSS es insuficiente un enfoque economista-mecanicista de la problemática
del Estado ‘soviético‘ y del Estado en general. Los análisis mecánicos
en términos de estructura y superestructura (...) se revelan
particularmente inútiles para comprender lo ocurrido en la URSS. Se
requiere retomar (...) lo esbozado por Marx y Engels. Las formas políticas
de la sociedad que tienen sus raíces en determinadas relaciones sociales,
condicionadas por el desarrollo de las fuerzas productivas, tienen una
tendencia a la autonomía y una innegable capacidad de reacción sobre las
relaciones sociales y económicas, que pueden ser, y de hecho son,
afectadas por la producción política de la clase o casta que controla el
poder del Estado”
En
este marco, cabe recordar el brillante trabajo de Christian Rakovsky, Los
peligros profesionales del poder, donde destaca que lo que había
comenzado como diferenciación funcional de quienes asumían
funciones gubernamentales se había convertido en una diferenciación
social, con marcadas desigualdades materiales. Estos nuevos
privilegiados, decía, “no sólo objetiva, sino también subjetivamente;
no sólo material, sino también moralmente, han
cesado de formar parte de esta misma clase obrera (...) No se trata de
casos aislados (...) sino más bien de una nueva categoría social”.
En
1930, luego de comprobar que se había desarrollado aún más “la
rapacidad, la irresponsabilidad, el despotismo del aparato, cuyo reverso
es el embrutecimiento, la humillación y la privación de los derechos de
las clases trabajadoras”, escribió: “Bajo nuestros ojos se ha formado
y sigue formándose una gran clase de gobernantes con sus propias
divisiones internas, que crece mediante la cooptación”.
Trotsky,
que cita explícitamente a Rakovsky en La revolución traicionada (1935)
desarrolla este análisis y señala la originalidad del fenómeno: “Bajo
ningún otro régimen la burocracia alcanza semejante independencia
(...) La burocracia soviética se ha elevado por encima de una
clase que apenas salía de la miseria y de las tinieblas, y que no tenía
tradiciones de mando y dominio (...) la burocracia de la URSS asimila las
costumbres burguesas sin tener a su lado a una burguesía nacional.
En este sentido, no se puede negar que es algo más que una simple
burocracia. Es la única capa social privilegiada y dominante, en
el sentido pleno de estas palabras, en la sociedad soviética (...) el
hecho mismo de que se haya apropiado del poder en un país donde los
medios de producción más importantes pertenecen al Estado crea, entre
ella y las riquezas de la nación, relaciones enteramente nuevas.
Los medios de producción pertenecen al Estado. El Estado ‘pertenece‘,
en cierto modo, a la burocracia. Si estas relaciones completamente
nuevas se estabilizaran, se legalizaran, se hicieran normales, sin
resistencia o contra la resistencia de los trabajadores, concluirían
por liquidar completamente las conquistas de la revolución proletaria”.
Al
mismo tiempo, Trotsky puso extremo cuidado en precisar que la burocracia
continuaba “sin tener derechos particulares en materia de propiedad
(...) Los privilegios de la burocracia son abusos. Oculta sus privilegios
y finge no existir como grupo social. Su apropiación de una parte inmensa
de la renta nacional es un hecho de parasitismo social”.
En
particular, Trotsky polemizó contra quienes definían a la burocracia
como una “nueva clase explotadora” en ascenso, impuesta tanto en la
URSS como en los países fascistas. Puntualizó las evidentes diferencias
entre la burocracia fascista y la estalinista, y explicó, con relación a
esta última, que por poderosa o incontrolada que fuere, estaba lejos
de consolidarse como una clase explotadora orgánica. De aquí se
derivaban rasgos tan característicos como las frecuentes convulsiones
intestinas, la necesidad de gobernar con métodos totalitarios y sus
tendencias a la restauración del capitalismo. La definición de
Trotsky es, entonces, dialéctica, porque es dinámica: “siendo
más que una simple burocracia, la casta privilegiada omnipotente que
maneja Rusia no constituye una nueva clase explotadora orgánica, y
valorada a escala mundial tiende a convertirse en un órgano de la burguesía
mundial”.
El
desarrollo de la lucha de clases hacia el final del siglo XX terminó
demostrando que este era el único análisis de clase correcto. En
circunstancias históricas muy determinadas, y a la cabeza, inicialmente,
de procesos revolucionarios populares reales, esta capa o casta pequeño
burguesa había cumplido un rol dirigente relativamente más independiente
que en los 150 años de lucha de clases anteriores.
Pero se trató de una “independencia” no histórica, que por la
naturaleza social pequeño burguesa de esta misma capa estaba condenada,
precisamente en términos históricos, a su derrocamiento revolucionario
por la clase trabajadora o a su reabsorción burguesa de la misma,
alternativa ésta que a la postre se impuso. Pero sólo es posible dar
cuenta de esta experiencia histórica dejando de lado todo abordaje escolástico
del marxismo y poniendo las categorías teóricas –por otra parte, dinámicas
y no osificadas– en correspondencia con la experiencia histórica real.
Explotación
mutua, explotación no
orgánica
“El
marxismo parte del concepto de la economía mundial no como una amalgama
de partículas nacionales, sino como una potente realidad con vida
propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado
mundial, que impera en los tiempos que corren sobre los mercados
nacionales (...). Proponerse por fin la edificación de una sociedad
socialista nacional y cerrada equivaldría, a pesar de todos los éxitos
temporales, a retrotraer las fuerzas productivas, deteniendo
incluso la marcha del capitalismo (...) Pero los rasgos específicos de la
economía nacional, por grandes que sean, forman parte integrante, en
proporción cada día mayor, de una realidad superior que se llama
economía mundial (...) La teoría de la revolución
permanente, al pronosticar la revolución de octubre, se apoyaba
precisamente en esa ley de la falta de ritmo uniforme del desarrollo histórico
(...) Pero la ley a la que aludimos (…) lejos de sustituir o anular las
leyes de la economía mundial, está supeditada a ellas”.
Es
desde el punto de vista de la teoría de la revolución permanente y de
sus presupuestos metodológicos fundamentales que se deben abordar
las formaciones económico-sociales a las que dieron lugar las
revoluciones de posguerra, totalmente emparentadas con la degeneración de
la economía de transición de la URSS. Creemos que Pierre Naville, en su
colosal estudio El nuevo Leviatán, es el que mejor se ajusta
a estos presupuestos metodológicos verdaderamente trotskistas, a
diferencia de supuestos “ortodoxos” como Ernest Mandel que, como luego
veremos, hicieron escuela en el embellecimiento y mitificación de la
burocracia estalinista.
Lo
que hay que explicar, desde nuestro punto de vista, es el significado
concreto de ser “menos que una clase orgánica” en relación
con la burocracia estalinista. Adelantamos que, en último análisis,
consideramos a la burocracia como órgano de la burguesía mundial
en el seno de estas sociedades no capitalistas, es decir, una capa social
no obrera sino pequeño burguesa, un fenómeno histórico inestable
y condenado a desaparecer.
Pero
esto obliga a volver a revisar la lógica del funcionamiento económico
que operaba detrás de la estatización de los medios de producción de
estas sociedades. Esto es, determinar cuáles eran las relaciones
sociales de producción y/o explotación actuantes en el seno de la
estatización de los medios de producción. Al respecto, el análisis
de Trotsky en los capítulos IX y XI de La revolución traicionada es
infinitamente superior al de todos los “trotskistas” que le
sucedieron, aunque se basó en el concepto de “expoliación”.
Una
vez más, se impone partir de una consideración teórica esencial:
aun bajo la estatización mayoritaria de los medios de producción, el
imperio de la ley del valor –producto de la doble presión del
mercado mundial y de la necesidad interior– y la permanencia del
trabajo asalariado, fundamento de la explotación, seguían
presentes
en las sociedades no capitalistas.
