Socialismo o Barbarie
N° 19/20

Notas sobre la teoría de la revolución en el siglo XXI – parte III

China 1949: una revolución campesina anticapitalista

Por Roberto Sáenz

Parte 3

V. Después de la revolución

Estatización y colectivización agraria en la China no capitalista

Si desde el punto de vista de la dinámica político-social de la revolución, ésta no podía ser considerada obrera y socialista, resta la evaluación de la estatización de los medios de producción y de la “colectivización” del campo. Estas medidas de corte económico-social fueron las que inclinaron la balanza en la IV Internacional y la mayoría de las corrientes del trotskismo tradicional a partir de 1952, en el sentido de que en adelante China pasaba a ser un “Estado obrero” (sólo que “deformado”) y una “dictadura del proletariado” (sólo que “burocrática”).[46]

La nacionalización de la industria, el lanzamiento del primer plan quinquenal y la colectivización agraria fueron medidas de apariencia socialista que abrieron el periodo más “dudoso” dentro de la revolución china: ¿se había transformado acaso en una dictadura proletaria?

En lo que sigue, intentaremos demostrar que aunque la estatización masiva de los medios de producción, fue, evidentemente, una medida anticapitalista (y, en ese sentido, inicialmente progresiva), al no pasar la propiedad de los medios de producción realmente a manos de los trabajadores, ni basarse en mecanismos reales de democracia proletaria, no fueron medidas que lograran abrir una dinámica transicional socialista.

Por más vueltas que se le den al asunto, la clase obrera no tomó el poder en China, ni en lo político-social ni en lo económico-social. Lo que se terminó constituyendo tras una serie de vicisitudes fue un Estado burocrático, que usufructuó las conquistas de la revolución sobre la base de una formación social no capitalista organizada a partir de relaciones de explotación mutua.

Aquí debemos dejar señalado un alerta metodológico: hasta cierto punto, la categoría de “Estado burocrático” funciona mejor cuando se trata del proceso de descomposición de una auténtica revolución socialista. Es decir, el caso de la revolución rusa de 1917, que como producto de la contrarrevolución estalinista dio lugar al salto cualitativo hacia un “Estado burocrático con restos proletarios comunistas”, como lo definiría Christian Rakovsky. En el caso de China de 1949, estamos hablando de una revolución, no de una contrarrevolución. Y, a nuestro modo de ver, no hay forma de que una revolución pueda ser “burocrática”: fue campesina encuadrada burocráticamente, lo que es algo muy distinto. Sin embargo, se trata de la paradoja de una revolución social de base campesina, pero que no da lugar a un Estado “campesino” y “plebeyo” (ni mucho menos “obrero”), sino que en las condiciones de la hegemonía internacional del estalinismo, lo que termina emergiendo es un nuevo Estado burocrático. Lo que ocurre en la medida en que es la burocracia la que termina usufructuiando la independencia del imperialismo, de la estatización de los medios de producción y de la cooperativización agraria al servicio de su propia acumulación.

 

Primeros años de progreso

 

Entre 1949 y 1953 se vivió un período de florecimiento económico. La guerra civil había quedado atrás y, con el surgimiento de un poder único y centralizado a nivel de todo el país, la economía se estabilizó y se frenó el saqueo imperialista. Este período puede ser comparado con la NEP en Rusia, en cuanto situación económica de “doble comando”: es decir, convivían áreas de economía estatizada y áreas privadas.

Con la toma del poder, el PCCh heredó un país con una profunda crisis económica. La economía estaba dividida en tres sectores: una economía de subsistencia en el campo; una economía basada en la industria liviana y en el comercio en los puertos y la zona costera; y una base industrial pesada, creada por los japoneses en Manchuria. El único de los tres sectores que estaban funcionando era el rural. El primer objetivo del gobierno fue unificar y organizar las tres economías y recuperar los niveles de producción de la preguerra.

Claramente, durante estos primeros años, hubo un crecimiento de la oferta de trabajo. Al momento de la toma del poder, había unos 3 ó 4 millones de trabajadores especializados y unos 12 millones de artesanos en fábricas o talleres pequeños, frente a unos 500 millones de campesinos. Hacia 1952, el total de obreros y empleados asalariados en todo el país se elevaba a 21,2 millones, de los cuales aproximadamente 10 millones pertenecían a la administración de las ciudades. La inflación se frenó a mediados de 1950, los ferrocarriles volvieron a funcionar al cabo de un año, y tres buenas cosechas en 1950, 1951 y 1952 posibilitaron la recuperación económica y parecieron dejar atrás las hambrunas que caracterizaron a China a lo largo de su historia (el “Gran Salto Adelante” mostraría que esto no era tan así). Para 1952, se había alcanzado los niveles de producción de hierro, acero y cemento anteriores a 1949 –que de todas maneras eran muy modestos– y se había prácticamente conseguido unificar los tres sectores económicos.

Promediando este período vino la estatización definitiva del conjunto de la economía, la colectivización agraria y el primer Plan Quinquenal (1953-57). Durante los primeros años de estas medidas, la economía siguió siendo floreciente. Sin embargo, esto iba a durar poco: hacia finales de la década del 50, con el “Gran Salto Adelante” y el giro “agrarista” impuesto por Mao, se inauguraron dos décadas de descalabro, y la nueva “estabilización” sólo vino con la política restauracionista de Deng.

Es decir, los éxitos económicos del sistema estalinista fueron indudables mientras se trató de recorrer aceleradamente un primer tramo en la industrialización de economías atrasadas, lo que fue facilitado por la conquista que representó haberse liberado del dominio directo y la expoliación imperialista. Sin embargo, la acumulación de contradicciones fue muy rápida. Para fines de la década del 50 se produce la grave crisis del “Gran Salto Adelante”.

En estas condiciones, la corta estabilización se explica por las condiciones políticas inmediatas más de conjunto, así como porque generalmente los períodos de recuperación económica –luego de situaciones de extrema catástrofe– suelen actuar como un bálsamo que todavía no deja ver las nuevas contradicciones que se van forjando y que van a irrumpir en el mediano plazo. Desde ya que no nos concentraremos aquí en el análisis “económico” de las idas y venidas del ciclo, sino en dar cuenta de la naturaleza social de los procesos subyacentes.

 

Profundización del encuadramiento burocrático

 

Ya hemos dejado sentado que el PCCh actuó concientemente liquidando todo elemento de autodeterminación obrera o campesina que se pudiera esbozar. De allí el “encuadramiento burocrático” de la revolución que venimos señalando y nuestra crítica a las posiciones que hablaban de elementos orgánicos de “democracia campesina” en las aldeas.

Por no hablar de textos como La dictadura revolucionaria del proletariado, de Nahuel Moreno, que llega a presentar las organizaciones de masas en la China no capitalista como organizaciones “independientes”. Dice Moreno “En China el proletariado está organizado en sindicatos y los campesinos en comunas, que son legales y abarcan a decenas de millones de trabajadores. Este hecho marca una diferencia abismal con el régimen del Chiang Kai-shek, donde los sindicatos y comunas eran prácticamente inexistentes o fueron perseguidos ferozmente. Lo mismo ocurre con respecto al papel, las rotativas, las radios, las salas de reunión. Antes estaban en manos de la burguesía y el imperialismo; ahora están en manos de la clase obrera y el campesinado, aunque controlados por la burocracia. Por lo tanto, la revolución obrera china, aunque dirigida por la burocracia, significo una colosal expansión de la «democracia proletaria» en relación no sólo al régimen de Chiang, sino a las democracias burguesas más adelantadas” (Moreno, cit., p. 100).

No hace falta pasarse a la defensa del régimen ultrarreaccionario de Chiang –o de las democracias burguesas imperialistas– para sostener categóricamente que lo que afirma aquí Moreno es una total mistificación, similar a las que caracterizaron siempre a Mandel. Basta contrastar estas temerarias afirmaciones con lo informado por Peng en tiempo real: “El régimen hace lo mejor por suprimir las actividades de los trabajadores y campesinos. La nueva ley de Reforma Agraria (...) está obviamente diseñada para prohibir la organización espontánea de las masas para usar sus propios métodos revolucionarios (...). Los derechos esenciales de la clase trabajadora en política y en la producción –a saber, los derechos de participación y control en la administración del gobierno y de las fábricas –están todavía negados”.

Confirmando esto, tenemos la siguiente descripción: “Las estructuras del gobierno y del partido necesitaban la «cooperación y el apoyo activo de pueblo» para aplicar sus políticas. Paralelas a las estructuras del partido, el ejército y el gobierno, se desarrollaron organizaciones de masas que eran agencias del gobierno y servían para la captación de activistas y para «politizar» a la población. Algunas habían sido fundadas antes de la revolución, como la Federación Nacional de Sindicatos de China (en 1922), que en 1959 llegó a tener 13 millones de afiliados. Otras se crearon a partir de 1949, como la Federación de Mujeres Democráticas de China (76 millones de afiliadas en 1953); la Juventud Democrática (34 millones en 1957); los Trabajadores de Cooperativas (162 millones en 1956); Literatura y Arte, para movilizar a los intelectuales; la Federación Estudiantil China (4 millones en 1955); el Cuerpo de Pioneros (30 millones en 1957) (Virginia Marconi, China: la larga marcha, Buenos Aires, Herramienta, p. 80).

Es decir, se impuso un mecanismo de encuadramiento de masas de dimensiones gigantescas, completamente desde arriba, que no configuró en ningún caso organizaciones realmente independientes. Así, luego de la revolución de 1949 “se impusieron comités de administración militar, cuya función era preparar la situación para el establecimiento de organismos civiles dirigidos por cuadros del PCCh llegados de las bases rojas del norte del país. Estas organizaciones, junto con los comités de ciudad, de calle y de barrio, acallaron la ausencia de democracia obrera y la reemplazaron por sesiones educativas y de politización. Los oficiales del desmovilizado Ejército Rojo, pasaron también a dirigir estas organizaciones. Este encuadramiento militar obedecía directamente a las instrucciones de la dirección del PCCh (...). El partido se aseguraba el control total del cuerpo social” (Marconi, p. 81).

Esto no es todo: lo que el maoísmo intentó hacer (a diferencia de otros PCs) fue establecer una interrelación casi absoluta entre el partido, los cuadros y los habitantes de China: “según J. L. Domenach y P. Richer, una de las características del comunismo chino fue justamente que no se contentó con la obediencia, sino que tenía que conseguir la adhesión de cada individuo. Esta adhesión debía demostrarse de manera concreta y colectiva a través de la participación en el «movimiento». Toda la población debía movilizarse «espontáneamente» para responder al llamado del partido. Pero a su vez, la adhesión de las masas servia para probar el dinamismo de los cuadros. Si las masas no participaban era porque los cuadros no actuaban bien y era necesaria una «rectificación»: la depuración de los cuadros que no podían organizar el «entusiasmo de las masas». No por muy conocidas las purgas en el PCCh dejaron de ser tremendas. El instrumento que se utilizó para llevar adelante estas políticas de «limpieza ideológica» fue el «envío a la base» (...) a vivir entre las masas del campo” (Marconi, p. 81).

