Gobiernos y regímenes
en América Latina
Por Claudio Katz
Enviado por el autor,
22/03/07
Resumen: La
unanimidad derechista ha quedado reemplazada por tres tipos de
gobiernos. Los conservadores son neoliberales, pro-norteamericanos,
represivos y opuestos a cualquier mejora social. Los
centroizquierdistas mantienen una relación ambigua con Estados
Unidos, arbitran entre el empresariado, toleran las conquistas democráticas
y bloquean las mejoras populares. Los nacionalistas radicales son más
estatistas, chocan con el imperialismo y la burguesía local, pero
oscilan entre el neo-desarrollismo y la redistribución del ingreso.
Las libertades públicas
superan la norma histórica, pero en el polo derechista imperan formas
de terrorismo estatal y un gran incumplimiento de las reglas
constitucionales. En lugar de la crisis del 90 predomina un contexto
económico de recuperación. Las transiciones post-dictatoriales
fueron muy diferentes a los casos comprables de Europa y legaron un
alto grado de inestabilidad.
El presidencialismo
es un efecto general de la vulnerabilidad periférica. Pero Uribe,
Lula y Chávez acaparan facultades con finalidades muy opuestas. En
ciertos casos el acceso de mujeres,
indígenas y ex obreros a la presidencia expresa el ascenso de
sectores plebeyos y en otros disfraza la permanencia de las elites en
el poder.
La
derecha refuerza las plutocracias que la centroizquierda intenta
disimular y los nacionalistas pretenden eliminar. Los tres tipos de
gobiernos se asientan en mecanismos formales e informales. La mayor
gravitación de los partidos o del clientelismo no es una peculiaridad
de gobiernos progresistas o reaccionarios y la actual contraposición
entre republicanos y populistas es una falsa disyuntiva. Este
contraste no sustituye la distinción entre izquierda y
derecha, ni esclarece los intereses sociales en juego.
La república que
elogia el establishment es la antítesis de la democracia. Promueve la
división de poderes para estabilizar los negocios y zanjar los
conflictos entre los capitalistas. El sistema republicano arrastra una
historia de fragilidad periférica, proscripciones oligárquicas y
carencia de cohesión por arriba o legitimidad por abajo.
La derecha y el
socio-liberalismo utilizan un doble patrón de legalidad republicana
para evaluar a sus aliados y a sus adversarios. Presentan al populismo
como un virus regional, pero no aclaran el significado de este fenómeno.
Por
otra parte, los teóricos que elogian al populismo encubren su
función regimentadora y diluyen la tensión que opone a la
centroizquierda con el nacionalismo radical. Mantienen la vaguedad del
concepto y oscurecen con indefinidas referencias al pueblo el sentido
de la lucha de los oprimidos. Es vital caracterizar en la actual
coyuntura regional el papel de cada clase social.
***
Tres tipos de
gobiernos predominan actualmente en América Latina: los conservadores
los centroizquierdistas y los nacionalistas radicales. Los presidentes
más representativos de estas variantes son Uribe en Colombia, Lula en
Brasil (o Kirchner en Argentina) y Chávez en Venezuela.
La secuencia de doce
elecciones presidenciales realizadas entre noviembre del 2005 y enero
del 2007 ratificaron esta variedad de gobiernos, que contrasta con la
unanimidad derechista prevaleciente durante los años 90. Para distinguir estas tres vertientes hay que observar la política económica,
la relación con Estados Unidos, la postura del establishment y el
estado de las conquistas democráticas y reformas sociales.
Indagar estas
diferencias es vital para abordar un segundo problema: los regímenes
latinoamericanos. Todos los gobiernos actúan en el marco de estados
semejantes, pero alternan en el uso de mecanismos formales e
informales de sostén político. Estas modalidades determinan la
preeminencia de dos grandes variantes de régimen, que actualmente se
analizan contraponiendo la república con el populismo.
Tres
alternativas
Uribe
es el caso extremo de un gobierno conservador. Sostiene un explícito
curso neoliberal junto a políticas pro-norteamericanas, que
cuentan con el contundente aval de las clases dominantes. No vacila en
recurrir a la represión brutal y se opone frontalmente a cualquier
mejora social.
Lula y Kirchner se
alinean, en cambio, en la centroizquierda. Mantienen una relación
ambigua con el imperialismo y defienden los intereses generales de los
capitalistas en tensión con varios sectores empresarios. Toleran las
conquistas democráticas, pero obstaculizan el logro de las
reivindicaciones populares. En Brasil persiste el rumbo económico
neoliberal y en Argentina despunta un sendero neo-desarrollista.
Chávez encarna otra
opción. Promueve un curso económico más estatista, mantiene fuertes
conflictos con Estados Unidos y ha chocado con la burguesía
venezolana. Su proyecto oscila entre el neo-desarrollismo y una
redistribución progresiva del ingreso.
Estos tres modelos no
expresan la política específica de cada gobierno. Solo brindan una
tipología general, que sirve de referencia comparativa para
caracterizar a los nuevos mandatarios latinoamericanos. Permite
distinguir orientaciones, en un marco de amplio predominio de
situaciones intermedias.
En algunos casos el
alineamiento es nítido. El triunfo de los conservadores en Honduras,
El Salvador y especialmente México han engrosado el campo derechista.
Calderón debutó reforzando la represión en Oaxaca, criminalizando
la protesta social, ratificando los convenios de librecomercio y
sancionando un drástico encarecimiento de los consumos populares.