“La
transición socialista es una compleja transformación revolucionaria, en
la que la expropiación del gran capital –tanto más si
inicialmente esto sólo ocurre en una región del mundo–
representa un capítulo importante, pero de ninguna manera concluyente
y mucho menos irreversible (...) el desarrollo de la revolución
socialista y los problemas de la transición deben abordarse desde el supuesto
fáctico y metodológico de la unidad del mundo y de la revolución
mundial (...). En el terreno de la economía, esto implicaba
comprender que la expropiación del capital no inauguró en la URSS –ni
podrá hacerlo en ningún lado– un ‘modo de producción socialista‘
ni una ‘base económica‘ dotada de algún
automatismo transicional”.
Trotsky
mismo asumía este ángulo de abordaje cuando sostiene que las “leyes
económicas” que imperaban en Rusia (estatización, planificación,
monopolio del comercio exterior, dinero, etc.), estaban supeditadas a
“las leyes de la economía mundial”. La “ley de leyes” (a su vez
fundamento de la teoría de la revolución permanente) no es otra que
el imperio mundial de la ley del valor.
Porque,
según Naville: “En la URSS subsiste el valor (...) La organización
de la producción y de los intercambios dependen de ciertas relaciones de
producción, es decir, de relaciones de clase, es decir, en definitiva
de una determinada forma de apropiación semi-colectiva del producto y el
sobreproducto. De esta apropiación hay que partir. Es verdad que en
la URSS se produce de otra forma que en el capitalismo privado, pero ella
se da aun de manera no socialista, porque estamos en un socialismo
de Estado, limitado en todos los sentidos, y este socialismo no alcanza ni
de lejos el nivel de las relaciones teóricas descritas por Marx. Como máximo
provee algunas premisas (...) Si hay mercado (incluso un mercado de
Estado...) en ese mercado hay también, además de los productos del
consumo, la capacidad de trabajo (...). Pero este intercambio (...) no
es por tanto intercambio del que habla Marx, intercambio que prescinde de
toda noción de valor. Es un intercambio que sigue estando dominado
por violentas coerciones debidas a la estatización, a las relaciones
exteriores, a la persistencia de relaciones semicapitalistas en la
agricultura, el comercio, etc., algo muy transitorio, lleno de
contradicciones y conflictos y que deberá retroceder o progresar hacia la
forma de la que habla Marx, lo que sólo podrá tener lugar a escala
internacional”.
Es
decir que en tanto la revolución no se realice internacionalmente,
este imperio (ley del valor y permanencia del trabajo asalariado) vale
incluso para los verdaderos Estados obreros o sociedades de transición,
en los que las imposiciones del trabajo por necesidad deben ir reduciéndose
en función del incremento del tiempo libre. Donde la acumulación
debe hacerse cada vez menos a expensas del consumo de la sociedad. Donde
el trabajo muerto debe estar crecientemente subordinado al trabajo vivo. Todo
lo cual requiere del desarrollo de las fuerzas productivas, del
incondicional respeto por la democracia de los trabajadores y de la
creciente dirección consciente de la producción mediante la planificación
flexible
como un elemento decisivo de las propias relaciones sociales de
producción. Todo lo cual está a su vez subordinado, en última
instancia, al imprescindible progreso
de la revolución mundial.
Sin
embargo, en las sociedades no capitalistas de posguerra la dinámica fue
de hecho la opuesta: los mecanismos de “explotación mutua” y
de autoexplotación “consensual” fueron reabsorbidos. Se
relanzó la explotación del trabajo y la acumulación del excedente como
plusvalía en manos de Estado (plusvalía estatizada), que quedaba en
manos no de los obreros, sino de la burocracia. Naville se
basa, de manera pedagógica, en el esquema de las cooperativas y de
los mecanismos de autoexplotación connaturales a ellas para dar cuenta de
cómo operaban las relaciones reales de producción detrás de la
estatización. En las cooperativas –tal como ocurre bajo el
capitalismo– en tanto que unidades productivas aisladas,
sigue imperando la ley del valor y el trabajo por un salario, aun en
ausencia del patrón.
En
este marco plantea que “(...) se trata de saber si la explotación
mutua, sucesora de la explotación capitalista, puede necesariamente
engendrar un estado de cosas donde la explotación, en cualquiera de sus
formas, deje lugar a alguna combinación inédita de creación y
administración (...) A la utilidad o al uso mutuo (de las cooperativas),
el capitalismo burgués en plena expansión los convertía en parabrisas
de la explotación unilateral. Sin embargo, en la teoría de la utilidad
mutua existe virtualmente... el esbozo de un estado de asociación que
rompe con las leyes del intercambio capitalistas, valor por valor, y
quiebra la relación fundamental del salario. La utilidad supone asociación.
Pero funcionando productivamente
puede dar lugar a una explotación mutua, continuadora a su manera de la
explotación capitalista o dar lugar a la desaparición de toda explotación
disociando los valores de uso y los valores de cambio (que desaparecerían).
En
el segundo caso, “la utilidad mutua daría lugar a un valor de uso
mutuo, o social, donde el reparto de los productos debe ser independiente
de la contribución a su producción. La desigualdad (más bien se
debería decir la diferenciación), fluidez de las capacidades y valores
de uso, dejaría entonces de engendrar desigualdades de disfrute
debidas a la igualdad de los valores de cambio. El mantenimiento de la
función valor de cambio y la escasez o penuria de medios de producción y
productos es lo que limita hasta ahora a las asociaciones cooperativas no
capitalistas”.
Ocurre
que en el caso de las cooperativas bajo el capitalismo, o incluso en las
sociedades cercadas por el capitalismo mundial, la necesidad se
impone debido a que el bajo desarrollo de las fuerzas productivas
(la vuelta al viejo caos) impide alcanzar la norma “de cada cual según
su capacidad, a cada cual según su necesidad”. Es decir, impide disociar
la retribución del trabajo del valor que éste crea, y facilita, al
mismo tiempo (en ausencia de toda democracia de los trabajadores), la
apropiación del plustrabajo social por parte de la burocracia que cumple
el papel de administradora del sistema de necesidades,
de administradora de la
miseria.
Profundizando
este enfoque, desde el punto de vista del “modo de producción”,
podemos decir con Naville que: “La utilidad mutua, en principio, excluye
la utilidad marginal. Pero, en la práctica, mantiene la posibilidad de una
forma de explotación por desigualdad de apropiación, y reintroduce
constantemente la idea de rendimiento óptimo, propia tanto del
capitalismo como del socialismo de Estado. Esto explica que Marx pudo
decir con claridad que ‘las fábricas cooperativas de los obreros mismos
son, dentro de la forma tradicional, la primera brecha abierta en ella, a
pesar de que, dondequiera que existan, su organización efectiva
presenta... todos los defectos del sistema existente. Pero dentro
de estas fábricas aparece abolido el antagonismo entre el capital y el
trabajo, aunque, por el momento, solamente en una forma en que los obreros
asociados son sus propios capitalistas, es decir, emplean los
medios de producción para explotar su propio trabajo (...)”.
Y agrega que “el socialismo de Estado es una especie de agrupamiento
de cooperativas funcionando según una serie de leyes heredadas del
capitalismo y coordinadas con la mano brutal de una burocracia. Los
trabajadores son de algún modo ‘sus propios capitalistas’
explotando ‘su propio trabajo’. Reproducen así el tipo de
desigualdades características de las relaciones dominadas por la ley del
valor, aunque no haya propietarios privados para asegurar esta
reproducción”.
En
suma: en los países del Este imperaba la ley del valor (así como
la naturaleza asalariada del trabajo), y, por tanto, un mecanismo de autoexplotación.
Y la evaluación de si estas relaciones tendían a la emancipación
del trabajo o significaban nuevas formas de explotación pasaba
esencialmente por que los obreros “no se dejaran subyugar por una
burocracia todopoderosa”; esto es, no dejen que ésta se apropie del
excedente social. Por más que les parezca increíble a muchos
“trotskistas”, el propio Trotsky era plenamente consciente de esto
cuando afirmaba que “en la lucha por las normas europeas o americanas,
los métodos clásicos de explotación, tales como el salario por piezas,
se aplican bajo formas tan descubiertas y brutales que los sindicatos
reformistas mismos no tolerarían en países burgueses. La observación de
que los obreros en la URSS trabajan ‘por su propia cuenta‘ no
está justificada sino en la perspectiva de la historia, y diremos que
–anticipándonos a nuestro tema– con la condición de que no se dejen
subyugar por una burocracia todopoderosa”.