En estas condiciones, el nuevo Estado “nació burocratizado hasta la médula y profundizó ese proceso desde el momento mismo de la toma del poder (...). En una sociedad como la china, culturalmente acostumbrada al ascenso social a través de las prerrogativas ligadas al cargo público, especialmente a medida que crecía la disparidad de ingresos entre el sector estatal urbano y agrícola, el arribismo y el burocratismo se difundieron ampliamente (...). Esto llevó a la desigualdad y a la cristalización de beneficios de función” (Marconi, p. 85).

En síntesis, este proceso de encuadramiento de las masas explotadas y oprimidas fue una constante en la experiencia del maoísmo, tanto antes de la toma del poder como después, y estuvo marcado por la ausencia de elementos de verdadera democracia de bases y autodeterminación socialista, tanto en la ciudad como en el campo.

Fairbank da un extraordinario testimonio del significado concreto del encuadramiento burocrático de los campesinos: “Los miembros de la cuadrilla de trabajo (del PCCh) se establecían en la aldea por algunas semanas, trababan relación con los pobres que tenían quejas y reunían cargos y evidencias en contra de los cuadros locales; luego, los infinitos interrogatorios, el agotamiento físico y las confesiones forzosas eran la base de las reuniones (...) Éstas se realizaban al mismo estilo que los mítines de lucha en contra de los intelectuales y los burócratas, y llegaron a ser la principal forma de participación del campesino en la vida política, manipulada por el PCCh a gran escala: en lugar de contemplar simplemente (...) como observadores pasivos, ahora los campesinos se convirtieron en vociferantes acusadores de las víctimas señaladas por las autoridades” (Fairbank, p. 451). Tal era la “participación” de las masas en la “construcción del socialismo”...

 

Reforma agraria y cooperativización

 

La política agraria, al igual que antes de la revolución, tuvo marchas y contramarchas luego de la toma del poder, llegándose a mediados de los 50 a una colectivización prácticamente forzosa. Mucho más tarde, a partir de 1979, se retrocede a un curso procapitalista.

Pero en 1950-51, en la China del Sur, lo que se puso en marcha fue una radical reforma agraria pequeño-burguesa de división individual de la tierra, continuidad de la de China del Norte del período inmediatamente anterior a la revolución. Inicialmente, el PCCh no quería enojar a la burguesía nacional, ya que enemistarse con ella podía redundar en una disminución de la producción agraria y provocar una hambruna. Pero, al mismo tiempo, necesitaba cumplir su promesa con el campesinado y contar con los fondos necesarios para iniciar el desarrollo industrial del país. Ante esta situación, el maoísmo decidió satisfacer los pedidos de los campesinos pobres y al mismo tiempo proteger a los campesinos medios y ricos. La respuesta fue la expropiación de los terratenientes financieros, de ex miembros del Kuomintang y de los grupos religiosos.

Sin embargo, la medida del gobierno desató nuevamente las fuerzas de la revolución campesina: “el resultado fue uno de los períodos más violentos de la historia de la revolución china. Los cálculos sobre la cantidad de terratenientes fusilados varían entre 750.000 y 2.000.000, según las fuentes. Los resultados de la reforma: sobre 107 millones de hectáreas sujetas a la reforma, 46 millones cambiaron de mano y 300 millones de campesinos pobres accedieron a la propiedad de la tierra o acrecentaron sus parcelas (...). Por primer vez en muchos años, aparentemente se había conseguido alejar el espectro del hambre” (Marconi, p. 91).

Los efectos de la reforma agraria fueron obviamente favorables para el nuevo régimen. El PCCh pudo multiplicar su implantación y desarrollar sus organizaciones satélites. Desde el punto de vista organizativo, le permitió captar a toda una generación de cuadros, que por largos años le asegurarían el control y la movilización en las zonas rurales. La realización de esta tarea, contradictoriamente, redundó en el fortalecimiento del aparato.

Una de las consecuencias de la reforma agraria fue el excesivo parcelamiento de la tierra. A partir del verano de 1951 se establecieron las primeras cooperativas agrarias. El régimen necesitaba movilizar masivamente la mano de obra para trabajos de infraestructura indispensables y facilitar el financiamiento de la mecanización de la agricultura. “En realidad, ya a partir de 1949 los campesinos había sido empujados a unirse en «equipos de ayuda mutua» que agrupaban de 5 a 15 familias. Esto equipos eran de tipo contractual y no colectivizaban la propiedad (...) Las cooperativas estatales en un principio agrupaban de 20 a 40 familias. Aunque formalmente el campesino no perdía la propiedad de la tierra, debían ponerla en común, y lo mismo ocurría con los animales, los instrumentos de trabajo, las semillas y los granos, y debían trabajar bajo la autoridad del secretario del partido (...) En 1953 se instauró el monopolio estatal sobre la comercialización de cereales (...). A fines de 1954, China contaba con 400.000 cooperativas” (Marconi, p. 92).

Pero la manera en que se llevó a cabo este proceso, que no fue voluntario ni tuvo el correlato de un salto real en el proceso de industrialización del campo –como correspondería a una “socialización” agraria realmente socialista– dio lugar a resultados contradictorios. Así, “la cooperativización marcó un paso adelante hacia la socialización, pero chocó con una sociedad campesina que hacía apenas dos años había hecho una revolución para conseguir la propiedad individual de la tierra. Lo grotesco de la situación sacudió a los estamentos del PCCh, formado en su mayoría por cuadros campesinos (...). Se había reportado casos de motines de campesinos que habían apaleado a los cuadros del partido e incluso se habían fugado con sus animales y granos de las granjas colectivas (...). La campaña de «desestalinización» lanzada por Jrushov (...) hizo público que la colectivización forzosa (...) había resultado (...) un gran fracaso” (Marconi, p. 93). El juego de estas presiones explica los permanentes zigzags en la política económica y agraria del PCCh, que iremos señalando a continuación.

 

Planificación estilo “soviético”

 

El primer plan quinquenal de 1953-57 fue precedido por la estatización de parte importante de los medios de producción en las ciudades y los ya señalados primeros pasos en la “colectivización” agrícola. “Si bien numerosas empresas de ex miembros del Kuomintang fueron nacionalizadas (...) hacia 1952, alrededor del 40% de la producción industrial todavía provenía del sector privado (...). En esta primera etapa, todo lo que intentó hacer el maoísmo fue poner en funcionamiento la economía industrial (...). Los resultados de esta política fueron espectaculares. Se duplicó la producción industrial, cuya parte dentro de la producción global, pasó del 23,2% a 32,7% entre 1949 y 1952 (...). A partir de 1953 se inició una nueva etapa. Con el país parado sobre sus dos pies, el PCCh inició «la transición al socialismo»: se lanzó el Primer Plan Quinquenal” (Marconi, pp. 93-94).

Es en estas condiciones que se abre la segunda etapa luego de la toma del poder, a la que le sucederían las dos grandes crisis del “Gran Salto Adelante” y la “Revolución Cultural”. No nos interesa aquí mayormente hacer un desarrollo “descriptivo” –aunque algunos señalamientos de ese tipo son inevitables–, sino intentar dar cuenta de los problemas teóricos que están en juego por detrás de estas medidas.

Hay que partir de señalar que en el caso chino se trataba de una economía que arrancaba de muchísimo más atrás en lo que hace a la industrialización del país: “tomando en conjunto, la economía china anterior a 1949 se pareció mucho más a la economía francesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX que a la ya considerablemente industrializada economía de los últimos años de la Rusia zarista. Tanto la economía francesa de finales del siglo XVIII como la economía china anterior a 1949, fueron abrumadoramente agrario-comerciales y dominada por pequeñas unidades de producción. Que las formas básicas de los resultados revolucionarios chinos, no obstante, terminaron pareciéndose mucho más a las formas soviéticas que a las francesas sólo señala los efectos sobre el curso y los resultados de la revolución china de dos conjuntos de factores contextuales universales o internacionales: a) la influencia política sobre China de la ya revolucionada Rusia soviética, y b) mayores posibilidades en el siglo XX para la industrialización nacional impulsada por el Estado.

“En primer lugar, afectó la forma de su resultado final el que la revolución china profundizara hasta llegar a ser una revolución social e hiciera surgir movimientos políticos revolucionarios tan sólo después de que los bolcheviques habían triunfado en Rusia” (Skocpol, p. 413).

Allí estaba el ejemplo de industrialización pesada rusa impulsada por el Estado: “los comunistas chinos, al marchar a las ciudades y consolidar el verdadero poder político nacional después de 1949, no se resignaron a funcionar como simples administradores del Estado en una economía agraria reformada de pequeños terratenientes. En cambio, procedieron paso a paso durante los años 50 a extender la administración del partido y del Estado sobre las empresas financieras, industriales, comerciales; a colocar las organizaciones de masas urbanas (obreros, estudiantes, profesionales, consumidores) bajo la influencia del partido; a llevar a cabo la colectivización de la agricultura, y a aplicar planes para la industrialización nacional controlada por el Estado (...) Para mediados de los años 50, parecía que la China comunista se convertiría (...), en una copia al carbón del sistema estalinista soviético. Una estrategia inequívocamente estalinista de desarrollo económico nacional quedó encarnada en el primer plan quinquenal para 1953-57 ”(Skocpol, p. 415).

Y en el mismo sentido: “La alianza política-económica con la URSS le impuso al nuevo gobierno la imitación del modelo soviético de industrialización rápida. En la práctica, esto significó el vuelco de todos los recursos del país al desarrollo de la industria a través de la imposición de condiciones durísimas para el campo, que tuvo que hacerse cargo del costo del proceso” (Marconi, p. 90). Es en estas condiciones que a partir de 1957 viene el giro de Mao, preocupado por la situación de los campesinos.

Sin embargo, el triunfo conseguido como consecuencia de la reforma agraria se vio afectado a partir de 1953 con la aplicación del Primer Plan Quinquenal. El intento de forzar el desarrollo de la industria pesada produjo el primer desequilibrio: los proyectos de industrialización recibieron la mayor parte de los fondos presupuestarios en desmedro del campo. Para dar una idea de esto último, baste decir que mientras entre 1953-57 la industria y el transporte recibieron el 76,4% de las inversiones, la agricultura sólo recibió el 7,6%. Y cabe tener en cuenta que la subvaluación de los precios agrícolas fue de gran importancia en el financiamiento del plan.