Pero el espectro de
centroizquierda es más dudoso. Algunos gobiernos de este signo - como
Alan García en Perú- han concertado estrechas alianzas con la reacción
y se ubican muy cerca de los conservadores. También Bachelet navega a
dos aguas. Por un lado evita confrontar con el movimiento social y
exhibe una retórica progresista, pero por otra parte mantiene una
orientación económica neoliberal, reafirma los tratados comerciales
con Estados Unidos y seleccionó un gabinete de ministros del
establishment. En el mismo vaivén se ubica Tabaré Vázquez en
Uruguay. Difunde una imagen de humanismo tolerante y se mantiene en el
MERCOSUR, pero sistemáticamente tantea la posibilidad de convenios
con el imperialismo.
El mismo tipo de
oscilaciones se observa en la órbita del nacionalismo. Morales en
Bolivia se orienta hacia esta franja cuándo confronta con la oligarquía,
pero se aproxima a la centroizquierda al atenuar el programa de
nacionalizaciones, retrasar la reforma agraria y disuadir la acción
radical de los movimientos sociales. En Ecuador Correa se coloca cerca
de Chávez al intentar un cambio radical del sistema político,
proponer el desmantelamiento de la base militar norteamericana y
rechazar los contratos petroleros neoliberales. Pero se acerca más a
Kirchner cuándo promueve el ingreso al MERCOSUR o trata de repetir el
canje de la deuda que realizó Argentina.
Las fronteras entre el nacionalismo radical y la
centroizquierda son difusas, pero como tendencia el primer proyecto
difiere del segundo en tres planos: la confrontación con el
imperialismo, los conflictos con los capitalistas locales y el aliento
a la acción popular. Ninguno de estos rasgos implica, sin embargo, el
inicio de un curso socialista semejante al recorrido por Cuba en los años
60. Por el momento el esquema nacionalista no traspasa el marco de la
propiedad capitalista y el estado burgués.
El
repliegue represivo
La movilización
popular ha erosionado los mecanismos coercitivos en la mayor parte de
la región. Las fuerzas militares se han replegado y las clases
opresoras han perdido su viejo recurso de dominación totalitaria. En América Latina, el desplome de las dictaduras fue tan contundente, que
nadie avizora su reinstalación en un futuro previsible.
Esta
inviabilidad quedó probada durante el fracaso de varios
ensayos represivos. Los gobiernos que intentaron restaurar cierta
forma de autoritarismo militar -como Fujimori en Perú o Sánchez de
Lozada en Bolivia- tuvieron que ceder el poder. Este tipo de
experiencias indujeron al establishment regional a reemplazar la cruda
brutalidad de los gendarmes por formas de asimilación (o desgaste) de
los movimientos sociales. Como se demostró en Haití durante el
intento de burlar la victoria electoral de Preval, la derecha tiende
poco margen para desconocer un mandato popular, cuándo las
movilizaciones de la población son masivas y persistentes.
Las libertades públicas
actualmente vigentes reflejan también el fracaso de muchos pactos de
transición post-dictatorial.
Los compromisos que contemplaban una gravitación mayor de las
estructuras represivas fueron socavados por la lucha desde abajo.
Estos resultados se alcanzaron al cabo de mucho de años de
resistencia y su alcance difiere en cada país.
Pero
repitiendo lo ocurrido en Inglaterra con el sufragio universal
masculino (durante el siglo XIX) y en Estados Unidos con los derechos
civiles (en los años 60 y 70), las clases dominantes han terminado
aceptando la vigencia de derechos democráticos que resistieron
durante mucho tiempo. En algunos países estos logros fueron
consecuencia de luchas en zonas cercanas. En estos casos predominó la
concesión por imitación, es decir por temor de los opresores a un
contagio de la beligerancia popular.
Las conquistas democráticas
no son equivalentes a las reglas constitucionales. Constituyen
libertades arrancadas a las clases dominantes a través de
encarnizadas resistencias callejeras, que se han traducido
limitadamente en el ordenamiento jurídico.
En ningún caso estas
victorias han sido completas. En casi todos los países los
movimientos sociales soportan presiones e intimidaciones y cuentan con
un margen acotado para actuar. Pero el contexto del hostigamiento
burgués ha cambiado significativamente. Los opresores deben convivir
con libertades públicas muy superiores al viejo estándar
latinoamericano de persecución brutal a los luchadores. Estos avances
constituyen una preocupación cotidiana de las elites derechistas, que
añoran la vigencia de modelos más autoritarios.
Desniveles
de conquistas democráticas
La violencia social
contra los oprimidos se ejerce actualmente mediante la aplicación (y
violación) de las normas constitucionales que manejan a los
opresores. Estos mecanismos también incluyen brutalidades
manifiestas, como el sistema carcelario de Brasil, los atropellos a
los campesinos en Paraguay o las persecuciones a los pobres de
Centroamérica.
Pero la represión
generalizada es excepcional y solo se verifica en las coyunturas
extremas de sublevación popular, que enfrentó por ejemplo Sánchez
de Lozada en Bolivia. Los gendarmes ya no operan como fuerza de choque
directa, sino como reserva latente para situaciones de crisis.
La intensidad de la
represión depende del modelo de gobierno. En algunos países del polo
derechista como Colombia rige el terrorismo de estado, mediante la
tolerancia de los para-militares y las mafias rurales. Lejos de este
extremo el accionar policial en México es complementado con el uso de
sicarios contra las protestas sociales.
