Socialismo
o Barbarie Nº 112
90ª
ANIVERSARIO DE
LA REVOLUCIÓN RUSA
Manifiesto
de la Corriente Internacional
Socialismo o Barbarie
Cuando
la clase obrera tomó
el cielo por asalto
El
7 de noviembre se cumplirán 90 años de la Revolución Rusa. Se trata
de una fecha muy cara a las ideas y sentimientos de todos los que nos
consideramos de izquierda revolucionaria. Sin embargo, sería hacerle
muy poco honor tomar el aniversario como una mera oportunidad de
recordar nostálgicamente la imponencia de la intervención de las
masas rusas, el prestigio y la talla de revolucionarios de Lenin y
Trotsky y la toma del Palacio de Invierno de los zares en medio de un
mar de banderas rojas.
Sí,
todas esas imágenes son magníficas y aún hoy emocionan a quienes
pueden verlas reproducidas ya sea en documentos fílmicos y fotográficos
de la época o en recreaciones ficcionales. Pero el desafío de este
90º aniversario no es exclusiva ni fundamentalmente un ejercicio
de la memoria de lo que fue.
Es
cierto que podemos y debemos recordar –e incluso, para muchos jóvenes,
hacer conocer– aquellos aspectos que hicieron de la Revolución
Rusa, en gran medida, el acontecimiento más importante de la historia
de la humanidad. Pero ese acontecimiento, que marcó además –como
enseguida veremos– todo el siglo XX, será presentado por la mayoría
de los medios de comunicación con una pátina de cera vieja.
Nos dirán que octubre de 1917 (es sabido que en Rusia regía un
calendario con 13 días de diferencia respecto del mayoritario en
Occidente, luego adoptado) fue colosal. Lógico: no hay forma de
negarlo. Pero también nos dirán –con mayor o menor sutileza
o vulgaridad– que las nuevas generaciones deben contemplar a la
Revolución Rusa con la misma mirada que hoy tenemos respecto de otros
hechos históricos como las campañas de Julio César, las victorias
de Napoleón o las Guerras del Peloponeso: sucesos extraordinarios,
sin duda... pero que ya no pertenecen a nuestra realidad.
Epopeyas admirables, pero que son puro pasado, sin la menor
relevancia presente ni mucho menos algún germen para el futuro.
Por
el contrario, el sentido de nuestra reivindicación de la Revolución
Rusa va mucho más allá de la evocación. Intentaremos demostrar que,
en tanto fue verdaderamente el hecho más grande la historia humana,
no es una pieza de museo cubierta por el polvo de las décadas –y a
la que cada tanto se le pasa el plumero para su exhibición ritual en
los canales de cable–, sino que sigue siendo un acontecimiento de
extraordinaria actualidad.
Porque
su voz no se ha acallado. Su fuerza no ha desaparecido. Sus lecciones
aún se hacen carne y sangre, historia viva, en las luchas políticas,
ideológicas y sociales del siglo XXI. Que no nos quieran engañar los
mayores enemigos de la Revolución Rusa, el capitalismo y los que le
cantan su alabanza por dinero: el fuego de la Revolución Rusa
todavía quema. Y de ninguna manera se puede descartar que el
siglo XXI que estamos comenzando a recorrer no anuncie la aurora de
nuevas experiencias revolucionarias auténticamente socialistas.
1917:
La clase obrera al poder
La
Revolución Rusa, como muchos han reconocido, no es una
revolución entre tantas, pero que tuvo lugar en Rusia. Es la
revolución, incluso por encima de la revolución francesa de 1789.
Hay razones profundas para que esto sea así. Si bien la revolución
francesa fue una de las primeras que mostró de manera espectacular cómo
la intervención de amplias masas populares podía cambiar el curso de
la historia y desplazar a la anterior clase dominante, la Revolución
Rusa la supera en un punto esencial, que es el de quién llega al
poder; como decía Rosa Luxemburgo, la rusa fue la primera revolución
hecha por las grandes mayorías en beneficio de estas mismas mayorías.
En
efecto, tanto la revolución francesa como la inglesa del siglo XVII y
la lucha de EE.UU. por la independencia tuvieron en común que
desplazaron a una clase privilegiada pero sólo para poner en su lugar
a otra clase privilegiada. En cambio, la Revolución Rusa fue
la primera experiencia a nivel de un país entero –a
diferencia de la breve, pero heroica, Comuna de París en 1871– en
la que las clases privilegiadas fueron desalojadas violentamente del
poder, que pasó a ser ocupado por las clases históricamente
oprimidas y explotadas, encabezadas por la clase obrera.
Esto
no es un slogan, ni una fábula, ni un mito ideológico. Cualquier
historiador serio del período y cualquier testigo presencial de los
acontecimientos revolucionarios –empezando por uno de sus más
inspirados y agudos observadores, el periodista estadounidense John
Reed– puede dar fe de que el poder político no pasó, en octubre de
1917, a manos de un oscuro grupo de conspiradores maquiavélicos (¡ésa
sí fue la fábula que los países imperialistas intentaron
propagar!), sino de los obreros, campesinos y soldados sobre la
base de los organismos de poder que ellos mismos, con sus propias
manos, construyeron; a la clase trabajadora verdaderamente organizada
como clase dominante. Es decir, una revolución socialista en el
sentido más auténtico del término.
Por
supuesto, las revoluciones no suelen hacerse solas, y mucho menos una
revolución socialista, que requiere de quienes la llevan a cabo un
nivel de conciencia y organización de sus actos mucho mayor que
el de otro tipo de revoluciones (algo que luego desarrollaremos). Por
esto mismo, tanto en los objetivos políticos más generales como en
los detalles prácticos de la insurrección existió una influencia
decisiva del partido bolchevique. Desde el punto de vista
“institucional”, el núcleo del poder recayó sobre el partido de
Lenin y Trotsky. Pero deducir de esto que la revolución fue obra de
un puñado de agitadores clandestinos que luego aprovecharon la
situación para dar rienda suelta a su poder personal o de grupo
(mitología en su momento propagada por corrientes reformistas como la
socialdemocracia alemana y el menchevismo ruso) es algo más que
tragarse las mentiras de los enemigos de la revolución: es negar los
hechos.
Porque
la Revolución Rusa elevó de manera efectiva, real, a las clases
oprimidas al poder político, a tomar en sus manos el manejo de
los asuntos de la sociedad. Y más allá de todos los problemas y
las contradicciones –algunas, de tremendas consecuencias, como
veremos luego–, lo que ningún testigo honesto de la revolución en
sus primeros años pudo dejar de admitir, es que significó un cambio
social tremendo y una verdadera liberación para millones de
personas del yugo de sometimiento al que estaban atadas.
Por
esto mismo, la revolución no fue un simple cambio de elenco político
gobernante: fue la sacudida social más poderosa de la historia.