En síntesis: en las primeras etapas se intentó practicar una “industrialización” al estilo estalinista que pronto entraría en crisis. Pero antes hay que dar cuenta de la naturaleza social efectiva de estas medidas: ¿fueron “obreras y socialistas” como dijeron la mayoría de las corrientes del trotskismo tradicional, inclinándose a partir de ellas a definir a China como Estado obrero? Y si no lo fueron, ¿qué carácter asumieron estas medidas?

Este tema es una de las claves de nuestra investigación. La segunda clave es el análisis del abrupto giro “agrarista” de Mao y los dos desastres del “Gran Salto Adelante” y la “Revolución Cultural”. La tercera, que por su envergadura quedará fuera de este estudio, es la paradoja del enorme desarrollo desigual de China a partir de la vuelta al capitalismo.

 

Carácter de la estatización

 

Para dar cuenta de la naturaleza social de la estatización hay que empezar por escapar de las tradicionales lecturas economicistas de la transición. A nuestro modo de ver, en el marco de una “revolución fría” la expropiación sólo podía ser hecha totalmente desde arriba. Y si bien dio lugar a una serie de concesiones a un sector de la clase trabajadora, no contó con la participación activa de ésta.

Fairbank comenta respecto del sector más calificado de la gran industria: “Como parte de este sistema de control, las diferencias de estatus aumentaron al interior de la clase trabajadora urbana. El grueso de la producción industrial provenía de grandes empresas estatales intensivas de capital, que se convirtieron en los lugares de trabajo de una fuerza laboral especializada y privilegiada. Hacia la década del 80, estos trabajadores permanentes de la industria estatal totalizaban 27 millones y eran (...) la única fuerza laboral que participaba de lleno en el Estado de Bienestar. Gozaban de beneficios suplementarios tales como alojamiento y alimentos subsidiados, remuneraciones extras, subsidios gubernamentales, pensiones vitalicias y convenios estatales de seguros y bienestar. Estos dos quintos bien remunerados de la fuerza laboral, que trabajaban en aproximadamente 85.000 empresas, producían tres cuartas partes de la producción industrial total de China. Otros dos quintos de la fuerza laboral estaban constituidos por una clase secundaria de trabajadores de empresas colectivas rurales y urbanas, que producían un tercio del total. Estas empresas colectivas urbanas eran mucho más pequeñas y numerosas, empleaban artesanos, mujeres y jóvenes en condiciones menos favorables que las empresas estatales. Otra categoría, aún inferior, era la de los «trabajadores temporales», quienes trabajaban a contrato en la construcción y el transporte, realizando tareas domésticas o que sólo requerían fuerza física” (Fairbank, p. 449).

Estos datos son reveladores debido a que, en una auténtica transición, las brechas entre las distintas categorías de trabajadores deberían tender a disminuir, no a cristalizarse y profundizarse cada vez más. En el mismo sentido contamos con el testimonio de Han Dongfang, editor del China Labor Bulletin: “En 1971, volvimos a Pekín, donde mi madre consiguió un trabajo como obrera de la construcción. Éramos tremendamente pobres, y el trabajo era extremadamente pesado. Los lugares de edificación eran todos en Pekín, pero para ahorrar plata ella no tomaba el colectivo. Virtualmente todas las mañanas ella dejaba la casa alrededor de las 6 de la mañana y no retornaba hasta las 9 o 10 de la noche. Ésta era la vida de un obrero de la construcción en los 70”. Que tomen nota los que hablan de “ausencia de explotación” en el “Estado obrero” chino.

En un sentido, la expropiación realizada por la burocracia tuvo un carácter similar a la de los países de Europa del Este, donde no hubo revolución alguna luego de la liberación realizada por el Ejército Rojo. Esto fue distinto al carácter del reparto de las tierras, que efectivamente expresó la urgencia de un reclamo de tierras que venía desde abajo. Pero es evidente que si la clase obrera había tenido un papel totalmente pasivo en la revolución de 1949, a la hora de la estatización de los principales medios de producción la situación no tenía porqué ser distinta.

Para resumir el punto, digamos que “la nacionalización y la planificación constituyen formas progresivas e indispensables en la transición al socialismo, porque contribuyen a establecer relaciones económicas y sociales más libres y flexibles que aquellas nacidas del régimen capitalista (basado en la excluyente propiedad privada de los medios de producción y la insaciable acumulación de la plusvalía y riquezas en manos de tales propietarios). Pero lo que queremos marcar, siguiendo al marxismo, es que esta potencialidad económica sólo puede desarrollarse en el marco de una democracia obrera donde la libertad social, política, sindical y cultural sean valores que funcionen como motores que empujen a las nuevas formas económicas para obligarlas a servir a los trabajadores y al progreso de toda la sociedad” (Romero, p. 94).

Otro testimonio de Han Dongfang muestra por qué la clase obrera china no pudo llevar adelante esta tarea: “Política y socialmente, nunca tuvimos la chance de ser nosotros mismos, como individuos o incluso como clase trabajadora; nunca tuvimos la posibilidad de basar nuestros pensamientos en nuestras necesidades” (citado en New Left Review).

Precisamente, en ausencia de toda autodeterminación de los trabajadores, las nuevas formas económicas producto de la progresiva expropiación de los capitalistas, no pudieron ser “empujadas” para servir a los obreros y campesinos. Por el contrario, fueron reconducidas en el sentido del establecimiento de nuevas relaciones de explotación y opresión no orgánicas al servicio de la burocracia. Lo que tuvo lugar sobre la base de los mecanismos de explotación mutua, connaturales a todo proceso de transición.

Esto no quiere decir que luego de la toma del poder por el PCCh no haya habido huelgas. Según lo que hemos podido investigar, las hubo, pero el PCCh se encargó de encuadrar en sindicatos totalmente estatizados a la clase obrera desde el mismo momento en que entró en las ciudades.

En estas condiciones, “entre noviembre de 1955 y enero de 1956, la socialización de la economía urbana tomó un nuevo impulso. Como de costumbre, el método utilizado fue una combinación de movilización y coerción. Se les «sugirió» a los gerentes de empresa que se pronunciaran con entusiasmo a favor de la «transformación socialista» pidiendo la nacionalización de la empresa (...) Para el 20 de enero de 1956, todas las empresas artesanales de Cantón habían presentado su demanda. Los artesanos de toda China, unos 8 millones, fueron agrupados en cooperativas. Se dividió a las empresas industriales en mixtas y nacionalizadas. Se indemnizó a los propietarios a condición de que reinvirtieran sus capitales en las mismas industrias. Muchos se transformaron en gerentes de fábrica, y se les pagaba hasta el 5% de interés sobre el capital que les había sido expropiado. Esto puso más en evidencia el contraste entre la política de los comunistas hacia las ciudades y hacia el campo, donde los terratenientes habían sido liquidados físicamente (...). Así, la burguesía industrial pudo continuar existiendo, ahora encuadrada y controlada por el Estado, hasta mediados de los años 60. Sólo en Shanghai sobrevivieron unos 90.000 capitalistas nacionales (...). Para fines de 1956, el 95,7% de las empresas chinas, que aseguraban el 99,6% de la producción industrial, había pasado bajo la tutela del Estado” (Marconi, p. 103).

Las diferencias entre estatización, expropiación y socialización adquieren aquí todo su valor. Las estatizaciones burocráticas, por el modo en que fueron realizadas, clausuraron inmediatamente la posible apertura del proceso de transición, ya que fueron realizadas completamente desde arriba.

Aquí vale el criterio de la necesaria combinación entre tareas, sujeto y método al que nos hemos referido en nuestra “Crítica de la concepción de las revoluciones socialistas objetivas”. Es decir, no se trata sólo del contenido social “objetivo” de la tarea que se lleva adelante, sino que también influye qué sujeto y de qué manera la lleva adelante. La estatización fue una medida anticapitalista y, en ese sentido, progresiva. Pero, a nuestro modo de ver, no fue verdaderamente socialista en la medida en que no significó el inicio de un proceso de verdadera apropiación / socialización de la producción por parte de los productores asociados, es decir, dela  tendencia a la superación de la oposición entre trabajo vivo y trabajo muerto. Por el contrario, terminó redundando en la renovada expoliación por parte de la burocracia, reabsorbida como nueva forma de explotación no orgánica usufructuada por la burocracia.

Otra forma de abordar el problema es tomando la diferenciación que hiciera Lenin –en otro contexto, en un Estado obrero auténtico con la clase obrera en el poder– a principios de la década del 20. Allí, con mucho criterio distinguía las empresas del Estado (y de un Estado obrero revolucionario) como empresas “de tipo socialista” pero no propiamente socialistas, en la medida en que –entre otros elementos– no podían dejar de apoyarse en criterios de funcionamiento fundados en la ley del valor-trabajo, y donde además se había impuesto el criterio de director único por empresa.

Así, podríamos decir que las estatizaciones del PCCH constituyeron medidas de “tipo socialista” por su forma, pero no socialistas como tales por su contenido, en la medida en que los medios de producción no pasaron realmente a manos de la clase trabajadora –y de sus organismos y partidos, que obviamente no existían–, sino que se mantuvieron separados del dominio de la propia clase. Es decir, aquí la “contradicción” que se plantea, es que en un proceso autentico de revolución y transición socialista, la expropiación de los medios de producción de los capitalistas es un paso absolutamente imprescindible. Mal que les pese a las actuales modas autonomistas al estilo Holloway, no hay forma de evitar esta medida. Es por esto mismo que se debe diferenciar entre medidas “de tipo socialista” de las efectivamente socialistas, por cuanto si no esta la clase trabajadora al frente de ellas mismas, terminan quedando vaciadas de contenido en cuanto a configurar un paso verdaderamente emancipador.

León Trotsky señalaba a este respecto,  identificando agudamente la importancia de la diferencia de temporalidades en el análisis de los procesos, que “es perfectamente cierto que los marxistas, comenzando por el propio Marx, han empleado en relación al Estado obrero los términos de propiedad estatizada, nacionalizada y socialista como simples sinónimos. En una escala histórica de largo plazo, semejante modo de referirse no involucra ninguna dificultad especial. Pero deviene en la fuente de un crudo error y de un engaño abierto cuando se aplicada a los primeros y todavía no asegurados estadios de desarrollo de la nueva sociedad, y sobre todo en una sociedad aislada que económicamente permanece detrás de los países capitalistas (...)

“La propiedad del Estado se transforma en «propiedad de todo el pueblo» sólo en la medida en que los privilegios sociales y la diferenciación desaparecen, y con él la necesidad del Estado. En otras palabras, la propiedad del Estado se convierte en propiedad socialista en la proporción en que deja de ser propiedad estatal. Y lo contrario es verdad: cuanto más se eleva el Estado soviético por encima del pueblo y más ferozmente se le opone como guardián de la propiedad al pueblo (...), más obvio es el testimonio en contra del carácter socialista de la propiedad del Estado” (La revolución traicionada).