En cambio en la mayoría
de los gobiernos de centroizquierda, las estructuras represivas han
quedado colocadas en un segundo plano. Este repliegue difiere en función
de la erosión sufrida por cada pacto de transición. La tutela
militar -que se desmoronó abruptamente en Argentina luego de la
aventura de Malvinas- ha perdurado más tiempo en Chile. Por eso
Pinochet murió con honores militares, mientras que sus colegas
argentinos fueron juzgados, indultados y nuevamente encarcelados. Pero
en un contexto común de tolerancia interna hacia los logros democráticos,
las administraciones de centroizquierda cumplen un nuevo rol represivo
a escala regional. Este papel se verifica en su reemplazo de los
marines en la ocupación de Haití.
El mayor espacio de
libertades para el movimiento popular se localiza en el polo
nacionalista radical. Las organizaciones sociales han logrado allí un
margen de acción inédito, aunque deben lidiar con la burocracia
estatal y la regimentación política desde arriba. En estos países
la tensión represiva está enfocada en la respuesta a las
conspiraciones que ensaya la derecha para recuperar el poder. Del
resultado de este conflicto surgirá una consolidación o una regresión
de los avances democráticos.
Distintos
cursos económicos
Los tres
tipos de gobiernos enfrentan un contexto económico muy diferente a la
crisis de la década pasada. El crecimiento de la producción a
escala mundial y la consiguiente demanda de bienes primarios han
generado un repunte de los precios de los productos que exporta América
Latina. Esta reactivación no se traduce en mejoras significativas del
nivel de vida de la mayoría popular y tiene un alcance limitado,
porque se basa en la comercialización de materias primas. Pero el
repunte le ha brindado un gran respiro a las clases dominantes, ya que
el centro de desequilibrios actuales se ubica en Estados Unidos y no
en los países dependientes.
Este cambio es muy
relevante para una región que ha padecido todas las tormentas del
neoliberalismo. América Latina protagonizó el primer terremoto de
ese período (explosión
del endeudamiento en 1982) y los mayores desmoronamientos de este
modelo en la periferia (México en 1995, Brasil 1999, Argentina 2001).
Incluso ciertos estallidos lejanos –como el desplome de Rusia o los
temblores asiáticos- tuvieron efectos más perdurables en la región,
que en las zonas de origen de estas conmociones. La oleada global del
neoliberalismo fue anticipada en América Latina por las dictaduras y
generalizada por los gobiernos constitucionales.
La
política económica actual difiere del curso predominante en las últimas
décadas. Varios sectores de las clases dominantes promueven un
giro neo-desarrollista en desmedro de la ortodoxia neoliberal. Luego
de un período de fuerte concurrencia extra-regional, desnacionalización
del aparato productivo y pérdida de competitividad internacional,
estos grupos capitalistas alientan un viraje hacia políticas más
industrialistas y menos dependientes de la afluencia de recursos
financieros externos. Es un giro limitado que preserva la ortodoxia
fiscal y monetaria, pero incluye un sostén estatal de la industria
para atenuar las consecuencias del libre-comercio.
Esta nueva tendencia
tiene menor peso en los gobiernos conservadores que relanzan
privatizaciones, mantienen la desregulación financieras y alientan la
apertura comercial. El curso neo-desarrollista es en cambio más
notorio en los gobiernos de centroizquierda, aunque sin gran
uniformidad. Kirchner favorece el viraje, Lula vacila y Bachelet o
Tabaré por ahora no lo comparten.
La tendencia
neo-desarrollista no es incompatible con normas del neoliberalismo.
Avala el superávit fiscal forzoso, el adelantamiento de pagos a los
acreedores y el atesoramiento improductivo de reservas. Esas medidas
no son actos de prudencia económica, sino medidas propiciadas por los
financistas que supervisan el manejo de los recursos públicos.
Los
neo-desarrollistas comparten también con los neoliberales, el rechazo
de la política distribucionista que propone el nacionalismo radical.
Se oponen enfáticamente a cualquier concesión social que amenace la
recuperación del beneficio patronal. Esta oposición obedece a una
estrategia de acumulación muy alejada del viejo industrialismo y
hostil a las mejoras del poder adquisitivo.
Los
grandes grupos capitalistas están actualmente más asociados
con el capital extranjero, operan a nivel regional y jerarquizan la
exportación. Buscan nichos de especialización, que involucran
exigencias competitividad global contrapuestas con la redistribución
progresiva del ingreso. Los gobiernos de centroizquierda enfrentan
esta tensión con posturas favorables a los capitalistas y opuestas a
los oprimidos. En cambio el nacionalismo radical combina la tentación
neo-desarrollista, con medidas de reforma social resistidas por las
clases dominantes.
Grados
de inestabilidad
Los tres tipos de
gobiernos latinoamericanos surgieron de cataclismos
económicos, que en la región alcanzaron dimensiones comparables a la
depresión de entre-guerra. Esta crisis impidió el funcionamiento
estable de los regimenes post-dictatoriales, ya que los colapsos
financieros generaron corrosión política y precipitaron grandes
alzamientos populares.
La
oleada de constitucionalismo regional careció del próspero sustento
capitalista que predominó, por ejemplo, durante la post-guerra
europea. Esta ausencia impidió gestar las condiciones mínimas
de estabilidad que rodean a cualquier régimen político perdurable.
