El mito del desarrollo capitalista nacional en la
nueva coyuntura política
Por Atilio A. Boron
Argenpress, 15/02/07
Una ruta clausurada
Hace
casi medio siglo, cuando en las ciencias sociales de la época
prevalecían sin contrapeso las teorías de la modernización y la de
las “etapas del desarrollo económico”, popularizadas por Walter
W. Rostow en su famoso libro, veía la luz un texto de Karl de
Schweinitz en el que planteaba una tesis radical, totalmente a
contracorriente del consenso dominante de su tiempo. Sintéticamente,
ella decía que en lo concerniente al establecimiento de una
democracia liberal el camino recorrido por Estados Unidos y los países
más avanzados de Europa ya no podía ser transitado nuevamente por
las naciones subdesarrolladas. Si bien su pronóstico sobre la
industrialización era un poco menos pesimista, entre líneas el
mensaje era claro: el mundo de la periferia muy difícilmente podría
emular la trayectoria industrial de las potencias metropolitanas.
Refiriéndose especialmente al caso de la democracia su diagnóstico
era aún más terminante: “el desarrollo de la democracia en el
siglo diecinueve fue el resultado de una inusual configuración de
circunstancias históricas que no pueden repetirse. La ruta
“euro–norteamericana” hacia la democracia está clausurada.” (de Schweinitz, pp. 10–11)
Críticas al pensamiento convencional
Por
supuesto, el libro de de Schweinitz –riguroso, documentado,
persuasivo– fue olímpicamente ignorado por la academia, los
intelectuales “bienpensantes” y los medios de comunicación de
masas. El gran público ni se enteró, y en el mundo de la periferia
las pesimistas ideas de nuestro autor –que contradecían
abiertamente las rosadas expectativas cultivadas por la Alianza para
el Progreso y, más generalmente, la autoimpuesta misión de la Casa
Blanca de “exportar la democracia” a todo el mundo– fueron
totalmente desconocidas. Estamos hablando de 1964; eran las épocas en
que la alternativa a la teoría de la modernización y las etapas del
desarrollo económico eran una vertiente crítica de la CEPAL,
encabezada por Raúl Prebisch, o bien la elaboración de los teóricos
de la dependencia que comenzaba a resonar con creciente fuerza en América
Latina, estimulados por la radicalidad de los pioneros planteamientos
que André Gunder Frank expusiera en su clásico libro sobre el
“desarrollo del subdesarrollo” en Brasil y Chile.(Frank, 1964)
Fuera del mundo académico y anticipándose a él la Segunda Declaración
de La Habana y el célebre discurso del Che en Punta del Este habían
planteado con total claridad los límites infranqueables del
desarrollo capitalista en la periferia.(1) Pero el impacto de estas
ideas en el debate de las ciencias sociales no sería inmediato. Su
origen “extramuros” de la academia arrojaba sobre ellas un manto
de sospecha que para la ortodoxia positivista dominante las
descalificaba por completo. Sin embargo, con el paso del tiempo tanto
la Segunda Declaración como el discurso del Che habrían de
convertirse en referencias insoslayables del nuevo pensamiento crítico
latinoamericano. El libro de Rostow, cuyo título completo era Las
etapas del crecimiento económico y cuyo subtítulo, privado de toda
sutileza era Un manifiesto no comunista había sido publicado en inglés
en 1960 y al año siguiente se traducía al español por el Fondo de
Cultura Económica. Este libro ejerció una influencia arrolladora
sobre las ciencias sociales latinoamericanas de aquellos años y, ni
hablar, sobre los gobiernos y expertos en el área económica. (2) La
idea básica del argumento rostowiano era que había un solo proceso
de desarrollo y que éste era lineal, acumulativo e igual para todos
los países. La palabra “capitalismo” había sido cuidadosamente
desterrada del texto, con el obvio propósito de reforzar la
naturalización de este modo de producción: al describir sus leyes de
desarrollo el supuesto era que cualquier economía, sin excepción,
debía enfrentarse a una serie de imperativos técnicos, no políticos.
La consecuencia de todo esto era que había un solo modo de enfrentar
los problemas económicos, y que este modo estaba dictado por
cuestiones técnicas que no admitían transgresión alguna. El proceso
de desarrollo capitalista –con sus luchas, despojos y saqueos, que
lo hacen llegar al mundo “chorreando sangre y barro por todos sus
poros”, como dijera Marx en El Capital– es así sublimado y
descontextualizado hasta llegar a convertirse en un despliegue ahistórico,
formal y lineal de potencialidades presentes en cada una de las
formaciones sociales del planeta. Por eso, para esta tradición de
pensamiento los países hoy desarrollados fueron, en un tiempo no
demasiado remoto, naciones pobres y subdesarrolladas. Este
razonamiento se asentaba sobre dos falsos supuestos: primero, que las
sociedades localizadas en ambos extremos del continuo compartían la
misma naturaleza y eran, en lo esencial, lo mismo. Sus diferencias,
cuando existían, eran de grado, como casi medio siglo después
repetirían sin brillo y sin gracia Hardt y Negri, lo cual era –y
es– a todas luces falso. Segundo supuesto: la organización de los
mercados internacionales carecía de asimetrías estructurales que
pudieran afectar las chances de desarrollo de las naciones de la
periferia. Para autores como los arriba mencionados, términos tales
como “dependencia” o “imperialismo” no servían para describir
las realidades del sistema y eran antes que nada un tributo a enfoques
políticos, y por lo tanto no científicos, con los cuales se pretendía
comprender los problemas del desarrollo económico. (3) En
consecuencia, los llamados “obstáculos” al desarrollo no tenían
fundamentos estructurales o restricciones ancladas en la economía
mundial, sino que eran el producto de torpes decisiones políticas,
elecciones desafortunadas de los gobernantes o de factores inerciales
fácilmente removibles. Las implicaciones conservadoras de este
razonamiento, que descartaba apriorísticamente cualquier otra forma
de organización económica alternativa al capitalismo y que ignora olímpicamente
la realidad del imperialismo y la dependencia, son tan evidentes que
no requieren de ninguna demostración más allá de su sola enunciación.