Es evidente que la manera de proceder del PCCh, desde arriba y al margen de la clase obrera, fue una opción absolutamente consciente por parte de la burocracia, que le temía y tenia desconfianza a los obreros.

Respecto del Este europeo, François Fejtö relata que “en la mayoría de las industrias nacionalizadas, la administración del Estado reemplaza los antiguos empleadores privados. Nacionalización significa en ese sentido estatización (...). Comunistas y socialistas tenían en 1945 una concepción igualmente estatista y burocrática de las nacionalizaciones (...) Para H. Minc, ministro de Industria, «una industria socialista es una industria donde los medios de producción pertenecen a un Estado no capitalista y la plusvalía adquirida en el curso de la producción vuelve a ese Estado, que la reparte según un plan que tiene el objetivo de la mejora las condiciones de existencia de las masas laboriosas» (...). Esta concepción del socialismo estatista fue compartida por todos los agentes de la nacionalización en el Este; hacía tabla rasa de la autonomía de la clase obrera, de su derecho de control y gestión. Es el Estado el que debe poseerlo todo, el que debe reglamentar la producción y la distribución, según un plan” (Fejtö, Histoire de las Democraties Populaires, tomo I, París, Editions du Seuil, 1979, pp. 157-158).

Desde un ángulo puramente liberal burgués, Fairbank refleja las concesiones de las que gozaba el núcleo principal de los trabajadores industriales, a costa de su falta total de independencia: “el trabajador privilegiado de las empresas estatales recibía alojamiento, cupones para comida, alimentos subsidiados y artículos de primera necesidad. Su lugar de trabajo proveía asimismo de servicios sociales, atención medica, recreación y actividades políticas. Sin embargo, y a pesar de todos estos beneficios (...) el trabajador estatal dependía absolutamente de su lugar de trabajo, que podía inculcarle una disciplina similar a la de una familia de mentalidad confuciana. El trabajador podía esperar que su hijo lo sucediera en su labor. Era más probable obtener un ascenso por antigüedad antes que por un progreso en las habilidades. Por otro lado, la disidencia e incluso la crítica podían significar la expulsión” (Fairbank, p. 449). No hace falta decir lo que significaría, en esas condiciones de extremo control de la burocracia, quedar desocupado.

En conclusión, “a comienzos de la década de 1960 no existía movimiento laboral alguno que pudiera causar preocupación al régimen y tal era la dependencia de los trabajadores estatales de sus lugares de trabajo, que usualmente ello bastaba para mantenerlos bajo control. De este modo, y como contrapartida al servilismo de los campesinos en la agricultura, la fuerza laboral esencial en la industria pesada y otras empresas estatales quedó bajo el yugo del Estado y el partido” (Fairbank, p. 450).

 

Medida anticapitalista y “suprasocial”

 

Continuamos con una consideración teórica más acerca del problema que venimos desarrollando: esto es, el carácter anticapitalista burocrático de las estatizaciones en manos de la burocracia, lo que no significa la habitual concepción del movimiento trotskista tradicional de que la burocracia servía “a su manera” a la clase trabajadora. A nuestro modo de ver, las medidas anticapitalistas no se tomaron para servir a la clase trabajadora en “manera” alguna, sino bajo circunstancias históricas que las hacían –hasta cierto punto– inevitables, pero que inmediatamente fueron distorsionadas y puestas al servicio de la burocracia y no de los obreros.

Dado este carácter de la estatización de los medios de producción en China, es de un inmenso valor ver la aproximación de Trotsky a las medidas de industrialización y planificación tomadas desde arriba y burocráticamente por Stalin a comienzos de la década del 30. Es decir, el giro “izquierdista” de Stalin a finales de los años 20 que dio lugar a la discusión que dividió a la Oposición de Izquierda y a la capitulación de Preobrajensky, Radek y Smilga. Sobre ese debate, es interesante este comentario: “Se desarrollaron discusiones apasionadas alrededor de la colectivización y la industrialización luego de 1929 (...). Rakovsky, corrientemente considerado como escéptico en relación a las consecuencias económicas de ambas, planteó la hipótesis de que éstas constituían para la burocracia un medio para acrecentar su poder y sus privilegios, ya que ampliaban sus bases económicas y sociales. Es decir, se planteó contra la concepción de que estas medidas tendían a fortalecer “objetivamente” al proletariado. En 1930, como un resurgimiento de los argumentos de algunos capituladores, reapareció la teoría según la cual industrialización y colectivización tenían la consecuencia automática de reforzar el «núcleo proletario» del partido, comprometiendo indefectiblemente, tarde o temprano, a éste ultimo en la vía de la reforma”. Pierre Broue, Los trotskistas en la URSS, www.ceip.org. Aquí se observa como reaparece el “automatismo” como solución mágica para justificar una reducción “sociologista” de problemas políticos-sociales que requieren un abordaje específico como tales.

Las consideraciones de Trotsky sobre este tema son poco conocidas, pero realmente geniales y hacen a una comprensión mucho más dialéctica que en el común del movimiento trotskista de la relación entre tareas, sujeto y método en la revolución proletaria.

Dice Trotsky: “La economía soviética actual no es monetaria ni planificada: es casi un tipo puro de economía burocrática. La industrialización exagerada y desproporcionada socavó las bases de la economía agraria. El campesinado trató de hallar una salida en la colectivización. La experiencia no tardó en demostrar que una colectivización desesperada no es la colectivización socialista. El posterior derrumbe de la economía agrícola fue un duro golpe para la industria. Sostener los ritmos aventureros y exagerados exigió intensificar aún más la presión sobre el proletariado. La industria, liberada del control material de la masa de los consumidores y del control político del productor, adquirió un carácter supra-social, vale decir, burocrático. El resultado fue que perdió la capacidad de satisfacer las necesidades humanas, siquiera en el grado que lo había logrado la industria capitalista, menos desarrollada” (Trotsky, “La degeneración de la teoría y teoría de la degeneración. Problemas del régimen soviético”, 29 de abril de 1933. En Escritos, tomo IV, vol. 2, Bogotá, Pluma, 1979, p. 336).

Estas agudas definiciones, constituyen toda una lección metodológica de Trotsky contra los enamorados de un “sociologismo” facilista (supuesto alfa y omega de un punto de vista “objetivo” y de “clase”, no “subjetivista”) que pierde de vista el análisis y las dimensiones concretas de las situaciones concretas, que nunca pueden subsumirse mecánicamente mediante un indulgente mecanismo de clasificación. Es el mismo método con el cual Trotsky abordó el análisis del posible carácter de la revolución China y el famoso debate con Evgeni Preobrajensky, y muestra que había en el revolucionario ruso una gran unidad de principios metodológicos. Los cuales, a nuestro juicio, perdieron parte de su tersura en la discusión con la corriente “antidefensista” en 1940.

Desde otro ángulo, contra los que consideran que necesariamente la estatización generalizada de los medios de producción tiene necesariamente un carácter “obrero” en sí mismo, cabe argüir, con Romero: “Se acaba la propiedad privada, se acaba la burguesía y hay Estado obrero, pues «sólo hay dos tipos de economías»... ¡Qué puerilidad teórica! Lenin escribió centenares de paginas explicando lo contrario”, por lo que cabe cuestionar a los que “se limitan a una abstracta contraposición de «capitalismo» y «socialismo», sin estudiar las formas y etapas concretas de la transición que tiene lugar (...). La expropiación por sí sola, como acto jurídico o político, de ningún modo resuelve el problema, porque es necesario (...) reemplazar en forma efectiva su administración de las fábricas y haciendas por una administración diferente, una administración obrera” (Romero, p. 128).

En la China no capitalista, esta administración obrera que pudiera poner los medios de producción efectivamente al servicio de la clase trabajadora y los campesinos nunca fue puesta en pie. En estas condiciones, detrás de la estatización subsistieron los mecanismos de explotación heredados del capitalismo: es el caso del trabajo por un salario, de la continuidad (aun distorsionada) del imperio de la ley del valor, la ya señalada oposición entre el trabajo vivo y el trabajo muerto que mantiene separado al trabajador de las condiciones de producción, etc.

En ese sentido, al hablar del carácter “supra-social” de la propiedad estatizada en los Estados burocráticos de sociedades no capitalistas de explotación mutua debe quedar claro que ésta no era “orgánica” (en el sentido en que lo plantea Pierre Naville en su Nouveau Leviathan), y está condenada a la evolución en un sentido propiamente transicional o a la vuelta al capitalismo.

Finalmente, cabe dejar sentado que tomamos estas definiciones sólo metodológicamente, sin perder de vista que las condiciones políticas de China en la década del 50 no tenían nada que ver con las de la URSS a principios de los 30. En China hubo una revolución campesina anticapitalista encuadrada burocráticamente; de ninguna manera se trató de la contrarrevolución hecha y derecha de Stalin, que en China jamás ocurrió. Entre otras cosas, porque la burocracia maoísta no tuvo que lidiar con un proletariado y una vanguardia que vinieran de la experiencia de una auténtica revolución socialista como fue el caso de Rusia. Ese “trabajo sucio” ya lo había hecho el Kuomintang a fines de los años 20.

 

El giro agrarista y la colectivización forzosa

 

El primer plan quinquenal provocaría crecientes contradicciones en el aparato dirigente. La orientación “industrialista” era contradictoria con las inclinaciones hacia el campesinado de Mao. En estas condiciones, los años 1955-57 fueron cruciales para la historia de China Popular. El PCCh se vio sacudido por profundas discusiones que hacían al futuro económico y político, que explotarían con toda su furia durante el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. El período se vio complicado no sólo por la discusión sobre el modelo económico sino por una serie de hechos de la situación internacional: la muerte de Stalin en 1953, el proceso de “desestalinización” en la propia URSS y los alzamientos populares de Hungría y Polonia.

El PCCh se encontraba dividido entre aquellos que habían organizado y dirigido la revolución campesina, como Mao, y los que, como Zhou En-Lai y Lui Shao-Qi, habían ganado prestigio en el trabajo de organización en las áreas comunistas dominadas por los japoneses o el Kuomintang.

El planteo de estos últimos era que la vía al desarrollo pasaba por la industrialización y la aplicación del modelo estalinista clásico. En cambio, “la concepción maoísta del cambio (…) con un enfoque eminentemente idealista (…) planteaba que el cambio no sería posible mientras «las viejas ideas reflejaran que el viejo sistema seguía en la cabeza de la gente». Por lo tanto, había que darle prioridad a los problemas ideológicos y políticos para purgar a los hombres de sus tendencias inherentemente conservadoras (...). Mao pensaba que había que dar énfasis a los incentivos morales (...). Para él, China tenía que lograr su desarrollo sin ayuda foránea y, por lo tanto, el campo tenía que desarrollarse antes que la industria para pagar ese proceso” (Marconi, p. 97).