Con
esta comprensión, y dentro de su esquema de las cooperativas, dice
Naville respecto del rol de la burocracia: “Esta forma de
explotación , la experiencia lo indica, es muy propicia a las
expoliaciones parasitarias y los fraudes (...) Este tipo de explotación
parasitaria es tanto más extendido cuanto extenso sea el campo de
relaciones mutuales y cooperativas. Esta explotación, sin embargo, no
es orgánica o funcional, puesto que las relaciones de trabajo no
la implican obligatoriamente (...) La explotación mutua parasitaria
es una forma avanzada de explotación, donde la extracción obligada por
las relaciones de trabajo {capitalismo} se transforman en extracción
posible por las relaciones de consumo (...)”.
Resulta
análogo al caso del administrador (o gendarme) en las
cooperativas bajo el capitalismo: puede apropiarse del excedente producido
por las figuras cooperantes o puede no apropiarse en caso del imperio de
una verdadera democracia obrera y de un efectivo desarrollo de
las fuerzas productivas, porque de otro modo, insistimos es mera
“socialización de la miseria y vuelta al viejo fárrago” al que se
refería Marx. Pues el lugar del administrador burocrático no es
el de un propietario capitalista orgánico: “(...) La
explotación implica dos fines o, más simplemente, dos condiciones en
acción: que algunos acaparen productos en desmedro de otros; que algunos
tengan poder de mandar sobre otros, es decir, de imponerles su propia
voluntad (...) El socialismo de Estado es un sistema de explotación en el
que los elementos de contradicción se sitúan en las relaciones de las
categorías sociales cooperantes que se disputan el reparto de la producción
(desde el nivel de la empresa al nivel nacional) bajo el arbitraje de
una de ellas, elevada poco a poco a nivel de clase despótica. Podemos
decir que este sistema, surgido de una forma cooperativa de manejo del
capital acumulado, generaliza el fenómeno de explotación, unificando la
forma de los intercambios en los terrenos de la producción y el
consumo”.
Pero
es precisamente el interjuego de estas relaciones sociales de producción
lo que tendía a perderse de vista en Trotsky, oscurecido bajo el concepto
meramente jurídico de “propiedad estatizada”.
Lo propio sucedía con la disociación mecanicista –incluso
idealista– de las normas de reparto y distribución de productos del
consumo respecto de las relaciones de producción. Porque detrás de
las relaciones jurídicas, según el clásico análisis de Marx y los
principios teóricos y metodológicos del materialismo histórico, operan
y no pueden dejar de operar las relaciones de producción, que son
relaciones de hecho, materiales, del absolutamente imprescindible metabolismo
social del hombre con la naturaleza.
Al
mismo tiempo, como decía Marx en la Introducción a la crítica de la
economía política, existe una relación dialéctica entre
producción, distribución, cambio y consumo; donde las leyes del reparto
y distribución de los productos vienen desde el comienzo condicionadas
por la previa distribución de las condiciones de la producción:
medios de producción y fuerza de trabajo. Es decir, en manos de quién
estén de manera efectiva los medios de producción y dónde estén
aquellos que sólo poseen su fuerza de trabajo, los trabajadores
asalariados, es decisivo para la posterior distribución de medios de
consumo.
“En
consecuencia, los modos y relaciones de distribución aparecen sólo
como el reverso de los agentes de producción. Un individuo que
participa en la producción bajo la forma de trabajo asalariado participa
bajo la forma de salarios en los productos, en los resultados de la
producción. La organización de la distribución está totalmente
determinada por la organización de la producción (...). Según la
concepción más superficial, la distribución aparece como distribución
de los productos y, de tal modo, como más alejada de la producción y así
independiente de ella. Pero antes de ser distribución de los productos,
ella es: 1) distribución de los instrumentos de producción; 2)
distribución de los miembros de la sociedad entre las distintas ramas
de la producción (...). La distribución de los productos es
manifiestamente sólo un resultado de esta distribución que se halla
incluida en el proceso mismo de producción y determina la articulación
de la producción”.
Porque,
en definitiva, lo que manda es la distribución de las condiciones de
la producción, mientras que el trabajador, en los países del Este,
seguía separado de los medios de producción. En ausencia de
democracia de los trabajadores, el trabajador entra al proceso de producción
sólo como dueño de su fuerza de trabajo, y el burócrata como poseedor
efectivo de los medios de producción. Y estas condiciones de producción
desiguales en definitiva determinan las desigualdades del
intercambio.
Es
así que, en último análisis, “la cuestión del derecho de propiedad aparece
relacionada y subordinada al concepto de relaciones de producción. Y,
más allá de las palabras que se empleen, las relaciones de producción
son relaciones de poder efectivas sobre las personas y las fuerzas
productivas, antes que relaciones de poder legal. Precisamente, si se
analizan las relaciones de producción que fueron impuestas en la URSS
surge la inconsistencia de hablar de ‘Estado obrero‘. La propiedad del
Estado dejó de ser una herramienta que el conjunto de los trabajadores
podían utilizar para avanzar hacia la apropiación social de los medios
de producción, y consagró formas imprevistas de apropiación que,
sirviendo a la burocracia, mantuvieron al proletariado soviético en
condición de clase oprimida y explotada. La cuestión de la propiedad
estatal debe ser considerada en su relación con otras categorías
centrales del materialismo histórico,
superando el enfoque jurídico que se queda en la apariencia de las
cosas”.
La
burocracia devino así, según la definición del propio Trotsky, la “única
capa social privilegiada y dominante” de la sociedad soviética (y de
todos los países del Este), encarnando no ya los intereses
“objetivos” del “Estado obrero”, sino
los suyos propios.
Dicho
en otros términos, si bien es incorrecto concebir un Estado proletario
‘platónico‘, obviando la distancia de todo fenómeno real entre norma
y hecho, esto no impide asumir criterios básicos para precisar qué
fenómeno social es el que tenemos delante, de modo de poder definir un
curso de acción para luchar por modificar la realidad. Porque “(...) los
términos ‘dictadura del proletariado‘, ‘socialismo‘,
‘comunismo‘, encierran programas y llamados a la acción (...). La
única forma de orientarnos en este terreno es establecer una serie de
conceptos fundamentales que se derivan de la crítica materialista de la
sociedad capitalista y del objetivo de acabar con la sociedad de clases.
La dictadura del proletariado plasma, de forma conciente, este programa, y
no puede suceder de otra manera, porque de los que se trata es de
organizar el tránsito a una sociedad al que se concibe sin clases ni
explotación”.
Conclusión
A
fines de la década del 30, en el marco de un justo criterio defensista de
la URSS respecto de la Segunda Guerra Mundial, Trotsky parecía listo para
evaluar, en función del inmenso acontecimiento histórico que se
avecinaba, el destino ulterior de la URSS, cuya definición como
Estado obrero consideraba una “categoría histórica al borde de la
negación”. Esto era coherente con un aspecto profundo de la
teoría de la revolución permanente, basada en la concepción dinámica
de ésta: si las conquistas anteriores no son seguidas por otras
nuevas conquistas y progresos en el terreno de la revolución
internacional e interior, el retroceso y aun la derrota son inevitables.
Esta misma concepción había guiado a Lenin y Trotsky a insistir muchas
veces, a principios de la década del 20, que estarían dispuestos a
“cambiar la revolución rusa por la alemana”. En todo caso, el
“Estado obrero contrarrevolucionario”, como lo define en la polémica
con la fracción antidefensista del SWP estadounidense, no podía
mantenerse de manera indefinida en ese estado de contradicción.
Trotsky
lo planteaba en los siguientes términos: “Respecto de Aleksandrova, yo
no creo que el problema de la definición de la URSS –“Estado
obrero” o no– pueda constituir un obstáculo insuperable para un
acercamiento político. En las mismas filas de la IV Internacional, muchos
camaradas se levantan contra la definición de la URSS como ‘Estado
obrero‘. En la fuente de este rechazo, hay –según creo, en la mayoría
de los casos– una ausencia de dialéctica en la manera de abordar los
problemas. En lo esencial, esos camaradas tienen sobre la URSS la misma
apreciación que nosotros. Pero tienen la tendencia a emplear la categoría
de ‘Estado obrero‘ como una categoría lógica o incluso algo ética, y
no como una categoría histórica que ha llegado al borde de su negación.