Como se ve, el “pensamiento único” no es tan novedoso como se
supone. Y su impacto sobre el pensamiento supuestamente contestatario
fue tan deletéreo ayer como hoy. (4)
Derrumbe y resurrección de la ortodoxia
En
la década de los sesentas el influjo ideológico de los paradigmas
dominantes en las ciencias sociales se desvanece considerablemente: la
consolidación de la revolución cubana y su definición socialista
luego de Playa Girón; al ascenso del movimiento popular en toda América
Latina; el auge de la lucha de clases en Europa, que culminaría con
los grandes conmociones de 1968; los impetuosos movimientos en favor
de los derechos civiles en los Estados Unidos y la reafirmación de
los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo, a todo lo
cual se agregaría, poco después, el demoledor impacto de la Guerra
de Vietnam que termina de hacer saltar por los aires el laborioso
andamiaje construido por las ciencias sociales norteamericanas desde
finales de la segunda guerra mundial. El colapso teórico de la
teorización rostowiana tiene su correlato en el derrumbe de la
sociología parsoniana, la crisis de las teorías de la modernización
y la bancarrota del conductismo en la ciencia política. En América
Latina esta crisis teórica se acentúa por la presencia de la
Revolución Cubana y el progresivo deterioro de la situación económica,
social y política de los países de mayor desarrollo capitalista una
vez agotado el ciclo de la industrialización sustitutiva, lo que
promovió el breve auge de las diversas corrientes de la teoría de la
dependencia. En sus distintas variantes, que van desde la ya
mencionada obra de André Gunder Frank, Ruy Mauro Marini y Theotonio
dos Santos hasta Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, pasando por Aníbal
Quijano, Agustín Cueva y tantos otros, la teorización de la
dependencia tenía como rasgos unificadores la crucial relevancia
asignada al carácter histórico del desarrollo capitalista, el papel
de sus diversos agentes, la inserción de los países en un mercado
mundial signado por profundas asimetrías y la centralidad de la
problemática política y estatal. A mediados de los setentas la
crisis política generalizada en la región, emblematizada por la
violenta liquidación de la “vía chilena al socialismo” liderada
por Salvador Allende y la Unidad Popular, del experimento radical
democrático de Juan José Torres y la Asamblea Popular en Bolivia, el
termidor sufrido por la revolución peruana con el desplazamiento de
Velasco Alvarado, y el sangriento desenlace del retorno del peronismo
en la Argentina precipitó un nuevo cambio en el paradigma dominante.
En este caso se trató mucho menos de una derrota en el plano de las
ideas que de las consecuencias del período más ferozmente represivo
conocido por la América Latina contemporánea, lo que implicó que
muchos de los teóricos de la dependencia y sus seguidores conocieran
el exilio, la cárcel y, en no pocos casos, la muerte.
No
es el propósito de este trabajo examinar los alcances y límites de
las contribuciones de los dependentistas, bien conocidas en nuestra
región. Nos basta simplemente con resaltar la coincidencia entre sus
pronósticos pesimistas acerca del desarrollo del capitalismo en la
periferia, formulados desde una perspectiva de izquierda, y los que
brotan de la pluma de de Schweinitz, una nota desafinada en el
monocorde ambiente de la academia norteamericana. (5)
La “centro–izquierda” latinoamericana y su apuesta al desarrollo
del capitalismo
Si
hemos sometido a la consideración del lector estas tesis pesimistas
acerca de la imposibilidad del desarrollo en la periferia –¡que no
quiere decir imposibilidad de registrar, por momentos, altas tasas de
crecimiento económico!– es porque el devenir de la historia ha
demostrado, transcurrido casi medio siglo, que los diagnósticos que
se oponían al ingenuo más no desinteresado optimismo de Rostow y sus
colegas estaban en lo cierto. Actualizar esta certeza es bien oportuno
en nuestros días, cuando proliferan una serie de gobiernos de
“centro–izquierda” que, en América Latina, proclaman con ciego
entusiasmo su confianza en culminar exitosamente su marcha hacia el
desarrollo –o entrar al Primer Mundo, como se decía en los
noventas– transitando por una ruta que fue clausurada hace mucho
tiempo. (6)
En
este sentido, los gobiernos de la llamada “centro–izquierda” se
han llevado todas las palmas. Su fidelidad a las orientaciones
generales del Consenso de Washington, fidelidad que no desmentida por
una cierta retórica “progresista” –estentórea, a veces, como
en el caso argentino; aflautada, en otros, como en los casos de
Brasil, Chile y Uruguay– les hace creer que si persisten en las políticas
ortodoxas recomendadas por el FMI, el Banco Mundial y la OMC algún día,
más pronto que tarde, llegarán a ser países como los europeos o los
Estados Unidos. Desde su tumba el bueno de de Schweinitz seguramente
debe estar sonriendo burlonamente ante tamaño disparate. Y, si
pudiera regresar al reino de los vivos, seguramente que les preguntaría
a los voceros de esos gobiernos acerca de las razones por las cuales
hace casi un siglo que países como la Argentina, Brasil y México
siguen siendo los depositarios de un luminoso futuro capitalista que
nunca se concreta y que, al contrario, los aleja cada día más de los
capitalismos desarrollados, perpetuando su condición de eternos “países
del futuro.” Antes de la Gran Depresión de 1929 el pensamiento
convencional de las ciencias sociales auguraba para la Argentina un
futuro esplendoroso. Y lo mismo ocurriría con Brasil luego de la
Segunda Guerra Mundial, en donde su alianza con los Estados Unidos y
el envío de sus tropas a colaborar en la empresa bélica en los
campos europeos supuestamente le abriría de par en par las puertas de
la colaboración norteamericana lo que garantizaría una ruta segura a
los niveles de desarrollo existentes en el Primer Mundo. La construcción,
con la ayuda de un crédito del Eximbank avalado por los Estados
Unidos, de la planta siderúrgica de Volta Redonda, a comienzos de los
cincuenta fue vista por muchos como una clara señal de que el proceso
estaba en marcha y era irreversible. Medio siglo después, Argentina y
Brasil siguen estando “condenados al éxito”, como lo asegura con
su inclaudicable optimismo uno de los principales científicos
sociales de Brasil, Helio Jaguaribe, pero su realidad económica y
social demuestra que lejos de acortar su distancia con los países
desarrollados ocurrió exactamente lo contrario y ahora están más
lejos que antes. Lo mismo puede decirse del caso mexicano, sin la
menor duda: si algo hizo el TLC inaugurado el 1º de Enero de 1994 fue
ensanchar el hiato que separaba a la economía mexicana de las de
Estados Unidos y Canadá.