Cada vez que un gobierno lograba cohesionar a los grupos dominantes y
calmar a los oprimidos, una violenta crisis financiera reiniciaba el
ciclo de turbulencias. La tensión se multiplicó durante los 90
porque muchos grupos capitalistas perdieron posiciones en la arena
internacional,
soportaron la contracción de los mercados internos y contaron con
menos auxilios del estado.
Este
convulsivo contexto impidió la repetición de las transiciones
post-dictatoriales menos turbulentas, que se consumaron en situaciones
europeas equivalentes (España, Portugal, Grecia). El marco de
acumulación, consumo y estabilidad que facilitó la Unión
Europea estuvo totalmente ausente en la región. Por esta razón hubo
escasas posibilidad de implementar compromisos comparables al Pacto de
la Moncloa.
Los atropellos
neoliberales se perpetraron en las últimas dos décadas a través del
andamiaje constitucional, pero las conmociones provocadas por esta
agresión dejaron un saldo insatisfactorio para los opresores. Las
clases dominante no pudieron consumar la obra destructora de las
organizaciones de la izquierda que comenzaron los militares. La imagen
de transiciones post-dictatoriales exitosas para los capitalistas que
prevaleció durante los años 80 y 90 se ha diluido en la nueva década.
Las sublevaciones
populares han recompuesto las fuerzas de los oprimidos. Lograron
revertir en varios países las derrotas sufridas bajo las dictaduras y
modificaron la correlación de fuerzas a nivel regional. Este
resultado se refleja en la aparición de movimientos sociales, que han
recreado el espíritu de resistencia incorporando las propuestas de la
izquierda a la agenda política.
Pero la existencia de
tres tipos de gobiernos indica la heterogeneidad de este cuadro. Las
crisis se han procesado en cada país siguiendo un patrón
diferenciado de estallido
o de contención institucional. El primer curso –que predominó en
Argentina, Bolivia o Ecuador- incluyó la interrupción de mandatos
presidenciales. Una docena de jefes de estado fueron expulsados
anticipadamente del poder por esos descalabros. Pero en otros países
-como Brasil, Uruguay o Chile- las eclosiones políticas se
desenvolvieron sin rupturas de los mecanismos constitucionales. Esta
diversidad de desenlaces determinó el modelo pos-crisis que prevaleció
en cada nación.
Variedad
de constitucionalismos
El
golpismo ya no es una opción viable para las clases dominantes. Todas
las vertientes del establishment han incorporado los mecanismos
constitucionales a su horizonte de gestión del estado. Por esta razón
la vida política de Latinoamérica ha quedado ordenada en torno a
comicios periódicos y ciertas reglas institucionales, que fueron
solo interrumpidas durante los picos de las crisis.
Los tres tipos de
gobiernos comparten el mismo sistema político. Las dictaduras que
ejercían las fuerzas armadas han desaparecido y se generalizó un
tipo de régimen que hasta los años 80, solo imperaba en México,
Costa Rica, Colombia y Venezuela.
Este cambio marca un
giro con toda la historia precedente. Los procedimientos
constitucionales incorporados en todos los países incluyen elecciones
de autoridades, voto secreto, comicios regulares, sufragio universal,
competencia partidaria, derecho a competir por cargos públicos y
cierto grado de libertad de expresión, información y asociación.
América Latina quedó
asimilada al proceso internacional de desplazamiento de las
dictaduras. En 1900
el molde constitucional solo regía en seis países, en 1930 se
extendió a 21 naciones y a fines del siglo XX prevalecía en 70 de
los 191 países existentes. La tasa de expansión de este
modelo se acentúo significativamente a partir de 1981 y actualmente rige
a la mitad de la población mundial.
Pero los tres tipos
de gobiernos incluyen situaciones muy distintas. Algunas
administraciones funcionan más atadas que otras al cumplimiento de
las reglas constitucionales. Lo ocurrido recientemente con Calderón
en México y Chávez en Venezuela ilustra este contraste. Mientras que
en el primer caso, las evidencias de fraude condujeron a la oposición
a concretar una ceremonia paralela de asunción presidencial, nadie
cuestiona la legitimidad de los comicios venezolanos. Al cabo de ocho
victorias consecutivas, Chávez volvió a ganar sin ninguna impugnación.
Este resultado se verificó, además, en el único país de la región
que ha introducido el referéndum revocatorio para dirimir la
continuidad del primer mandatario. El formalismo constitucional rige
en todos lados, pero su aplicación efectiva es muy variable.
Sentidos
del presidencialismo
En los tres tipos de
gobiernos se verifica una contundente gravitación del Poder Ejecutivo. Esta preeminencia expresa la tradición presidencialista
en una región con escaso peso del parlamento, reducida incidencia de
los controles judiciales y amplios poderes de los jefes de estado. Las
normas de excepción que dicta el primer mandatario son tan
habituales, como la ausencia de contrapesos al poder central.
Este modelo contrasta con el sistema parlamentario europeo.
En el ranking de países
con mayores atribuciones presidenciales se ubican
Argentina, Brasil, Ecuador y Colombia.
Pero en los últimos años las facultades del ejecutivo se reforzaron
en toda la zona junto a la sanción de normas para prolongar los
mandatos. Argentina vive en estado de emergencia permanente desde
1989, Lula reforzó las atribuciones legadas por su antecesor y Uribe
obtuvo entre 2001 y 2004 un cúmulo inédito de superpoderes. También
Chávez, Morales y Correa reclaman actualmente estas facultades.