Expulsó a los capitalistas para poner al frente de las fábricas a
sus obreros. Dispersó o dejó librados a la furia contenida de los
campesinos a los grandes terratenientes que los explotaban. Quebró el
Estado zarista e hizo desaparecer todo un denigrante sistema de
jerarquías, con prerrogativas que venían de siglos. Eliminó el
anacronismo de los títulos nobiliarios, tal como lo hizo la revolución
francesa, pero fue más allá: barrió con todos los privilegios que
no se basaban en la “nobleza de sangre”, sino en la más “democrática”
posesión de dinero.
Hoy,
desgraciadamente, nos resulta casi natural aceptar que el dinero
concede ventajas. Por ejemplo, es sabido que en todos los países los
ricos que merecen pena de muerte sólo sufren cárcel, y los que
merecen cárcel quedan libres. Pues bien, esa manera de razonar quedó
patas arriba en la Revolución Rusa. El pobre dejó de ser sospechoso
por el mero hecho de serlo; lo que era mal visto era la ostentación y
el lujo individual. El egoísmo, tan “natural” en la vida burguesa
habitual, pasó a ser visto como lo que es: una plaga social. Las
reservas inagotables de heroísmo, solidaridad y sacrificio que son
comunes a todas las revoluciones aparecieron en dimensiones aún
mayores en ésta, la revolución de las revoluciones.
El
nacimiento de una nueva sociedad, de una nueva y más noble forma de
relación entre los seres humanos, fue anunciado de una manera que los
cínicos posmodernos de hoy llamarían, irónicamente, “ingenua”,
pero cuya fuerza y autenticidad nadie, ni sus más enconados
detractores, pudieron negar.
Tan
profundo era este sentimiento, esta convicción de estar fundando
un nuevo mundo, que a ninguno de los grandes revolucionarios de la
época, desde las cabezas visibles como Lenin y Trotsky hasta el último
entusiasta obrero o campesino de provincias, se le ocurría que el
sentido de los acontecimientos de Rusia se agotaba en su país. No se
trataba de un movimiento ruso, sino de la puesta en marcha del
grandioso ejército universal de la clase trabajadora y los pueblos
oprimidos de todo el mundo. Nadie suponía que el “alba
socialista” sólo podía iluminar a Rusia, sino que, más bien, debía
extenderse al resto de Europa y al mundo todo.
Una
vez más, no había nada de retórica barata ni de demagogia en esto;
todo lo contrario, los revolucionarios rusos pusieron la discusión
inmediatamente en el plano de los hechos. Recordemos que la revolución
se da en pleno desarrollo de la masacre de pueblos más espantosa que
había conocido la historia de la humanidad hasta ese momento: la
Primera Guerra Mundial. Esa carnicería, que dejó 10 millones de
muertos y 20 millones de heridos –en su gran mayoría, lógicamente,
trabajadores, campesinos, gente “sencilla”–, había comenzado
por una sola razón: la imposibilidad de los imperialismos rivales de
dirimir sus disputas de otra manera que por el aplastamiento del otro.
Las necesidades geopolíticas, económicas y militares de las
potencias imperialistas –que se disputaban en reparto del mundo
entre ellas– se saldaron usando como carne de cañón a las masas de
sus respectivos países.
Frente
a este horror, el mensaje de la Revolución Rusa hizo sonar el llamado
a un destino completamente diferente: ¡Basta de matarse entre
hermanos trabajadores de distintos países! ¡El enemigo está
adentro: es la clase capitalista, que manda a los pueblos al matadero!
¡Transformar la guerra capitalista en guerra de clases! ¡Basta de
morir por los intereses de la clase enemiga! ¡Paz inmediata, sin
anexiones, sin indemnizaciones, sin humillaciones a las naciones pequeñas
o derrotadas! ¡Los imperialistas negocian a espaldas de las masas,
para engañar sus mentes y entregar sus vidas en las trincheras y los
gases! ¡Abajo la diplomacia secreta: que todos sepan las perrerías
que cometen los gobiernos capitalistas contra sus propios pueblos!
No
hace falta subrayar el impacto de este mensaje. En ese entonces como
ahora, el imperialismo basaba sus masacres de pueblos y naciones
enteras en el engaño, la mentira descarada, los secretos de Estado,
las manipulaciones de la prensa y la opinión pública a fin de ganar
consenso para una causa miserable.
Esta
vibrante voz internacionalista no predicó en el desierto. Su
llamado caló hondo en las masas europeas, empezando a disipar el
veneno nacionalista que había nublado el entendimiento de millones de
pobres que iban a la guerra a matar a otros pobres para exclusivo
beneficio de los ricos. Porque la Revolución Rusa no debe concebirse,
insistimos, como un proceso social ruso que desembocó en una
revolución; por el contrario, sólo puede entenderse –y así lo
hicieron sus contemporáneos– como el primer acto de la revolución
socialista internacional, cuya escena transcurrió en Rusia.
El
conflicto real no era de los bolcheviques rusos contra el resto del
mundo, sino de la clase trabajadora organizada y los sectores y
naciones oprimidas contra el orden capitalista-imperialista. La
apuesta estratégica de los revolucionarios no era mantenerse dentro
de las fronteras de Rusia, sino enterrar el capitalismo, la
explotación, los privilegios. A las potencias imperialistas, a las
grandes corporaciones, a los banqueros, la Revolución Rusa les hizo
correr un frío mortal por la espalda: lo que estaba en juego no era
una buena mano, sino su propia existencia.
La
Revolución Rusa moldeó decisivamente el siglo XX
Con
la sonrisa sobradora de los que se creen triunfadores, los escribas a
sueldo del capitalismo dirán que de la Revolución Rusa no queda
nada, salvo en los libros de historia. Los más mediocres de ellos
simplemente son ignorantes; los más astutos, en cambio, mienten a
sabiendas. Todo el siglo XX es imposible de entender si no es en el
marco de la pelea abierta entre el capitalismo imperialista y la
amenaza siempre latente de la revolución socialista.
Todos
los grandes problemas de la política y la economía internacionales
estuvieron teñidos por el espectro ominoso de la revolución. Uno de
los economistas más lúcidos de la clase burguesa, el inglés John
Maynard Keynes, lo advirtió desde el comienzo mismo del ciclo histórico
abierto con la Revolución Rusa. Su diagnóstico era en el fondo muy
simple: el socialismo, el comunismo, la crítica al capitalismo, se
convertirán en una fuerza irresistible si el capitalismo sigue
mostrando de manera descarada su rostro más brutal, más insensible
al sufrimiento de millones, más ciego por el afán de lucro a corto
plazo. El capitalismo del siglo XX, admitía Keynes, no ha dado a las
masas mucho más que guerras monstruosas, desocupación, hambre y
desesperación. La Revolución Rusa fue una advertencia: si no se cede
un poco, se corre el riesgo de perderlo todo. Si el mercado
capitalista desbarajusta el tejido social, el Estado capitalista debe
intervenir para poner un poco de orden. Esta intervención no estará
de acuerdo con los principios del liberalismo clásico, sin duda, pero
–razonaba Keynes– si la alternativa es la revolución socialista,
la salvación de nuestros cuellos bien merece una desviación de la
ortodoxia.
