Notas
sobre la teoría de la revolución en el siglo XXI – parte III
China
1949: una revolución campesina anticapitalista
Por
Roberto
Sáenz
Parte
3
V.
Después de la revolución
Estatización
y colectivización agraria en la China no capitalista
Si desde el punto de vista de la dinámica
político-social de la revolución, ésta no podía ser considerada
obrera y socialista, resta la evaluación de la estatización de los
medios de producción y de la “colectivización” del campo. Estas
medidas de corte económico-social fueron las que inclinaron la
balanza en la IV Internacional y la mayoría de las corrientes del
trotskismo tradicional a partir de 1952, en el sentido de que en adelante China pasaba a ser un “Estado
obrero” (sólo que “deformado”) y una “dictadura del
proletariado” (sólo que “burocrática”).[46]
La nacionalización de la industria, el
lanzamiento del primer plan quinquenal y la colectivización agraria
fueron medidas de apariencia socialista que abrieron el periodo
más “dudoso” dentro de la revolución china: ¿se había
transformado acaso en una dictadura proletaria?
En lo que sigue, intentaremos demostrar que
aunque la estatización masiva de los medios de producción, fue,
evidentemente, una medida anticapitalista (y, en ese sentido,
inicialmente progresiva), al no pasar la propiedad de los
medios de producción realmente a manos de los trabajadores, ni
basarse en mecanismos reales de democracia proletaria, no fueron
medidas que lograran abrir una dinámica transicional socialista.
Primeros
años de progreso
Entre
1949 y 1953 se vivió un período de florecimiento económico. La
guerra civil había quedado atrás y, con el surgimiento de un poder
único y centralizado a nivel de todo el país, la economía se
estabilizó y se frenó el saqueo imperialista. Este período puede
ser comparado con la NEP en Rusia, en cuanto situación económica de
“doble comando”: es decir, convivían áreas de economía
estatizada y áreas privadas.
Con
la toma del poder, el PCCh heredó un país con una profunda crisis
económica. La economía estaba dividida en tres sectores: una economía
de subsistencia en el campo; una economía basada en la industria
liviana y en el comercio en los puertos y la zona costera; y una base
industrial pesada, creada por los japoneses en Manchuria. El único de
los tres sectores que estaban funcionando era el rural. El primer
objetivo del gobierno fue unificar y organizar las tres economías y
recuperar los niveles de producción de la preguerra.
Claramente,
durante estos primeros años, hubo un crecimiento de la oferta de
trabajo. Al momento de la toma del poder, había unos 3 ó 4 millones
de trabajadores especializados y unos 12 millones de artesanos en fábricas
o talleres pequeños, frente a unos 500 millones de campesinos. Hacia
1952, el total de obreros y empleados asalariados en todo el país se
elevaba a 21,2 millones, de los cuales aproximadamente 10 millones
pertenecían a la administración de las ciudades. La inflación se
frenó a mediados de 1950, los ferrocarriles volvieron a funcionar al
cabo de un año, y tres buenas cosechas en 1950, 1951 y 1952
posibilitaron la recuperación económica y parecieron dejar atrás
las hambrunas que caracterizaron a China a lo largo de su historia (el
“Gran Salto Adelante” mostraría que esto no era tan así). Para
1952, se había alcanzado los niveles de producción de hierro, acero
y cemento anteriores a 1949 –que de todas maneras eran muy
modestos– y se había prácticamente conseguido unificar los tres
sectores económicos.
Promediando este período vino la estatización
definitiva del conjunto de la economía, la colectivización agraria y
el primer Plan Quinquenal (1953-57). Durante los primeros años de
estas medidas, la economía siguió siendo floreciente. Sin embargo,
esto iba a durar poco: hacia finales de la década del 50, con el
“Gran Salto Adelante” y el giro “agrarista” impuesto por Mao,
se inauguraron dos décadas de descalabro, y la nueva
“estabilización” sólo vino con la política restauracionista de
Deng.
Es
decir, los éxitos económicos del sistema estalinista fueron
indudables mientras se trató de recorrer aceleradamente un primer
tramo en la industrialización de economías atrasadas, lo que fue
facilitado por la conquista que representó haberse liberado del
dominio directo y la expoliación imperialista. Sin embargo, la
acumulación de contradicciones fue muy rápida. Para fines de la década
del 50 se produce la grave crisis del “Gran Salto Adelante”.
En estas condiciones, la corta estabilización
se explica por las condiciones políticas inmediatas más de conjunto,
así como porque generalmente los períodos de recuperación económica
–luego de situaciones de extrema catástrofe– suelen actuar como
un bálsamo que todavía no deja ver las nuevas contradicciones
que se van forjando y que van a irrumpir en el mediano plazo. Desde
ya que no nos concentraremos aquí en el análisis “económico” de
las idas y venidas del ciclo, sino en dar cuenta de la naturaleza
social de los procesos subyacentes.
Profundización
del encuadramiento burocrático
Ya hemos dejado sentado que el PCCh actuó
concientemente liquidando todo elemento de autodeterminación obrera o
campesina que se pudiera esbozar. De allí el “encuadramiento burocrático”
de la revolución que venimos señalando y nuestra crítica a las
posiciones que hablaban de elementos orgánicos de
“democracia campesina” en las aldeas.
Por no hablar de textos como La dictadura
revolucionaria del proletariado, de Nahuel Moreno, que llega a
presentar las organizaciones de masas en la China no capitalista como
organizaciones “independientes”. Dice Moreno “En China el
proletariado está organizado en sindicatos y los campesinos en
comunas, que son legales y abarcan a decenas de millones de
trabajadores. Este hecho marca una diferencia abismal con el régimen
del Chiang Kai-shek, donde los sindicatos y comunas eran prácticamente
inexistentes o fueron perseguidos ferozmente. Lo mismo ocurre con
respecto al papel, las rotativas, las radios, las salas de reunión.
Antes estaban en manos de la burguesía y el imperialismo; ahora están
en manos de la clase obrera y el campesinado, aunque controlados por
la burocracia. Por lo tanto, la revolución obrera china, aunque
dirigida por la burocracia, significo una colosal expansión de la «democracia
proletaria» en relación no sólo al régimen de Chiang, sino a las
democracias burguesas más adelantadas” (Moreno, cit., p. 100).
No
hace falta pasarse a la defensa del régimen ultrarreaccionario de
Chiang –o de las democracias burguesas imperialistas– para
sostener categóricamente que lo que afirma aquí Moreno es una total mistificación,
similar a las que caracterizaron siempre a Mandel. Basta contrastar
estas temerarias afirmaciones con lo informado por Peng en tiempo
real: “El régimen hace lo mejor por suprimir las actividades
de los trabajadores y campesinos. La nueva ley de Reforma Agraria
(...) está obviamente diseñada para prohibir la organización
espontánea de las masas para usar sus propios métodos
revolucionarios (...). Los derechos esenciales de la clase
trabajadora en política y en la producción –a saber, los derechos
de participación y control en la administración del gobierno y de
las fábricas –están todavía negados”.
Confirmando esto, tenemos la siguiente
descripción: “Las estructuras del gobierno y del partido
necesitaban la «cooperación y el apoyo activo de pueblo» para
aplicar sus políticas. Paralelas a las estructuras del partido, el ejército
y el gobierno, se desarrollaron organizaciones de masas que eran
agencias del gobierno y servían para la captación de activistas
y para «politizar» a la población. Algunas habían sido fundadas
antes de la revolución, como la Federación Nacional de Sindicatos de
China (en 1922), que en 1959 llegó a tener 13 millones de afiliados.
Otras se crearon a partir de 1949, como la Federación de Mujeres
Democráticas de China (76 millones de afiliadas en 1953); la Juventud
Democrática (34 millones en 1957); los Trabajadores de Cooperativas
(162 millones en 1956); Literatura y Arte, para movilizar a los
intelectuales; la Federación Estudiantil China (4 millones en 1955);
el Cuerpo de Pioneros (30 millones en 1957) (Virginia Marconi, China:
la larga marcha, Buenos Aires, Herramienta, p. 80).
Es decir, se impuso un mecanismo de
encuadramiento de masas de dimensiones gigantescas, completamente
desde arriba, que no configuró en ningún caso organizaciones
realmente independientes. Así, luego de la revolución de 1949 “se
impusieron comités de administración militar, cuya función era
preparar la situación para el establecimiento de organismos civiles
dirigidos por cuadros del PCCh llegados de las bases rojas del norte
del país. Estas organizaciones, junto con los comités de ciudad, de
calle y de barrio, acallaron la ausencia de democracia obrera y la
reemplazaron por sesiones educativas y de politización. Los oficiales
del desmovilizado Ejército Rojo, pasaron también a dirigir estas
organizaciones. Este encuadramiento militar obedecía
directamente a las instrucciones de la dirección del PCCh (...). El
partido se aseguraba el control total del cuerpo social” (Marconi,
p. 81).
Esto no es todo: lo que el maoísmo intentó
hacer (a diferencia de otros PCs) fue establecer una interrelación
casi absoluta entre el partido, los cuadros y los habitantes de
China: “según J. L. Domenach y P. Richer, una de las características
del comunismo chino fue justamente que no se contentó con la
obediencia, sino que tenía que conseguir la adhesión de cada
individuo. Esta adhesión debía demostrarse de manera concreta y
colectiva a través de la participación en el «movimiento». Toda la
población debía movilizarse «espontáneamente» para responder al
llamado del partido. Pero a su vez, la adhesión de las masas servia
para probar el dinamismo de los cuadros. Si las masas no participaban
era porque los cuadros no actuaban bien y era necesaria una «rectificación»:
la depuración de los cuadros que no podían organizar el «entusiasmo
de las masas». No por muy conocidas las purgas en el PCCh dejaron de
ser tremendas. El instrumento que se utilizó para llevar adelante
estas políticas de «limpieza ideológica» fue el «envío a la base»
(...) a vivir entre las masas del campo” (Marconi, p. 81).