Pese
a esta abrumadora evidencia el mito del desarrollo capitalista
nacional y su premisa, la existencia de una burguesía nacional,
siguen ejerciendo un enfermizo atractivo en la dirigencia
“progresista” latinoamericana, a punto tal que en fechas recientes
esta patología concitó la atención de un distinguido estudioso
marxista, Vivek Chibber, quien sobre la base de una evidencia
comparativa internacional demolió inmisericordemente tales tesis. (Chibber,
2005) Este ascendiente revela los alcances de la victoria ideológica
del neoliberalismo en la “batalla de ideas”: si en la segunda
mitad de la década de los sesentas había tomado cuerpo una teorización
y una propuesta política en torno a una “vía no capitalista de
desarrollo” que se manifestó de diversas maneras en los distintos
países – con Salvador Allende y Radomiro Tomic en las elecciones
presidenciales chilenas de 1970; en el régimen de Velasco Alvarado en
el Perú de finales de los sesentas; en la tentativa de Juan José
Torres en la Bolivia de la Asamblea
Popular
de 1971, siendo los casos más importantes– a partir de la
contra–ofensiva capitalista lanzada desde mediados de los setentas
esa alternativa fue barrida con un baño de sangre. El resultado es
que hoy gran parte de la “centro–izquierda”, producto de aquella
derrota en el crucial terreno de las ideas, renueva su creencia en el
desarrollo capitalista nacional impulsado por una figura espectral: la
“burguesía nacional”.
La persistencia de un mito
Veamos
algunos ejemplos extraídos de la presente coyuntura. En la Argentina,
por ejemplo, el presidente Néstor Kirchner reafirma su decisión de
construir un “capitalismo serio”, alentando la constitución de
una “burguesía nacional” capaz de conducir la maltratada economía
argentina hacia el puerto seguro del desarrollo. Esa fue una de sus
primeras definiciones programáticas en el discurso inaugural de su
mandato, el 25 de Mayo de 2003, cuando ante la Asamblea Legislativa
decía que “(e)n nuestro proyecto ubicamos en un lugar central la
idea de reconstruir un capitalismo nacional que genere las
alternativas que permitan reinstalar la movilidad social
ascendente.”
Esta
obstinación habría de acentuarse con el paso de los años, lo que
quedó en evidencia en su viaje a la Asamblea General de la ONU, en
Nueva York, en el mes de Septiembre de 2006, ocasión en la cual tanto
Kirchner como la Senadora Cristina Fernández de Kirchner, su eventual
sucesora en la Casa Rosada, dieran muestras de su incondicional adhesión
al capitalismo y al mito del desarrollo capitalista nacional. En esa
ocasión el presidente aceptó una invitación de la Bolsa de Valores
de Nueva York (NYSE) para visitar su sede y disfrutar del dudoso
privilegio de tocar la campana que indica el cierre de las operaciones
del día. En dicha oportunidad Kirchner dijo, evidenciando un sincero
arrepentimiento, que “agradezco el gesto del mercado de invitarnos
aquí. La Argentina está volviendo al lugar del que nunca debió
haber salido”. (Rodríguez Yebra, 2006). Lo curioso del caso, es que
de hecho la Argentina jamás se había marchado de ese lugar. Por el
contrario, siempre estuvo allí, por lo menos desde mediados de la década
de los cincuentas como uno de los países más endeudados del planeta
y jugosa presa de todo tipo de operaciones especulativas y de pillaje
realizadas desde ese sagrado recinto: desde el doloso “megacanje”
de la deuda externa de la época de De la Rúa/Cavallo, hasta las
fraudulentas privatizaciones y la apertura indiscriminada de ordenadas
por Menem/Cavallo pasando por innumerables tropelías y latrocinios de
ese tipo. ¿Ignoraba Kirchner al pronunciar sus palabras que cerca del
95 por ciento de las operaciones que tienen lugar en el sistema
financiero internacional –del cual Wall Street es su corazón– son
de carácter especulativo, razón por la cual una investigadora como
Susan Strange, nada sospechosa de propensiones izquierdistas, bautizó
a dicho sistema como un “capitalismo de casino”, parasitario e
irresponsable, depredador de mercados y naciones, cuya febril búsqueda
de lucro no se detiene ante nada o ante nadie sembrando a su paso
crisis, destrucción y muertes? Similares declaraciones expresó bajo
el amparo de un organismo como el Council of the Americas, uno de los
principales sostenes ideológicos del imperio– despejando cualquier
duda que pudiera subsistir sobre la naturaleza de su gobierno: una
variedad del “centro–izquierda”, por momentos vociferante pero
siempre inquebrantablemente identificada con la perpetuación del
capitalismo en la Argentina y, pese a gestos y retóricas estridentes,
cada vez más dócil ante los dictados de la Casa Blanca.
Hay
que agregar que ya, con anterioridad a esta fecha y en numerosas
ocasiones, Kirchner se había referido reiteradamente a la necesidad
de implantar en la Argentina un capitalismo “serio”,
“nacional” e “inteligente”, adjetivos éstos que supuestamente
obrarían el milagro de convertir a un régimen basado en la explotación
del trabajo asalariado en una fraternal comunidad de iguales. Uno de
los problemas con que se enfrenta el presidente es que en la Argentina
el capitalismo nada serio sino, por el contrario, “sonriente”,
“irresponsable”, “de los compinches” (croony capitalism),
“trasnacionalizado” y torpe, en vez de inteligente, produjo espléndidos
resultados para los capitalistas, con tasas exorbitantes de ganancias
y con la consolidación de extraordinarios privilegios que ningún
burgués “serio” pensaría que es razonable abandonar por más que
lo solicitara el primer mandatario. ¿Cómo convencer a quien se
encuentra instalado en el diez por ciento más rico de la Argentina
–y cuyos ingresos en 2003 eran 56 veces superiores a los del diez
por ciento más pobre– que es urgente y necesario pasar a un
capitalismo “serio”, que evite tan flagrante e intolerante
injusticia? Lo más probable es que el capitalista en cuestión
considere “poco seria” la preocupación presidencial por la
“seriedad” de un capitalismo que produce tan magníficos
resultados, recompensando a los empresarios y a los inversores con tan
fenomenales ganancias.