Será necesario un acontecimiento histórico de gran importancia, un
cambio de situación en la URSS, el derrumbe de la camarilla estalinista,
para que esos camaradas digan: ‘sí; hasta ahora teníamos un estado
obrero degenerado ‘”.
Con
la Segunda Guerra Mundial, este limite histórico se traspasó y,
en ausencia de la clase obrera consciente y de corrientes y partidos
socialistas revolucionarios, no había forma de que las revoluciones
democrático-nacionales y anticapitalistas pudieran ser “objetivamente
socialistas”, una contradicción en sus propios términos, como
hemos tratado de demostrar a lo largo de este ensayo. Porque en el caso de
la revolución socialista, es axiomático para la mejor tradición
clásica del marxismo revolucionario que la liberación de los
trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos. Esta es la gran
lección que dejan las revoluciones de la segunda mitad del siglo pasado
para las luchas revolucionarias del porvenir, junto con la de que la
liberación de los trabajadores, lejos de ser pura espontaneidad,
es un metabolismo complejo en el que la lucha revolucionaria
por el poder de la clase trabajadora tiene como requisito indispensable
–como aportara Lenin– sus
organismos de autodeterminación y el partido de los socialistas
revolucionarios.
>>>>
A Socialismo o Barbarie (revista) Nº 17/18
Notas:
.-
Advertimos al lector que este artículo
y el siguiente (“La segunda posguerra y el movimiento trotskista”)
son orgánicamente un solo trabajo, que ha sido dividido sólo para
comodidad del lector.
.-
Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Buenos Aires, Polémica,
1975.
.-
Concebimos este artículo como un
aporte al balance teórico-programático del marxismo revolucionario,
y aclaramos que en modo alguno lo concebimos como un impedimento para
la constitución de Socialismo o Barbarie con componentes
provenientes de tradiciones diferentes a las nuestras.
.-
Immanuel Wallerstein, El moderno
sistema mundial, vol. 1, México, Siglo XXI, 1989, p. 15.
.-
Insistimos en esta idea de condiciones específicas para contraponerla
al uso y abuso por parte del trotskismo tradicional de la
posguerra del concepto de “excepcionalidad”; utilizado para todo
tipo de justificaciones o para realizar teorizaciones ad hoc
que justamente dejaban sin explicar estas condiciones
“excepcionales”.
.-
Aquí cabe una discusión acerca de si
la perspectiva de una organización internacional revolucionaria pasa
por una nueva Internacional revolucionaria o de la refundación de la
IV Internacional. En nuestro caso, creemos que esto debe quedar abierto,
en función del desarrollo real del proceso de la vanguardia
revolucionaria a escala internacional. Para más elementos, ver “Es
necesaria una nueva corriente internacional”, en esta edición.
.-
“La tradición no ha de pesarnos
como una pesadilla, impedimento, empacho, objeto de culto y estúpida
reverencia (...); pero, por otra parte, la tradición es lo que nos
mantiene en la historia, o sea, lo que nos relaciona con las
condiciones laboriosamente adquiridas que facilitan el trabajo nuevo y
posibilitan el progreso. Y sin esa relación, no se puede ser sino
bestias, porque sólo el secular trabajo de la historia nos diferencia
de los animales”. Antonio Labriola, Socialismo y filosofía,
Buenos Aires, 2004, Antídoto, p. 182.
.-
Una y otra vez Lenin insistió que el
marxismo “no es un dogma, sino una guía para la acción”.
En el mismo sentido, tenemos esta extraordinaria observación metodológica
de Trotsky: “La teoría no es una letra de cambio que se pueda
cancelar en cualquier momento. Si ha fallado, hay que llenar sus
lagunas o revisarla. Destaquemos las fuerzas sociales que han
hecho nacer la contradicción entre la realidad soviética y el marxismo
tradicional. En todo caso, no se puede errar en las tinieblas repitiendo
las frases rituales (...) que son una afrenta a la realidad
viva”. León Trotsky, La revolución traicionada, Buenos
Aires, Antídoto, 1990, p. 125.
.-
Hay que recordar aquí que en la
posguerra se tendió a caracterizar como “revisionistas” a las
corrientes que (supuesta o realmente) cuestionaban aspectos del armazón
teórico-programático legado por Trotsky. En los dos extremos, al
“schachtmanismo” y al “pablismo” –que efectivamente
expresaron tendencias a la capitulación al imperialismo y la
burocracia estalinista– les cupo este sayo. Las corrientes que se
consideraron “ortodoxas” fueron las que se negaron a seguir (desde
1953) los pasos de capitulación del pablo-mandelismo. Creemos que la
reacción de estas corrientes contra el “pablismo” fue muy progresiva,
pero no en función de alguna “ortodoxia” o “revisionismo” en
abstracto, sino sobre la base de consideraciones del “análisis
concreto de la situación concreta”, esto es, de las posiciones que
cada sector expresaba. Porque, sin duda, se puede capitular tanto
siendo “revisionista” como siendo “ortodoxo” (como
efectivamente ocurrió en uno u otro momento del proceso). Insistimos:
para ambos casos hay sobrados ejemplos en la historia del movimiento
socialista y revolucionario. Por razones de comodidad, llamamos al
cuerpo central de las corrientes del trotskismo como trotskismo
“tradicional“, sin desmedro de las grandes diferencias políticas
que las atravesaron.
.-
Dice Hal Draper: “El hecho sorprendente de este esbozo sobre los orígenes
del movimiento está basado en el período de Marx de intensa lectura
y estudio acerca de la Revolución Francesa. Este deja completamente
afuera todo el espectro de los jacobinos –no sólo Robespierre y
Saint Just, sino también Hebert y Marat– en favor de dos tendencias
poco conocidas: los social-girondinos, alrededor del ‘Círculo
Social‘ y Abbe Fauchet, y el ala revolucionaria de izquierda del
ascenso (...) los enragés, que rechazaban el
jacobinismo y su dictadura desde la izquierda y desde el punto de
vista de las clases trabajadoras (Leclerc, Jacques Roux). Esto es
especialmente interesante porque Babeuf y Bounarroti se asumían como
jacobinos-robespierristas; pero en los ojos de Marx, su comunismo era
una rama especial de las ideas jacobinas. Este es, en verdad, el
sentido en el cual uso el término ‘comunismo jacobino‘ para
describir la tradición babuvista-blanquista (...) Este hecho ha sido
pasado por alto en la literatura marxista desde que la interpretación
dominante ha sido fuertemente influenciada por los historiadores
‘robespierristas‘ como Mathiez y fuerzas políticas como el
Partido Comunista Francés, incluyendo historiadores capaces como
Soboul. Una situación análoga se observa respecto de la Revolución
Inglesa: (...) es la visión similar de Cromwell opuesto a los
‘niveladores‘ (Levellers) democráticos, por no hablar de
los Verdaderos Niveladores o de los cavadores (Diggers). En
Karl Marx Theory of Revolution, vol. III, Monthly Review Press,
p. 361.
.-
Citado en Tony Cliff, Trotskismo
después de Trotsky, Londres, Bookmarks, 1999, p. 26.
.-
Es el caso de las corrientes “autonomistas” inspiradas en los
escritos de John Holloway, que plantean que se podría “cambiar el
mundo sin tomar el poder”, que tampoco se referencian en la clase
trabajadora. En la Argentina, esta posición es característica de
movimientos como los MTD Aníbal Verón, de Luis Zamora y de muchos
participantes de las “asambleas populares” o integrantes de la
vieja vanguardia desmoralizada, a la que han derivado colectivos como
la revista Herramienta.
.-
Sin duda existe un sinnúmero de
militantes y dirigentes socialistas revolucionarios de importancia,
pero aquí queremos referirnos a los que resumen de una manera más
global esta tradición en tanto han sido los principales dirigentes de
cada una de esas expresiones. La exclusión de Antonio Gramsci obedece
sólo a que aún no lo hemos estudiado lo suficiente.