En estas condiciones, el nuevo Estado “nació
burocratizado hasta la médula y profundizó ese proceso desde el
momento mismo de la toma del poder (...). En una sociedad como la
china, culturalmente acostumbrada al ascenso social a través de las
prerrogativas ligadas al cargo público, especialmente a medida que
crecía la disparidad de ingresos entre el sector estatal urbano y agrícola,
el arribismo y el burocratismo se difundieron ampliamente (...). Esto
llevó a la desigualdad y a la cristalización de beneficios
de función” (Marconi, p. 85).
En síntesis, este proceso de encuadramiento
de las masas explotadas y oprimidas fue una constante en la
experiencia del maoísmo, tanto antes de la toma del poder como después,
y estuvo marcado por la ausencia de elementos de verdadera
democracia de bases y autodeterminación socialista, tanto en la
ciudad como en el campo.
Fairbank da un extraordinario testimonio del
significado concreto del encuadramiento burocrático de los
campesinos: “Los miembros de la cuadrilla de trabajo (del PCCh) se
establecían en la aldea por algunas semanas, trababan relación con
los pobres que tenían quejas y reunían cargos y evidencias en contra
de los cuadros locales; luego, los infinitos interrogatorios, el
agotamiento físico y las confesiones forzosas eran la base de las
reuniones (...) Éstas se realizaban al mismo estilo que los mítines
de lucha en contra de los intelectuales y los burócratas, y llegaron
a ser la principal forma de participación del campesino en la vida
política, manipulada por el PCCh a gran escala: en lugar de
contemplar simplemente (...) como observadores pasivos, ahora los
campesinos se convirtieron en vociferantes acusadores de las víctimas
señaladas por las autoridades” (Fairbank, p.
451). Tal era la
“participación” de las masas en la “construcción del
socialismo”...
Reforma
agraria y cooperativización
La
política agraria, al igual que antes de la revolución, tuvo marchas
y contramarchas luego de la toma del poder, llegándose a mediados de
los 50 a una colectivización prácticamente forzosa. Mucho más
tarde, a partir de 1979, se retrocede a un curso procapitalista.
Pero en 1950-51, en la China del Sur, lo que
se puso en marcha fue una radical reforma agraria pequeño-burguesa
de división individual de la tierra, continuidad de la de China del
Norte del período inmediatamente anterior a la revolución.
Inicialmente, el PCCh no quería enojar a la burguesía nacional, ya
que enemistarse con ella podía redundar en una disminución de la
producción agraria y provocar una hambruna. Pero, al mismo tiempo,
necesitaba cumplir su promesa con el campesinado y contar con los
fondos necesarios para iniciar el desarrollo industrial del país.
Ante esta situación, el maoísmo decidió satisfacer los pedidos de
los campesinos pobres y al mismo tiempo proteger a los campesinos
medios y ricos. La respuesta fue la expropiación de los
terratenientes financieros, de ex miembros del Kuomintang y de los
grupos religiosos.
Sin embargo, la medida del gobierno desató
nuevamente las fuerzas de la revolución campesina: “el resultado
fue uno de los períodos más violentos de la historia de la
revolución china. Los cálculos sobre la cantidad de terratenientes
fusilados varían entre 750.000 y 2.000.000, según las fuentes. Los
resultados de la reforma: sobre 107 millones de hectáreas sujetas a
la reforma, 46 millones cambiaron de mano y 300 millones de campesinos
pobres accedieron a la propiedad de la tierra o acrecentaron sus
parcelas (...). Por primer vez en muchos años, aparentemente se había
conseguido alejar el espectro del hambre” (Marconi, p. 91).
Los efectos de la reforma agraria fueron
obviamente favorables para el nuevo régimen. El PCCh pudo multiplicar
su implantación y desarrollar sus organizaciones satélites. Desde el
punto de vista organizativo, le permitió captar a toda una
generación de cuadros, que por largos años le asegurarían el
control y la movilización en las zonas rurales. La realización de
esta tarea, contradictoriamente, redundó en el fortalecimiento del
aparato.
Una de las consecuencias de la reforma
agraria fue el excesivo parcelamiento de la tierra. A partir
del verano de 1951 se establecieron las primeras cooperativas
agrarias. El régimen necesitaba movilizar masivamente la mano de obra
para trabajos de infraestructura indispensables y facilitar el
financiamiento de la mecanización de la agricultura. “En realidad,
ya a partir de 1949 los campesinos había sido empujados a unirse en
«equipos de ayuda mutua» que agrupaban de 5 a 15 familias. Esto
equipos eran de tipo contractual y no colectivizaban la propiedad
(...) Las cooperativas estatales en un principio agrupaban de 20 a 40
familias. Aunque formalmente el campesino no perdía la propiedad de
la tierra, debían ponerla en común, y lo mismo ocurría con los
animales, los instrumentos de trabajo, las semillas y los granos, y
debían trabajar bajo la autoridad del secretario del partido (...) En
1953 se instauró el monopolio estatal sobre la comercialización de
cereales (...). A fines de 1954, China contaba con 400.000
cooperativas” (Marconi, p. 92).
Pero la manera en que se llevó a
cabo este proceso, que no fue voluntario ni tuvo el correlato de un
salto real en el proceso de industrialización del campo –como
correspondería a una “socialización” agraria realmente
socialista– dio lugar a resultados contradictorios. Así,
“la cooperativización marcó un paso adelante hacia la socialización,
pero chocó con una sociedad campesina que hacía apenas dos años había
hecho una revolución para conseguir la propiedad individual de la
tierra. Lo grotesco de la situación sacudió a los estamentos del
PCCh, formado en su mayoría por cuadros campesinos (...). Se había
reportado casos de motines de campesinos que habían apaleado a los
cuadros del partido e incluso se habían fugado con sus animales y
granos de las granjas colectivas (...). La campaña de «desestalinización»
lanzada por Jrushov (...) hizo público que la colectivización
forzosa (...) había resultado (...) un gran fracaso” (Marconi, p.
93). El juego de estas presiones explica los permanentes zigzags en la
política económica y agraria del PCCh, que iremos señalando a
continuación.
Planificación
estilo “soviético”
El
primer plan quinquenal de 1953-57 fue precedido por la estatización
de parte importante de los medios de producción en las ciudades y los
ya señalados primeros pasos en la “colectivización” agrícola.
“Si bien numerosas empresas de ex miembros del Kuomintang fueron
nacionalizadas (...) hacia 1952, alrededor del 40% de la producción
industrial todavía provenía del sector privado (...). En esta
primera etapa, todo lo que intentó hacer el maoísmo fue poner en
funcionamiento la economía industrial (...). Los resultados de esta
política fueron espectaculares. Se duplicó la producción
industrial, cuya parte dentro de la producción global, pasó del
23,2% a 32,7% entre 1949 y 1952 (...). A partir de 1953 se inició una
nueva etapa. Con el país parado sobre sus dos pies, el PCCh inició
«la transición al socialismo»: se lanzó el Primer Plan
Quinquenal” (Marconi, pp. 93-94).
Es en estas condiciones que se abre la
segunda etapa luego de la toma del poder, a la que le sucederían las
dos grandes crisis del “Gran Salto Adelante” y la “Revolución
Cultural”. No nos interesa aquí mayormente hacer un desarrollo
“descriptivo” –aunque algunos señalamientos de ese tipo son
inevitables–, sino intentar dar cuenta de los problemas teóricos
que están en juego por detrás de estas medidas.
Hay que partir de señalar que en el caso
chino se trataba de una economía que arrancaba de muchísimo más atrás
en lo que hace a la industrialización del país: “tomando en
conjunto, la economía china anterior a 1949 se pareció mucho más a
la economía francesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX
que a la ya considerablemente industrializada economía de los
últimos años de la Rusia zarista. Tanto la economía francesa de
finales del siglo XVIII como la economía china anterior a 1949,
fueron abrumadoramente agrario-comerciales y dominada por pequeñas
unidades de producción. Que las formas básicas de los resultados
revolucionarios chinos, no obstante, terminaron pareciéndose mucho más
a las formas soviéticas que a las francesas sólo señala los efectos
sobre el curso y los resultados de la revolución china de dos
conjuntos de factores contextuales universales o internacionales: a)
la influencia política sobre China de la ya revolucionada Rusia soviética,
y b) mayores posibilidades en el siglo XX para la industrialización
nacional impulsada por el Estado.
“En primer lugar, afectó la forma de su
resultado final el que la revolución china profundizara hasta llegar
a ser una revolución social e hiciera surgir movimientos políticos
revolucionarios tan sólo después de que los bolcheviques habían
triunfado en Rusia” (Skocpol, p. 413).
Allí
estaba el ejemplo de industrialización pesada rusa impulsada por el
Estado: “los comunistas chinos, al marchar a las ciudades y
consolidar el verdadero poder político nacional después de 1949, no
se resignaron a funcionar como simples administradores del Estado en
una economía agraria reformada de pequeños terratenientes. En
cambio, procedieron paso a paso durante los años 50 a extender la
administración del partido y del Estado sobre las empresas
financieras, industriales, comerciales; a colocar las organizaciones
de masas urbanas (obreros, estudiantes, profesionales, consumidores)
bajo la influencia del partido; a llevar a cabo la colectivización de
la agricultura, y a aplicar planes para la industrialización nacional
controlada por el Estado (...) Para mediados de los años 50, parecía
que la China comunista se convertiría (...), en una copia al carbón
del sistema estalinista soviético. Una estrategia inequívocamente
estalinista de desarrollo económico nacional quedó encarnada en el
primer plan quinquenal para 1953-57 ”(Skocpol, p. 415).