Skocpol describe el debate en estos términos: “Todos los que trabajaban dentro del sistema moderno industrial, de industria pesada en gran escala, aumentaron sus privilegios ante la mayoría campesina y los trabajadores urbanos y rurales de las unidades industriales y comerciales de pequeña escala. Durante los años 50, estos sectores pasaron por la colectivización, y sin embargo su papel en el plan económico nacional existente sólo pudo producir recursos económicos excedentes para canalizarlos hacia el privilegiado sector urbano y de industria pesada. Pero a partir de 1957 la política básica de los comunistas chinos fue reorientada. Desde antes del término del primer plan quinquenal, los jefes comunistas chinos empezaron a advertir que la política al estilo soviético no era apropiada para las condiciones chinas. Tras enconados debates surgió un consenso de tentativa de nuevas guías, a favor de unos planes de desarrollo más equilibrados que subrayaran el crecimiento de la agricultura y de las industrias orientadas hacia los campos y el consumidor” (Skocpol, p. 416).

Aunque Skocpol embellece aquí al PCCh –algo que en las conclusiones de su trabajo hará de manera explícita–, da cuenta de una crisis real que atravesó el maoísmo en el poder: las tensiones creadas por su inclinación campesinista-voluntarista de narodniki o “rebelde primitivo” en el siglo XX, en el contexto de un país que partía de una base mucho más atrasada que la Rusia de 1917.

“Mientras surgían esta básicas reorientaciones políticas, los jefes comunistas también se dividieron (...) ciertos jefes, incluso Mao Tse-Tung, no sólo pidieron mayor hincapié en el desarrollo de los campos; también pidieron mayor dependencia de la movilización de los líderes del partido y una mayor participación popular, esencialmente campesina (...). En términos muy generales, había maoístas que deseaban llevar adelante la estrategia de desarrollo orientada hacia los campos y movilizadora de masas (...) y había liuistas [seguidores de Liu Shao-Qi, burócrata que venía del aparato urbano del PCCh. RS], que deseaban retirarse hacia la estrategia de desarrollo orientada hacia las ciudades, elitista en lo educativo, y burocráticamente administrada” (Skocpol, p. 417).

Como consecuencia de esta reorientación, “las estadísticas de distribución del ingreso nos narran parte de esta historia (...) Los diferenciales del ingreso urbano-rural se redujeron considerablemente después de 1951, porque los precios de compra agrícolas subieron tanto que (..) los salarios reales industriales aumentaron sólo marginalmente entre 1957 y 1972” (Skocpol, p. 425).

Curiosamente, desde su ángulo capitalista liberal, J. K. Fairbank tiene un abordaje más crítico de las medidas de colectivización forzosa tomadas en el campo en forma concomitante con el primer plan quinquenal, que dejan claro su carácter auto-explotador: “En este proceso en general inflexible, el jugador clave era el líder del grupo: un aldeano usualmente miembro del partido y al que se designaba por un período determinado de años. Ya que tenía autoridad sobre su equipo, debía competir con los cabezas de otros grupos en el regateo, los acuerdos que comprometían a su grupo a producir y vender al Estado parte de su «excedente» al bajo precio fijado. Así, el líder del grupo era el máximo intermediario en el sistema de adquisición de grano, mediando entre sus inferiores, los miembros de su equipo y sus superiores de la brigada y los cuadros. Dicha función era tan antigua como la historia china, y constituía el nudo de la política rural y de las relaciones interpersonales” (Fairbank, p. 428).

Pese a que Fairbank no es un teórico (y menos un teórico marxista), aquí se describe lo esencial del mecanismo de competencia y autoexplotación, en este caso en la aldea “colectivizada”. Estos mecanismos de autoexplotación, cuando la economía es “cooperativizada”, son absolutamente inevitables aun en el caso de una verdadera transición. No somos idealistas ni románticos al respecto: es el producto de las duras condiciones impuestas por las circunstancias objetivas en que casi inevitablemente deberá ser llevada a cabo la transición en cualquier país que no sea del centro capitalista.

Pero esto no implica no ser muy claros respecto de un fenómeno que tiene en principio las mismas bases pero, a la postre, una naturaleza enteramente diferente: una cosa es si la acumulación se pone realmente al servicio del mejoramiento de las condiciones de vida de los explotados y oprimidos, aunque esto sea de manera generacionalmente “diferida”; y otra, absolutamente distinta, es si esa acumulación va a manos de una burocracia expoliadora y explotadora, como fue el caso de Rusia y China.

Respecto de cualquier atisbo de autonomía campesina en la reorganización del campo, cabe el siguiente relato: “A partir de 1955, se ordenó que el campesinado debía agruparse en granjas colectivas de 100 a 300 familias. Unos 400 millones de campesinos fueron obligados a unirse en alrededor de 752.000 granjas colectivas. Hacia fines de 1956, 120 millones de familias campesinas quedaron incorporadas a las Cooperativas de Producción Agrícolas. Los campesinos conservaban teóricamente la propiedad de la tierra. Una vez deducidos los impuestos del Estado, las inversiones, los gastos de gestión y las obras sociales, los campesinos eran remunerados exclusivamente en función de su trabajo. El método que se utilizó para «convencer» a los campesinos de las ventajas del sistema fue muy similar al de Stalin para la colectivización forzosa (si bien mucho menos cruento): se los conminaba a asistir a reuniones durante días, e incluso semanas, hasta que «voluntariamente» aceptaban unirse a la cooperativa.

“Para completar la situación, en 1956 se introdujeron los pasaportes internos (...). Los campesinos ya no podía dejar sus pueblos para buscar trabajo en otra región con lo que, al desaparecer los mercados, también desaparecieron los buhoneros, los mendigos ambulantes y las pequeñas industrias privadas. El campesino pasó a depender enteramente de la producción de granos” (Marconi, p. 99). Es conocido que, finalmente, estas medidas fracasaron y se debió dar marcha atrás, al menos parcialmente.

 “Las manifestaciones de esta batalla [al interior del aparato del PCCh], sorda a ratos y en otros abierta, se vieron repetidamente en las grandes reformas iniciadas en este período con el objetivo de «abrir la vía al socialismo». Estas medidas «socialistas», que se aplicaron a contrapelo de las necesidades de las masas, necesitaron, para imponerse, de repetidas campañas de «reforma del pensamiento» lanzadas por Mao y sus seguidores, y dirigidas no sólo hacia los cuadros del partido, sino hacia la población en general. Las organizaciones de masas fueron esenciales para su aplicación” (Marconi, p. 98).

Tras la muerte de Mao en 1976, quedaría manifiesta la crisis abierta entre el Estado y el agricultor, del que no se lograba que entregara más grano. Después de 1978, comenzaron las reformas procapitalistas con Deng, que le dio mayor oportunidad al campesino para sacar provecho de manera privada a su trabajo, mediante la vuelta a las unidades de producción privadas y el retorno de los mecanismos de comercialización mercantiles de al menos una parte de la producción. En las últimas dos décadas, esto no ha hecho más que profundizarse, volviéndose lisa y llanamente a la compra-venta privada de las tierras.

 

El “Gran salto adelante”

 

En el torbellino de la crisis que estaba en desarrollo, entre mayo y junio de 1957 se vivió un corto período de “liberalización” conocido por la consigna “Que florezcan cien flores”, dirigido a ganar a la juventud universitaria y los intelectuales. Como era de suponer, la apertura de este espacio de crítica fue más allá de lo que Mao y el PCCh estaban dispuestos a tolerar. La joven dirigente estudiantil Lin Xiling, que llegó a decir que “el verdadero socialismo es democrático, y el nuestro no lo es”, daría con sus huesos en la cárcel por 15 años acusada de “contrarrevolucionaria”.

Con el cierre de esta corta “apertura” se entró de lleno en el “Gran Salto Adelante”, que también marcaba el intento de desprenderse de la dependencia de la URSS, luego de la ruptura de Mao con Jrushov.

La pelea entre la URSS y China mostró hasta el paroxismo el carácter de burocracias nacionalistas del estalinismo en ambos países. Cada cual pretendía hacer valer su interés nacional-burocrático por encima de toda otra consideración. Desde ya que en ninguno de ambos casos se expresaban los intereses de los obreros y campesinos y menos que menos una perspectiva internacional de los trabajadores. Esta competencia nacionalista burocrática estrecha llevó a fines de la década a la ruptura de China con la URSS, y no más de una década después (principios de los 70), al alineamiento creciente de China con el imperialismo norteamericano. Dice Fairbank: “El distanciamiento comenzó cuando Jruschov se volcó a criticar abiertamente el “Gran Salto Adelante”. En ninguna de sus dos visitas a Pekín (en 1958 y 1959) logró entenderse con Mao. El líder ruso pensaba que el chino era un desviacionista romántico cuya opinión no era de fiar. Durante el Gran Salto, Mao afirmó que, a través del sistema de comunas, China lograría llegar al comunismo más rápido que la URSS” (Fairbank, p. 454).

¿De que se trataba esta orientación? Mao buscaba afirmar la hegemonía rural en el desarrollo de la economía, desconfiando de lo urbano. En estas condiciones, se movilizaron masas ingentes de campesinos para realizar obras hidráulicas y de todo tipo en el campo chino, así como se pretendió un desarrollo “industrial” localizado ruralmente que llegó al extremo delirante del montaje de hornos de fundición de acero por parte de cada familia campesina.

La desatención de la producción específicamente agrícola que produjo esta orientación generó a finales de la década del 50 el retorno de las hambrunas de masas en el campo chino: se estima que la friolera de 20 a 30 millones de campesinos murieron a consecuencia de esta orientación. El “Gran Salto Adelante”, aunque dejó una masa de obras públicas impresionantes, que aún se pueden ver en el campo chino, terminó en un tremendo desastre y retroceso de las fuerzas productivas como producto del voluntarismo pequeñoburgués del aparato maoísta.

“A fines de 1957, el PCCh reconoció de manera dramática que el modelo estalinista de desarrollo industrial no era el adecuado para las condiciones chinas: ello significó el impulso para el Gran Salto Adelante. La población de China en 1950 cuadruplicaba la de la URSS en la década del 20, mientras que el nivel de vida alcanzaba sólo a la mitad. A pesar de la colectivización universal, la producción agrícola no experimentó un crecimiento notable. Desde 1952 hasta 1957 la población rural había aumentado en un 9%, mientras que la población urbana se había elevado en cerca de un 30%; sin embargo, la requisa gubernamental de grano casi no había mejorado y, mientras tanto, China debió empezar a rembolsar los préstamos soviéticos con productos agrícolas. El modelo soviético de cobrar impuestos a la agricultura para fortalecer la industria estaba ante un callejón sin salida. Por otra parte, la urbanización, que sobrepasó la industrialización, produjo desempleo urbano, que se agregó al subempleo en populosas zonas del campo. El primer plan quinquenal obtuvo los resultados esperados, pero el segundo, que consistía en más de lo mismo, constituyó una invitación al desastre” (Fairbank, pp. 442-43).