Históricamente
esta gravitación del presidencialismo obedeció a la virulencia de
las crisis regionales. Estas turbulencias han sido tan repetidas y
devastadoras, que impusieron la instauración de formas muy
personalistas de conducción del estado. La misma tendencia se observa
en muchos países centrales. Churchill, De Gaulle o Bush nunca fueron
muy respetuosos de las formalidades institucionales. Pero su
autoritarismo siempre estuvo sujeto a mayores controles, ya que las
clases dominantes del centro cuentan
con mecanismos más sólidos que sus pares de la periferia para
supervisar esaS gestiones.
La
envergadura de la crisis también convirtió a Latinoamérica en un
terreno fértil para el cesarismo y el bonapartismo, en la medida que
los jefes del estado son convocados para dirimir grandes conflictos.
El presidencialismo regional no es solo un resultado de la ambición
desmedida. Expresa la fragilidad imperante en todos los rincones del
capitalismo periférico.
Durante
las crisis de las últimas dos décadas la discrecionalidad
presidencial permitió garantizar la continuidad de la acumulación.
Los privilegios de las clases dominantes
fueron regulados desde la trastienda del poder, a través del gobierno
por decreto. En los momentos más críticos, las grandes decisiones
del Ejecutivo se adoptaron a puertas cerradas bajo la excluyente
supervisión del establishment. La debilidad de los sistemas políticos
post-dictatoriales fue contrarrestada con un patrón de verticalismo
militar heredado de las tiranías.
Pero
el sentido concreto de cada modalidad de presidencialismo depende del
carácter conservador, centroizquierdista o nacionalista del gobierno.
Estas tres orientaciones definen el contenido político de la supremacía
que ejerce cada jefe de estado. Aunque la crítica de los medios de
comunicación recae habitualmente sobre los nacionalistas, el
presidencialismo es una práctica muy común entre los conservadores,
que pocas veces respetan los tiempos del Parlamento o las formas de la
Justicia. También los líderes de centroizquierda imponen sin
miramientos su voluntad y frecuentemente desconocen las decisiones de
los propios partidos que los llevaron al poder.
En
lugar de observar al presidencialismo como una perversión de
caudillos latinoamericanos conviene diferenciar los objetivos
perseguidos por cada mandatario. Si se presta atención a estos propósitos,
salta a la vista que Uribe, Lula y Chávez acaparan facultades
ejecutivas con finalidades muy opuestas.
No
tiene ningún sentido colocar en un mismo casillero de
discrecionalidad presidencial al terrorismo de estado derechista, al
socio-liberalismo de la centroizquierda y al antiimperialismo del
nacionalismo. La afinidad formal de comportamientos no debe ocultar la
divergencia de metas que separa a estos mandatarios.
Cambios
de rostros
Por primera vez la
historia de América Latina han accedido a la primera magistratura
mujeres, indígenas y ex obreros. Este giro sintoniza con tendencias
internacionales del mismo tipo. Las figuras presidenciales se están
modificando con el debilitamiento de las jerarquías tradicionales, el
mayor reconocimiento de la igualdad de género y cierta aceptación de
los derechos de las minorías raciales, étnicas o religiosas. Estos
cambios tienen un gran impacto simbólico, pero expresan situaciones
muy diferenciadas.
En algunos casos se
ha concretado el ascenso
de nuevos sectores plebeyos al aparato estatal. Este cambio disgusta a
los poderosos que rechazan la presencia de sus subordinados en altos
cargos. Por eso reaccionan con brutalidad, confirmado la gran carga de
racismo oligárquico que impera entre las elites de la región. La
campaña mediática que instrumenta la derecha contra Morales y Chávez
refleja este desprecio aristocrático. La burocracia tradicional que
controla la estructura de los estados está muy disgustada con el
nuevo segmento gobernante.
Pero
en otros casos, el mismo cambio de rostros disfraza la permanencia de
las viejas elites en la cúspide del poder. No hay qué olvidar
que el mestizo Toledo aplicó en Perú una versión extrema de
neoliberalismo y retomó la doctrina que la señora Thatcher inauguró
a escala internacional. También conviene notar que una mujer negra
como Condolezza Rice dirige actualmente las masacres imperialistas en
Medio Oriente.
Es evidente que la
jefatura de algunas misiones brutales del capitalismo ya no es
patrimonio exclusivo de hombres blancos, cultos y enriquecidos. Por
eso la presencia en el pináculo del estado de figuras plebeyas
expresa situaciones muy diversas. En los gobiernos nacionalistas
radicales coincide con avances democráticos, que no se verifican en
las administraciones de centroizquierda.
Bachelet es la
primera mujer que accede a la presidencia de Chile. Pero desde esta
posición convalida
a los militares, jueces y gerentes que la Concertación heredó del
pinochetismo. Esta capa de funcionarios asegura el trato preferencial
a los industriales, banqueros y terratenientes que caracteriza al
estado capitalista. El discurso progresista y el pasado militante de
una mujer presidente es la cobertura que asume esta continuidad de
viejas cúpulas en el control del estado.
Lo
mismo sucede con Lula, que en su segundo mandato se apresta a reforzar
los privilegios de una selecta burocracia militar, financiera y diplomática.
El comportamiento autónomo de este grupo social es una fuente
tradicional de corrupción, que ha contaminado al partido y al
gobierno del ex metalúrgico.