.-
Sin embargo, cabe decir que, a pesar de sus límites teóricos y
programáticos y del fracaso global del proyecto fundacional que
significó el estallido de fines de los 80 y principios de los 90, el
morenismo encarnó en la segunda posguerra una de las pocas corrientes
que logró mantenerse con un curso en general independiente de los
aparatos pequeño burgueses y contrarrevolucionarios, lo que no es
un mérito menor, sino uno de sus aportes específicos,
positivos y vigentes a la hora del relanzamiento del marxismo
revolucionario hacia una nueva síntesis.
.-
Esto no implica, en modo alguno, alinearse con las corrientes que en
las distintas batallas de la IV a partir de su fundación tendieron a
posiciones ultraizquierdistas, “antidefensistas” y/o espontaneístas
y de renuncia a la construcción de la organización revolucionaría.
Varios de esos sectores terminaron perdiendo la brújula y dejaron de
discernir la frontera entre revolución y contrarrevolución.
Desarrollamos esto en el artículo siguiente.
.-
Ver al respecto los artículos de J. Bragga y R. Ramírez en esta
misma edición.
.-
No podemos dejar de señalar que compañeros con los que desarrollamos
parte de esta elaboración acerca del balance de la ex URSS y
de las revoluciones de posguerra terminaron en un curso político
liquidacionista y/o en una variante de secta utópica. El
primer caso es el de Andrés Romero, que, al perder de vista la relación
dialéctica entre la acción espontánea de las masas trabajadoras y
el problema de la adquisición de la conciencia y la necesidad del
partido, prácticamente se ha pasado a posiciones autonomistas à
la Holloway (“Cambiar el mundo sin tomar el poder”) y/o antileninistas
como las de Werner Bonefeld y otros. Su prédica antipartidos y su
falta de perspectiva de clase –incluso se reemplaza a la clase por
el concepto espantosamente pasivo de “víctimas”, proveniente de
la reformista Teología de la Liberación– no ha dejado lugar a nada
convincente. Esto se expresó de manera palmaria en su completa
pérdida de puntos de referencia en el proceso del Argentinazo, en el
que todo debía subordinarse al proyecto electoralista de Luis Zamora.
Otro sector se sumó a la corriente internacional Utopía Socialista,
hegemonizada por Socialismo Revolucionario de Italia, que ha venido
teorizando una concepción “antipolítica” y de reemplazo de la
centralidad de la clase trabajadora en la revolución por el vago
concepto de “sociedad civil”. La pérdida completa del punto de
vista de clase de la política revolucionaria los condujo a terminar
apoyando movilizaciones reaccionarias de la clase media alta, como las
del notorio derechista Juan Carlos Blumberg en Argentina.
.-
Ver al respecto los artículos de J. Bragga y R. Ramírez en esta
misma edición.
.-
Señalamos someramente algunas de las características distintivas de
las revoluciones socialistas (triunfantes y derrotadas) de la primera
mitad del siglo: las tres revoluciones rusas (1905; febrero y octubre
de 1917), la revolución alemana (1918-9 y 1923), la revolución húngara
(1918), el gran ascenso obrero en Italia (1918-1921), la segunda
revolución china (1925-7) y la revolución española (1931-9). Estas
revoluciones configuraron una serie de experiencias con rasgos
propios, marcados decisivamente por el sello que les otorgó la clase
trabajadora. En estas condiciones, todas estas revoluciones, más allá
de sus diferencias y desarrollos desiguales,
se caracterizaron por tener en el centro la acción y los métodos
de lucha del proletariado, el desarrollo fuertísimo de tendencias de
democracia de los trabajadores y de lucha de tendencias políticas, en
el marco más general de la expansión, en los cincuenta años
anteriores, de elementos de una cultura obrera y socialista
ampliamente extendida.
.-
Al respecto, dejamos anotada una observación metodológica de Naville
que nos parece completamente apropiada para la posguerra: “(...) el
período actual es poco propicio, en razón misma de su carácter
transitorio y de las mutaciones aceleradas, a una formalización del
tipo de la que elabora Marx en 1850. Por emplear un vocabulario
proveniente de los saintsimonianos, estaríamos en una época crítica,
y no orgánica. Los períodos críticos se ajustan menos que los otros
a la elaboración de un modelo global, formalizado. Hace falta que un
modelo se apoye sobre una realidad orgánica y constituya un conjunto
funcional bien definido e incluso estable por un largo período de
tiempo (...) ¿Tiene este aspecto orgánico la época actual? (...) Es
justamente eso de lo que carece”. Pierre Naville, El salario
socialista, volumen 2, p. 27. Esta notable observación metodológica
nos da una pista de cómo se debían afrontar los fenómenos “híbridos”
y “transitorios” de la posguerra. La dialéctica materialista de
Naville echa así por tierra el escolasticismo del modelo de una
economía que sólo podría ser “obrera o burguesa”.
.-
León Trotsky, La revolución
permanente, La Paz, 1989, Crux, pp. 72-73.
.-
León Trotsky, El Programa de
Transición, La Paz, 1989,Crux, p. 60.
.-
Esto no implica que en la posguerra no haya habido revoluciones con
características distintas. Por el contrario, la revolución boliviana
de 1952 fue una de las más importantes y con características “clásicas”,
esto es, verdaderamente obrera y socialista. Pero terminó en
una derrota, a la que contribuyó también la política capituladora
del trotskismo pablista, que apoyó al gobierno nacionalista burgués
del MNR. También siguió patrones “clásicos” la revolución
portuguesa de mediados de los 70, así como –en general– el
ascenso de fines de los 60 y principios de los 70 en América Latina y
Europa Occidental. En todos los casos, lamentablemente, estas
revoluciones o procesos revolucionarios fueron derrotados.
.-
Como decíamos hace ya varios años: “(...) a la luz de las
deformaciones del Estado soviético y de su degeneración total
posterior, debemos reafirmar más que nunca el carácter de la
dictadura del proletariado, en relación a las propias masas
trabajadoras, como representación de la máxima democracia obrera, de
la ‘clase obrera organizada como clase dominante’, tendiendo a la
máxima actuación de las masas (...) en la dirección y administración
de todos los asuntos del Estado proletario. Esto se liga (...) con
el carácter de la dictadura del proletariado, que, desde el comienzo,
debe ser solamente un ‘semiestado proletario‘, un Estado
constituido de tal forma que ‘comience inmediatamente a desaparecer
y no pueda dejar de desaparecer‘, tendiéndose a la abolición de
todo Estado, de toda institución permanente por encima de los
trabajadores. Esto es, tendiéndose a la reabsorción de las funciones
del Estado por la sociedad trabajadora, proceso que en concreto irá
de la mano de y estará marcado por el ritmo de la revolución
internacional y de la transición al socialismo en el terreno económico-social,
en una combinación no lineal sino contradictoria.
“(...) Intrínsecamente
ligado a lo anterior (...), la transición debe tender a la
liquidación del trabajo asalariado. Esta liquidación del trabajo
asalariado, que subsistió en la Rusia soviética por su atraso económico
y la presión del imperialismo, pero también posteriormente por la
propia degeneración burocrática del Estado obrero, es una tarea
gradual pero absolutamente de principio, que el estalinismo
también oscureció, justamente porque se basó en la lisa y llana
explotación del trabajo como fuente de sus privilegios. Y esta pelea
por su liquidación y por organizar el conjunto del trabajo sobre
nuevos principios y objetivos es absolutamente de principios
justamente porque debe significar la revolución a nivel del propio
proceso concreto de producción inmediato. (...) No se debe
olvidar que (...) Marx y Engels identificaron como la tarea específica
más importante de la revolución la liquidación de la base económica
de toda explotación y opresión del hombre por el hombre”. En
Roberto Sáenz, “Problemas del Estado soviético según la visión
de Lenin”, Crítica marxista revolucionaria, 1993. Como hemos
dicho, son estas tendencias las que estuvieron ausentes en los estados
no capitalistas de la posguerra.