Aquí se abrió la pelea de enfoques respecto de cómo encauzar la crisis en ciernes. El curso que impuso Mao apostaba a que el campo podría transformarse “sobre sus propias bases” y que la producción agrícola podría aumentar mediante la masiva organización de la fuerza laboral rural. El incentivo: la “determinación revolucionaria”. Es decir, se reducirían los incentivos materiales para el trabajo individual, mientras que la abnegación y el fervor ideológicos se enfatizarían. Una orientación subjetivista por donde se la mirara, que apostaba a desatar la movilización revolucionaria de las masas para “vencer a la naturaleza” e iniciar “la marcha hacia el comunismo”. En un ataque de voluntarismo y romanticismo, se decretó que era posible transformar las relaciones de producción de manera absolutamente independiente del desarrollo de las fuerzas productivas; esto, a través de una movilización político-ideológica que haría posible sobrepasar a Inglaterra en tres años y a los Estados Unidos en quince.

“El Gran Salto Adelante fue el mayor y más ambicioso experimento de movilización humana en la historia. Aunque duró menos de un año, desplazó en su pico (1958) más de 500 millones de campesinos hacia 24.000 «comunas populares», en las que se confiscó toda propiedad privada. Todo, desde el alimento y la ropa hasta el cuidado de los niños y los cortes de pelo, era garantizado por la comuna. Los campesinos, organizados en brigadas militares, eran llevados de los campos a los diques, y de las fábricas a los «altos hornos» improvisados en los patios de sus casas en medio de una locura de consignas y exhortaciones que les pedían que trabajaran 24 horas al día para realizar el milagro económico” (Marconi, p. 116).

Respecto de las razones del fracaso de esta orientación, cabe señalar que “desde el punto de vista marxista, la sola idea de que una nación subdesarrollada pueda modificar las relaciones de producción y llegar al comunismo sobre la única base de la movilización de masas no tiene nada que ver con la realidad (...). Llevará al socialismo sólo cuando se cumplan las condiciones internacionales. Pretender que una China, aislada incluso de la URSS, pudiera por su propia voluntad llegar (...) al comunismo, es un delirio voluntarista pequeñoburgués sin ninguna base marxista (...) Sólo si se olvida la relación (...) que existe entre la situación mundial, la existencia de un solo sistema económico –el capitalista– y la situación nacional, se puede caer en la utopía reaccionaria de pensar que se puede llegar al comunismo por la vía de la voluntad revolucionaria de las masas, que se autogenera independientemente de las condiciones materiales. Las masas pueden hacer muchas cosas y son capaces de sacrificios heroicos, pero no pueden hacer milagros” (Marconi, p.125).

Es decir, el maoísmo impulsó una “socialización” no socialista del campo. Un verdadero proceso de socialización agrícola requiere de manera imprescindible, para obtener el libre consentimiento de la masa de los campesinos pobres, del desarrollo de una industrialización que no puede ser voluntarista. Ni tampoco puede obviar las exigencias contradictorias de la tendencia a la satisfacción creciente de las necesidades humanas, así como la pervivencia por todo un período histórico del imperio de los desiguales criterios de la ley del valor-trabajo, aun cuando sea limitado de manera consciente.

El “Gran Salto Adelante” fue lo opuesto: configuró un inmenso ensayo de una orientación subjetivista burocrática pequeño burguesa y romántica que pretendió violar y pasar por encima de todas las leyes de la producción material y social cuando se trata de una verdadera economía de transición.

Sin embargo, muchos intelectuales marxistas occidentales giraron en este período hacia esta corriente, en lo que constituyó una capitulación a otra ala de la burocracia estalinista que no reparó en la otra marca de fábrica de Mao: su desprecio absoluto por la clase obrera y la afirmación de un mecanismo bonapartista y totalitario que impedía toda autodeterminación real de los explotados y oprimidos. Las masas fueron instrumentalizadas y manipuladas una y otra vez en las peleas dentro del PCCh y con la burocracia de la URSS.

En conclusión: el “Gran Salto Adelante”, como luego la Revolución Cultural, configuró un ejemplo, si se quiere, a “escala ampliada”, de la dialéctica de conquistas que se transforman en derrotas y retrocesos de las fuerzas productivas como consecuencia de la imposición de la burocracia en estos Estados no capitalistas.

El resultado puede resumirse así: “A partir de mediados de 1960, se hizo evidente que el resultado del tremendo esfuerzo impuesto a las masas era un fracaso rotundo. No sólo se había frenado el formidable impulso económico generado durante los primeros 8 años después de la toma del poder, sino que entre 1959 y 1961 el pueblo chino había retrocedido a un nivel de pobreza que había comenzado a olvidar (...). Los campesinos robaron los campos, atacaron los graneros del Estado (...) volvió la prostitución y floreció el mercado negro” (Marconi, p. 123).

 Luego de este fracaso, en el campo se empezó a recorrer, tan tempranamente como en 1961, el camino que llevaría a la vuelta al capitalismo según la máxima de Deng: “la agricultura privada es tolerable si aumenta la producción. Poco importa que un gato sea blanco o negro; lo que importa es que atrape ratones”.

 

“Revolución cultural” e ironía del retorno de la clase obrera

 

Desde finales de la década del 60 (1965-1968) se presenció el último acto de la lucha interburocrática en el PCCh. Incluso sectores de tradición independiente del movimiento trotskista, como Nahuel Moreno, creyeron ver que existía un sector “progresivo” representado por la fracción Mao. Intelectuales marxistas como Pierre Naville tuvieron una apreciación mucho más certera y realista: en un apéndice de su obra El nuevo Leviatán la definía como una lucha entre sectores del aparato del PCCh, ninguno de los cuales expresaba intereses vitales de sectores obreros y campesinos, más allá de que esta lucha “por arriba” abrió las vías a un genuino movimiento obrero “desde abajo”, frente al cual las dos fracciones se apresuraron a pactar para liquidarlo.

De resultas de esta lucha, la que salió derrotada en sentido estratégico fue la propia corriente Mao, aunque apareció triunfante en lo inmediato. Las fracciones en pugna fueron más o menos las mismas que hicieron eclosión en la década del 50 y que venían desde los años 30. La fracción a la postre vencedora, que había sido siempre más directamente proMoscú, será la que impondrá la sucesión de Deng en 1979 y las medidas procapitalistas.

Como era de esperar, en su lucha contra el otro sector del aparato ambas fracciones buscaron alguna base social, la obtuvieron explotando ilusiones y sentimientos de amplios sectores de masas, así como una extendida sensación de paranoia ante la guerra en Vietnam y los crecientes choques con la URSS. En el caso de Mao, esta base social no se reclutó entre la clase obrera: eligió el ejército, la policía y un sector del  estudiantado, organizado como “Guardias Rojos” (en su mayoría jóvenes de escuelas secundarias). La situación se fue orientando de manera creciente hacia el peligroso desarrollo de una suerte de guerra civil de bolsillo que, habiéndose desbordado en un insospechado ascenso de luchas obreras como se no había visto desde la década del 20, fue desarmado mediante el recurso a una intervención del Ejército.

Tratándose de un hecho tan complejo y con toda una serie de determinaciones internacionales, aquí sólo podemos dejar sentada una breve reseña.

“La revolución cultural es uno de los fenómenos más discutidos y que ha generado la mayor cantidad de opiniones contradictorias en la historia de la revolución China. Desde los sectores trotskistas que soñaron ver la «revolución dentro de la revolución», a los estalinistas desilusionados con la URSS que renovaron su fe en el «socialismo», pasando por los sectores cristianos que pensaron que se podía adherir a un comunismo moral, pocas fueron las voces que se alzaron contra este desastre” (Marconi, p. 129).

Está claro que la situación mundial de la década del 60 jugó un rol importante en las repercusiones internacionales de estos eventos. El curso a la derecha de la URSS coincidió con una etapa de fermento revolucionario en todo el mundo. El PC soviético, con su política de “coexistencia pacífica”, iba a contramano de esta situación. China intentó aprovechar el campo internacional que se abría a la izquierda buscando seducir a los movimientos populares que surgían en los países subdesarrollados y en Europa. Por eso denunció el “revisionismo” y el “imperialismo” soviético, proclamando la línea del “campo a la ciudad” para la revolución y presentándose como paladín de la lucha contra las viejas burocracias. De allí la confusión en la que cayeron muchos sectores de la vanguardia en aquellos años.

La ilusión duró poco: “había un problema de arrastre desde inicios de 1967, que hizo que la burocracia maoísta comenzara a preocuparse por un proceso potencialmente más crítico que su lucha contra la burocracia central. Los trabajadores de las ciudades y provincias importantes de toda China estaban comenzando a expresar su insatisfacción con las condiciones económicas y sociales, y en muchas áreas recibían el apoyo de campesinos insatisfechos y de todos los sectores de la fuerza laboral. La propaganda maoísta condenó estas revueltas, considerándolas «economicistas» y diciendo que los obreros y campesinos rebeldes habían sido engañados por funcionarios reaccionarios del partido y que se rebelaban parta satisfacer sus «estrechos intereses personales»” (Marconi, p. ).

Así se recurrió a la demagogia antiobrera para evitar que la crisis en las alturas detonara en una verdadera lucha desde abajo contra el conjunto de la burocracia, que por primera vez en décadas apuntaba a poner en el centro de la escena a la aborrecida y temida clase obrera (la misma que, según muchos sectores del trotskismo tradicional, era la “clase dominante en el Estado obrero chino”).

Sin embargo, el desempleo –muy sentido entre obreros y campesinos–, la vigencia del mecanismo represivo de los “pasaportes internos” y el reclamo por la reducción del sistema de “entrenamiento” por el cual los nuevos obreros debía trabajar al menos por tres años durante los cuales se les pagaba la mitad del sueldo dieron lugar a un nada común estallido huelguístico: “los trabajadores temporarios bajo contrato eran los «esclavos» de China. Su rebelión a fines de 1966 fue una revelación de que el régimen comunista reeditaba lo peor del capitalismo salvaje” (Marconi, p. 142).

La ironía de esta historia es que fue el maoísmo el que, sin quererlo, dio el impulso inicial a la rebelión del movimiento obrero. Las huelga portuaria en Shangai configuró prácticamente la primera protesta obrera desde que el PCCh había tomado el poder. A partir de ahí se desató una ola nacional de luchas: los puertos norteños de Qingdao, Tianjin, Dairen; los ferroviarios del este de China salieron por mejores condiciones de trabajo; comenzaron a sumarse sectores campesinos. Otra ironía: este movimiento fue finalmente instrumentalizado y reconducido por el aparato central contra los “Guardias Rojos” maoístas. Finalmente, luego de un pacto por arriba entre el propio Mao y Chou En-Lai, fueron disueltas las organizaciones estudiantiles y se puso punto final, sin pena ni gloria, a la última aventura del “Gran Timonel”.