Y
en
el mismo sentido: “La alianza política-económica con la URSS le
impuso al nuevo gobierno la imitación del modelo soviético de
industrialización rápida. En la práctica, esto significó el
vuelco de todos los recursos del país al desarrollo de la industria a
través de la imposición de condiciones durísimas para el campo,
que tuvo que hacerse cargo del costo del proceso” (Marconi, p. 90).
Es en estas condiciones que a partir de 1957 viene el giro de Mao,
preocupado por la situación de los campesinos.
Sin
embargo, el triunfo conseguido como consecuencia de la reforma agraria
se vio afectado a partir de 1953 con la aplicación del Primer Plan
Quinquenal. El intento de forzar el desarrollo de la industria pesada
produjo el primer desequilibrio: los proyectos de industrialización
recibieron la mayor parte de los fondos presupuestarios en desmedro
del campo. Para dar una idea de esto último, baste decir que mientras
entre 1953-57 la industria y el transporte recibieron el 76,4% de las
inversiones, la agricultura sólo recibió el 7,6%. Y cabe tener en
cuenta que la subvaluación de los precios agrícolas fue de gran
importancia en el financiamiento del plan.
En síntesis: en las primeras etapas se
intentó practicar una “industrialización” al estilo estalinista
que pronto entraría en crisis. Pero antes hay que dar cuenta de la
naturaleza social efectiva de estas medidas: ¿fueron “obreras y
socialistas” como dijeron la mayoría de las corrientes del
trotskismo tradicional, inclinándose a partir de ellas a definir a
China como Estado obrero? Y si no lo fueron, ¿qué carácter
asumieron estas medidas?
Este tema es una de las claves de nuestra
investigación. La segunda clave es el análisis del abrupto giro
“agrarista” de Mao y los dos desastres del “Gran Salto
Adelante” y la “Revolución Cultural”. La tercera, que por su
envergadura quedará fuera de este estudio, es la paradoja del
enorme desarrollo desigual de China a partir de la vuelta al
capitalismo.
Carácter
de la estatización
Para dar cuenta de la naturaleza social de
la estatización hay que empezar por escapar de las tradicionales
lecturas economicistas de la transición. A nuestro modo de
ver, en el marco de una “revolución fría” la expropiación sólo
podía ser hecha totalmente desde arriba. Y si bien dio lugar a
una serie de concesiones a un sector de la clase trabajadora, no
contó con la participación activa de ésta.
En un sentido, la expropiación realizada
por la burocracia tuvo un carácter similar a la de los países de
Europa del Este, donde no hubo revolución alguna luego de la
liberación realizada por el Ejército Rojo. Esto fue distinto
al carácter del reparto de las tierras, que efectivamente
expresó la urgencia de un reclamo de tierras que venía desde
abajo. Pero es evidente que si la clase obrera había tenido un
papel totalmente pasivo en la revolución de 1949, a la hora de
la estatización de los principales medios de producción la situación
no tenía porqué ser distinta.
Para resumir el punto, digamos que “la
nacionalización y la planificación constituyen formas progresivas
e indispensables en la transición al socialismo, porque
contribuyen a establecer relaciones económicas y sociales más libres
y flexibles que aquellas nacidas del régimen capitalista (basado en
la excluyente propiedad privada de los medios de producción y la
insaciable acumulación de la plusvalía y riquezas en manos de tales
propietarios). Pero lo que queremos marcar, siguiendo al marxismo, es
que esta potencialidad económica sólo puede desarrollarse en
el marco de una democracia obrera donde la libertad social, política,
sindical y cultural sean valores que funcionen como motores que
empujen a las nuevas formas económicas para obligarlas a
servir a los trabajadores y al progreso de toda la sociedad”
(Romero, p. 94).
Otro testimonio de Han Dongfang muestra por
qué la clase obrera china no pudo llevar adelante esta tarea: “Política
y socialmente, nunca tuvimos la chance de ser nosotros mismos, como
individuos o incluso como clase trabajadora; nunca tuvimos la
posibilidad de basar nuestros pensamientos en nuestras necesidades”
(citado en New Left Review).
Precisamente, en ausencia de toda
autodeterminación de los trabajadores, las nuevas formas económicas
producto de la progresiva expropiación de los capitalistas, no
pudieron ser “empujadas” para servir a los obreros y campesinos.
Por el contrario, fueron reconducidas en el sentido del
establecimiento de nuevas relaciones de explotación y opresión no
orgánicas al servicio de la burocracia. Lo que tuvo lugar sobre
la base de los mecanismos de explotación mutua, connaturales a todo
proceso de transición.
Esto no quiere decir que luego de la toma
del poder por el PCCh no haya habido huelgas. Según lo que hemos
podido investigar, las hubo, pero el PCCh se encargó de encuadrar
en sindicatos totalmente estatizados a la clase obrera desde el
mismo momento en que entró en las ciudades.
En estas condiciones, “entre noviembre de
1955 y enero de 1956, la socialización de la economía urbana tomó
un nuevo impulso. Como de costumbre, el método utilizado fue una
combinación de movilización y coerción. Se les «sugirió» a los
gerentes de empresa que se pronunciaran con entusiasmo a favor de la
«transformación socialista» pidiendo la nacionalización de la
empresa (...) Para el 20 de enero de 1956, todas las empresas
artesanales de Cantón habían presentado su demanda. Los artesanos de
toda China, unos 8 millones, fueron agrupados en cooperativas. Se
dividió a las empresas industriales en mixtas y nacionalizadas. Se
indemnizó a los propietarios a condición de que reinvirtieran sus
capitales en las mismas industrias. Muchos se transformaron en
gerentes de fábrica, y se les pagaba hasta el 5% de interés sobre el
capital que les había sido expropiado. Esto puso más en evidencia el
contraste entre la política de los comunistas hacia las ciudades y
hacia el campo, donde los terratenientes habían sido liquidados físicamente
(...). Así, la burguesía industrial pudo continuar existiendo, ahora
encuadrada y controlada por el Estado, hasta mediados de los años 60.
Sólo en Shanghai sobrevivieron unos 90.000 capitalistas nacionales
(...). Para fines de 1956, el 95,7% de las empresas chinas, que
aseguraban el 99,6% de la producción industrial, había pasado bajo
la tutela del Estado” (Marconi, p. 103).
Las diferencias entre estatización,
expropiación y socialización adquieren aquí todo su valor. Las
estatizaciones burocráticas, por el modo en que fueron
realizadas, clausuraron inmediatamente la posible
apertura del proceso de transición, ya que fueron realizadas
completamente desde arriba.
Aquí vale el criterio de la necesaria combinación
entre tareas, sujeto y método al que nos hemos referido en
nuestra “Crítica de la concepción de las revoluciones socialistas
objetivas”. Es decir, no se trata sólo del contenido social
“objetivo” de la tarea que se lleva adelante, sino que también
influye qué sujeto y de qué manera la lleva adelante. La
estatización fue una medida anticapitalista y, en ese sentido,
progresiva. Pero, a nuestro modo de ver, no fue verdaderamente
socialista en la medida en que no significó el inicio de un
proceso de verdadera apropiación / socialización de la producción
por parte de los productores asociados, es decir, dela
tendencia a la superación de la oposición entre trabajo vivo
y trabajo muerto. Por el contrario, terminó redundando en la
renovada expoliación por parte de la burocracia, reabsorbida como
nueva forma de explotación no orgánica usufructuada por la
burocracia.
Otra forma de abordar el problema es tomando
la diferenciación que hiciera Lenin –en otro contexto, en un Estado
obrero auténtico con la clase obrera en el poder– a principios de
la década del 20. Allí, con mucho criterio distinguía las empresas
del Estado (y de un Estado obrero revolucionario) como empresas “de tipo
socialista” pero no propiamente socialistas, en la medida en
que –entre otros elementos– no podían dejar de apoyarse en
criterios de funcionamiento fundados en la ley del valor-trabajo, y
donde además se había impuesto el criterio de director único por
empresa.
Así, podríamos decir que las
estatizaciones del PCCH constituyeron medidas de “tipo socialista”
por su forma, pero no socialistas como tales por su contenido,
en la medida en que los medios de producción no pasaron realmente a
manos de la clase trabajadora –y de sus organismos y partidos, que
obviamente no existían–, sino que se mantuvieron separados
del dominio de la propia clase.
Es decir, aquí la
“contradicción” que se plantea, es que en un proceso autentico de
revolución y transición socialista, la expropiación de los
medios de producción de los capitalistas es un paso
absolutamente imprescindible. Mal que les pese a las actuales
modas autonomistas al estilo Holloway, no hay forma de evitar esta
medida. Es por esto mismo que se debe diferenciar entre medidas “de
tipo socialista” de las efectivamente socialistas, por cuanto
si no esta la clase trabajadora al frente de ellas mismas, terminan
quedando vaciadas de contenido en cuanto a configurar un paso
verdaderamente emancipador.
León
Trotsky señalaba a este respecto,
identificando agudamente la importancia de la diferencia de
temporalidades en el análisis de los procesos, que “es
perfectamente cierto que los marxistas, comenzando por el propio Marx,
han empleado en relación al Estado obrero los términos de propiedad
estatizada, nacionalizada y socialista como simples sinónimos.
En una escala histórica de largo plazo, semejante modo de
referirse no involucra ninguna dificultad especial. Pero deviene en la
fuente de un crudo error y de un engaño abierto cuando se
aplicada a los primeros y todavía no asegurados estadios de
desarrollo de la nueva sociedad, y sobre todo en una sociedad aislada
que económicamente permanece detrás de los países capitalistas
(...)