.-
Respecto del sentido y el significado de un verdadero proceso de
transición, veamos esta aguda observación: “Una de las respuestas
que tradicionalmente dieron Trotsky y sus seguidores a quienes
criticaban la caracterización de la URSS como Estado obrero fue que a
lo largo de la historia no siempre la dominación de clase ha
coincidido con el grupo social que ejerce el poder estatal. Para
Trotsky, la dominación de clase se ejercía indirectamente a través
de la burocracia, excrecencia parasitaria (...) Sin embargo, como
apuntamos en la critica a las posiciones de Trotsky, el argumento es abstracto
si no nos cuestionamos hasta qué grado el ejercicio del poder por una
fracción de clase, o por cualquier grupo social, efectivamente apunta
al fortalecimiento –por lo menos en un sentido histórico–
de la clase que se supone dominante (...) cuando una clase tiene el
poder, lo que se hace a través del Estado incide de manera positiva
sobre la reproducción de las relaciones de producción de las cuales
esa clase es portadora dominante. En cambio, cuando esa acción
estatal va sistemáticamente en contra del afianzamiento del
poder de esa clase que se suponía dominante, se ha producido un
cambio en la naturaleza de clase del Estado”. Rolando Astarita,
“Relaciones de producción y Estado en la URSS”, Debate
Marxista, 1998.
.-
Manuel Martínez, “Crítica de las revoluciones objetivas
(apuntes)”, mimeo, capítulo V, pp. 7-14. Aunque tenemos
coincidencias con este texto, también sostenemos importantes
diferencias, sobre todo en lo que hace a la incorrecta
caracterización de las revoluciones como, en primer lugar, “burocráticas”,
lo que sugiere la equivocada idea de que no se trataba de procesos
genuinos, más allá de sus límites y naturaleza.
.-
León Trotsky, “Estado obrero,
Termidor y Bonapartismo”, 1º de febrero de 1935, en Escritos,
tomo VI, Bogotá, Pluma, 1979.
.-
Perry Anderson, El Estado absolutista, México, Siglo XXI,
1985, p. 413.
.-
El propio Trotsky subraya este ángulo muchas veces en sus escritos de
fines de los 20 y principios de los 30: “En un país donde los
medios de producción fundamentales son propiedad del estado, la política
de la conducción gubernamental juega en la economía un papel directo
y, en cierto periodo, decisivo. Por lo tanto, la cuestión se reduce a
si la dirección es capaz de comprender la necesidad de un cambio de
política y si está en posición de llevar a cabo ese cambio en la práctica.
Volvemos así al problema de determinar hasta qué punto el poder del
Estado sigue en manos del proletariado y sus partidos, es decir, hasta
qué punto el poder del Estado sigue siendo el de la Revolución de
octubre. No se puede responder a este interrogante a priori. La
política no se rige por leyes mecánicas. La fuerza de las distintas
clases y partidos se revela en la lucha. Y la lucha decisiva todavía
no se ha librado”. “Prólogo a La revolución desfigurada”
(1929), Escritos, tomo II.
.-
R. Astarita, op. cit. Por otra parte,
si bien Astarita hace una serie de observaciones de contenido y
metodológicas útiles respecto de las revoluciones de posguerra y la
transición, en donde se resiente su abordaje es cuando, apelando a un
modelo de análisis tributario de Ernest Mandel, pierde de vista el
fundamento material de la propia teoría de la revolución
permanente. Esto es, el continuado imperio de la ley del valor en
las sociedades no capitalistas, así como la subsistencia del
trabajo asalariado y la producción de una plusvalía estatizada
mediante formas emparentadas (aunque no iguales) a las del capitalismo.
.-
Este viraje se concreta en el ya
citado artículo “Estado obrero, Termidor y bonapartismo”, donde
Trotsky anuncia la consumación del Termidor (término tomado de la
revolución francesa, en el sentido de restauración reaccionaria) en
la URSS, pero sólo en el terreno político, no social, por lo
que la URSS mantenía su carácter de Estado obrero.
.-
Ese cuidado metodológico se reitera una y otro vez a lo largo de las
décadas del 20 y el 30, y creemos que era correcto, porque una
evaluación más de conjunto sólo podía hacerse a posteriori
de acontecimientos decisivos de la lucha de clases, que para Trotsky
no serían otros que los de la Segunda Guerra Mundial en ciernes.
.-
Michel Pablo, Gerry Healy, Pierre
Lambert, Ernest Mandel y Nahuel Moreno, es decir, los principales
dirigentes del movimiento trotskista en la posguerra, estuvieron
atravesados por este objetivismo, de una magnitud sin precedentes en
la tradición anterior.
.-
Una mirada similar de la génesis del
objetivismo es la de M. Martínez (op. cit.): “(...) puede decirse
que el problema parte de una interpretación cerrada y absoluta de la
categoría del propio Trotsky, que definió firmemente el carácter
obrero del Estado soviético (...) sólo por la permanencia de la
propiedad estatal de los medios de producción. A partir de esta
definición, tomada como genérica, la mayoría del movimiento
trotskista relativizó casi absolutamente los factores subjetivos.
La aplicación cerrada y genérica de la categoría de Trotsky, en
efecto, sólo se basaba en un hecho objetivo: la propiedad estatal de
los medios de producción, tomándola como propiedad estatal en sí
supuestamente progresiva”.
.-
H. Camarero, J. Dutra, A. Méndez y A.
Romero, “Problemas de la revolución y el socialismo“, en Construir
otro futuro, Buenos Aires, Antídoto, 2000, pp. 87-88.
.-
C. Rakovsky, Los peligros profesionales del poder, en
www.mas.org.ar.
.-
En las condiciones de comienzos del
siglo XXI, de mundialización del capital y derrumbe del aparato
estalinista, no hay ninguna posibilidad que la tarea de la expropiación
sea llevada a cabo por otra revolución que no sea la encarnada por la
clase trabajadora, sus organismos y partidos, la revolución
genuinamente obrera y socialista.
.-
En Yugoslavia, el sujeto político de
la revolución fue un partido-ejército de tipo estalinista, y su
sujeto social, las masas explotadas rurales y urbanas. En China (como
luego en Vietnam y Corea del Norte), el proceso fue igualmente
dirigido por un partido-ejército estalinista al frente de una
revolución campesina. En el caso de Cuba, la revolución fue hecha
por un movimiento armado pequeño burgués –que sólo posteriormente
se integró al aparato estalinista internacional– conduciendo una
revuelta popular policlasista.
.-
Virginia Marconi, China, la larga
marcha, Buenos Aires, Antídoto, 1999, pp. 87-88. También podría
decirse que el partido- ejército tenía la forma de
“partido-movimiento”, en el sentido de que al administrar
porciones de territorio y pequeñas urbes, incluyendo la organización
de la producción, adquiría (aunque a escala mucho mayor) formas análogas
a las de los movimientos sin tierra y de desocupados de hoy.
.-
León
Trotsky, Peasant War in China and the Proletariat, 1932. Tomado
del Leon Trotsky Internet Archive (www.marxist.org), 2003.
.-
El criterio metodológico de Trotsky
debería servir de alerta a tantos teóricos del
“piqueterismo” en el Argentinazo, así como de explicación del
surgimiento de caudillos al frente de estos movimientos al
estilo de Raúl Castells, que no casualmente se identifica con el
pensamiento de Mao Tse Tung.
.-
Citado en V. Marconi, op. cit., p. 71
.-
L.
Trotsky, Peasant War..., cit.
.-
Sin embargo, considérese esta
observación de Trotsky: “El centrismo burocrático, como centrismo,
no puede tener un punto de apoyo de clase independiente. Pero en su
lucha contra los bolcheviques-leninistas está obligado a buscar apoyo
de la derecha, i.e., de los campesinos y la pequeño burguesía,
contraponiéndolos al proletariado”, Peasant War..., cit.
.-
V. Marconi, op. cit., pp. 77-8.
.-
Le Monde diplomatique,
versión en castellano, Nº 64, octubre 2004.
.-
Peasant War..., cit. No casualmente, Peng Shuzhi
(fundador del PC Chino y de la Oposición de Izquierda junto con Chen
Tu Siu) enfrentó la capitulación al estalinismo de Michel Pablo en
el III Congreso de la IV Internacional (1951): “El Congreso no votó
un texto sobre la revolución china, y se limitó a escuchar el
informe de la comisión presentado por el camarada Peng Shuzhi (...)