Así, en su último acto importante como dirigente, Mao, el dirigente “proletario” al que realmente nunca le había importado un comino la suerte de la propia clase obrera, terminó desatando un golpe militar contra ella. Lección para que tomen nota quienes vieron en Mao a “uno de los dirigentes obreros más importantes del siglo XX”.

 

Burocracia y explotación mutua

 

Luego de haber desarrollado y caracterizado los avatares de la China no capitalista de los años 50 y 60, cabe hacer una serie de señalamientos más generales acerca de las relaciones entre burocracia y economía en las sociedades no capitalistas de explotación mutua de la segunda posguerra.

Sociedades que, como hemos dicho, no consideramos Estados obreros, sino no capitalistas de transición bloqueada en las que se da el restablecimiento de mecanismos de explotación del trabajo no orgánicos a partir de la estatización de los medios de producción.

La base de las relaciones de explotación en la ex URSS, como producto de la degeneración del proceso de transición, eran los mecanismos de “explotación mutua”. Esto mismo fue lo que se impuso, finalmente, en el conjunto de los países donde el capital fue expropiado luego de la Segunda Guerra Mundial, producto del encuadramiento burocrático de estas revoluciones. No hace falta repetir que en los países del llamado Glacis (Europa del este) no hubo ningún tipo de revolución, sino que la estatización vino de la mano del Ejército Rojo. Como hemos visto, no otro fue el caso de la revolución china.

Lo que nos interesa aquí es dar cuenta de los problemas teóricos planteados por esta circunstancia. Para esto, nos apoyaremos en una sección relativamente menos estudiada de El nuevo Leviatán: se trata de “Burocracia y Revolución”, el tomo V de la monumental obra de Pierre Naville. En su análisis de las conexiones entre las esferas de la economía y la política en las sociedades no capitalistas (donde la transición fue bloqueada), Naville clarifica los fundamentos materiales explotadores de la imposición de la burocracia. La relación entre economía y política varía dependiendo del modo de producción o formación social de que se trate, razón por la cual hay que dar cuenta de ella de manera específica en cada caso.

Por eso corresponde retomar la investigación acerca de la especificidad de la burocracia en los Estados no capitalistas, en cuanto se apoyan en relaciones de explotación (no orgánicas) y no en un mero mecanismo de “parasitismo social”, al estilo de la burocracia en Occidente (que era el erróneo enfoque en que conceptualizaban el problema Ernest Mandel y otros sectores del trotskismo.

“En el movimiento obrero y socialista del pasado, desde hace ya un siglo, la cuestión de la burocracia (y del rol del Estado en las relaciones económicas) se estableció en una doble polémica: de un lado, entre socialistas de todas las escuelas (y, especialmente, los «utópicos») y los burgueses liberales; y de otra parte, entre socialistas (y comunistas) y los liberal anarquistas (...)

“Las nuevas concepciones de una clase burocrática explotadora (...) se presentan como una extrapolación mecánica de las luchas de clases, fundadas sobre los modos de producción, de apropiación y de reparto de la plusvalía social, tal como fue analizado por Marx. A priori, nada permite ese caso de excluir la posibilidad de ver cómo un reagrupamiento de clase crea (y se adapta) a una nueva forma de producción y apropiación del excedente social” (Naville, “Burocracia y revolución, pp. 21-22).

Es decir, Naville plantea que no se puede excluir –teóricamente– la posibilidad del establecimiento de relaciones de explotación por parte de una burocracia. Pero enseguida insiste en que, contra los teóricos de las “leyes de bronce” de la burocratización de la vida social, no necesariamente esto es inevitable (un ejemplo de esta concepción liberal de ley de hierro de la burocratización el clásico estudio de Michels de principios del siglo XX sobre los partidos políticos), lo que excluiría la misma posibilidad de autodeterminación social. Este es el ángulo marxista clásico para enfrentar la cuestión.

“Las formas más complejas y más variadas de administración burocrática se han presentado en las civilizaciones del pasado. El presente y el futuro deberán, sin duda, volver a manifestar este fenómeno. Sin embargo, lo que importa hoy es saber si tal forma es necesaria (es decir, si tiene fundamentos propios en la economía, en las relaciones sociales y entre las instituciones) y si ella posee además un carácter orgánico” (Naville, p. 22). Es sabido que, para Naville, la burocracia tiene un fundamento necesario, es decir, una base económico-social, y un carácter no orgánico (contra la opinión de los colectivistas burocráticos).

En principio, el análisis clásico tendía a ver a la burocracia meramente como una “clase política” que se apropiaba por su lugar en formas diferentes de Estado, pero sin fundamentos económico-sociales propios. La tradición socialista correctamente ha negado las teorías burguesas y liberales de la “ley de hierro” de la burocracia como cuestión fatalista.

Sin embargo, aquí tenemos la originalidad del abordaje de Naville: la búsqueda, en el caso de las sociedades no capitalistas, de las raíces sociales de la burocracia sin considerarla una clase orgánica. Y es importante comprender que Naville ubica su trabajo en una línea de continuidad con los estudios de León Trotsky, al que reconoce que “nadie hizo más que el por esclarecer las condiciones de la extensión de la burocracia en la URSS”. Incluso Naville trae a colación una definición de Trotsky –general, pero muy aguda– de la burocracia como “sistema determinado de administración de los hombres y las cosas”. Recuerda asimismo que Trotsky, en 1937, señala un elemento de enorme importancia: que la burocracia soviética no es simplemente un parásito, en la medida que posee el Estado en tanto su propiedad privada”, y que el Estado es en sí mismo el propietario de la economía (hombres y cosas).

El nudo de la reflexión de Naville sobre los mecanismos específicos de la imposición de la burocracia en estas sociedades reside en las relaciones de “auto-explotación” y el rechazo a la concepción de que una clase “no se puede explotar a sí misma”: sí puede hacerlo, si no tiene otra clase a la que explotar. Y ése terminó siendo el caso de las sociedades no capitalistas de la segunda posguerra.

Luego agrega una delimitación o determinación de gran importancia, que hace a comprender el fundamento de la explotación mutua: “Es un paradoja afirmar que lo que es burocrático en una organización es en primer lugar lo que respecta al poder político. Las relaciones económicas, por sí mismas, no son burocráticas; lo que puede tener en ellas de burocracia no lo será más que en la medida en que contienen un elemento político (...)

“Este principio teórico es doble: la naturaleza de toda la política del Estado es burocrática; la naturaleza de toda relación económica de valor es explotadora. La primera es una forma de poder; la segunda es el contenido del poder. Ambos son solidarios, sin confundirse” (Naville, pp. 73-74).

¿Por qué Naville establece esta delimitación? Sigamos su razonamiento:

“Max Weber afirma (...) que el Estado es «una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la fuerza en un territorio determinado». Ni Maquiavelo ni Marx dicen otra cosa. Pero esta comunidad no es más que la burocracia, figura política. La fuerza, la violencia, son sus resortes, justificados por el derecho. La economía, en sus elementos propios, no comporta ni poder ni violencia; no es más que un mecanismo de explotación. Es el poder del Estado la que la hace vivir, durar y prosperar” (Naville, p. 74).

Naville pasa a explicar luego la explotación mutua como fundamento material de la burocracia. Es decir, cómo este sistema no capitalista de explotación mutua necesariamente implica la dominación de una burocracia.

“El socialismo de Estado, tal como se expandió a partir de 1930 en la URSS, reposa sobre un sistema de explotación mutua de la única clase productiva que ha sustituido a la burguesía capitalista y los propietarios “naturales”: los asalariados de Estado. Incluiremos por extensión en esta clase a los agricultores koljosianos. En esta clase, donde cada uno es a la vez asalariado y pagador de salario [salarié et salariant], se crean las capas, sub-clases o categorías particulares, poco importa aquí el nombre que se les dé, donde los ingresos, los derechos y los poderes se diferencian constantemente, acentuando la disparidad, creando las oposiciones y contradicciones; en síntesis, estableciendo un sistema de explotación mutua; o, si se quiere, un sistema de auto-explotación a escala global” (...)

“Este sistema deviene inevitable en un régimen donde: 1) el fundamento de las relaciones económicas sigue siendo al intercambio de valores, del mercado de trabajo; 2) la propiedad de los medios de producción y de la consumación colectiva es atribuida al Estado; 3) el aparato de Estado (burocracia del partido y de la economía) es el garante y el ejecutor de la relación entre la propiedad del Estado y la repartición desigual y planificada de los frutos del intercambio (...). En este sentido, la función de la burocracia no es propiamente hablando ni una función autónoma de explotación ni un simple arbitraje (...). La burocracia se aprovecha del trabajo de la sociedad en la medida en que depende también de ella como estrato asalariado, pero a la vez capa dominante. Ella no existe, con todo el poder que tiene, más que porque el sistema entero de explotación mutua la hace necesaria (...). No volveré aquí (...) sobre el argumento filosófico de los burócratas dirigentes, según el cual una clase no se puede explotar a sí misma. Marx ha dejado claramente indicado que en una cooperativa de producción el obrero puede devenir su propio capitalista” (Naville, p. 256-57).

Es así que “la persistencia de un régimen de formación de valor de cambio, heredado del capitalismo (...) se ha combinado con la generalización de relaciones asalariadas. En estas condiciones, la organización de la sociedad comporta un sistema de intercambio directo y desigual de cantidad y calidad de trabajo; esto es lo que yo llamo sistema de explotación mutual. Las desigualdades nacen y se manifiestan no solamente, ni fundamentalmente, en el dominio del reparto y del consumo, sino en la producción. Es a este título que una parte de la sociedad asalariada se ve investida del poder de reglamentar estas desigualdades en sus orígenes (...). Esta parte es la burocracia” (Naville, p. 281).

El conflicto, entonces, tiene raíz social y no sólo política, en el sentido estrecho del término como lo utilizó la mayoría del movimiento trotskista, que perdía de vista los grises y los aspectos “intersticiales”, a pesar de su inmensa importancia para el análisis de la degeneración de la URSS y para evitar las mistificaciones.

“Ciertos análisis estimaban, sin embargo, que [podía hablarse de] «dictadura del proletariado», cuyas bases estaban todavía dadas por la eliminación de la burguesía capitalista (...). más tarde, se admite que la «dictadura del proletariado» no era más que un (...) mito, y que la escisión fundamental de la sociedad oponía la clase obrera en su conjunto con la burocracia. La «dictadura del proletariado» se disolvió en el Estado y no a la inversa. Para algunos, esta oposición conservaba en gran medida un carácter político-social, pero para otros tenía un carácter económico esencial (...). Esta ambigüedad profunda revela la existencia de una contradicción general, que se expresa de formas variadas: la que opone en primer lugar ciertas categorías de asalariados del Estado entre ellos, y luego la mayoría de estos asalariados productivos a la burocracia de Estado, que regla las desigualdades en su beneficio. El conflicto tiene una raíz económica que se transforma de suyo en una oposición política, en la nación y entre naciones” (Naville, pp. 289-290).