“La
propiedad del Estado se transforma en «propiedad de todo el pueblo» sólo
en la medida en que los privilegios sociales y la diferenciación
desaparecen, y con él la necesidad del Estado. En otras palabras,
la propiedad del Estado se convierte en propiedad socialista
en la proporción en que deja de ser propiedad estatal. Y lo
contrario es verdad: cuanto más se eleva el Estado soviético por
encima del pueblo y más ferozmente se le opone como guardián de la
propiedad al pueblo (...), más obvio es el testimonio en contra del
carácter socialista de la propiedad del Estado” (La revolución
traicionada).
Es
evidente que la manera de proceder del PCCh, desde arriba y al margen
de la clase obrera, fue una opción absolutamente consciente
por parte de la burocracia, que le temía y tenia desconfianza a los
obreros.
Respecto del Este europeo, François Fejtö
relata que “en la mayoría de las industrias nacionalizadas, la
administración del Estado reemplaza los antiguos empleadores
privados. Nacionalización significa en ese sentido estatización
(...). Comunistas y socialistas tenían en 1945 una concepción
igualmente estatista y burocrática de las nacionalizaciones (...)
Para H. Minc, ministro de Industria, «una industria socialista es una
industria donde los medios de producción pertenecen a un Estado no
capitalista y la plusvalía adquirida en el curso de la producción
vuelve a ese Estado, que la reparte según un plan que tiene el
objetivo de la mejora las condiciones de existencia de las masas
laboriosas» (...). Esta concepción del socialismo estatista
fue compartida por todos los agentes de la nacionalización en el
Este; hacía tabla rasa de la autonomía de la clase obrera, de su
derecho de control y gestión. Es el Estado el que debe poseerlo
todo, el que debe reglamentar la producción y la distribución, según
un plan” (Fejtö, Histoire de las Democraties Populaires,
tomo I, París, Editions du Seuil, 1979, pp. 157-158).
Desde un ángulo puramente liberal burgués,
Fairbank refleja las concesiones de las que gozaba el núcleo
principal de los trabajadores industriales, a costa de su falta
total de independencia: “el trabajador privilegiado de las empresas
estatales recibía alojamiento, cupones para comida, alimentos
subsidiados y artículos de primera necesidad. Su lugar de trabajo
proveía asimismo de servicios sociales, atención medica, recreación
y actividades políticas. Sin embargo, y a pesar de todos estos
beneficios (...) el trabajador estatal dependía absolutamente de
su lugar de trabajo, que podía inculcarle una disciplina similar
a la de una familia de mentalidad confuciana. El trabajador podía
esperar que su hijo lo sucediera en su labor. Era más probable
obtener un ascenso por antigüedad antes que por un progreso en las
habilidades. Por otro lado, la disidencia e incluso la crítica podían
significar la expulsión” (Fairbank, p. 449). No hace falta
decir lo que significaría, en esas condiciones de extremo control de
la burocracia, quedar desocupado.
En conclusión, “a comienzos de la década
de 1960 no existía movimiento laboral alguno que pudiera
causar preocupación al régimen y tal era la dependencia de
los trabajadores estatales de sus lugares de trabajo, que usualmente
ello bastaba para mantenerlos bajo control. De este modo, y como
contrapartida al servilismo de los campesinos en la agricultura, la
fuerza laboral esencial en la industria pesada y otras empresas
estatales quedó bajo el yugo del Estado y el partido” (Fairbank,
p. 450).
Medida
anticapitalista y “suprasocial”
Continuamos con una consideración teórica
más acerca del problema que venimos desarrollando: esto es, el carácter
anticapitalista burocrático de las estatizaciones en manos de la
burocracia, lo que no significa la habitual concepción del
movimiento trotskista tradicional de que la burocracia servía “a su
manera” a la clase trabajadora.
A nuestro modo de ver, las
medidas anticapitalistas no se tomaron para servir a la clase
trabajadora en “manera” alguna, sino bajo circunstancias históricas
que las hacían –hasta cierto punto– inevitables, pero que
inmediatamente fueron distorsionadas y puestas al servicio de la
burocracia y no de los obreros.
Dice Trotsky: “La economía soviética
actual no es monetaria ni planificada: es casi un tipo puro de
economía burocrática. La industrialización exagerada y
desproporcionada socavó las bases de la economía agraria. El
campesinado trató de hallar una salida en la colectivización. La
experiencia no tardó en demostrar que una colectivización
desesperada no es la colectivización socialista. El posterior
derrumbe de la economía agrícola fue un duro golpe para la
industria. Sostener los ritmos aventureros y exagerados exigió
intensificar aún más la presión sobre el proletariado. La
industria, liberada del control material de la masa de los
consumidores y del control político del productor, adquirió un carácter
supra-social, vale decir, burocrático. El resultado fue que perdió
la capacidad de satisfacer las necesidades humanas, siquiera en el
grado que lo había logrado la industria capitalista, menos
desarrollada” (Trotsky, “La degeneración de la teoría y teoría
de la degeneración. Problemas del régimen soviético”, 29 de abril
de 1933. En Escritos, tomo IV, vol. 2, Bogotá, Pluma, 1979, p.
336).
Estas agudas definiciones, constituyen toda
una lección metodológica de Trotsky contra los enamorados de un “sociologismo”
facilista (supuesto alfa y omega de un punto de vista
“objetivo” y de “clase”, no “subjetivista”) que pierde de
vista el análisis y las dimensiones concretas de las situaciones
concretas, que nunca pueden subsumirse mecánicamente mediante un
indulgente mecanismo de clasificación.
Es el mismo método con el
cual Trotsky abordó el análisis del posible carácter de la revolución
China y el famoso debate con Evgeni Preobrajensky, y muestra que había
en el revolucionario ruso una gran unidad de principios metodológicos.
Los cuales, a nuestro juicio, perdieron parte de su tersura en la
discusión con la corriente “antidefensista” en 1940.
Desde otro ángulo, contra los que
consideran que necesariamente la estatización generalizada de los
medios de producción tiene necesariamente un carácter “obrero”
en sí mismo, cabe argüir, con Romero: “Se acaba la propiedad
privada, se acaba la burguesía y hay Estado obrero, pues «sólo hay
dos tipos de economías»... ¡Qué puerilidad teórica! Lenin escribió
centenares de paginas explicando lo contrario”, por lo que cabe
cuestionar a los que “se limitan a una abstracta contraposición
de «capitalismo» y «socialismo», sin estudiar las formas y etapas
concretas de la transición que tiene lugar (...). La expropiación
por sí sola, como acto jurídico o político, de ningún modo
resuelve el problema, porque es necesario (...) reemplazar en
forma efectiva su administración de las fábricas y haciendas
por una administración diferente, una administración
obrera” (Romero, p. 128).
En la China no capitalista, esta
administración obrera que pudiera poner los medios de producción efectivamente
al servicio de la clase trabajadora y los campesinos nunca fue
puesta en pie. En estas condiciones, detrás de la estatización subsistieron
los mecanismos de explotación heredados del capitalismo: es el
caso del trabajo por un salario, de la continuidad (aun distorsionada)
del imperio de la ley del valor, la ya señalada oposición entre el
trabajo vivo y el trabajo muerto que mantiene separado al trabajador
de las condiciones de producción, etc.
El
giro agrarista y la colectivización forzosa
El
primer plan quinquenal provocaría crecientes contradicciones en el
aparato dirigente. La orientación “industrialista” era contradictoria
con las inclinaciones hacia el campesinado de Mao. En estas
condiciones, los años 1955-57 fueron cruciales para la historia de
China Popular. El PCCh se vio sacudido por profundas discusiones que
hacían al futuro económico y político, que explotarían con toda su
furia durante el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. El período
se vio complicado no sólo por la discusión sobre el modelo económico
sino por una serie de hechos de la situación internacional: la muerte
de Stalin en 1953, el proceso de “desestalinización” en la propia
URSS y los alzamientos populares de Hungría y Polonia.
Skocpol
describe el debate en estos términos: “Todos los que trabajaban
dentro del sistema moderno industrial, de industria pesada en gran
escala, aumentaron sus privilegios ante la mayoría campesina y los
trabajadores urbanos y rurales de las unidades industriales y
comerciales de pequeña escala. Durante los años 50, estos sectores
pasaron por la colectivización, y sin embargo su papel en el plan
económico nacional existente sólo pudo producir recursos económicos
excedentes para canalizarlos hacia el privilegiado sector urbano y de
industria pesada. Pero a partir de 1957 la política básica de los
comunistas chinos fue reorientada. Desde antes del término del
primer plan quinquenal, los jefes comunistas chinos empezaron a
advertir que la política al estilo soviético no era apropiada para
las condiciones chinas. Tras enconados debates surgió un consenso de
tentativa de nuevas guías, a favor de unos planes de desarrollo más
equilibrados que subrayaran el crecimiento de la agricultura y de
las industrias orientadas hacia los campos y el consumidor” (Skocpol,
p. 416).
Aunque Skocpol embellece aquí al PCCh
–algo que en las conclusiones de su trabajo hará de manera explícita–,
da cuenta de una crisis real que atravesó el maoísmo en el
poder: las tensiones creadas por su inclinación campesinista-voluntarista
de narodniki o “rebelde primitivo” en el siglo XX, en
el contexto de un país que partía de una base mucho más atrasada
que la Rusia de 1917.