Esta
explícita voluntad de situar los parámetros fundamentales de la
sociedad capitalista fuera de cualquier posible impugnación, no así
sus manifestaciones más aberrantes, fueron ratificados en ese mismo
viaje en una conferencia dictada en la Universidad de Columbia por la
senadora Cristina Fernández de Kirchner. En esa ocasión la esposa
del presidente –sin duda, una de sus más autorizadas voceras–
declaró que las políticas del gobierno de Kirchner se sitúan del
lado del capitalismo. '¿Qué es el capitalismo?', se preguntó. Su
respuesta: lo que hizo caer al muro del Berlín no fue “el poderío
de Estados Unidos sino que el capitalismo es una mejor idea que el
comunismo, y si el capitalismo se distingue frente a otras doctrinas
es por la idea del consumo'. Sus críticas al FMI se apoyan en la
inconsistencia de sus prédicas con el supuesto núcleo del
capitalismo, sus “mejores ideas”, dado que “con sus políticas
de ajuste lo primero que hace es restringir el consumo” y, en
consecuencia, debilitar el impulso capitalista. (Baron, 2006)
¿Un capitalismo nacional sin “burguesía nacional”?
Volviendo
al discurso inaugural de Kirchner, ¿Qué grado de realismo tiene hoy,
en un mundo de mercados transnacionalizados y de impetuosa
mundialización de los procesos productivos, comerciales y
financieros, apostar a un desarrollo capitalista nacional? Pregunta
indispensable sobre todo en una formación social como la argentina,
en la cual el grado de extranjerización de la economía ha avanzado a
ritmo desenfrenado y es uno de los mayores de toda la región.
Respuesta: ningún grado de realismo. Es pura fantasía. Raúl Zibechi,
en un texto sumamente interesante que desnuda el anacronismo de esta
opción, cita una categórica afirmación de Samir Amin diciendo que
“ya no hay más una burguesía nacional”. Afirmación un tanto
excesiva pero que contiene importantes elementos de verdad. (Zibechi,
p. 1). Excesiva, decimos, porque algunos países de las metrópolis
capitalistas todavía se caracterizan por la presencia de ciertos
conglomerados empresariales equivalentes a una “burguesía
nacional” si bien diferentes al modelo clásico de esta clase tal
cual aparecía en la segunda mitad del siglo diecinueve y comienzos
del veinte. Tal es el caso de Estados Unidos, Japón, Corea y los
principales países europeos, cuyas grandes empresas si bien operan a
escala planetaria y tienen un horizonte de acumulación que trasciende
con creces las fronteras nacionales tienen sus casas matrices en esos
países, se protegen con sus jueces y sus leyes, cuentan con sus
gobiernos para acudir en defensa de sus intereses cuando son
amenazados y es hacia allí donde canalizan las ganancias que obtienen
en los mercados mundiales. Y con relación a la Argentina agrega que
“el último intento de burguesía nacional que hubo en la Argentina
fue Perón. No creo que haya actualmente una burguesía nacional en
Argentina. Existe una burguesía compradora que imagina su
enriquecimiento, como proyecto, en el marco del capitalismo global tal
como es, sin ambición alguna de modificar los términos de este
capitalismo.” Amin no duda que puedan existir “proyectos de
burguesía nacional en los países ex socialistas. Principalmente:
Rusia y China … pero no hay un proyecto de burguesía nacional en
ningún otro país, sean los países más industrializados como
Argentina, Brasil, Egipto e India o países menos industrializados,
como los de Africa subsahariana. ¡Ya no hay más burguesía
nacional!” Sin entrar en polémicas, insistimos: lo que dice Amin es
indiscutible para la periferia, pero mucho más debatible cuando
concentramos nuestra atención en el capitalismo mundializado, (Roffinelli
y Kohan, 2003) (7)
Podría
argüirse que, a diferencia de la Argentina, en el caso de Brasil,
esta expectativa sobre las potencialidades desarrollistas de la
“burguesía nacional” tiene un cierto fundamento. Después de todo
Brasil fue, junto a México, uno de los dos únicos países de América
Latina que contó con una pujante “burguesía nacional”. En la
Argentina una formación relativamente similar existió entre 1870 y
1930: se trataba de una clase de grandes propietarios agrarios
aburguesados íntimamente asociados a una “burguesía compradora”
fuertemente anglófila y estrechamente ligada a economía británica.
Pero cuando este proyecto se agotó, con el derrumbe capitalista de
1929, la “burguesía nacional” que tenía que dar un paso al
frente para establecer su hegemonía brilló por su ausencia. Y si
bien el peronismo trató de insuflarle los bríos necesarios para
cumplir con su supuesta “misión histórica” esa clase –en
realidad, un agrupamiento heteróclito de empresarios sin ninguna visión
de conjunto ni proyecto nacional– se reveló como
extraordinariamente débil y para nada dispuesta a luchar contra el
imperialismo y sus poderosos aliados locales. Capituló con ignonimia
a los pocos años, en 1955, a manos de una alianza oligárquico–clerical
que supo movilizar el resentimiento de los vastos sectores medios que
se sentían amenazados por las políticas de promoción social
impulsadas por el peronismo y que habían dotado a los sectores
populares de una gravitación económica y social sin precedentes.
Dicha alianza, hay que decirlo, contó con el discreto apoyo del
imperialismo norteamericano, que en 1945 se había opuesto
frontalmente a Perón. Pero ahora le temía menos a las políticas
económicas del peronismo, que a esas alturas ya estaban
“alineadas” con las directivas imperiales, que a los eventuales
desbordes populares que podrían producirse ante la descomposición
del régimen y que, se decía en los pasillos oficiales de Washington,
corrían el riesgo de tener un desenlace revolucionario. (8)
En
el caso del Brasil, la persistencia de este mito (unido a la necesidad
de edulcorar su imagen de sindicalista combativo) impulsó al
candidato del PT para las elecciones del 2002, Luiz Inacio “Lula”
da Silva a forjar una alianza tan desmovilizadora como anacrónica con
un representante de la “burguesía nacional” brasileña, un sector
supuestamente identificado con el desarrollo económico y el
fortalecimiento del mercado interno, la expansión del empleo y, por
esta vía, una cierta redistribución del ingreso. Sin embargo, la
presencia del empresario José Alencar no traspasó los límites de lo
meramente ornamental: fue durante la primera presidencia de Lula
cuando el capital financiero obtuvo las más fabulosas tasas de
rentabilidad de toda la historia del Brasil, con el previsible impacto
devastador sobre los restos de una “burguesía nacional”
absolutamente impotente para torcer el rumbo de la política económica
ultraneoliberal que, con al aval de Lula, la estaba destrozando. En
ese sentido, los reiterados lamentos del vicepresidente por los
efectos de las políticas del superministro fueron penosos testimonios
de la incapacidad política de una clase que, a pesar de los nostálgicos,
ya hacía tiempo que había perdido los atributos que, en el pasado,
le posibilitaron ejercer un papel más decoroso en el escenario
nacional.