Allí estuvo, sin ninguna duda, la mayor laguna del Congreso (...) El
largo informe de Peng (...) evaluaba que China seguía siendo un
Estado burgués incluso luego de la victoria revolucionaria de octubre
de 1949; y que existía en China una dictadura jacobina pequeño-burguesa
(...) A sus ojos, tres perspectivas eran posibles: 1) retorno a una
dictadura burguesa; 2) posibilidad de un desarrollo hacia la dictadura
del proletariado bajo ciertas condiciones especiales; 3) posibilidad
de una situación semejante a la del ‘Glacis’ (excepto el ejemplo
de Yugoslavia), esto así, de asimilación a la URSS; y esta tercera
perspectiva es la más probable”. En Los Congresos de la IV
Internacional, París, La Breche-PEC, 1989, p. 112. Ubicación más
meritoria aún por venir de uno de los principales dirigentes de la
oposición de izquierda en China y que sostenía la posición
“oficial” de la URSS como Estado obrero.
.-
Es el caso, especialmente, del PO
de Argentina, que considera al movimiento piquetero, en tanto dirigido
en algunas de sus expresiones por corrientes socialistas, como
constituyendo por sí mismo un movimiento socialista, lo
que es a todas luces un despropósito.
.-
Nahuel Moreno diferenciaba entre revoluciones socialistas
“inconscientes” y “conscientes” para diferenciar las
revoluciones de la posguerra respecto de la de octubre de 1917. En el
texto que sigue criticamos esta concepción, que constituye por otra
parte una matriz común de corrientes como el PSTU de Brasil y el MST
argentino, basada (aunque, justo es decirlo, vulgarizándola al
extremo) en esa reelaboración equivocada de Moreno de la teoría de
la revolución permanente. Por ejemplo, el MST vio en el Argentinazo
lisa y llanamente una “revolución obrera y socialista”, y la
misma evaluación hizo el PSTU del Octubre boliviano en 2003.
.-
Moreno resumía esto, según una célebre
expresión, diciendo que “la realidad había sido más trotskista”
que las propias previsiones de Trotsky.
.-
Es allí donde se hace notar la presencia de la clase trabajadora, con
sus hábitos, métodos y tradiciones de lucha colectiva que vienen de
la base material, esto es, determinados por las condiciones en que
trabajan y forman su carácter ciertos elementos distintivos de la
clase que, en ausencia de ésta, lógicamente, no entran en la escena
histórica.
.-
Osvaldo Garmendia, Crítica a
Nahuel Moreno desde el trotskismo, 1991, mimeo, versión corregida
en 1995.
.-
Suele olvidarse que la visión de
Preobrajensky tenía fuertes elementos objetivistas y economicistas.
Cuando en su por otra parte valioso trabajo La nueva economía
(1926) teoriza sobre una competencia casi objetiva entre la “ley del
plan” y la ley del valor en la economía soviética, abre la puerta
a que la burocracia aparezca como “agente objetivo” de las
necesidades del Estado obrero. Esto se ha demostrado completamente
equivocado: no hay “ley del plan” que por sí misma pueda
expresar los intereses de la clase obrera en el seno de la economía
de transición. Para que la planificación flexible esté realmente al
servicio de la clase trabajadora, ésta debe tomarla en sus manos de
manera efectiva y consciente.
Consideremos, en
contraste, el punto de vista de Trotsky al respecto: “El análisis
de nuestra economía desde el punto de vista de la interacción (tanto
en sus conflictos como en sus armonías) entre la ley del valor y la
ley de la acumulación socialista es en principio un enfoque
extremadamente provechoso; más precisamente, el único correcto (...)
Pero ahora hay un peligro creciente de que este enfoque
metodológico sea convertido en una perspectiva económica acabada que
prevea el ‘desarrollo del socialismo en un solo país‘. Hay
motivos para esperar, y temer, que los seguidores de esta filosofía,
que se han basado hasta ahora en una cita mal entendida de Lenin, van
a tratar de adaptar el análisis de Preobrajensky convirtiendo un
enfoque metodológico en una generalización para un proceso
casi autónomo (...) La interacción entre la ley del valor y la
ley de la acumulación socialista debe ser puesta en el contexto de
la economía mundial. Entonces, quedará claro que la ley del
valor que opera dentro del marco limitado de la NEP está
complementada por la creciente presión externa de la ley del valor
que domina el marcado mundial y que se está volviendo cada vez más
fuerte”. León Trotsky: “Notas sobre cuestiones económicas”
(1926), en Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de
transición. Compilación de escritos de León Trotsky, Buenos
Aires, CEIP, 1999, p. 365. Evidentemente, fue el propio Preobrajensky
quien se desbarrancó por la pendiente de esta “filosofía
objetivista” que apuntara Trotsky.
.-
Consideramos que esta especificidad de la segunda posguerra difícilmente
se repita. La ubicación mundial de la burocracia en ese momento
histórico era realmente excepcional en virtud del grado de
independencia de que gozaba, al estar al frente de inmensos Estados
sin tener a su lado una clase realmente propietaria. En el momento presente,
en caso de reiniciarse una dinámica de revolución que apunte a la
expropiación de la burguesía, sólo vemos posible esta tarea
encarada por la clase obrera. No hay otro sector social que puede
llevarla adelante, y menos aún en las condiciones del imperialismo en
su fase de mundialización.
.-
La realización distorsionada de estas
tareas en manos de la burocracia replanteó a la postre, en otras
condiciones, nuevas relaciones de opresión y explotación.
Insistimos que este es el caso –por ejemplo– de la cuestión
nacional en los países del Este europeo, pero también de los
desastres provocados en el campo por la colectivización forzosa en
Rusia o el “gran salto adelante” a fines de los 50 en China. De
todos modos, el registro histórico-concreto de estas experiencias
requeriría de otro tipo de abordaje que no estamos en condiciones de
desarrollar aquí.
.-
Le Monde diplomatique,
ed. en castellano, Nº 64, octubre 2004.
.-
“¿Qué modificar y qué mantener en las tesis del II Congreso
Mundial sobre la cuestión del estalinismo?”. En Los Congresos de
la IV Internacional, cit., p. 58.
.-
Idem, p. 55. Queda claro que en Europa
del Este (sin ningún tipo de revolución), así como en China,
Yugoslavia, Vietnam y Cuba, donde las acciones de masas tomaron la
forma de movimiento revolucionario, la revolución se hizo desde
afuera y sin participación alguna de la clase trabajadora. El
“criterio principal” que estamos señalando, el progreso en
la organización y conciencia de la clase obrera, no se verificó en
absoluto.
.-
Rosa Luxemburgo, “¿Desgaste o lucha?”. En Debate sobre
la huelga de masas, México, Pasado y Presente, 1975, p. 164.
.-
Rosa Luxemburgo, “La teoría y la
praxis”, idem, p. 244.
.-
Ahora mismo tenemos el ejemplo de muchas fábricas cooperativizadas en
Argentina, que aun de manera distorsionada son una inmensa conquista
frente a la catástrofe económica en la que estuvo sumido el país,
pero que van siendo reabsorbidas bajo una orientación absolutamente
economicista.
.-
“A un siglo del ¿Qué Hacer? de Lenin”. Roberto
Sáenz, SoB 15. En un sentido similar dice Jorge
Sanmartino: “Porque aunque la clase trabajadora sea capaz de
elevarse muy por encima del sindicalismo, y lo demostró a lo largo de
todo el siglo XX, no sólo en la experiencia del soviet de 1905 o
1917, sino en la experiencia de los consejos de Turín (...), el
consejismo alemán, (...) o las experiencias de los años ‘70 (...),
ninguna de estas experiencias de autoorganización puede reemplazar el
papel centralizador de la experiencia histórica, el programa y la
teoría marxista, de la que sólo pueden ser portadores los partidos
revolucionarios. En última instancia, si algo caracterizó al
pensamiento de Lenin y conserva hoy toda su vigencia es la distinción
entre la clase trabajadora (...) y el partido revolucionario. Una
distinción que implica también una separación –siempre
relativa– entre el campo específicamente político y el campo
social, incluida la lucha de clases que surge a consecuencia de la
disputa espontánea por el reparto de la plusvalía (...) con todas
las criticas que podamos hacerle, D. Bensaïd tiene razón cuando
sostiene que las relaciones sociales de fuerza no tienen un traducción
automática en el terreno político. De hecho, este terreno tiene su
independencia relativa y es un campo específico”. En “Contribución
al rearme teórico y político del PTS”, en el folleto “Debate al
interior del PTS. Fundación de Socialismo Revolucionario”, Buenos
Aires, 2004.