En conclusión: “Marx, en su Crítica del programa de Gotha, ha demostrado que, en la fase socialista, es la ley del valor el principio de equivalencia sobre el que se apoya la remuneración (...). Si la sociedad burocrática conocida en la URSS –y en las naciones de sistemas similares– han tenido un desarrollo sin precedentes, ello no es atribuible a un error histórico ni a una perversión, sino a la instauración de relaciones de explotación mutua dentro de un socialismo de Estado, donde queda preguntarse cuál es su futuro” (Naville, p. 260). El futuro ya está aquí, y resultó ser la vuelta lisa y llana al capitalismo.

 

VI. A modo de conclusión

 

El trabajo que estamos presentando no tiene la pretensión de abarcar el proceso del retorno de China al capitalismo, tarea que requeriría una investigación específica que cae fuera de los límites de este trabajo. Seguramente, muchos lectores querrían conocer un análisis del “final de la película”, pero no es ése el objetivo del presente texto, que se limita a intentar aportar elementos para enriquecer la teoría de la revolución permanente en el siglo XXI a partir de colocar sobre la mesa un balance concreto de la experiencia histórica. Desde este punto de vista, lo significativo para nosotros es el período que intentamos abarcar aquí, el de las tres revoluciones y la fase no capitalista de China.

A modo de cierre, no obstante, presentaremos muy sucintamente algunos señalamientos sobre la última etapa de restauración capitalista.

 

China hoy

 

Desde hace 20 años, las principales medidas del gobierno chino están orientadas a la vuelta al capitalismo. En los hechos, se puede decir que como totalidad, a todos los efectos prácticos, China ya es hoy un Estado capitalista, más allá de todos los elementos sui generis que se puedan identificar. Quizá sea más preciso definirlo como un Estado capitalista con restos burocrático-colectivistas, si bien ya hemos dejamos sentado que la definición del período no capitalista que más se ajusta a la realidad es Estados burocráticos de sociedades no capitalistas de explotación mutua.

Se da una paradoja con este país-continente: luego de 30 años de no lograr estabilizarse en el período no capitalista, ahora parece avanzar a todo trapo por la vía del desarrollo capitalista. Como dice Claudio Katz en su reciente trabajo El porvenir del socialismo, en China se está produciendo un acelerado pasaje al capitalismo bajo el padrinazgo del Estado. El propio régimen gobernante, desde hace décadas, protege la formación de una clase empresaria y banqueros, e impulsa la privatización en desmedro de lo que quedaba de “planificación”. Mientras tanto, la desigualdad social avanza aceleradamente, erosionando los niveles de vida y las certidumbres anteriores.

En este contexto, todas las medidas económicas apuntan a remover los rasgos no capitalistas del régimen precedente, mientras que el centro de gravedad de la economía se traslada, de manera creciente, al sector privado.

Desde el punto de vista de la “acumulación”, las medidas están orientadas a convertir a China en una especie de taller manufacturero mundial integrado a la mundialización, ofreciendo como “ventaja competitiva” una reserva inagotable y barata de mano de obra. Su potencial demográfico permite estabilizar salarios de esclavitud de 40 centavos de dólar la hora, un sexto de los niveles vigentes, por ejemplo, en las maquilas mexicanas.

En estas condiciones, está en curso un escandaloso aumento de la desigualdad, de la pobreza y de las agresiones oficiales contra viejos bastiones y conquistas de la clase obrera. El nivel de vida de los trabajadores retrocede junto al desmembramiento de la industria estatal y la pérdida de protección social y del empleo de por vida que singularizaron al “socialismo chino”. Este atropello –reiteradamente pospuesto a lo largo de la década del 90 por razones obvias– se ha intensificado en los últimos años y está originando, según diversas fuentes, un explosivo aumento de las tensiones sociales en las ciudades. Se estima que un tercio de los 140 millones de trabajadores estatales perderán su empleo con la reestructuración en marcha.

A nivel interno, la reestructuración capitalista introduce un cataclismo en las relaciones sociales vigentes desde hace medio siglo. La tensión creada por esta diferenciación social podría quizá ser amortiguada por la acelerada formación de una clase media urbana de unas 200 millones de personas. Los desequilibrios que genera la sustitución de la vieja industria por los nuevos polos de acumulación privada están desatando una explosiva migración de la población rural hacia las ciudades, flujo históricamente regulado durante el maoísmo.

De todos modos, es ineludible dar cuenta de la explosividad del crecimiento chino de los últimos años. Según Katz, “la primera explicación de semejante desarrollo se encuentra en el carácter extremadamente atrasado del país y la consiguiente existencia de un amplio margen para introducir formas mercantiles en el rudimentario universo campesino. Por eso, la descolectivización agraria produjo en los 70 y 80 un florecimiento económico inmediato. Y este mismo subdesarrollo permitió el avance industrial de las ciudades luego de la apertura mercantil. Pero el espectacular salto de crecimiento se explica, en segundo término, por la notable adaptación de China a las condiciones creadas por el avance registrado en la mundialización. Este marco le ha permitido al país convertirse en un taller internacionalizado. La revolución informática, el desarrollo de las comunicaciones, la fabricación segmentada y la división internacional del trabajo dentro de las propias corporaciones favorecieron un tipo de inserción productiva inconcebible hace tres décadas” (Katz, cit., p. 89).

Otros autores también han señalado el efecto inmediato de las “ventajas del atraso” respecto de la situación de China hoy y la “independencia” relativa que aún posee respecto del imperialismo (ver al respecto el trabajo de Juan Chingo en Estrategia Nº 21). En el mismo sentido, Katz sostiene que la inmadurez económica de China facilitó esta conexión con el mercado mundial, a diferencia de Rusia, que ha sufrido un proceso mucho más traumático dado el mayor grado de industrialización autónoma relativa que había alcanzado en el período anterior. Debido al atraso rural, el subdesarrollo urbano y la extraordinaria dimensión de su población, el gigante asiático reunía las condiciones económicas y demográficas para convertirse en “taller del mundo globalizado”. Por el contrario, al gozar de un mayor desarrollo productivo, la URSS siempre afrontó la amenaza de una competencia devastadora por parte de las corporaciones occidentales, que luego se convirtió en realidad.

De todas maneras, pronto o tarde, según Katz, en la rivalidad con las grandes potencias saldrán a luz, inevitablemente, todas las debilidades de la factoría exportadora china. Por esto concluye: “¿Mantendrá China su ritmo de acumulación sostenida (...)? ¿Repetirá (...) el curso exitoso de Japón? No es posible formular una respuesta, pero sí puntualizar una diferencia histórica clave. Cuando emergió Japón, regían sistemas precapitalistas en la mayor parte del mundo y existía un amplio margen para el desenvolvimiento del nuevo modo de producción. En cambio, en la actualidad, el capitalismo es totalmente dominante y el espacio que conquista cada país en el mercado mundial se obtiene a costa de algún competidor. La restauración difiere del surgimiento del capitalismo en este horizonte decreciente de oportunidades, y en este aspecto la perspectiva de China no se asemeja al antecedente japonés” (Katz, p. 93).

Cabe acotar, finalmente, que las proyecciones de crecimiento a futuro de China tienen mucho de fábula, en la medida en que las actuales ventajas pueden transformarse en su contrario: la dinámica de largo plazo a la recolonización y subordinación de China al imperialismo mundial.

 

Bajo las banderas del socialismo revolucionario

 

“[Esperamos el] nuevo ascenso del proletariado chino. Cuando éste llegue (...), serán los discípulos, el partido y el método de Chen Du-Xiu y no los de Mao los que pasarán a un primer plano histórico” (Moreno, cit.).

A cinco décadas de la revolución de 1949, se observa esta paradoja: un corto período de tiempo no capitalista que nunca logró alcanzar a estabilizarse, sucedido por una –hasta el momento– “exitosa” vuelta al capitalismo. Pero, como advierten muchos analistas, se trata de una situación preñada de tremendas contradicciones que sólo buscan su momento para explotar.

Nadie puede anticipar lo que serán las convulsiones revolucionarias del país más poblado de la tierra para las condiciones de desarrollo mundiales del siglo XXI. Sin embargo, la revolución de 1949 ha dejado, a pesar de todo, un importantísimo elemento favorable y persistente más allá de todos sus avatares: la creación de un inmenso proletariado, hoy en pleno cambio de sus condiciones, con una crisis de la vieja clase trabajadora estatal y la emergencia de una nueva clase obrera joven, aunque salvajemente explotada.

El proletariado como totalidad nunca se recuperó de la derrota de la experiencia de la segunda revolución de 1925-27. Pero tarde o temprano se pondrá de pie. Es unánimememente señalado el enorme crecimiento de la conflictividad social, aunque todavía por motivos centralmente de lucha económica, no con una proyección política más vasta. Y cuando se incorpore, el gigante chino y el mundo van a temblar.

Para preparar este momento es que resulta clave hacer un balance descarnado de la revolución de 1949, de sus límites y problemas, así como los de la etapa no capitalista de las décadas inmediatamente posteriores a la segunda posguerra. Esta es la condición para relanzar en China la perspectiva auténtica del socialismo revolucionario, que deberá recoger en sus banderas las tradiciones fundacionales de comienzos del siglo pasado. Esto es, las lecciones dejadas por figuras como Chen Du-Xiu, Peng Shu-Tse y otros socialistas revolucionarios, muchos de los cuales pasaron años o décadas en las cárceles nacionalistas o estalinistas. Estos revolucionarios encarnaron la perspectiva socialista auténtica, y no el curso anticapitalista y nacionalista del PCCh que se reveló históricamente de corto alcance. Es esa tradición y esa renovada perspectiva la que pueden ofrecer una esperanza de salida a la opresión y explotación a las masas del país más populoso del planeta.

Notas

45 Sería un interesante tema de estudio hasta qué punto se avanzó realmente en la emancipación de la mujer. Al respecto, Fairbank hace un crudo análisis de la cruel práctica del vendaje de pies de las mujeres en el período imperial, y parece haber sido una conquista de la revolución haberla dejado atrás.

46 Esto tuvo lugar también en momentos en que China se veía involucrada en la guerra de Corea (1950-53), que llevó a la dirección de Mao a acelerar las medidas anticapitalistas en las ciudades. La falta de un mayor abordaje de las implicancias de la guerra sobre el curso del PCCh en el poder es un déficit que en este trabajo no podemos resolver.

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