El cambio de rostros
de las administraciones de centroizquierda no altera la preeminencia
de la tecnocracia. Tampoco convierte a ese segmento en un sector
comparable a sus pares de las economías desarrolladas. La carencia de
un segmento gerencial competitivo es un bache de larga data, que
proviene del carácter vulnerable y discontinuo que presenta la
acumulación en los países periféricos.
Por esta razón la
queja del establishment
ante la “inoperancia del estado” afecta a las tres modalidades de
gobierno. En la era pos-dictatorial ha decaído la tutela militar y se
consumó una renovación de funcionarios amoldada al nuevo estilo de
gestión civil. Pero la inconsistencia tradicional del aparato estatal
latinoamericanos persiste sin grandes cambios.
Plutocracias
reforzadas o cuestionadas
Las
relaciones de cada gobierno con las clases dominantes son distintas.
Los presidentes derechistas mantienen alianzas muy estrechas con los
capitalistas, los líderes de centroizquierda favorecen la asociación
y los mandatarios nacionalistas enfrentan serios conflictos con los
acaudalados. Estas situaciones determinan, a su vez, el reforzamiento,
la continuidad o la alteración de las plutocracias creadas por el
constitucionalismo.
Durante
los años 80 y 90 no se forjaron democracias en ningún país de América
Latina. Surgieron gobiernos directamente controlados por los
poderosos. Los banqueros, industriales y terratenientes dominaron
estas administraciones y conformaron plutocracias ajenas al gobierno
de la mayoría.
Las administraciones
conservadoras afianzan actualmente este perfil plutocrático, ya que
refuerza la protección de los acaudalados contra las contingencias de
la vida política. Subordinan el desenvolvimiento de la esfera pública
a las prioridades establecidas por la actividad privada y acentúan la
fractura entre el ámbito político y económico. Su objetivo es
evitar que el “sano desenvolvimiento” de la producción y el
intercambio capitalistas sean contaminados por movilizaciones
populares o demandas sociales.
Los presidentes de
centroizquierda dirigen plutocracias más encubiertas o atenuadas.
Defienden los intereses capitalistas, pero disimulan ese favoritismo.
Presentan su sostén de los poderosos como si fuera un rumbo orientado
hacia el bien común.
Esta duplicidad es más acentuada en los países de mayor beligerancia
popular o rechazo al neoliberalismo. En Argentina, Brasil y Uruguay,
las plutocracias extremas de los años 80 y 90 han quedado
sustituidas por gobiernos que disfrazan la preeminencia de los grandes
potentados.
Los gobiernos
nacionalistas radicales se han distanciado del molde plutocrático. No
actúan por mandato de las elites, ni gestionan el estado al servicio
de las clases dominantes. Recurren a formas de administración
bonapartista, que brindan mayor autonomía a los funcionarios de las
exigencias del establishment. El estado capitalista es preservado,
pero ha quedado acotada la influencia de los grupos más concentrados.
Esta última
transformación no alcanza para crear democracias plenas El
mantenimiento de la estructura económico-social burguesa impide la
vigencia real de los derechos políticos de la mayoría. O se avanza
hacia la implantación de una genuina soberanía popular o el poder
empresarial tenderá a recuperar los espacios perdidos. La existencia
de esta disyuntiva es una peculiaridad de gobiernos nacionalistas, que
no se extiende a ninguna administración de centroizquierda.
Dos
variantes de regímenes políticos
Los tres tipos de
gobiernos actúan en el seno de estados capitalistas semejantes y
recurren a las dos formas más corrientes de sostén de un régimen
político: el institucionalismo y la informalidad.
Los regímenes son
modalidades de organización que predominan a través de sucesivos
gobiernos durante un período prolongado. Representan una instancia
intermedia entre el estado y esa administración. No cuentan con la
perdurabilidad de la primera institución, pero tampoco están
sometidos a la rotación periódica que imponen las elecciones y
corporizan los funcionarios. El régimen define las reglas de un
sistema organizado por el estado e instrumentado por cada gobierno.
La principal característica
actual de todos los regímenes latinoamericanos es el
constitucionalismo pos-dictatorial. Pero en el marco común de esa
modalidad prevalecen dos grandes variantes de mayor o menor sustento
en el formalismo institucional. Esta diferencia separa a las opciones
asentadas en sólidos (y pocos) partidos de las vertientes sostenidas
en estructuras clientelares. Mientras que en el primer caso gravita el
enjambre de filtros y mediaciones que regula la estructura
constitucional, en la segunda alternativa prevalecen las normas
delegativas, plebiscitarias y personalistas. El poder ejecutivo es un
pilar de ambos regímenes, pero el estilo de gestión menos visible
del modelo institucional contrasta con las formas más expuestas del
esquema para-institucional.
La vigencia de uno u
otro régimen deriva de tradiciones nacionales específicas. En
ciertos países se afianzaron mecanismos más institucionales
(Uruguay, Chile, Costa Rica) y en otros se reforzó el molde informal
(Venezuela, Brasil, Argentina). Este resultado ha dependido también
del contexto de la transición. Algunas dictaduras se desplomaron por
acontecimientos externos (Guerra de Malvinas en Argentina) y otras por
crisis interiores (Uruguay), en procesos supervisados desde arriba
(Brasil, Chile) o precipitados desde abajo (Bolivia). Además, el
grado de vulnerabilidad de cada pacto condicionó el esquema formal o
informal que ha dominado en cada país.