El
primer ensayo de esta política fue el “New Deal” de Roosevelt en
EE.UU. en los años 30, en medio de la depresión económica causada
por el crack de Wall Street en 1929. Mientras tanto, en Europa, crecía
una nueva alternativa de cómo enfrentar a la amenaza revolucionaria:
el fascismo y el nazismo. Conviene recordar, contra la banalización
de la historia que convierte a Hitler en una especie de psicópata
exterminador de judíos, que tanto ideológica como políticamente los
nazis veían como su principal enemigo a las ideas socialistas
revolucionarias encarnadas en el marxismo. Y que el principal
blanco de la ofensiva hitleriana en la Segunda Guerra Mundial no
fueron las “democracias” capitalistas, sino la Unión Soviética
(que aun con todo lo socavadas que estaban las banderas socialistas
bajo la dictadura de Stalin, era vista como la encarnación viviente
del comunismo).
Inversamente,
la resistencia a la ocupación nazi en los países de Europa
occidental recayó sobre las fuerzas “socialistas”. Y cuando
Alemania se rinde, el escenario en Francia, en Italia y otros países,
estaba ocupado por ellas. Otra vez, como al fin de la guerra mundial
anterior, un sudor frío recorrió las frentes del gran capital: ¿es
que acaso la derrota de Hitler terminaría en más países
“socialistas”?
No
ocurrió estrictamente así, por varias razones; la primera de ellas,
que los partidos comunistas de Europa occidental, orientados por Moscú,
no tenían ya esa perspectiva de revolución socialista internacional
de los fundadores del estado soviético, sino que eran meros peones al
servicio de la estrategia de Stalin de la “coexistencia” pacífica
y el “anillo de seguridad” en torno de la URSS (los países de
Europa oriental). Y si es un hecho que hubo inmensas revoluciones
democráticas, nacionales, antiimperialistas y anticapitalistas en países
coloniales de dimensión continental como China (1949), estos procesos
no alcanzaron a transformarse en auténticas revoluciones socialistas
en ausencia de la clase obrera y de organismos de poder de los propios
trabajadores en el centro mismo de estos acontecimientos.
En
estas condiciones, este “reparto del mundo” consagrado en la
Conferencia de Yalta en 1945 entre “Occidente” –los países
imperialistas y sus colonias y semicolonias– y el “bloque
socialista” (la URSS y Europa del Este), desde el punto de vista del
marxismo de Lenin y Trotsky fue un compromiso miserable, una traición
completa a los intereses de la revolución internacional, que le
dio aire renovado al capitalismo. Al orden imperialista, a su vez,
este “acuerdo de circunstancias” le permitió desembarazarse,
por todo un período, de la amenaza de una revolución socialista en
los países centrales, amenaza que era bien concreta en países como
Italia, Francia y Grecia a la salida de la guerra.
Pero
esta “tranquilidad” tuvo que comprarla a un buen precio: la
puesta en marcha de lo que se llamó el “Estado de bienestar”,
sobre todo entre los estados capitalistas imperialistas. Esto es, de
una serie de concesiones y medidas “sociales” –que son a
la vez conquistas del movimiento obrero– que representaron una
“protección” inédita de las condiciones de vida y de trabajo de
millones. Hoy, quizá la mayoría de los jóvenes no conocen que
aspectos fundamentales de la vida social y laboral que todos
consideraban “naturales” tienen su origen en el terror pánico
de la clase capitalista a la posibilidad de la reedición de un
proceso revolucionario como el de Rusia en 1917 en sus propios países.
En
efecto: ¿por qué hubo legislación laboral, derechos sindicales y de
organización de los trabajadores dentro de la empresa, vacaciones
pagas, aguinaldo, retiros y pensiones, seguridad social y muchos otros
derechos adquiridos a lo largo de décadas, aunque el capitalismo ha
intentado socavarlos desde fines de los 70? La primera respuesta
remite a las luchas del movimiento obrero y popular por conquistarlos,
reafirmarlos y defenderlos. Pero, en el fondo, todas o la gran mayoría
de esas conquistas –hoy seriamente comprometidas– que disfrutaron
las generaciones anteriores a la nuestra, sólo podían entenderse
como consecuencia mediata o inmediata del horror a la revolución
inoculado a la clase burguesa durante décadas por la revolución
socialista rusa.
Las
dificultades del bolchevismo y la contrarrevolución estalinista
La
potencia y actualidad históricas del Octubre ruso pueden medirse
también, paradójicamente, por el hecho de que su influjo más
directo, espontáneo y conciente, de que el esplendor sin mancha de la
revolución, duraron en verdad sólo unos pocos años, acaso menos de
una década. Es sabido que el principal dirigente de la revolución y
del partido bolchevique, Lenin, murió poco más de seis años después
del triunfo de 1917. Y que desde el minuto uno del poder soviético
los revolucionarios se vieron sometidos a inmensas presiones,
problemas y desafíos, en todos los casos de naturaleza inédita y
para los que no había “manual de instrucciones” como certeramente
señalara Rosa Luxemburgo.
En
verdad, los obstáculos a los que debieron hacer frente los
revolucionarios rusos estaban a la altura de la grandiosa tarea que
buscaban acometer, ya que fueron igualmente gigantescos. Entre 1918 y
1921, los ejércitos contrarrevolucionarios de la burguesía rusa (los
“blancos”), sumados a los de nada menos que 14 potencias
imperialistas –incluso luego de finalizada la Primera Guerra
Mundial– intentaron terminar con la experiencia soviética. Aunque
dejaron al país exhausto de recursos materiales y humanos, no lo
lograron, y el cuarto aniversario de Octubre vio a la Rusia
revolucionaria sostener orgullosamente la bandera del socialismo con
una situación militar consolidada.
No
obstante, el frente militar era sólo uno de los problemas, el de la
supervivencia inmediata frente a los enemigos interiores y exteriores.
Menos acuciante, pero con mayores consecuencias, fue la sangría de
hombres y mujeres de la primera línea revolucionaria, cuadros de las
organizaciones obreras, de los sindicatos, de los soviets y del
partido bolchevique, que cayeron en la defensa de la revolución. Ese
material humano valiosísimo no pudo ser reemplazado y terminó
abriendo la puerta al ingreso a las filas dirigentes y del partido
todo de personas no probadas en la lucha revolucionaria y poco
consustanciadas con las ideas socialistas, cuando no arribistas o
intrigantes.
En
todo caso, el factor más negativo para el devenir de la Revolución
Rusa fue su aislamiento internacional. Se daba así una situación
altamente paradójica: un proceso revolucionario concebido desde el
inicio como la chispa inicial de una conflagración continental y
mundial se veía confinada a sus propias fronteras, como resultado del
retroceso de los procesos revolucionarios que podrían haber
alimentado la llama del socialismo en Europa. La derrota de los
levantamientos revolucionarios en Alemania (1919, 1921 y 1923), de la
efímera república soviética húngara (1919), de la agitación
obrera en Italia (aplastada en 1922 bajo la bota fascista de Mussolini),
y, más tarde, ya con Stalin como “gran organizador de derrotas”,
de la huelga general en Inglaterra (1926, la última en ese país
hasta la fecha) y de la revolución china (1927, en la que, a
diferencia de la de 1949, el centro de la insurrección fue la clase
obrera industrial, en particular Cantón-Shanghai) dejó a la Rusia
soviética sin puntos de apoyo sólidos en el movimiento
internacional, más allá del crecimiento de los partidos comunistas y
de la corriente masiva de simpatía por la revolución en las masas.