“Mientras surgían esta básicas
reorientaciones políticas, los jefes comunistas también se
dividieron (...) ciertos jefes, incluso Mao Tse-Tung, no sólo
pidieron mayor hincapié en el desarrollo de los campos; también
pidieron mayor dependencia de la movilización de los líderes del
partido y una mayor participación popular, esencialmente campesina
(...). En términos muy generales, había maoístas que deseaban
llevar adelante la estrategia de desarrollo orientada hacia los campos
y movilizadora de masas (...) y había liuistas [seguidores de Liu
Shao-Qi, burócrata que venía del aparato urbano del PCCh. RS], que
deseaban retirarse hacia la estrategia de desarrollo orientada hacia
las ciudades, elitista en lo educativo, y burocráticamente
administrada” (Skocpol, p. 417).
Como consecuencia de esta reorientación,
“las estadísticas de distribución del ingreso nos narran parte de
esta historia (...) Los diferenciales del ingreso urbano-rural se redujeron
considerablemente después de 1951, porque los precios de compra
agrícolas subieron tanto que (..) los salarios reales industriales
aumentaron sólo marginalmente entre 1957 y 1972” (Skocpol, p.
425).
Curiosamente, desde su ángulo capitalista
liberal, J. K. Fairbank tiene un abordaje más crítico de las medidas
de colectivización forzosa tomadas en el campo en forma concomitante
con el primer plan quinquenal, que dejan claro su carácter
auto-explotador: “En este proceso en general inflexible, el
jugador clave era el líder del grupo: un aldeano usualmente
miembro del partido y al que se designaba por un período determinado
de años. Ya que tenía autoridad sobre su equipo, debía competir con
los cabezas de otros grupos en el regateo, los acuerdos que
comprometían a su grupo a producir y vender al Estado parte de su
«excedente» al bajo precio fijado. Así, el líder del grupo era el máximo
intermediario en el sistema de adquisición de grano, mediando
entre sus inferiores, los miembros de su equipo y sus superiores de la
brigada y los cuadros. Dicha función era tan antigua como la historia
china, y constituía el nudo de la política rural y de las relaciones
interpersonales” (Fairbank, p. 428).
Pese a que Fairbank no es un teórico (y
menos un teórico marxista), aquí se describe lo esencial del
mecanismo de competencia y autoexplotación, en este caso en la aldea
“colectivizada”. Estos mecanismos de autoexplotación, cuando la
economía es “cooperativizada”, son absolutamente inevitables
aun en el caso de una verdadera transición. No somos idealistas
ni románticos al respecto: es el producto de las duras condiciones
impuestas por las circunstancias objetivas en que casi inevitablemente
deberá ser llevada a cabo la transición en cualquier país que no
sea del centro capitalista.
Pero esto no implica no ser muy claros
respecto de un fenómeno que tiene en principio las mismas bases pero,
a la postre, una naturaleza enteramente diferente: una cosa es si la
acumulación se pone realmente al servicio del mejoramiento de las
condiciones de vida de los explotados y oprimidos, aunque esto sea
de manera generacionalmente “diferida”; y otra,
absolutamente distinta, es si esa acumulación va a manos de una
burocracia expoliadora y explotadora, como fue el caso de Rusia y
China.
Respecto
de cualquier atisbo de autonomía campesina en la reorganización del
campo, cabe el siguiente relato: “A partir de 1955, se ordenó
que el campesinado debía agruparse en granjas colectivas de
100 a 300 familias. Unos 400 millones de campesinos fueron
obligados a unirse en alrededor de 752.000 granjas colectivas.
Hacia fines de 1956, 120 millones de familias campesinas quedaron
incorporadas a las Cooperativas de Producción Agrícolas. Los
campesinos conservaban teóricamente la propiedad de la tierra. Una
vez deducidos los impuestos del Estado, las inversiones, los gastos de
gestión y las obras sociales, los campesinos eran remunerados
exclusivamente en función de su trabajo. El método que se utilizó
para «convencer» a los campesinos de las ventajas del sistema fue muy
similar al de Stalin para la colectivización forzosa (si bien
mucho menos cruento): se los conminaba a asistir a reuniones
durante días, e incluso semanas, hasta que «voluntariamente»
aceptaban unirse a la cooperativa.
“Para
completar la situación, en 1956 se introdujeron los pasaportes
internos (...). Los campesinos ya no podía dejar sus pueblos para
buscar trabajo en otra región con lo que, al desaparecer los
mercados, también desaparecieron los buhoneros, los mendigos
ambulantes y las pequeñas industrias privadas. El campesino pasó
a depender enteramente de la producción de granos” (Marconi, p.
99). Es conocido que, finalmente, estas medidas fracasaron y se debió
dar marcha atrás, al menos parcialmente.
“Las
manifestaciones de esta batalla [al interior del aparato del PCCh],
sorda a ratos y en otros abierta, se vieron repetidamente en las
grandes reformas iniciadas en este período con el objetivo de «abrir
la vía al socialismo». Estas medidas «socialistas», que se
aplicaron a contrapelo de las necesidades de las masas, necesitaron,
para imponerse, de repetidas campañas de «reforma del pensamiento»
lanzadas por Mao y sus seguidores, y dirigidas no sólo hacia los
cuadros del partido, sino hacia la población en general. Las
organizaciones de masas fueron esenciales para su aplicación” (Marconi,
p. 98).
Tras la muerte de Mao en 1976, quedaría
manifiesta la crisis abierta entre el Estado y el agricultor, del que
no se lograba que entregara más grano. Después de 1978, comenzaron
las reformas procapitalistas con Deng, que le dio mayor oportunidad al
campesino para sacar provecho de manera privada a su trabajo,
mediante la vuelta a las unidades de producción privadas y el retorno
de los mecanismos de comercialización mercantiles de al menos una
parte de la producción. En las últimas dos décadas, esto no ha
hecho más que profundizarse, volviéndose lisa y llanamente a la
compra-venta privada de las tierras.
El
“Gran salto adelante”
En
el torbellino de la crisis que estaba en desarrollo, entre mayo y
junio de 1957 se vivió un corto período de “liberalización”
conocido por la consigna “Que florezcan cien flores”, dirigido a
ganar a la juventud universitaria y los intelectuales. Como era de
suponer, la apertura de este espacio de crítica fue más allá de lo
que Mao y el PCCh estaban dispuestos a tolerar. La joven dirigente
estudiantil Lin Xiling, que llegó a decir que “el verdadero
socialismo es democrático, y el nuestro no lo es”, daría con sus
huesos en la cárcel por 15 años acusada de
“contrarrevolucionaria”.
Con el cierre de esta corta “apertura”
se entró de lleno en el “Gran Salto Adelante”, que también
marcaba el intento de desprenderse de la dependencia de la URSS,
luego de la ruptura de Mao con Jrushov.
La pelea entre la URSS y China mostró hasta
el paroxismo el carácter de burocracias nacionalistas del estalinismo
en ambos países. Cada cual pretendía hacer valer su interés
nacional-burocrático por encima de toda otra consideración. Desde ya
que en ninguno de ambos casos se expresaban los intereses de los
obreros y campesinos y menos que menos una perspectiva internacional
de los trabajadores. Esta competencia nacionalista burocrática
estrecha llevó a fines de la década a la ruptura de China con la
URSS, y no más de una década después (principios de los 70), al
alineamiento creciente de China con el imperialismo norteamericano.
Dice Fairbank: “El distanciamiento comenzó cuando Jruschov se volcó
a criticar abiertamente el “Gran Salto Adelante”. En ninguna de
sus dos visitas a Pekín (en 1958 y 1959) logró entenderse con Mao.
El líder ruso pensaba que el chino era un desviacionista romántico
cuya opinión no era de fiar. Durante el Gran Salto, Mao afirmó que,
a través del sistema de comunas, China lograría llegar al comunismo
más rápido que la URSS” (Fairbank, p. 454).
¿De que se trataba esta orientación? Mao
buscaba afirmar la hegemonía rural en el desarrollo de la
economía, desconfiando de lo urbano. En estas condiciones, se
movilizaron masas ingentes de campesinos para realizar obras hidráulicas
y de todo tipo en el campo chino, así como se pretendió un
desarrollo “industrial” localizado ruralmente que llegó al
extremo delirante del montaje de hornos de fundición de acero por
parte de cada familia campesina.
La desatención de la producción específicamente
agrícola que produjo esta orientación generó a finales de la década
del 50 el retorno de las hambrunas de masas en el campo chino: se
estima que la friolera de 20 a 30 millones de campesinos murieron a
consecuencia de esta orientación. El “Gran Salto
Adelante”, aunque dejó una masa de obras públicas impresionantes,
que aún se pueden ver en el campo chino, terminó en un tremendo
desastre y retroceso de las fuerzas productivas como producto del
voluntarismo pequeñoburgués del aparato maoísta.
“A fines de 1957, el PCCh reconoció de
manera dramática que el modelo estalinista de desarrollo industrial
no era el adecuado para las condiciones chinas: ello significó el impulso para el Gran Salto Adelante. La población
de China en 1950 cuadruplicaba la de la URSS en la década del 20,
mientras que el nivel de vida alcanzaba sólo a la mitad. A pesar de
la colectivización universal, la producción agrícola no experimentó
un crecimiento notable. Desde
1952 hasta 1957 la población rural había aumentado en un 9%,
mientras que la población urbana se había elevado en cerca de un
30%; sin embargo, la requisa gubernamental de grano casi no había
mejorado y, mientras tanto, China debió empezar a rembolsar los préstamos
soviéticos con productos agrícolas. El modelo soviético de
cobrar impuestos a la agricultura para fortalecer la industria estaba
ante un callejón sin salida. Por otra parte, la urbanización,
que sobrepasó la industrialización, produjo desempleo urbano, que se
agregó al subempleo en populosas zonas del campo. El primer plan
quinquenal obtuvo los resultados esperados, pero el segundo, que
consistía en más de lo mismo, constituyó una invitación al
desastre” (Fairbank, pp. 442-43).