Pero
en los últimos veinte años se han verificado también pasajes de uno
a otro modelo por el simple fracaso del esquema opuesto. De cada
colapso institucional emergieron canales para-institucionales, que a
su vez se diluyeron con la recomposición del estado. De la impotencia
del parlamento y los partidos tradicionales emergieron arbitrajes
autoritarios, que luego fueron reemplazados por renovaciones
institucionalistas.
Lo más importante de
este vaivén es la compatibilidad de las dos variantes con gobiernos
derechistas, centroizquierdistas o nacionalistas radicales. En el
primer caso el conservadurismo formal de F. H. Cardoso en Brasil y Sanguineti en Uruguay fue complementado por el caudillismo
informal de Fujimori en Perú, Menem en Argentina y Uribe en Colombia.
Esta misma variedad
se verifica en la centroizquierda. El institucionalismo de Tabaré Vázquez
o Bachelet coexiste con el liderazgo clientelar de Kirchner y Lula. Y
una compatibilidad equivalente se podría extender al nacionalismo
radical, si se compara el modelo de gestión parlamentarista que
intentó Salvador Allende en Chile con la metodología informal que
caracteriza a Chávez.
La preeminencia de
una u otra modalidad de régimen político no es una peculiaridad de
gobiernos reaccionarios o progresistas. Los mecanismos formales han
servido para instrumentar atropellos contra el pueblo, pero también
para concretar conquistas de los trabajadores. A su vez, los canales
de acción para-institucional han sido históricamente utilizados para
implantar el terrorismo de estado (Fujimori) y la agresión neoliberal
(Menen) o para materializar grandes concesiones sociales (Perón,
Vargas, Cárdenas).
Ninguna
de las dos opciones implica tampoco la preeminencia de un modelo económico.
El neoliberalismo extremo prevaleció durante la década pasada a través
de ambos regimenes y el giro neo-desarrollista actual podría
transitar también por cualquiera de estos caminos.
Esta
permeabilidad del régimen en varios tipos de gobiernos -en el marco
común del estado capitalista- es ignorada los analistas
convencionales. La mayoría identifica el molde formal con las
virtudes de la república y el esquema informal con las desgracias del
populismo. Esa oposición se basa en falsos supuestos y genera múltiples
confusiones, que resulta conveniente clarificar para abordar el
segundo gran problema del debate actual: los regímenes
latinoamericanos.
Mistificación
de la república
La
veneración de las formas republicanas que comenzó tibiamente durante
el fin de las dictaduras se ha convertido en el mensaje central de los
pensadores conservadores. Asemejan la vigencia de esa institución con
la modernización y equiparan su ausencia con el subdesarrollo.
Localizan el funcionamiento de este sistema en los gobiernos
derechistas y denuncian su avasallamiento en las “dictaduras de
origen democrático” que detectan en el nacionalismo radical.
Esta idealización de la republica es compartida por los teóricos
de centroizquierda, que reivindican la “izquierda moderna” de
Bachelet, Lula o Tabaré en oposición a “la izquierda arcaica” de
Chávez o Morales.
Pero la república
reivindicada no es la estructura fundacional de las naciones
latinoamericanas que emergió a principios del siglo XIX, como
resultado de las guerras por la independencia y el fin del
colonialismo. Estas transformaciones le otorgaron a la región un
grado de emancipación política, que ningún otro conglomerado de la
periferia logró alcanzar durante un amplio período histórico.
La derecha no valora
ese desmoronamiento del despotismo monárquico bajo el impacto de la
revolución francesa, sino la constitución de un sistema que limitó
simultáneamente la autocracia y la soberanía popular. Enaltece los
mecanismos de control burgués creados por la división de poderes,
para instaurar contrapesos entre los distintos grupos de las clases
dominantes. El propósito de ese balanceo ha sido garantizar la
estabilidad del beneficio, impidiendo al mismo tiempo la supervisión
popular de los gobernantes.
Los
conservadores nunca objetaron la vulneración de la división de
poderes que permitió atropellar las conquistas democráticas. Solo
les preocupó ese avasallamiento cuando afectó los negocios. La
dictadura del ejecutivo o las arbitrariedades de la justicia -que
penalizaban a los movimientos sociales sin perturbar el beneficio
patronal- eran bien vistas por las clases dominantes.
Los
teóricos del republicanismo conservador se nutrieron del liberalismo
constitucionalista y de su implícita adscripción a los valores
medievales de la jerarquía y la obediencia. Observaban una tendencia
natural al desorden de los individuos, que proponían contrarrestar
reforzando la cesión de los derechos ciudadanos a las elites.
Esta
tradición republicana siempre rechazó la democracia, se opuso
a la igualdad social y defendió el gobierno de las minorías contra
la intromisión popular. Preservó los modelos de parlamentos
bicamerales que transformaron los privilegios de la nobleza en
ventajas de la aristocracia burguesa. El máximo valor de este sistema
era la estabilidad y la protección de los derechos de propiedad
contra cualquier demanda de los oprimidos.
Esta
contraposición de la república con la democracia es explicitada
actualmente solo por los autores más reaccionarios. Pero con este
fundamento implícito se han gestado los regímenes constitucionales
latinoamericanos de las últimas dos décadas. La república y no la
democracia constituyen el pilar de estos sistemas, basados en un juego
de contrapoderes favorable a los capitalistas y ajeno a la soberanía
popular.