Claro
está que los casos de Brasil y México tampoco son idénticos. Tal
como lo argumentara hace ya muchos años Agustín Cueva, México fue
sede de la única revolución burguesa triunfante en América Latina.
Otras tentativas, según Cueva, como Guatemala en 1944 o Bolivia, en
1952, fracasaron en ese intento. La primera ahogada en sangre por la
invasión de Castillo Armas, orquestada por la CIA, y la segunda
producto de la ferocidad de la reacción termidoriana que puso fin a
la insurgencia popular de los mineros y campesinos bolivianos. El caso
de México obliga a introducir una distinción que reiteradamente
propusiera Lenin para comprender la peculiaridad de las revoluciones
burguesas en los capitalismos periféricos: una cosa son las fuerzas
motrices de la revolución y otra bien distinta las fuerzas dirigentes
de la misma. En México las fuerzas motrices de la Revolución
Mexicana fueron el campesinado y, en menor medida, los sectores
populares urbanos; pero las fuerzas dirigentes fueron la pequeña
burguesía y un incipiente sector burgués que montado sobre la oleada
revolucionaria proveniente “desde abajo” liquidó el viejo orden y
sentó las bases para un vigoroso desarrollo económico una de cuyas
consecuencias sería la creación de la más pujante “burguesía
nacional” de América Latina. En el caso de Brasil, Florestán Fernándes
ha señalado que la revolución burguesa asumió más bien las
características que Gramsci sintetizara en su concepto de “revolución
pasiva”, es decir, una tentativa de fundar un orden burgués pero
sin un proceso revolucionario que movilizara a las clases y capas
subalternas para destruir los cimientos del viejo orden. Revolución
burguesa tardía porque comenzó simultáneamente con la rápida
transnacionalización del capitalismo de posguerra que produciría el
agotamiento del proyecto de desarrollo capitalista nacional; y débil,
además, porque la representación de los intereses “nacionales”
de los sectores burgueses –acosados por la dinámica imperialista
tanto como por una impetuosa movilización popular– tuvo que
descansar en manos de las fuerzas armadas. Esto dio lugar a una suerte
de “cesarismo regresivo”, para utilizar una vez más una categoría
de análisis gramsciano, en donde la “burguesía nacional” brasileña
para reafirmar su predominio tuvo que subordinarse a –y no sólo
hacerse representar por– las fuerzas armadas durante veinte años,
con la irremediable distorsión de su lógica de acumulación. La caída
del régimen militar puso en evidencia los límites de esta
estrategia. (9)
Lecciones de la historia económica
Las
enseñanzas que pueden extraerse de estos ejemplos, sucintamente
presentados, son inequívocas. A comienzos del siglo veintiuno tanto
Brasil como México –y en mucho mayor medida la Argentina–
atestiguan por una parte la acelerada descomposición de la “burguesía
nacional”; por la otra, que por más que haya habido prolongados períodos
de crecimiento económico éstos no fueron suficientes para hacer que
aquellos países superasen las fronteras del subdesarrollo.
En
México la etapa del “desarrollo nacional–burgués” culminó en
1976. Se abrió en ese momento un interregno que se prolongó hasta
Agosto de 1982 cuando el catastrófico default mexicano precipitó la
crisis de la deuda en todo el mundo. Comenzó entonces un período
signado por la progresiva imposición de las políticas neoliberales
y, a partir de 1988, en el sexenio de Salinas de Gortari, por la
capitulación incondicional del PRI y la burguesía mexicana ante el
capital norteamericano y el desmantelamiento de casi todas las
conquistas de la Revolución Mexicana, línea ésta que habría de
continuarse y profundizarse en los gobiernos del PAN que le
sucedieron. El triunfo de este partido en las elecciones
presidenciales del 2000, y el del candidato de la derecha radical
Felipe Calderón en los fraudulentos comicios del 2006 no hicieron
sino ratificar en el plano de las estructuras políticas y estatales
la creciente subordinación de facto de México a los dictados de
Washington y el sometimiento de la herida de muerte “burguesía
nacional” a manos del capital extranjero. La privatización de las
empresas públicas y la absorción de las privadas nacionales –amén
de la competencia desigual facilitada por la firma del TLC– hizo que
grandes conglomerados transnacionales fundamentalmente estadounidenses
tomaran bajo su control casi todos los sectores estratégicos de la
economía mexicana, socavando el basamento material de lo que en sus
épocas de gloria fuera la “burguesía nacional” más poderosa de
América Latina.
Un
proceso semejante se ha vivido en el Brasil, donde la
transnacionalización de su atractivo mercado interno
–potencialmente enorme– ha ido desplazando a los viejos sectores
burgueses nacionales hacia las áreas menos rentables de la economía.