Este
contexto general es el que permite comprender las fuerzas sociales
actuantes detrás del proceso de retroceso primero y de lisa y
llana degeneración después de la experiencia soviética, que diera
lugar a un proceso no previsto en esas dimensiones de burocratización
de la revolución, que terminó socavándola hasta sus cimientos más
profundos.
A
partir de la muerte de Lenin –si bien algunos elementos del proceso
se esbozaban desde antes; incluso el propio Lenin, ya gravemente
enfermo, los había advertido e intentó combatirlos–, se da en el
interior de las instituciones revolucionarias, y en primer lugar en el
propio partido, una encrucijada crucial. ¿Hacia dónde ir:
mantener el rumbo estratégico marxista “clásico”, el del
horizonte de la revolución socialista mundial, a la vez que se
profundizaba el impulso a la transformación del conjunto de las
relaciones sociales heredadas del capitalismo? ¿O, más bien, en el
marco de que la lucha de clases internacional no resultaba
“favorable”, dedicarse a una supuesta “edificación
socialista” a como dé lugar fronteras adentro de la URSS y
orientar al movimiento comunista internacional en la defensa de esa
perspectiva? El sector socialista revolucionario encabezado por León
Trotsky adoptó la primera postura; la fracción liderada por Stalin,
la segunda.
Pronto
se vio que ambos puntos de vista no sólo eran irreconciliables sino
que teñían con su propia lógica social y política al conjunto
de los problemas de la Revolución Rusa. Así, la idea del
“socialismo en un solo país” (Stalin) implicaba no sólo el
abandono de la estrategia revolucionaria internacional, sino la
conversión de la Internacional Comunista en un mero apéndice de la
política exterior de la URSS (por lo cual fue finalmente disuelta en
1943); la política de concesiones a los campesinos ricos, a los que
se concebía como el núcleo privilegiado de la “acumulación
socialista” (hasta el “giro” al Plan Quinquenal y la
“colectivización forzosa”, con su secuela de represión brutal),
y el sofocamiento de la vida interna democrática del partido, de los
soviets, de las organizaciones obreras, así como el creciente control
burocrático-policial general sobre la vida social.
De
lo que se trataba, por supuesto, era no de una “diferencia de
personalidades” o de una “lucha por el poder” entre bambalinas.
Ése es el punto de vista penosamente superficial de toda una
serie de “sovietólogos” aficionados, incapaces de ver en el
triunfo de la fracción estalinista otra cosa que la “habilidad”
de Stalin para tejer alianzas, el “carácter intransigente” de
Trotsky y tonterías por el estilo. Lo que estaba en marcha en la
Rusia soviética era un proceso no sólo político sino también
social contrarrevolucionario, alimentado por el aislamiento
y el atraso económico y cultural de la sociedad rusa, en
condiciones de retroceso de la revolución socialista internacional, y
luego de que la flor y nata de una generación de revolucionarios
fuera diezmada por la guerra civil y exterior de 1918-1921.
Esta
“reacción social” a la revolución dentro de sus mismas filas no
era en sí mismo un fenómeno inédito en la historia. Las
revoluciones son tremendas “devoradoras” de energías y de
hombres, y al entusiasmo de las primeras oleadas revolucionarias puede
suceder un conservadurismo que se apoya sobre el inmenso desgaste físico,
psicológico y social del impulso inicial para proponer “un poco de
orden y tranquilidad”. Así sucedió en la gran revolución
francesa, y es por analogía con ese proceso que Trotsky llamó
“Termidor soviético” a las fuerzas sociales encabezadas por la
fracción de Stalin. Fue el triunfo de los burócratas sobre los
revolucionarios y la vanguardia obrera; de los administradores sobre
los políticos, de los chauvinistas rusos sobre los internacionalistas
y defensores de los derechos de autodeterminación nacional; de los
conformes con el statu quo sobre quienes pretendían continuar
revolucionando las relaciones sociales. Un proceso “lento, rastrero
y envolvente” que terminó afectando todas las esferas de la nueva
sociedad en construcción. Del estado obrero con deformaciones burocráticas
se pasaba a uno “burocrático con restos proletarios y
comunistas”, como definiera el revolucionario ucraniano
Christian Rakovsky.
Desgraciadamente,
este proceso de degeneración no hizo más que profundizarse a lo
largo de la década del 30. El contexto político internacional iba en
el sentido de la contrarrevolución: al ascenso de Hitler al poder y
el consiguiente aplastamiento de la clase obrera alemana (la más
poderosa de Occidente y en la cual todos los marxistas europeos tenían
depositadas sus mayores esperanzas) le siguieron la derrota de la
revolución española a manos del fascismo de Franco y otras. En ambos
casos, Stalin cumplió el escandaloso rol de entregador
contrarrevolucionario, terminando de liquidar, al tiempo, a la
Internacional Comunista y todos sus partidos como organizaciones
revolucionarias.
Fue
en este marco que la creciente capa social de burócratas,
funcionarios y advenedizos cuyos intereses representaba Stalin, terminó
por ocupar todos los órganos de poder en el Estado soviético. La
clase obrera fue desplazada de los soviets y reducida al papel de
cumplir las órdenes emanadas desde las altas esferas, y su partido,
el partido bolchevique, fue convertido en una cáscara vacía, una
estructura que utilizaba su glorioso pasado como un ritual de admisión
o de exclusión, y del cual desapareció hasta el menor atisbo de
debate real o procesamiento de diferencias políticas. Trotsky fue
expulsado de la URSS a comienzos de 1929 y la inmensa mayoría de los
miembros de la Oposición de Izquierda marcharon deportados hacia los
confines más remotos del inmenso país.
La
riqueza de la vida social, política y cultural posterior a Octubre
–por ejemplo, no hay estudio sobre el tema que deje de señalar la
incomparable explosión de vanguardias artísticas y de libertad
creadora en todos los órdenes– se transformó en su contrario: el
servilismo, la censura y la delación bajo el régimen del terror a la
policía política.
Si
hay un símbolo de la degeneración-destrucción del partido de Lenin,
la organización más revolucionaria que haya conocido la humanidad,
ese símbolo son los tenebrosos Juicios de Moscú (1936-1938), en los
cuales el 90% de los revolucionarios que habían formado parte del
Comité Central del partido bolchevique en 1917 fue sometido a una
parodia de juicio, con pruebas fraguadas y confesiones forzadas
mediante la tortura física y psicológica, para demostrar que todos
ellos eran “contrarrevolucionarios”, “espías a sueldo de
potencias extranjeras”, “agentes de la burguesía internacional”
o, lo que representaba el mayor y más tremendo de los
estigmas, “trotskistas”. Las repulsivas cartas de
“confesión de crímenes contrarrevolucionarios” y promesas de
fidelidad al “líder del proletariado mundial, el camarada Stalin”
(las de Nicolás Bujarin son un alto exponente de esto) representan
abismos de abyección y destrucción de la personalidad sólo
comparables a los del nazismo o las abjuraciones de los acusados por
la Inquisición.