Aquí se abrió la pelea de enfoques
respecto de cómo encauzar la crisis en ciernes. El curso que impuso
Mao apostaba a que el campo podría transformarse “sobre sus propias
bases” y que la producción agrícola podría aumentar mediante la
masiva organización de la fuerza laboral rural. El incentivo: la
“determinación revolucionaria”. Es decir, se reducirían los
incentivos materiales para el trabajo individual, mientras que la
abnegación y el fervor ideológicos se enfatizarían. Una orientación
subjetivista por donde se la mirara, que apostaba a desatar la
movilización revolucionaria de las masas para “vencer a la
naturaleza” e iniciar “la marcha hacia el comunismo”. En un
ataque de voluntarismo y romanticismo, se decretó que era
posible transformar las relaciones de producción de manera
absolutamente independiente del desarrollo de las fuerzas productivas;
esto, a través de una movilización político-ideológica que haría
posible sobrepasar a Inglaterra en tres años y a los Estados Unidos
en quince.
“El
Gran Salto Adelante fue el mayor y más ambicioso experimento de
movilización humana en la historia. Aunque duró menos de un año,
desplazó en su pico (1958) más de 500 millones de campesinos hacia
24.000 «comunas populares», en las que se confiscó toda propiedad
privada. Todo, desde el alimento y la ropa hasta el cuidado de los niños
y los cortes de pelo, era garantizado por la comuna. Los campesinos,
organizados en brigadas militares, eran llevados de los campos a los
diques, y de las fábricas a los «altos hornos» improvisados en los
patios de sus casas en medio de una locura de consignas y
exhortaciones que les pedían que trabajaran 24 horas al día para
realizar el milagro económico” (Marconi, p. 116).
Respecto de las razones del fracaso de esta
orientación, cabe señalar que “desde el punto de vista marxista,
la sola idea de que una nación subdesarrollada pueda modificar las
relaciones de producción y llegar al comunismo sobre la única
base de la movilización de masas no tiene nada que ver con la
realidad (...). Llevará al socialismo sólo cuando se cumplan las
condiciones internacionales. Pretender que una China, aislada
incluso de la URSS, pudiera por su propia voluntad llegar (...) al
comunismo, es un delirio voluntarista pequeñoburgués sin ninguna
base marxista (...) Sólo si se olvida la relación (...) que existe
entre la situación mundial, la existencia de un solo sistema económico
–el capitalista– y la situación nacional, se puede caer en la utopía
reaccionaria de pensar que se puede llegar al comunismo por la vía
de la voluntad revolucionaria de las masas, que se autogenera independientemente
de las condiciones materiales. Las masas pueden hacer muchas cosas
y son capaces de sacrificios heroicos, pero no pueden hacer
milagros” (Marconi, p.125).
Es decir, el maoísmo impulsó una
“socialización” no socialista del campo. Un verdadero
proceso de socialización agrícola requiere de manera imprescindible,
para obtener el libre consentimiento de la masa de los campesinos
pobres, del desarrollo de una industrialización que no puede ser
voluntarista. Ni tampoco puede obviar las exigencias contradictorias
de la tendencia a la satisfacción creciente de las necesidades
humanas, así como la pervivencia por todo un período histórico del
imperio de los desiguales criterios de la ley del valor-trabajo, aun
cuando sea limitado de manera consciente.
El “Gran Salto Adelante” fue lo opuesto:
configuró un inmenso ensayo de una orientación subjetivista
burocrática pequeño burguesa y romántica que pretendió violar
y pasar por encima de todas las leyes de la producción material y
social cuando se trata de una verdadera economía de transición.
Sin embargo, muchos intelectuales marxistas
occidentales giraron en este período hacia esta corriente, en lo que
constituyó una capitulación a otra ala de la burocracia estalinista
que no reparó en la otra marca de fábrica de Mao: su desprecio
absoluto por la clase obrera y la afirmación de un mecanismo
bonapartista y totalitario que impedía toda autodeterminación real
de los explotados y oprimidos. Las masas fueron instrumentalizadas
y manipuladas una y otra vez en las peleas dentro del PCCh y con la
burocracia de la URSS.
Luego
de este fracaso, en el campo se empezó a recorrer, tan tempranamente
como en 1961, el camino que llevaría a la vuelta al capitalismo según
la máxima de Deng: “la agricultura privada es tolerable si aumenta
la producción. Poco importa que un gato sea blanco o negro; lo que
importa es que atrape ratones”.
“Revolución
cultural” e ironía del retorno de la clase obrera
Desde finales de la década del 60
(1965-1968) se presenció el último acto de la lucha interburocrática
en el PCCh. Incluso sectores de tradición independiente del
movimiento trotskista, como Nahuel Moreno, creyeron ver que existía un sector
“progresivo” representado por la fracción Mao. Intelectuales
marxistas como Pierre Naville tuvieron una apreciación mucho más
certera y realista: en un apéndice de su obra El nuevo Leviatán
la definía como una lucha entre sectores del aparato del PCCh,
ninguno de los cuales expresaba intereses vitales de sectores obreros
y campesinos, más allá de que esta lucha “por arriba” abrió las
vías a un genuino movimiento obrero “desde abajo”, frente al cual
las dos fracciones se apresuraron a pactar para liquidarlo.
De resultas de esta lucha, la que salió
derrotada en sentido estratégico fue la propia corriente Mao, aunque
apareció triunfante en lo inmediato. Las fracciones en pugna
fueron más o menos las mismas que hicieron eclosión en la década
del 50 y que venían desde los años 30. La fracción a la postre
vencedora, que había sido siempre más directamente proMoscú, será
la que impondrá la sucesión de Deng en 1979 y las medidas
procapitalistas.
Como era de esperar, en su lucha contra el
otro sector del aparato ambas fracciones buscaron alguna base social,
la obtuvieron explotando ilusiones y sentimientos de amplios sectores
de masas, así como una extendida sensación de paranoia ante la
guerra en Vietnam y los crecientes choques con la URSS. En el caso de
Mao, esta base social no se reclutó entre la clase obrera:
eligió el ejército, la policía y un sector del
estudiantado, organizado como “Guardias Rojos” (en
su mayoría jóvenes de escuelas secundarias). La situación se fue
orientando de manera creciente hacia el peligroso desarrollo de una
suerte de guerra civil de bolsillo que, habiéndose desbordado en un insospechado
ascenso de luchas obreras como se no había visto desde la década del
20, fue desarmado mediante el recurso a una intervención del Ejército.
Tratándose de un hecho tan complejo y con
toda una serie de determinaciones internacionales, aquí sólo podemos
dejar sentada una breve reseña.
“La revolución cultural es uno de los fenómenos
más discutidos y que ha generado la mayor cantidad de opiniones
contradictorias en la historia de la revolución China. Desde los
sectores trotskistas que soñaron ver la «revolución dentro de la
revolución», a los estalinistas desilusionados con la URSS que
renovaron su fe en el «socialismo», pasando por los sectores
cristianos que pensaron que se podía adherir a un comunismo moral,
pocas fueron las voces que se alzaron contra este desastre” (Marconi,
p. 129).
Está
claro que la situación mundial de la década del 60 jugó un rol
importante en las repercusiones internacionales de estos eventos. El
curso a la derecha de la URSS coincidió con una etapa de fermento
revolucionario en todo el mundo. El PC soviético, con su política de
“coexistencia pacífica”, iba a contramano de esta situación.
China intentó aprovechar el campo internacional que se abría a la
izquierda buscando seducir a los movimientos populares que surgían en
los países subdesarrollados y en Europa. Por eso denunció el
“revisionismo” y el “imperialismo” soviético, proclamando la
línea del “campo a la ciudad” para la revolución y presentándose
como paladín de la lucha contra las viejas burocracias. De allí la
confusión en la que cayeron muchos sectores de la vanguardia en
aquellos años.
La ilusión duró poco: “había un
problema de arrastre desde inicios de 1967, que hizo que la burocracia
maoísta comenzara a preocuparse por un proceso potencialmente más crítico
que su lucha contra la burocracia central. Los trabajadores de
las ciudades y provincias importantes de toda China estaban
comenzando a expresar su insatisfacción con las condiciones económicas
y sociales, y en muchas áreas recibían el apoyo de campesinos
insatisfechos y de todos los sectores de la fuerza laboral. La
propaganda maoísta condenó estas revueltas, considerándolas
«economicistas» y diciendo que los obreros y campesinos rebeldes habían
sido engañados por funcionarios reaccionarios del partido y que se
rebelaban parta satisfacer sus «estrechos intereses personales»” (Marconi,
p. ).
Así se recurrió a la demagogia antiobrera
para evitar que la crisis en las alturas detonara en una verdadera
lucha desde abajo contra el conjunto de la burocracia, que por
primera vez en décadas apuntaba a poner en el centro de la escena
a la aborrecida y temida clase obrera (la misma que, según muchos
sectores del trotskismo tradicional, era la “clase dominante en el
Estado obrero chino”).
Sin embargo, el desempleo –muy sentido
entre obreros y campesinos–, la vigencia del mecanismo represivo de
los “pasaportes internos” y el reclamo por la reducción del
sistema de “entrenamiento” por el cual los nuevos obreros debía
trabajar al menos por tres años durante los cuales se les pagaba la
mitad del sueldo dieron lugar a un nada común estallido
huelguístico: “los trabajadores temporarios bajo contrato eran
los «esclavos» de China. Su rebelión a fines de 1966 fue una
revelación de que el régimen comunista reeditaba lo peor del
capitalismo salvaje” (Marconi, p. 142).