.-
Por poner un ejemplo, ahí esta el
desastre de la cuestión democrático-nacional en todo el Este de
Europa, llevada hoy al paroxismo por la restauración lisa y llana del
capitalismo, pero también por la desastrosa herencia estalinista.
.-
Moreno definió equivocadamente y de manera reduccionista, durante los
80, que lo que caracterizaría al trostkismo sería la “democracia
obrera”, la “revolución internacional” o la “centralidad de
la clase obrera”. Entre otros, O. Garmendia criticó correctamente
esta concepción, en la medida en que, tomados de manera aislada,
estos elementos no hacen a una teoría específica de la revolución.
.-
Expresión, que sepamos, acuñada por
los compañeros de Socialismo Revolucionario de Italia.
.-
En este sentido, tomamos la crítica de Pierre Naville a Bruno Rizzi,
polémica desarrollada hacia fines de los 50 y principios de los 60:
“Rizzi fue el primero en haber presentado una concepción sistemática
de la ‘burocratización‘ de la economía, y en consecuencia de la
apropiación orgánica del sobreproducto social por una clase de burócratas
(...) la burocracia de Estado es una clase explotadora sui generis
(...). mi objeción es que este análisis superficial deja sin
explicación el mecanismo de la producción y apropiación de la
plusvalía, e incluso el de la repartición de la ganancia (...). A
pesar de los cambios en sus sucesivas exposiciones, Rizzi no ha
explicado nunca en qué consiste la ‘explotación burocrática’
salvo por referencias históricas (analogía con la servidumbre
feudal), o descripciones externas”. Naville, cit., volumen 3, pp.
263-4.
.-
Construir otro futuro,
p. 112.
.-
C. Rakovsky, “Declaración en vista al XVI Congreso del PCUS”
(12-4-1930). En A. Romero, Después del estalinismo, cit.
.-
León Trotsky, La revolución
traicionada, pp. 233-4. Resulta palmario que fue exactamente éste
el rumbo de los acontecimientos históricos a lo largo de décadas de
dominio de la burocracia sobre estos estados hasta la caída del Muro.
.-
Andrés Romero, Después del
estalinismo, p. 121.
.-
Idem. Agrega Romero, citando a Henri
Lefebvre: “La burocracia ¿es o no una clase? Falso problema. No
existen ‘clases ‘ definidas estáticamente (...) Considerada dinámicamente,
la burocracia: a) se refuerza con el Estado, a costa de otros estratos
y clases, incluida la clase obrera (...); b) deviene, como Hegel lo
previera, no un simple ‘estrato ‘ en el edificio social y político,
sino el soporte-producto del Estado moderno (...); c) se identifica
con el núcleo central de la clase media, a la que fortalece y
refuerza rodeándola con un denso tejido social; d) se diferencia en
estratos y sedimentos, sin perder por ello su función global: soporte
e instrumento, productos en cuanto tales, del Estado”. Y añade:
“Puede afirmarse que la burocracia tiende a constituir una realidad
socio-política propia, a autonomizarse respecto al conjunto de la
sociedad. Pero no alcanza a constituirse en clase”. Cit., p. 122.
.-
Paradójicamente, casi toda la “ortodoxia” pasó por alto la
advertencia de Trotsky de que “(...) las relaciones de propiedad
establecidas por la revolución socialista están ligadas
indisolublemente al nuevo Estado, que es su portador. El
predominio de las tendencias socialistas sobre las tendencias pequeño-burguesas
está asegurado no por el automatismo económico, del cual
estamos todavía lejos, sino por la potencia política de la
dictadura. El carácter de la economía depende, pues, enteramente
del carácter del poder”.
.-
L. Trotsky, La revolución permanente, pp. 7 y 11.
.-
Cabe subrayar que Nahuel Moreno tenía
en alta estima el trabajo de Naville, más allá de que, hasta el
final de su vida, permaneció fiel a la definición de la URSS y los
países del Este como Estados obreros.
.-
Trotsky, hasta su muerte, se negó a
aceptar que en la URSS se estaban comenzando a desarrollar relaciones
de explotación (por eso habla de “expoliación”), que fue a
nuestro entender lo que finalmente ocurrió, por más que estas
relaciones de explotación no fueron orgánicas y no dieron lugar a
una nueva clase explotadora, como sostenían los defensores de las
teorías del colectivismo burocrático y del capitalismo de Estado.
.-
En la década del 20 se desarrolló
una riquísima y muy educativa discusión acerca de este problema;
para una profundización al respecto, remitimos a Naville, El nuevo
Leviatán, vol. 3.
.-
Construir otro futuro, p. 111.
.-
P. Naville, El nuevo Leviatán,
tomo 2, capítulo 5, pp. 7-8.
.-
Sólo esta planificación flexible basada en la más amplia
democracia de los trabajadores es la verdadera introducción
del principio de “racionalidad” en la producción al que se
refieren, por ejemplo, los compañeros del PTS. Sobran ejemplos
ilustrativos de que en la URSS, ante la total ausencia de esta
democracia de los trabajadores, la planificación, más que introducir
elementos de racionalidad, generaba mecanismos absurdos e irracionales
de gestión sólo para alcanzar formalmente las metas del plan burocrático.
.-
P. Naville, cit., tomo 2, capítulo 3,
pp. 150-152.
.-
Trotsky, en su crítica al primer plan quinquenal, distinguía en las
relaciones de producción de la sociedad transicional –aunque nunca
desarrolló hasta el final este ángulo desde el punto de vista teórico–
tres elementos: el dinero, la planificación estatal y la
democracia de los trabajadores. Por supuesto, esto implica partir
de reconocer el imperio de la ley del valor, que para Trotsky, en
oposición al voluntarismo estalinista de los 30, operaba “no menos,
sino más” que antes de la revolución. Y aunque su formulación no
fuera tan sistematizada o taxativa, es indudable que para Trotsky la
planificación consciente y la democracia de los trabajadores eran parte
esencial de las relaciones sociales de producción.
.-
El capital,
tomo III, en El nuevo Leviatán, cit.
.-
P. Naville, idem, p. 152.
.-
L. Trotsky, La revolución
traicionada, p. 104.
.-
P. Naville, cit., p. 156.
.-
Aunque de manera descriptiva, en La
revolución traicionada (capítulo IX) Trotsky mostraba las
diferencias materiales y de hecho que subsisten entre el dignatario
(para el que la propiedad jurídica es todo) y la criada, para
la que, en el límite, no era nada. Porque la estatización sólo
había cambiado su situación jurídicamente pero no realmente.
.-
En el universo categorial de Trotsky para el análisis del estado soviético
se habla constantemente de las relaciones del reparto y de las fuerzas
productivas. Pero queda ausente en lo conceptual, si bien no en
la descripción, el análisis de las relaciones de producción,
que son las que necesariamente estructuran en toda sociedad la relación
metabólica de producción material del hombre con la naturaleza. La
combinación de fuerzas productivas y relaciones de producción
constituye el núcleo del modo de producción, en tanto base
material de la sociedad, si bien, en el sentido histórico del término,
los países del Este no conformaron un tipo ideal de modo de producción,
sino que constituyeron formaciones sociales no capitalistas híbridas
y desigualmente desarrolladas.
.-
Karl Marx, Introducción general a
la crítica de la economía política (1857), pp. 45-50. México,
Pasado y Presente, 1984.
.-
Construir otro futuro, p. 115.
.-
León Trotsky, “Cuestiones del trabajo ruso”, 17-2-39. Oeuvres,
Tomo XX, París, ILT, 1980, p. 135.
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