Sin
duda, a esa altura nada permitía suponer un hilo de continuidad histórica
entre Octubre y el verdadero bolchevismo, por un lado, y las
monstruosidades del régimen estalinista, por el otro. Sin embargo, en
una operación ideológica muy conveniente para ambos, tanto el
imperialismo como el estalinismo estuvieron de acuerdo en mostrar a éste
último como legítimo heredero de la Revolución Rusa. La burocracia
soviética pudo así, durante décadas, administrar en su favor el
prestigio de la mayor revolución de la historia, mientras que los
capitalistas y sus defensores ideológicos pudieron, en el mismo
lapso, identificar toda iniciativa revolucionaria, todo reclamo del
acervo marxista, con la KGB, los campos de concentración y la
dictadura del partido único. Ambos sacaron su tajada; la gran
perdedora fue la tradición socialista y revolucionaria del movimiento
obrero y la izquierda marxista.
Pero
es precisamente en este contexto donde resaltan las dimensiones histórico-universales
de la obra emprendida por León Trotsky en aquella década aciaga, la
bien llamada “noche del siglo XX”. Porque contra viento y marea,
contra la acción conjunta del estalinismo, la socialdemocracia y las
potencias imperialistas que hicieron de él una persona sin visa de
ingreso en ningún país, tuvo el valor y la capacidad de dar continuidad
a la tradición del marxismo clásico y revolucionario.
Correspondió a Trotsky y al puñado de revolucionarios socialistas en
torno a él, entre los que resalta su hijo León Sedov, Rakovsky a
pesar de su posterior capitulación y tantos otros, el haber puesto
los cimientos y llevado a cabo la fundación de la IV Internacional, más
allá de los contratiempos y limitaciones que haya podido tener.
Porque el movimiento trotskista, pese a todos sus avatares, ha
expresado a lo largo de todas las últimas décadas la continuidad
organizada del socialismo revolucionario, y tiene el desafío en este
siglo XXI que comienza de hacerse una fuerza material entre las masas
obreras y populares del mundo.
Y
esto es posible porque el derrumbe de los regímenes estalinistas en
1989-1991, aunque al principio llenara de desazón a miles de
luchadores y militantes de izquierda que asistían al colapso de lo
que –equivocadamente– asimilaban a alguna clase de
“socialismo”, en un sentido ayudó a aclarar la escena ideológica.
Nunca más, desde la caída del Muro de Berlín, podrá identificarse
a la auténtica revolución socialista con el Estado burocrático;
nunca más podrá admitirse que se llame “socialista” a la represión
contra los trabajadores y los sectores oprimidos; nunca más podrá
llamarse “Estado de los obreros” a un país donde los trabajadores
siguen sufriendo –bajo formas originales, aunque tributarias del
capitalismo– la explotación de su trabajo y no tienen libertad para
organizarse, para discutir, para decidir. Es la genuina perspectiva
socialista, libre del repulsivo manto estalinista, la que está en
condiciones de ponerse en pie nuevamente como alternativa a un
orden capitalista cada vez más destructivo y brutal.
Revolución
en el siglo XXI
La
sola palabra “revolución” siempre tuvo el mérito de no dejar a
nadie indiferente. La revolución social tiene quienes la defienden y
quienes la odian, quienes la desean y quienes la temen; sólo en los
últimos años tomó forma una postura de rechazo irónico. Pero en el
fondo, incluso el desdén posmoderno por la idea misma de revolución
puede explicarse en términos de la visión marxista de la historia de
la lucha de clases.
En
efecto, probablemente los primeros voceros del cinismo individualista
y de la renuncia a toda intención de “cambiar el mundo” fueron
aquellos que más ciegamente habían adherido a la parodia de
“socialismo” de la URSS y los países del Este europeo. Con la
furia de los conversos, estos desencantados (o, mejor dicho,
quebrados) se libraron de todo su resentimiento por los años
dedicados a una causa innoble “descubriendo” que, en realidad, esa
causa nunca había existido. Su voz resultaba tanto más persuasiva
cuanto que no venía del lado de los enemigos tradicionales de la
revolución sino de quienes se habían proclamado
“revolucionarios” durante décadas. La derrota de su falsa
alternativa “socialista” se convertía, para ellos, en la derrota
de toda idea de transformación revolucionaria. Para no hablar
de los que, directamente, se pasaron al bando de los defensores de la
“democracia liberal” a cambio de puestos en el Estado, de
prestigio, de dinero... No vale la pena hacer nombres; en todos los países
puede señalarse a estos “revolumercenarios”.
Pero
no fueron éstos los únicos que quedaron golpeados luego de recibir
unos escombros del Muro de Berlín en la cabeza. El “fracaso del
socialismo” y las transformaciones del capitalismo actual, con la
mundialización/globalización en primer lugar, sirvieron de coartada
para un discurso político impensable hace unos años: decirse “de
izquierda”... pero sin tocar la propiedad privada ni el mercado.
Son los que llaman “revolución” a subir un impuesto progresivo, o
a repartir mejor el ingreso global, o a disminuir los índices de
pobreza. Y proponen lograr esos objetivos desde el Estado actual,
es decir, capitalista, sólo que “reformándolo” e imprimiéndole
un sello político “progresista”. Lógicamente, nadie se opone a
los logros parciales; sólo que pretender que el sentido de
“revolución” sea hoy pelear por eso y nada más que por eso,
renunciando por “utópica” o “anacrónica” a la
perspectiva anticapitalista y socialista, es una falsificación
ideológica y un engaño político.
Restaurar
el sentido de la palabra “revolución” es tanto más acuciante hoy
cuando, a diferencia de los 90, existe un fuerte descrédito del
orden capitalista y una creciente conciencia de sus consecuencias.
La legitimidad y consenso del “neoliberalismo” fueron
tremendamente erosionadas por el surgimiento del movimiento
“altermundialista” en Seattle y por las profundas rebeliones en América
Latina a principios de este siglo que echaron por la fuerza a una
serie de gobiernos de ese signo. Una amplia franja de luchadores
obreros, sociales y estudiantiles coincide en que hay que buscar una
alternativa. Pero hay menos coincidencias en cuanto a con qué
reemplazar al régimen actual y cómo imponer el nuevo.