Las grandes empresas públicas fueron o bien privatizadas o
desmanteladas, para su venta por partes, y las políticas de atracción
del capital extranjero a cualquier costo, facilitadas por la
estructura federal del estado brasileño, impulsó una suicida race to
the bottom de los gobiernos estaduales que ofrecían una escalada sin
límites de exenciones tributarias y fiscales a las empresas
extranjeras para atraerlas a que se radiquen en su territorio,
arrojando por la borda no sólo eventuales ingresos fiscales sino
también controles medioambientales y laborales de diverso tipo. La
Argentina, por su parte, ostenta el dudoso honor de ser el país con
mayor grado de extranjerización de su economía, donde todo fue
malvendido y enajenado durante el fatídico decenio del capitalismo
salvaje presidido por Carlos S. Menem. Venezuela, Bolivia, Colombia,
además de Brasil y México, se las ingeniaron para preservar el
control estatal de la riqueza petrolera; en Argentina, en cambio, YPF
fue privatizada. Y si México pudo hasta hoy conservar el control público
sobre la Comisión Federal de Electricidad, en la Argentina su homóloga
fue seccionada en dos partes y privatizada a precio vil. Lo mismo
ocurrió con el gas, los teléfonos, la aeronavegación, el agua y un
sinfín de empresas públicas que habían sido fundadas con los
ahorros de los argentinos y que, en medio de un festival sin
precedentes de corruptelas de todo tipo, fueron transferidas a manos
extranjeras. En algunos casos, a empresas estatales extranjeras, como
lo era Repsol cuando se adueñó de YPF. O, en otros, facilitando que
la segunda empresa petrolera argentina, de capitales privados, fuese
adquirida por una empresa pública como Petrobrás, lo cual contradecía
flagrantemente el discurso neoliberal acerca de la “ineficiencia”
propia de las empresas públicas.. De ahí que la extranjerización de
la economía argentina sea hoy un dato grotesco para un país cuyas
empresas del estado fueron, en su mejor momento, puntales del
desarrollo nacional cumpliendo importantísimas funciones económicas
y sociales que la pusilánime “burguesía nacional” nunca se
preocupó por asumir y que el gobierno actual no tiene intenciones de
recuperar.
Para
resumir: la sucinta enumeración anterior ilustra con elocuencia el
proceso de descomposición e irreversible debilitamiento de las
“burguesías nacionales”, fenómeno que como asegura Chibber se
reproduce por doquier en la periferia del sistema.. En las tres economías
más grandes de América Latina se verifica el mismo proceso de
debilitamiento/descomposición y nada autoriza a pensar que en las demás
la tendencia histórica se mueva en una dirección contraria. Los
avances de los diversos TLCs (bilaterales: con Chile, Colombia, Perú;
o multilaterales, como los de las economías centroamericanas y República
Dominicana) si algo van a hacer es practicar con fruición la
eutanasia del empresariado nacional, y concentrar los negocios en
manos de los grandes conglomerados norteamericanos que impulsan los
proyectos que ejecuta la Casa Blanca.
Pero
hay además otra cuestión que debe ser considerada: en los casos de
Brasil y México, los dos países con las más poderosas “burguesías
nacionales”, el proceso de acumulación que éstas supieron impulsar
de ninguna manera logró que aquellos accedieran al rango de
capitalismos desarrollados. (10) México conoció un período de
extraordinario crecimiento económico entre 1940 y 1976, “el
desarrollo estabilizador”, un desempeño económico extraordinario
sostenido por un inusualmente prolongado período de tiempo. Y sin
embargo, después de tanto esfuerzo lo que se encontró al final del
camino no fue el límpido cielo del desarrollo sino la tremenda crisis
de 1982 y, luego, la recomposición regresiva y reaccionaria del
capitalismo mexicano bajo la égida del capital financiero, las
empresas transnacionales y la presión de la Casa Blanca. Por lo
tanto, lo que esto demuestra es que pese a las elevadas tasas de
crecimiento sostenidas durante treinta y seis años el capitalismo
periférico fue incapaz de dar el salto que le permitiera superar la
barrera que separa subdesarrollo de desarrollo. Resultado similar se
obtuvo luego de mal llamado “milagro económico” de los militares
brasileños, que por algunos años registró tasas elevadas de
crecimiento económico. Y otro tanto ocurrió en la Argentina, a
comienzos de los noventas y, de modo aún más rotundo en los últimos
cuatro años, cuando el país luego de la gran crisis del período
1998–2002 –y que tuvo su climax en las grandes movilizaciones
populares de Diciembre de 2001– se embarcó en un período de 47
meses de crecimiento económico ininterrumpido con tasas tan elevadas
como las de China y, sin embargo, los problemas crónicos del
subdesarrollo, que afectan a Brasil y a México, también se exhiben
con singular nitidez en la Argentina: pobreza, exclusión social,
desempleo, altas tasas de analfabetismo abierto y funcional, baja
productividad media, profundos desequilibrios regionales, debilidad
estatal para imponer reglas del juego en la economía, retraso tecnológico,
vulnerabilidad externa, fragilidad de las instituciones democráticas
(cuando las hay), y múltiples formas de dependencia económica de los
centros imperialistas del poder mundial. (11)
En
síntesis: en estos tres países hubo crecimiento económico, y en
algunos casos el crecimiento, evidentemente con discontinuidades, llegó
a ser realmente impresionante. Sin embargo, ninguno dejó de ser un país
subdesarrollado y, por eso, al día de hoy exhiben los rasgos que
caracterizan tal situación. Hubo una sola excepción en la historia
económica contemporánea: Corea, el único país que en el siglo
veinte trascendió las fronteras que separan subdesarrollo de
desarrollo. Uno de los pocos, también, que a diferencia de los países
de América Latina, jamás aplicó los “buenos consejos” del FMI,
el BM y el Consenso de Washington y que, por eso mismo, fue el último
en subirse al tren del desarrollo capitalista antes de que se alejara
definitivamente de la estación a mediados del siglo veinte. Todos los
demás llegaron tarde y ahora quedarse a esperar su regreso es un
arrebato de nostalgia destinado inexorablemente al fracaso. (12)
Repensar al socialismo
La
conclusión de estas breves reflexiones sobre la historia económica
comparada es la siguiente: quien quiera hoy hablar de desarrollo tiene
que estar dispuesto a hablar de socialismo; y si no quiere hablar de
socialismo debe callar a la hora de hablar del desarrollo económico.
La experiencia internacional es taxativa: países considerados “la
gran promesa”, poseedores de un futuro brillante en el concierto
capitalista mundial, se debaten en medio del subdesarrollo, la pobreza
y la dependencia un siglo después de aquellos pronósticos tan
favorables. Los gobiernos y el público en general tienen que admitir
que, como dijera de Schweinitz, esa ruta está clausurada y que es
necesario crear una opción nueva. La declaración del Presidente Hugo
Chávez Frías en el sentido de que dentro del capitalismo no hay
solución para los problemas de América Latina sintetiza
adecuadamente el resultado de numerosos estudios e investigaciones. Si
hay una solución –y si tenemos tiempo de encontrar una solución
dada la amenaza de holocausto ecológico que se cierne sobre el
planeta– habrá que buscarla fuera del capitalismo, en el campo del
socialismo. (13)
Por
lo tanto, la propuesta de avanzar en la construcción del socialismo
del siglo veintiuno es una invitación que no debe ser desechada.