La ironía de esta historia es que fue el
maoísmo el que, sin quererlo, dio el impulso inicial a la rebelión
del movimiento obrero. Las huelga portuaria en Shangai configuró prácticamente
la primera protesta obrera desde que el PCCh había tomado el poder.
A partir de ahí se desató una ola nacional de luchas: los
puertos norteños de Qingdao, Tianjin, Dairen; los ferroviarios del
este de China salieron por mejores condiciones de trabajo; comenzaron
a sumarse sectores campesinos. Otra ironía: este movimiento fue
finalmente instrumentalizado y reconducido por el aparato central
contra los “Guardias Rojos” maoístas. Finalmente, luego de un
pacto por arriba entre el propio Mao y Chou En-Lai, fueron disueltas
las organizaciones estudiantiles y se puso punto final, sin pena ni
gloria, a la última aventura del “Gran Timonel”.
Así, en su último acto importante como
dirigente, Mao, el dirigente “proletario” al que realmente nunca
le había importado un comino la suerte de la propia clase obrera, terminó
desatando un golpe militar contra ella. Lección para que tomen
nota quienes vieron en Mao a “uno de los dirigentes obreros más
importantes del siglo XX”.
Burocracia
y explotación mutua
Luego
de haber desarrollado y caracterizado los avatares de la China no
capitalista de los años 50 y 60, cabe hacer una serie de señalamientos
más generales acerca de las relaciones entre burocracia y
economía en las sociedades no capitalistas de explotación mutua de
la segunda posguerra.
Sociedades
que, como hemos dicho, no consideramos Estados obreros, sino no
capitalistas de transición bloqueada en las que se da el restablecimiento
de mecanismos de explotación del trabajo no orgánicos a partir
de la estatización de los medios de producción.
La
base de las relaciones de explotación en la ex URSS, como producto de
la degeneración del proceso de transición, eran los
mecanismos de “explotación mutua”. Esto mismo fue lo que se
impuso, finalmente, en el conjunto de los países donde el capital fue
expropiado luego de la Segunda Guerra Mundial, producto del encuadramiento
burocrático de estas revoluciones. No hace falta repetir que en
los países del llamado Glacis (Europa del este) no hubo ningún tipo
de revolución, sino que la estatización vino de la mano del Ejército
Rojo. Como hemos visto, no otro fue el caso de la revolución china.
Lo que nos interesa aquí es dar cuenta de
los problemas teóricos planteados por esta circunstancia. Para
esto, nos apoyaremos en una sección relativamente menos estudiada de El
nuevo Leviatán: se trata de “Burocracia y Revolución”, el
tomo V de la monumental obra de Pierre Naville. En su análisis de las
conexiones entre las esferas de la economía y la política en
las sociedades no capitalistas (donde la transición fue bloqueada),
Naville clarifica los fundamentos materiales explotadores de la
imposición de la burocracia. La relación entre economía y política
varía dependiendo del modo de producción o formación social de que
se trate, razón por la cual hay que dar cuenta de ella de manera
específica en cada caso.
Por eso corresponde retomar la investigación
acerca de la especificidad de la burocracia en los Estados no
capitalistas, en cuanto se apoyan en relaciones de explotación (no
orgánicas) y no en un mero mecanismo de “parasitismo social”,
al estilo de la burocracia en Occidente (que era el erróneo enfoque
en que conceptualizaban el problema Ernest Mandel y otros sectores del
trotskismo.
“En
el movimiento obrero y socialista del pasado, desde hace ya un siglo,
la cuestión de la burocracia (y del rol del Estado en las relaciones
económicas) se estableció en una doble polémica: de un lado, entre
socialistas de todas las escuelas (y, especialmente, los «utópicos»)
y los burgueses liberales; y de otra parte, entre socialistas (y
comunistas) y los liberal anarquistas (...)
“Las nuevas concepciones de una clase
burocrática explotadora (...) se presentan como una extrapolación
mecánica de las luchas de clases, fundadas sobre los modos de
producción, de apropiación y de reparto de la plusvalía social, tal
como fue analizado por Marx. A priori, nada permite ese caso de
excluir la posibilidad de ver cómo un reagrupamiento de clase crea (y
se adapta) a una nueva forma de producción y apropiación del
excedente social” (Naville, “Burocracia y revolución, pp. 21-22).
Es decir, Naville plantea que no se puede
excluir –teóricamente– la posibilidad del establecimiento de
relaciones de explotación por parte de una burocracia. Pero enseguida
insiste en que, contra los teóricos de las “leyes de bronce” de
la burocratización de la vida social, no necesariamente esto es
inevitable (un ejemplo de esta concepción liberal de ley de
hierro de la burocratización el clásico estudio de Michels de
principios del siglo XX sobre los partidos políticos), lo que excluiría
la misma posibilidad de autodeterminación social. Este es el ángulo
marxista clásico para enfrentar la cuestión.
“Las formas más complejas y más variadas
de administración burocrática se han presentado en las
civilizaciones del pasado. El presente y el futuro deberán, sin duda,
volver a manifestar este fenómeno. Sin embargo, lo que importa hoy es
saber si tal forma es necesaria (es decir, si tiene
fundamentos propios en la economía, en las relaciones sociales y
entre las instituciones) y si ella posee además un carácter
orgánico” (Naville, p. 22). Es sabido que, para Naville, la
burocracia tiene un fundamento necesario, es decir, una base
económico-social, y un carácter no orgánico (contra
la opinión de los colectivistas burocráticos).
En principio, el análisis clásico tendía
a ver a la burocracia meramente como una “clase política” que se
apropiaba por su lugar en formas diferentes de Estado, pero sin
fundamentos económico-sociales propios. La tradición socialista
correctamente ha negado las teorías burguesas y liberales de
la “ley de hierro” de la burocracia como cuestión fatalista.
Sin embargo, aquí tenemos la originalidad
del abordaje de Naville: la búsqueda, en el caso de las
sociedades no capitalistas, de las raíces sociales de la
burocracia sin considerarla una clase orgánica. Y es
importante comprender que Naville ubica su trabajo en una línea de continuidad
con los estudios de León Trotsky, al que reconoce que “nadie
hizo más que el por esclarecer las condiciones de la extensión de la
burocracia en la URSS”. Incluso Naville trae a colación una
definición de Trotsky –general, pero muy aguda– de la burocracia
como “sistema determinado de administración de los hombres y las
cosas”. Recuerda asimismo que Trotsky, en 1937, señala un elemento
de enorme importancia: que la burocracia soviética no es
simplemente un parásito, en la medida que “posee el
Estado en tanto su propiedad privada”, y que el Estado es
en sí mismo el propietario de la economía (hombres y cosas).
El nudo de la reflexión de Naville
sobre los mecanismos específicos de la imposición de la burocracia
en estas sociedades reside en las relaciones de “auto-explotación”
y el rechazo a la concepción de que una clase “no se puede explotar
a sí misma”: sí puede hacerlo, si no tiene otra clase a la que
explotar. Y ése terminó siendo el caso de las sociedades no
capitalistas de la segunda posguerra.
Luego agrega una delimitación o determinación
de gran importancia, que hace a comprender el fundamento de la
explotación mutua: “Es un paradoja afirmar que lo que es burocrático
en una organización es en primer lugar lo que respecta al poder político.
Las relaciones económicas, por sí mismas, no son burocráticas; lo
que puede tener en ellas de burocracia no lo será más que en la
medida en que contienen un elemento político (...)
“Este principio teórico es doble: la
naturaleza de toda la política del Estado es burocrática; la
naturaleza de toda relación económica de valor es explotadora.
La primera es una forma de poder; la segunda es el contenido
del poder. Ambos son solidarios, sin confundirse” (Naville, pp.
73-74).
¿Por qué Naville establece esta delimitación?
Sigamos su razonamiento:
“Max Weber afirma (...) que el Estado es
«una comunidad humana que reivindica con éxito el monopolio del uso
legítimo de la fuerza en un territorio determinado». Ni Maquiavelo
ni Marx dicen otra cosa. Pero esta comunidad no es más que la
burocracia, figura política. La fuerza, la violencia, son sus
resortes, justificados por el derecho. La economía, en sus elementos
propios, no comporta ni poder ni violencia; no es más que un
mecanismo de explotación. Es el poder del Estado la que la hace
vivir, durar y prosperar” (Naville, p. 74).
Naville pasa a explicar luego la
explotación mutua como fundamento material de la burocracia. Es
decir, cómo este sistema no capitalista de explotación mutua
necesariamente implica la dominación de una burocracia.
“El socialismo de Estado, tal como se
expandió a partir de 1930 en la URSS, reposa sobre un sistema de
explotación mutua de la única clase productiva que ha sustituido a
la burguesía capitalista y los propietarios “naturales”: los
asalariados de Estado. Incluiremos por extensión en esta clase a
los agricultores koljosianos. En esta clase, donde cada uno es a la
vez asalariado y pagador de salario [salarié et salariant], se
crean las capas, sub-clases o categorías particulares, poco
importa aquí el nombre que se les dé, donde los ingresos, los
derechos y los poderes se diferencian constantemente, acentuando la
disparidad, creando las oposiciones y contradicciones; en síntesis,
estableciendo un sistema de explotación mutua; o, si se quiere, un
sistema de auto-explotación a escala global” (...)