Es
por eso que pudieron florecer proyectos políticos que se presentaban
como la “revolución posible”, esto es, adornándose con plumaje
“izquierdista” pero sin ninguna voluntad de cuestionar los núcleos
fundamentales de la propiedad y del poder capitalista. Un ejemplo
conocido en América Latina de esas formas “revolucionarias” que
no cambian nada fue lo que se dio en llamar el “Presupuesto
participativo”, que tuvo su mayor desarrollo en algunas ciudades
de Brasil gobernadas por el PT de Lula antes de que éste fuera
presidente. La mercancía ideológica en venta era que la
“participación ciudadana” en organismos impulsados por el
gobierno podía orientar los gastos del Estado capitalista a nivel
local. Lo que no decían los enamorados de esta “revolución
posible”, “pacífica” y no violenta, “ciudadana” y no de
clase, basada en urnas y asambleas, no en la lucha en las calles, es
que la “participación” sólo resolvía un porcentaje ínfimo del
presupuesto estatal. La experiencia fue olvidada o, peor aún,
institucionalizada como mecanismo habitual de la “democracia”, que
consiste en vender a las masas la ilusión de que “deciden” con su
voto.
Otra
trampa, otro atajo para esquivar la “maldita revolución”
contra el Estado capitalista es la de “cambiar el mundo sin tomar el
poder”, es decir, la idea de que es posible construir otra sociedad
y otras relaciones humanas no contra el capitalismo sino paralelamente
a él. Según este concepto, la verdadera “revolución” es la
autogestión local, los “circuitos productivos” ajenos a la
competencia del mercado capitalista, los “emprendimientos
comunitarios”... algo que pasa por la novísima novedad, pero que en
realidad ya era viejo en la época de Marx. Se trata del proyecto de
una “contra-sociedad”, que tiene la ventaja de sonar mucho más
“atractiva” que la tenaz y laboriosa militancia en la clase
trabajadora, pero cuya desventaja es que pasa por alto dos realidades
sociales insoslayables: el poder del Estado y la propiedad privada
capitalista. Desde las “comunas autosuficientes” del subcomandante
Marcos a las huertas orgánicas de los autonomistas, todas esas
variantes empiezan o terminan negando la necesidad de expropiar a
los grandes capitalistas. Y si no se expropia los grandes
medios de producción, no se puede hacer revolución social alguna.
Es
lo que sucede, a otro nivel, con otro refugio para desencantados, las
ONGs y las entidades de la “sociedad civil”. Por bienintencionados
que sean sus integrantes y por meritorios que parezcan sus eventuales
logros, toda actividad social desarrollada en ese plano sólo puede
ser parcial, porque le falta el enfoque global que sólo da la
perspectiva de la lucha por el poder para la clase trabajadora.
La
Revolución Rusa, también aquí, nos recuerda el sentido profundo del
término. Revolución es desalojar del poder del estado a la clase
dominante. La revolución no se agota en la conquista del poder
–de hecho, su tarea histórica recién comienza allí, en
sentido estricto–, pero toda clase que aspire a una verdadera
transformación social no puede menos queproponerse dar ese
imprescindible paso. Las ensoñaciones de cambio social con
el Estado capitalista, desde él o por fuera de él
–sin derribarlo–, son, sí, definitivamente utópicas en el peor
sentido de la palabra: jamás sucederán. En ese sentido, una
famosa máxima de Lenin resulta no menos, sino mucho más vigente
ahora, bajo el capitalismo global cada vez más concentrado y
destructivo, que en su época: “Fuera del poder, todo es
ilusión”.
La
revolución socialista no regatea con el orden capitalista, no le pide
que sea menos explotador, no negocia unos puntos más o menos de
desigualdad. Los reformistas –como Hugo Chávez y Evo Morales–
conciben los cambios sociales –que tienen de entrada el límite
de respetar el Estado, la “democracia” y la propiedad capitalista–
como un proceso evolutivo de negociación con los grandes poderes
capitalistas e imperialistas. Pero éstos sólo ceden algo cuando
temen perder mucho, o todo. Y la revolución es el opuesto exacto de
la lógica reformista: es ir por todo.. Si no cambia todo, nada
cambia.
Entonces,
afirmamos que la herencia fundamental de la Revolución Rusa, el
proyecto de poner el destino de la sociedad en manos de la mayoría de
la sociedad, los trabajadores y los oprimidos, arrebatándole el poder
a la minoría de explotadores, no sólo no está “pasada de moda”, ni es una reliquia de tiempos idos, ni un sueño
para los próximos siglos: es la necesidad más urgente de la
humanidad.
El
carácter del capitalismo imperialista globalizado de hoy es cada vez
más destructivo, más insensible, más inhumano. No hace falta dar
muchas pruebas cuando un ex vicepresidente de EE.UU. –nada menos–
se siente obligado a alertar que la codicia de las empresas
multinacionales (y Estados) imperialistas está amenazando con daños
irreversibles al clima y la fisonomía del planeta entero. Y no se
trata sólo de desastres ambientales: el capitalismo rompe récord
tras récord de catástrofes sociales y humanitarias en todas aquellas
regiones del mundo a las que la globalización “olvida” o que la lógica
de mercado arrasa sin piedad.
A
diferencia de Al Gore y de muchos reformistas, no creemos que sea
posible “convencer” a los grandes empresarios (y Estados,
empezando por los propios EE.UU.) de lo malvado de su proceder y de la
necesidad de instrumentar cambios que recorten el lucro capitalista.
Tanto hubiera valido intentar detener las dos guerras mundiales con
apelaciones a los sentimientos humanitarios.
No,
el capitalismo no es el régimen social de los hombres de buena
voluntad. Todas las lacras sociales y ahora ambientales que trae
aparejadas no se solucionarán concientizando a los poderosos con
libros y videos. Es un régimen que se sostiene sobre la explotación
descontrolada del hombre y de la naturaleza, y ese carácter no
puede cambiar. Está en sus genes históricos y sociales.
Es
por esa razón que toda pretensión de transformación social “en
paz”, “en democracia”, “no violenta”, es sólo una
ingenuidad o un intento deliberado de engañar. Ningún cambio
profundo y verdadero pudo lograrse jamás en la historia sin vencer la
resistencia violenta de los privilegiados por el antiguo orden.
Desde la revolución francesa hasta la independencia latinoamericana;
desde las revoluciones coloniales del siglo hasta las rebeliones
populares recientes en nuestro continente; más allá de los límites
de estos procesos históricos, todos demuestran que las clases
dominantes están dispuestas a masacrar si su dominio está en cuestión,
y que a esa fuerza hay que oponerle otra fuerza, no la otra mejilla.
La
Revolución Rusa, en ese sentido, es doblemente aleccionadora. Por
un lado, la insurrección misma de Octubre fue asombrosamente incruenta;
tal era la autoridad política y moral lograda por los bolcheviques en
el seno de los obreros, campesinos y soldados que la resistencia
propiamente militar del régimen fue comparativamente pequeña. Por el
otro, la casi inmediata reacción no sólo de la burguesía
rusa sino de las potencias imperialistas fue intentar derrocar el
poder de los soviets con invasiones e intervenciones armadas, causando
un baño de sangre que duró casi tres años. Ambas situaciones
demuestran que no se trata de que los marxistas seamos fanáticos de
la violencia porque sí, sino que realmente no hay
posibilidad de que, aun con la inmensa mayoría del pueblo detrás
de las fuerzas revolucionarias, la clase capitalista acepte “democráticamente”
la pérdida de sus bienes, sus privilegios y su posición dominante.