Claro está que, en el terreno económico, se trata de un socialismo
superador de la anacrónica antinomia “planificación centralizada o
mercado incontrolado” y que, en cambio, abre espacios para la
imaginación creadora de los pueblos en la búsqueda de nuevos
dispositivos de control popular de los procesos económicos, dotados
de la flexibilidad suficiente para responder con rapidez al torrente
de innovaciones que día a día modifica la fisonomía del capitalismo
contemporáneo. Un socialismo que potencie la descentralización y la
autonomía de las empresas y unidades productivas y, al mismo tiempo,
haga posible la efectiva coordinación de las grandes orientaciones de
la política económica. Un socialismo que promueva diversas formas de
propiedad social, desde empresas cooperativas hasta empresas estatales
y asociaciones de éstas con capitales privados, pasando por una
amplia gama de formas intermedias en donde trabajadores, consumidores
y técnicos estatales se combinen de diversa forma para engendrar
nuevas relaciones de propiedad sujetas al control popular. Uno de los
problemas más serios que tuvo la experiencia soviética, y todas las
que en ellas se inspiraron, fue la de confundir la propiedad pública
con la propiedad estatal. Uno de los desafíos más grandes del
socialismo del siglo veintiuno será demostrar que existen formas
alternativas de control público de la economía distintas a las del
pasado. Pero, es preciso tener en claro que tal como lo dijera en su
tiempo Rosa Luxemburgo, el futuro, sobre todo para los sobrevivientes
del holocausto social del neoliberalismo, es el socialismo o, en caso
de que no logremos construirlo, ser testigos de la perpetuación y
agravamiento de esta barbarie que pone en peligro la sobrevivencia
misma de la especie humana.
Estamos
ante una situación crítica en la cual, como dijera Simón Rodríguez,
“o inventamos o erramos”. No hay modelos por imitar, Puede haber
experiencias que sirvan como fuentes de inspiración, pero nada más.
Una China que alimenta a diario a mil trescientos millones de personas
seguramente que tendrá algo digno de ser aprendido en el terreno de
la producción agraria. Un Vietnam que renace de las cenizas de la
destrucción de que fuera objeto a manos de los Estados Unidos también
tiene algo que enseñarnos. Los extraordinarios logros de Cuba en
materia de salud y educación contienen valiosísimas lecciones que
los países subdesarrollados deben estudiar con suma atención. Pero
la construcción del socialismo del siglo veintiuno, condición
necesaria para el desarrollo de nuestras sociedades, no puede ser
producto de actos imitativos. Fidel dijo reiteradamente que “cada
vez que copiamos nos equivocamos”, subrayando la sabiduría
contenida en la sentencia de Simón Rodríguez. Y un gran teórico
marxista latinoamericano, José Carlos Mariátegui, ya había
advertido los alcances de este desafío cuando dijera que el
“socialismo en América Latina no puede ser calco y copia sino
invención heroica de nuestros pueblos.” Es con este predicamento
que nuestros pueblos deberán construir el socialismo del siglo
veintiuno, condición necesaria para salir definitivamente del
subdesarrollo.
Notas:
1)
El Che participó, como Ministro de Industrias de Cuba, en la
Conferencia del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES), un
organismo dependiente de la OEA, que sesionó en Punta del Este entre
el 5 y el 18 de Agosto de 1961, a escasos cuatro meses de la fallida
invasión a Playa Girón. En su primera intervención en la
Conferencia el Che pronunció un vibrante alegato denunciando los
modestísimos alcances de un supuesto programa de desarrollo económico
auspiciado por los Estados Unidos, la fallida Alianza para el
Progreso, representado en la Conferencia por su Secretario del Tesoro,
Douglas Dillon, que por su énfasis en la construcción de redes
cloacales el revolucionario argentino–cubano denominó sarcásticamente
como “la letrinización de América Latina”. Los modestos
objetivos que se proponía la Alianza, que ni siquiera fueron
alcanzados por ningún país, contrastaban llamativamente con las
grandes realizaciones que Cuba había logrado en dos años y medio de
revolución y que la habían convertido, entre otras cosas, en el
primer territorio libre de analfabetos de las Américas.
2)
Para un análisis sobre la naturaleza y el impacto de las ideas de
Rostow véase Roffinelli y Kohan, 2003.
3)
No deja se ser asombrosa la coincidencia de perspectivas entre la obra
de un teórico conservador como Walter W. Rostow y la de quienes,
desde una perspectiva presuntamente crítica, se inspiran en la obra
de Hardt y Negri. En una entrevista concedida al matutino argentino Página/12
Cocco y Negri descalifican al concepto de imperialismo y juzgan como
lamentable al “antiimperialismo”. No podrían haber estado más de
acuerdo con el teórico preferido de la Administración Kennedy. Cf.
Gago, 2006
4)
Un ejemplo de nuestros días lo ofrece la obra de Hardt y Negri,
Imperio, en la cual se asegura que países como Bangladesh y Haití se
encuentran al interior del imperio puesto que éste todo lo abarca.
Pero, ¿se hallan por eso en una posición comparable a la de los
Estados Unidos, Francia, Alemania o Japón? Si bien afortunadamente
admiten que no son idénticos desde el punto de vista de la producción
y circulación capitalistas Hardt y Negri concluyen, para estupor de
los estudiosos, que entre “Estados Unidos y Brasil, Gran Bretaña y
la India no hay diferencias de naturaleza, sólo diferencias de
grado”, tesis ésta que suscribiría con entusiasmo el propio Rostow.
(Hardt y Negri, p. 307) Como bien recuerda Amin, las periferias del
sistema mundial no son tan sólo “formaciones desigualmente
desarrolladas” sino que se trata de formaciones sociales
interdependientes precisamente en función de esa desigualdad. Para
una crítica a la visión radicalmente equivocada y funcional al
imperialismo de Hardt y Negri ver Boron, 2002.
5)
Al momento de escribir su libro nuestro autor era profesor de la
Northwestern University, una universidad de elite radicada nada menos
que en Chicago y muy influenciada por el prestigio intelectual que por
entonces gozaba la Escuela de Chicago de donde saldría, entre otros,
uno de los grandes ideólogos de la contrarrevolución neoliberal de
los años setentas. Nos referimos a Milton Friedman, por supuesto.