“Este sistema deviene inevitable en un régimen
donde: 1) el fundamento de las relaciones económicas sigue siendo al intercambio de valores, del mercado de trabajo; 2) la propiedad de
los medios de producción y de la consumación colectiva es atribuida
al Estado; 3) el aparato de Estado (burocracia del partido y de la
economía) es el garante y el ejecutor de la relación entre la
propiedad del Estado y la repartición desigual y planificada de los
frutos del intercambio (...). En este sentido, la función de la
burocracia no es propiamente hablando ni una función autónoma de
explotación ni un simple arbitraje (...). La burocracia se aprovecha
del trabajo de la sociedad en la medida en que depende también de
ella como estrato
asalariado, pero a la vez capa dominante. Ella no existe, con todo el
poder que tiene, más que porque el sistema entero de explotación
mutua la hace necesaria (...). No volveré aquí (...) sobre el
argumento filosófico de los burócratas dirigentes, según el cual
una clase no se puede explotar a sí misma. Marx ha dejado
claramente indicado que en una cooperativa de producción el obrero
puede devenir su propio capitalista” (Naville, p. 256-57).
Es así que “la persistencia de un régimen
de formación de valor de cambio, heredado del capitalismo (...) se ha
combinado con la generalización de relaciones asalariadas. En estas
condiciones, la organización de la sociedad comporta un sistema de
intercambio directo y desigual de cantidad y calidad de trabajo; esto
es lo que yo llamo sistema de explotación mutual. Las desigualdades
nacen y se manifiestan no solamente, ni fundamentalmente, en el
dominio del reparto y del consumo, sino en la producción. Es a
este título que una parte de la sociedad asalariada se ve investida
del poder de reglamentar estas desigualdades en sus orígenes (...).
Esta parte es la burocracia” (Naville, p. 281).
El
conflicto, entonces, tiene raíz social y no sólo política,
en el sentido estrecho del término como lo utilizó la mayoría del
movimiento trotskista, que perdía de vista los grises y los aspectos
“intersticiales”, a pesar de su inmensa importancia para el análisis
de la degeneración de la URSS y para evitar las mistificaciones.
“Ciertos análisis estimaban, sin embargo,
que [podía hablarse de] «dictadura del proletariado», cuyas bases
estaban todavía dadas por la eliminación de la burguesía
capitalista (...). más tarde, se admite que la «dictadura del
proletariado» no era más que un (...) mito, y que la escisión
fundamental de la sociedad oponía la clase obrera en su conjunto
con la burocracia. La «dictadura del proletariado» se disolvió
en el Estado y no a la inversa. Para algunos, esta oposición
conservaba en gran medida un carácter político-social, pero para
otros tenía un carácter económico esencial (...). Esta ambigüedad
profunda revela la existencia de una contradicción general, que se
expresa de formas variadas: la que opone en
primer lugar ciertas
categorías de asalariados del Estado entre ellos, y luego la
mayoría de estos asalariados productivos a la burocracia de Estado,
que regla las desigualdades en su beneficio. El conflicto tiene una
raíz económica que se transforma de suyo en una oposición política,
en la nación y entre naciones” (Naville, pp. 289-290).
En conclusión: “Marx, en su Crítica
del programa de Gotha, ha demostrado que, en la fase socialista,
es la ley del valor el principio de equivalencia sobre el que
se apoya la remuneración (...). Si la sociedad burocrática conocida
en la URSS –y en las naciones de sistemas similares– han tenido un
desarrollo sin precedentes, ello no es atribuible a un error histórico
ni a una perversión, sino a la instauración de relaciones de
explotación mutua dentro de un socialismo de Estado, donde queda
preguntarse cuál es su futuro” (Naville, p. 260). El futuro ya está
aquí, y resultó ser la vuelta lisa y llana al capitalismo.
VI.
A modo de conclusión
China hoy
Se
da una paradoja con este país-continente: luego de 30 años de
no lograr estabilizarse en el período no capitalista, ahora parece
avanzar a todo trapo por la vía del desarrollo capitalista. Como
dice Claudio Katz en su reciente trabajo El porvenir del socialismo,
en China se está produciendo un acelerado pasaje al capitalismo
bajo el padrinazgo del Estado. El propio régimen gobernante,
desde hace décadas, protege la formación de una clase empresaria y
banqueros, e impulsa la privatización en desmedro de lo que quedaba
de “planificación”. Mientras tanto, la desigualdad social
avanza aceleradamente, erosionando los niveles de vida y las
certidumbres anteriores.
En
este contexto, todas las medidas económicas apuntan a remover los
rasgos no capitalistas del régimen precedente, mientras que el
centro de gravedad de la economía se traslada, de manera creciente,
al sector privado.
En estas condiciones, está en curso un
escandaloso aumento de la desigualdad, de la pobreza y de las
agresiones oficiales contra viejos bastiones y conquistas de la clase
obrera. El nivel de vida de los trabajadores retrocede junto al
desmembramiento de la industria estatal y la pérdida de protección
social y del empleo de por vida que singularizaron al “socialismo
chino”. Este atropello –reiteradamente pospuesto a lo largo de la
década del 90 por razones obvias– se ha intensificado en los últimos
años y está originando, según diversas fuentes, un explosivo
aumento de las tensiones sociales en las ciudades. Se estima que
un tercio de los 140 millones de trabajadores estatales perderán su
empleo con la reestructuración en marcha.
A nivel interno, la reestructuración
capitalista introduce un cataclismo en las relaciones sociales
vigentes desde hace medio siglo. La tensión creada por esta
diferenciación social podría quizá ser amortiguada por la acelerada
formación de una clase media urbana de unas 200 millones de personas.
Los desequilibrios que genera la sustitución de la vieja industria
por los nuevos polos de acumulación privada están desatando una explosiva
migración de la población rural hacia las ciudades, flujo históricamente
regulado durante el maoísmo.
De todos modos, es ineludible dar cuenta de
la explosividad del crecimiento chino de los últimos años. Según
Katz, “la primera explicación de semejante desarrollo se encuentra
en el carácter extremadamente atrasado del país y la
consiguiente existencia de un amplio margen para introducir formas
mercantiles en el rudimentario universo campesino. Por eso, la
descolectivización agraria produjo en los 70 y 80 un florecimiento
económico inmediato. Y este mismo subdesarrollo permitió el avance
industrial de las ciudades luego de la apertura mercantil. Pero el
espectacular salto de crecimiento se explica, en segundo término, por
la notable adaptación de China a las condiciones creadas por el
avance registrado en la mundialización. Este marco le ha permitido al
país convertirse en un taller internacionalizado. La revolución
informática, el desarrollo de las comunicaciones, la fabricación
segmentada y la división internacional del trabajo dentro de las
propias corporaciones favorecieron un tipo de inserción productiva
inconcebible hace tres décadas” (Katz, cit., p. 89).
De todas maneras, pronto o tarde, según
Katz, en la rivalidad con las grandes potencias saldrán a luz,
inevitablemente, todas las debilidades de la factoría
exportadora china. Por esto concluye: “¿Mantendrá China
su ritmo de acumulación sostenida (...)? ¿Repetirá (...) el curso
exitoso de Japón? No es posible formular una respuesta, pero sí
puntualizar una diferencia histórica clave. Cuando emergió Japón,
regían sistemas precapitalistas en la mayor parte del mundo y existía
un amplio margen para el desenvolvimiento del nuevo modo de producción.
En cambio, en la actualidad, el capitalismo es totalmente dominante y
el espacio que conquista cada país en el mercado mundial se obtiene a
costa de algún competidor. La restauración difiere del surgimiento
del capitalismo en este horizonte decreciente de oportunidades,
y en este aspecto la perspectiva de China no se asemeja al antecedente
japonés” (Katz, p. 93).
Cabe acotar, finalmente, que las
proyecciones de crecimiento a futuro de China tienen mucho de fábula,
en la medida en que las actuales ventajas pueden transformarse en su
contrario: la dinámica de largo plazo a la recolonización y
subordinación de China al imperialismo mundial.
Bajo
las banderas del socialismo revolucionario
“[Esperamos
el] nuevo ascenso del proletariado chino. Cuando éste llegue (...),
serán los discípulos, el partido y el método de Chen Du-Xiu y no
los de Mao
los que pasarán a un primer plano histórico” (Moreno, cit.).
A cinco décadas de la revolución de 1949,
se observa esta paradoja: un corto período de tiempo no capitalista
que nunca logró alcanzar a estabilizarse, sucedido por una –hasta
el momento– “exitosa” vuelta al capitalismo. Pero, como
advierten muchos analistas, se trata de una situación preñada de
tremendas contradicciones que sólo buscan su momento para
explotar.
Nadie
puede anticipar lo que serán las convulsiones revolucionarias del país
más poblado de la tierra para las condiciones de desarrollo mundiales
del siglo XXI. Sin embargo, la revolución de 1949 ha dejado, a pesar
de todo, un importantísimo elemento favorable y persistente más allá
de todos sus avatares: la creación de un inmenso proletariado, hoy en
pleno cambio de sus condiciones, con una crisis de la vieja clase
trabajadora estatal y la emergencia de una nueva clase obrera joven,
aunque salvajemente explotada.
Para preparar este momento es que
resulta clave hacer un balance descarnado de la revolución de 1949,
de sus límites y problemas, así como los de la etapa no capitalista
de las décadas inmediatamente posteriores a la segunda posguerra.
Esta es la condición para relanzar en China la perspectiva auténtica
del socialismo revolucionario, que deberá recoger en sus banderas
las tradiciones fundacionales de comienzos del siglo pasado. Esto es,
las lecciones dejadas por figuras como Chen Du-Xiu, Peng Shu-Tse y
otros socialistas revolucionarios, muchos de los cuales pasaron años
o décadas en las cárceles nacionalistas o estalinistas. Estos
revolucionarios encarnaron la perspectiva socialista auténtica,
y no el curso anticapitalista y nacionalista del PCCh que se reveló
históricamente de corto alcance. Es esa tradición y esa renovada
perspectiva la que pueden ofrecer una esperanza de salida a la opresión
y explotación a las masas del país más populoso del planeta.
Notas
|
|