La “democracia” es inviolable para la burguesía... mientras le
sirva para ganar consenso y legitimidad para su régimen de explotación.
Cuando deja de ser útil, no tiene ningún problema en abandonarla por
la dictadura más brutal. ¿Hace falta argumentar seriamente esto
en América Latina? ¿Hace falta recordar el contraejemplo de Chile
bajo Salvador Allende, un frustrado intento de “vía pacífica”,
no revolucionaria, “democrática”, de transformación social?
Puesta a elegir entre los sacrosantos principios de la
“democracia” y la protección de la propiedad privada, la burguesía
chilena, con la complicidad absoluta del imperialismo yanqui, optaron
por Pinochet para que aplastara a sangre y fuego la amenaza a sus
intereses.
Los
cambios sociales profundos no se logran con votaciones en el
Parlamento: hay que imponérselos a los poderosos por la vía de los
hechos, con la movilización de los trabajadores, sus
organizaciones, sus luchas y sus aliados. La clase obrera debe
tomar el poder político si quiere comenzar a acabar realmente con
las injusticias del orden social capitalista: tal es la lección,
positiva y negativa, de la lucha de clases de los últimos dos siglos.
Toda otra definición no es más que una mistificación para conducir
las heroicas luchas sociales que ha dado el período reciente a la
vía muerta y tramposa de las “instituciones” del régimen y el
Estado capitalistas.
Socialismo
o barbarie
Después
de varios años posteriores a 1989, signados por el discurso del
“fracaso definitivo del socialismo” –que caló hondo en
millones, no hay por qué ignorarlo–, son las mismas consecuencias
nefastas del capitalismo globalizado las que vuelven a empezar a poner
es escena la alternativa socialista.
Seguramente
–aunque discrepamos totalmente con el sentido reformista que él le
da– la prédica de Hugo Chávez por el “socialismo del siglo
XXI” haya contribuido, al menos en nuestro continente, a plantear
nuevamente la cuestión de qué sociedad diferente a la actual hay que
construir.
Pero
es necesario, también aquí, volver a la experiencia más luminosa
de socialismo, no a las más oscuras, confusas y desacreditadas.
Por desgracia, el influjo de las concepciones estalinistas no ha
desaparecido tan rápidamente como su aparato. También por la
influencia del ejemplo de Cuba, es usual al menos en América Latina
asociar la idea de socialismo a básicamente dos elementos: la mera
propiedad estatizada y el régimen de partido único. No
casualmente, se trata de los mismos atributos visibles de la URSS y
los demás países del llamado “campo socialista”. Inclusive,
muchos todavía consideran a China como un país “comunista” o
“socialista” tomando como rasgo decisivo no la prohibición de la
propiedad privada capitalista (que en China goza de excelente salud)
sino justamente el régimen político monopolizado por el PC chino.
En
otro sentido, a veces se toma la palabra “socialismo” simplemente
como sinónimo de gobierno de un partido socialdemócrata; o se
considera como “socialista” o cercana al socialismo a una política
que, sin tocar en absoluto la propiedad de los grandes capitalistas,
proponga una mayor intervención del Estado en la economía y /
o la vida social.
Cuando
Chávez se refiere al “socialismo del siglo XXI” –más allá de
sus pintorescos sincretismos ideológicos de Rosa Luxemburgo y Eva Perón,
Martín Luther King y Lenin, Trotsky y Jesucristo–, en verdad,
parece más bien reforzar ese prejuicio, ese malentendido, esa concepción
errónea sobre lo que es el socialismo. Porque presenta tal o cual
estatización como “socialista” –aunque los trabajadores de las
empresas en cuestión no tengan nada que ver en las decisiones–, y,
lo que es más serio, porque construye un “partido de Estado”, el
PSUV, que aspira a representar a toda la población
“bolivariana” y que explícitamente excluye la posibilidad de vida
interna democrática. Todas las decisiones del PSUV pasarán por el
“líder supremo”, y en este sentido no se distingue demasiado del
Partido Comunista de la URSS bajo Stalin... o del PC cubano.
Por
extendidas que estén estas ideas que tienden a identificar
“socialismo” con estatismo –para muchos liberales, ambos
son directamente sinónimos– y, peor aún, con el control del
aparato de Estado por parte de un solo partido, una vez más, la
experiencia de la Revolución Rusa vuelve a poner las cosas en su
lugar.
Categóricamente,
queremos reafirmar que socialismo no es estatismo (menos todavía
si ese Estado es capitalista), sino que es la expropiación de la
clase capitalista por parte del movimiento de la clase trabajadora,
su lucha, sus organizaciones, su conciencia. No hay socialismo ni
puede hablarse de él en ausencia (o pasividad) del único sector que
puede darle carnadura social y abrir la transición desde la
expropiación de los capitalistas hacia la socialización de la
producción: la clase obrera (entendida en un sentido amplio, pero
ubicando como parte central a los trabajadores de la industria).
No
hay Estado, líder, guerrilla ni ejército que pueda sustituir la
autodeterminación de los trabajadores por intermedio de sus propias
organizaciones. El veredicto de la historia es sumario: no hay
atajo que valga en la tarea de poner en pie una nueva sociedad. La
propia degeneración de la Revolución Rusa tuvo como uno de sus
factores decisivos, como ya señalamos, el retroceso, agotamiento o
exterminio de la flor y nata de la clase obrera rusa.
El
incomparable movimiento social, político e ideológico puesto en
marcha tras la Revolución Rusa sólo podía sustentarse sobre la movilización
permanente de la clase obrera y de sus sectores más destacados.
Actividad que, consecuentemente impulsada y bienvenida por los
bolcheviques, no fue una simple creación de éstos, sino el resultado
de un gigantesco proceso social de desarrollo de la autoorganización
y de liberación de las energías creativas de las masas oprimidas.
Algo que es el sello de todas las auténticas revoluciones.
Socialismo
es, entonces, lo contrario a las órdenes del “preclaro conductor”
a una masa que adhiere pasivamente. Socialismo es lo contrario de la regimentación
y control represivo de la vida política social por el partido de
Estado. Los primeros años posteriores a la Revolución Rusa
muestran un panorama opuesto por el vértice al régimen policial del
estalinismo en cuanto a la libertad política, de crítica,
cultural y en todos los órdenes. Fue sólo con el monstruoso régimen
burocrático, asentado sobre la derrota de la clase obrera rusa
y europea, que el imperialismo pudo orquestar una exitosa campaña
ideológica que identificaba el socialismo con la falta de libertad.
Es
cierto que los bolcheviques y el propio Lenin resolvieron prohibir los
partidos opositores y las fracciones internas tras la guerra civil.