6)
Antes de proseguir con nuestra argumentación se impone una aclaración.
Las usinas ideológicas de la derecha, con el auxilio invalorable de
algunos ex –izquierdistas, ha impuesto un lugar común que podría
sintetizarse así: si bien se produjo en América Latina un “giro a
la izquierda” Washington no debe reaccionar indiscriminadamente ante
el peligro que esto podría entrañar para la “seguridad nacional”
norteamericana, el normal funcionamiento de los mercados y la
seguridad jurídica de las inversiones extranjeras en la región.
Existen, según los Castañedas, Vargas Llosas, Fuentes y tantos
otros, dos izquierdas: una “seria y racional”, que comprende la
importancia de no interferir con la lógica de los mercados y otra,
anatemizada como “radical”, “populista” o “demagógica”
según los diversos autores, empeñada en contradecirla. La primera
vertiente incluye como ejemplos paradigmáticos los casos de la
Concertación chilena y el gobierno de Lula en Brasil, si bien hay
otros en la región que también podrían encuadrarse en este modelo
como el de Tabaré Vázquez en Uruguay y Alan García en el Perú.
Ejemplos rotundos de la segunda serían los de Cuba y Venezuela, a los
que posteriormente se agregó el de Evo Morales en Bolivia y, más
recientemente todavía, el de Rafael Correa en el Ecuador. El caso de
Kirchner ocupa un lugar muy especial porque si bien por su retórica
podría encasillárselo junto a Chávez y Evo, la orientación de sus
políticas económicas –hecha excepción de la quita en los bonos de
la deuda externa– se encuadra en los grandes lineamientos del
Consenso de Washington. En realidad, cuando se habla de “izquerda”
en América Latina tal caracterización le cabe exclusivamente a los
gobiernos de Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. Los demás son, en el
mejor de los casos, gobiernos de centro a los cuales el rótulo de
“centro izquierda” les queda demasiado grande y constituye una
distinción inmerecida en función de sus pobres desempeños en
materia de justicia social.
7)
Sobre este tema, ver Katz, 2004b.
8)
Recordar la visita de Milton Eisenhower a la Argentina, testificando
el cambio en las relaciones con los Estados Unidos, luego de que el
gobierno peronista admitiera el ingreso de las firmas petroleras
norteamericanas y abandonara las políticas heterodoxas utilizadas en
el período 1946–1951. Para testimoniar esa reorientación, que
implicaba un primer acercamiento al FMI, Eisenhower, enviado personal
de su hermano Ike, a la sazón presidente de los Estados Unidos, fue
condecorado con la medalla de la lealtad peronista, el máximo galardón
otorgado por el partido a quienes sobresalían en su lucha por los
principios de justicia social que supuestamente encarnaba el
peronismo.
9)
El superministro de las fuerzas armadas brasileñas en ese período no
fue otro que Delfím Netto quien, en la actualidad, se cuenta como uno
de los principales asesores del Presidente Lula. Este ha repetidamente
señalado la excelente vinculación que lo une con el ex
–funcionario del régimen militar. En una entrevista reciente Lula
dijo que 'Pasé más de 20 años criticando a Delfim (cuando Lula
militaba en el sindicato metalúrgico y luego en la Central Unica de
Trabajadores) y ahora él es mi amigo y yo soy su amigo', afirmó.
Luego aseguró que 'quien va más de derecha, va quedando más de
centro. Quien está más de izquierda, va quedando más socialdemócrata,
menos a la izquierda'. En esa misma entrevista Lula declaró que,
habiendo cumplido los 60 años, “ya no está en edad para ser de
izquierda.” (Clarín, 2006)
10)
Pese a que, bajo fuerte presión de EEUU, la OECD le confirió esa
condición a México una vez que firmó el TLC con Estados Unidos y
Canadá. Pero se trató de una maniobra propagandística del imperio y
nada más. Los 500.000 mexicanos que cada año arriesgan su vida para
cruzar la frontera demuestran con elocuencia la falacia de esa
calificación.
11)
Es preciso recordar que más allá de las etapas de altas tasas de
crecimiento de corta duración un país como la Argentina registró
muy elevados índices durante el período 1880–1914, sin que ello
fuera suficiente para dar lugar a un capitalismo desarrollado. Otro
tanto ocurrió con Brasil y México a lo largo de gran parte del siglo
veinte, y los resultados fueron los mismos. Está fuera de toda
discusión el hecho de que el crecimiento produjo una transformación
económica importante en la periferia del sistema, pero en ningún
caso ese desempeño sirvió para instalar a esos tres países en el
selecto club de los capitalismos desarrollados.
12)
Alguien podría aducir, sin embargo, que el desarrollo de España,
Portugal, Grecia e Irlanda demuestra que el tren del desarrollo
capitalista retorna recurrentemente posibilitando que nuevos países
se incorporen al mundo desarrollado. Pero, en realidad, esto no es así.
España y Portugal fueron grandes metrópolis imperiales durante
siglos, y su prolongada decadencia de ninguna manera puede equipararse
a la situación de cualquiera de las sociedades coloniales de América
Latina y el Caribe. Grecia fue durante siglos volátil botín del
Imperio Otomano, Francia, Inglaterra y Rusia, e Irlanda una provincia
sometida de la corona británica pero integrada a ese espacio económico.
En todo caso el desarrollo de estos cuatro países es una proyección
del proceso de acumulación capitalista en curso primero en las
grandes potencias europeos y, posteriormente, en la Unión Europea. Lo
que ésta ha hecho es equivalente a lo ocurrido cuando, por ejemplo,
Italia aplicó desde los años sesenta del siglo pasado una política
específica para promover el desarrollo de sus regiones más
atrasadas, el Mezzogiorno. Eso mismo hizo la UE con los cuatro países
mencionados. En el caso de América Latina, ¿quién está interesado
en promover y financiar nuestro desarrollo?
13)
Existe ya una abundante bibliografía en torno a la cuestión del
socialismo del siglo XXI. Aparte de las diferentes intervenciones del
Presidente Hugo Chávez Frías consúltese Katz, 2004 a, Katz, 2006;
Kohan 2002; Martínez Heredia, 2005; Monedero, 2005; Petras, 2006;
Puerta, 2006; Regalado Alvarez, 2005 Valdés Gutiérrez, 2006.
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para ser de izquierda”, 13 de Diciembre. de Schweinitz Jr, Karl 1964
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