Esta medida, retrospectivamente, puede verse como un error y una
distorsión de un sano régimen socialista. Pero en todo caso –y
admitiendo que los bolcheviques debían improvisar sobre la marcha y
bajo presiones tremendas, en el marco de una experiencia inédita
donde no todos serían aciertos–, jamás se presentó la decisión
como algo más que una medida temporaria, y a nadie, salvo
luego a la fracción estalinista, se le ocurrió que podía
transformarse en “principio” permanente.
De
hecho, tanto Lenin poco después como Trotsky, a lo largo de la década
del 20 hasta su expulsión de la URSS y luego en el exilio,
insistieron –ante el creciente avance de la burocratización, de la
diferenciación social, de la fusión de las estructuras del partido
bolchevique con las del Estado– en que la única salida consistía
en devolver al partido y a los soviets, a las organizaciones
obreras y campesinas, toda su lozanía y vitalidad, su capacidad de crítica,
su espíritu de iniciativa independiente. Sólo el retorno del
empuje de la clase obrera y las masas en general –que, por las
razones apuntadas, no se produjo– podía evitar lo que finalmente
sucedió: el reemplazo del poder de la clase trabajadora por el de una
casta burocrática privilegiada que operaba en nombre del
socialismo y del proletariado, pero en los hechos contra ambos.
Pero
hay otra enseñanza imperecedera de la Revolución Rusa que se combina
dialécticamente con la anterior. Y es que, a diferencia de las
revoluciones burguesas, las revoluciones socialistas no pueden hacerse
“espontáneamente”. El socialismo –contra las ilusiones que se
hicieron muchos, amargamente desengañados en los 90– no es el
resultado “objetivo” de ninguna “ley histórica”. La Revolución
Rusa pudo triunfar, también, porque hubo un partido, una
organización de los socialistas revolucionarios que la previó, la
preparó y la dirigió. Ese partido, el bolchevique, no era una
organización de circunstancias creada para la ocasión, sino el
resultado de una construcción de décadas de paciente y
“gris” actividad, combate político, sindical e ideológico,
formación de militantes revolucionarios, lucha contra la policía
zarista y los espías, selección de sus mejores miembros... Incluso
el preludio “espontáneo” de la revolución socialista de octubre
de 1917, la revolución de febrero de ese año, tuvo entre sus
dirigentes –de manera confusa y poco orgánica, pero real– a los
cuadros formados por el bolchevismo, como lo señalara Trotsky en su Historia
de la Revolución Rusa.
En
estas condiciones, marcada a fuego por la experiencia de la Revolución
Rusa asoma otra enseñanza, que ha cobrado renovada actualidad a
comienzos del siglo XXI contra las modas “antipolíticas” y
“antipartidos” que se expresan en vastos sectores de la
vanguardia. Y esta lección es que así como no hay socialismo si no
tiene una carnadura social propia de ese régimen, la clase
trabajadora, tampoco puede haberlo sin una condensación de las
experiencias históricas y prácticas del movimiento obrero ni una
síntesis teórica que convierta en estrategia y programa esas enseñanzas.
Y es precisamente éste el papel que aspira a cumplir un partido
socialista revolucionario, como lo fue el partido bolchevique. Por
supuesto, no fue infalible, no fue perfecto. Pero fue sin duda la
organización más revolucionaria de la historia, y todos los que
militamos por la revolución y el socialismo tenemos una deuda
imposible de saldar con los bolcheviques rusos. Porque demostraron
en la práctica que la empresa más grande que se le ha planteado
a la humanidad, la de terminar con la explotación y la opresión del
capitalismo y todo régimen de clase y “pasar de la prehistoria
humana a la verdadera historia”, no sólo es posible, sino que
necesita de una preparación conciente y organizada.
Y
de lo anterior se desprende una tarea de imperiosa necesidad
para los revolucionarios socialistas: la construcción de
organizaciones revolucionarias en el seno de los trabajadores y
las masas en el actual ciclo político.
El
socialismo no es seguro ni inevitable, como creían los que,
con el Manual de “marxismo-leninismo” de la Academia de Ciencias
de la URSS en la mano, pensaban que la historia humana seguía dócilmente
los dictados burocráticos. Pero tampoco es un sueño roto ni un
espejismo para incautos, como nos quieren convencer los escépticos
posmodernos que, como el tren no vino cuando ellos lo esperaban,
declaran abolido el ferrocarril. No; es una posibilidad que
tenemos de tomar el destino histórico en nuestras manos.
La
Comuna de París de 1871, la primera experiencia de poder obrero de la
historia, duró apenas algo más de dos meses. Terminó trágicamente,
y fue exhibida por los plumíferos de la burguesía como la prueba
definitiva de que el comunismo y la causa obrera eran un peligroso
disparate. Pero no pasó en vano; sus lecciones y su legado pasaron a
las generaciones siguientes. Entre ellas, las que en octubre de 1917,
hace 90 años, pusieron en marcha otra experiencia revolucionaria
socialista, mucho más grande, más duradera y con consecuencias mucho
mayores.
De
ella no queda nada hoy más que sus lecciones. Tal como ocurrió con
la Comuna, pero multiplicada y globalizada por los medios, la campaña
de la “muerte del socialismo” quiere utilizar la tragedia de la
Revolución Rusa –que tuvo lugar, como vimos, mucho antes de 1989–
para promover la resignación ante los desastres del capitalismo. El
retroceso del movimiento obrero después de la masacre de la Comuna
fue muy grande. Pero las calamidades de la guerra imperialista
volvieron a plantear la necesidad de una alternativa socialista, del
poder de la clase trabajadora, de la derrota del capitalismo. Y lo
hicieron con tanta fuerza que la respuesta fue grandiosa, en Rusia, en
1917, porque había millones de obreros y campesinos dispuestos a
pelear por todo, y porque había un partido que se había preparado
para eso.
No
está escrito en ninguna parte que el movimiento socialista de la
clase trabajadora no vaya a ponerse en pie una vez más contra un
capitalismo que, hoy en su fase globalizada, se vuelve cada vez más
incompatible con el bienestar de las masas, la paz de los pueblos y la
existencia misma del entorno natural.
La
Revolución Rusa fue la primera en la historia que mostró al conjunto
de la humanidad que el capitalismo, a largo plazo, es la destrucción
de la sociedad al servicio del lucro ciego; es la barbarie. La
revolución socialista es la única acción humana que puede intentar
detenerla. Y, desde ese punto de vista, es la única opción política
realista si el criterio supremo debe dejar de ser la salud de
los mercados y pasar a ser la satisfacción de las necesidades
humanas.
Nuestra
Corriente Internacional Socialismo o Barbarie compromete todas sus
fuerzas en esta tarea: la de reabrir en el siglo XXI, la perspectiva
de la revolución socialista en el sentido más auténtico del término.
Al calor de esa batalla, y en confluencia con otros sectores
socialistas revolucionarios consecuentes, apuntamos a poner en pie
partidos revolucionarios socialistas nacionales y una organización
internacional socialista revolucionaria, sea ésta la IV Internacional
refundada o una continuación histórica de ella en las condiciones
actuales.
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