Fragilidad
de la república
La precariedad histórica
de las repúblicas latinoamericanas deriva del carácter periférico y
dependiente de la región. Los mismos factores que frustraron la
expansión agraria y la industrialización temprana deterioraron la
estabilidad del sistema político. El desarrollo desigual y combinado
-que mixturó arcaísmo y modernidad- generó fragilidad institucional
endémica. Los modelos de haciendas, plantaciones y latifundios
perpetuaron el atraso e indujeron a la balcanización territorial, que
desembocó en crisis políticas recurrentes.
La modernización
capitalista forjada desde mitad del siglo XIX -en torno a compromisos
bismarkianos entre viejas y nuevas clases opresoras- recreó este patrón
de inestabilidad. La alianza de los grandes propietarios agrícolas
con el capital extranjero afianzó la inserción dependiente de la
región y bloqueó el florecimiento auto-sostenido de la acumulación.
A diferencia del rumbo seguido por Alemania o Japón, el prusianismo
tardío de América Latina no derivó en modelos competitivos a escala
internacional. Al contrario, acentuó la fragilidad capitalista y su
corolario político de repúblicas endebles y convulsivas.
Estos sistemas no
lograron la cohesión de las elites, ni el sustento popular.
Conformaron sistemas oligárquicos
basados en la proscripción y el blindaje a la ingerencia
popular.
Estas repúblicas recogieron la tradición liberal antagónica a la
herencia democrática de 1789, que se asentó en las victorias
conservadoras sobre Louverture, Artigas o Benito Juárez y en la
frustración de los ensayos jacobinos de reforma agraria.
Las repúblicas
latinoamericanas se forjaron copiando del modelo constitucional estadounidense
las normas electorales restrictivas, la delegación de facultades a
los presidentes y la vigencia de filtros para bloquear la soberanía
popular. El colegio electoral, los senados desconectados del número
de votantes, las gigantescas atribuciones de las Cortes Supremas
fueron rémoras de este esquema que perduraron durante décadas. Todos
los procesos de democratización chocaron con esta herencia de
republicanismo oligárquico, que fue socavada a lo largo del siglo XX
mediante la extensión del voto y la participación política de la
población.
El
funcionamiento del sistema republicano tampoco contó con el
perdurable sostén de las clases medias. Con un bajo nivel de consumo
y grandes obstáculos para el ascenso social, este sector no asimiló
los pilares ideológicos del liberalismo anglosajón. Los valores
individualistas, los sentimientos anti-estatistas y las posturas críticas
hacia la justicia social nunca lograron sólidos cimientos en la región.
Algunos idealizadores de la república resaltan esta carencia, porque
estiman que la
mayoría popular está incapacitada para actuar exitosamente en
la esfera pública y debe
ser apadrinada por sectores medios más cultivados y menos
beligerantes.
El patrón histórico
de fragilidad republicana se recreó durante la transición
post-dictatorial y fue acentuado por el curso neoliberal de las
plutocracias. Las descripciones más corrientes de los teóricos de la
centroizquierda retratan esa precariedad, pero omiten el fundamento
capitalista de ese deterioro.
Si el basamento ciudadano de la república ha quedado erosionado es
porque la población se resintió con un régimen que impide las
reformas sociales, asegura los privilegios de las clases dominantes y
da la espalda a las demandas populares.
Con criterios
exclusivamente institucionalistas resulta imposible comprender el carácter
endeble de la república. Si se renuncia al uso de ciertos conceptos básicos
–como dependencia, imperialismo o capitalismo- no hay forma de
entender las crisis de ese sistema político.
Pretextos
republicanos
Los conservadores
enaltecen la república para apuntalar a los presidentes derechistas y
justificar las agresiones contra los movimientos sociales. La hipocresía
gobierna su argumentación. Consideran que cualquier medida favorable
a los oprimidos representa una violación de las reglas
institucionales, pero saludan el
acaparamiento de poderes que permite acelerar privatizaciones o
entregar subsidios a los capitalistas. Presentan cualquier acción del
nacionalismo radical como un atropello a la legalidad republicana,
pero en cambio aplauden el autoritarismo neoliberal.
Los
conservadores siempre han desconocido la legalidad republicana que no
se amolda a sus intereses inmediatos. Cuándo les disgusta algún
funcionario promueven campañas mediáticas para desplazar a los
“corruptos y mediocres” que “gobiernan para sí mismos”. Se
olvidan de los tiempos institucionales y exigen la inmediata remoción
de los políticos caídos en desgracia.
El mismo mecanismo
que utilizan para adular a ciertos líderes es puesto en
funcionamiento para desprestigiar a los personajes desechables. Las
repúblicas conservadoras se oxigenan a través de estas depuraciones
periódicas. Los cambios son digitados desde la cúspide del poder
real y permiten renovar el sistema, desplazando a las caras visibles
de cada fracaso.
En
los picos de esta arremetida, los integrantes de la alicaída
“clase política” son presentados como una casta de aprovechadores
que actúa en beneficio propio. La estrecha dependencia de estos
sectores con los grandes banqueros e industriales es cuidadosamente
omitida. Se oculta que los políticos del sistema siempre gobiernan con el aval de las clases dominantes y son desplazados cuándo
obstruyen los intereses de los dueños del poder.
La derecha promueve
el constitucionalismo reaccionario que asegura la libertad de empresa
(Hayek), bloquea el gasto social (Friedman), impide la justicia
distributiva (Nozick) y garantiza el liderazgo de la tecnocracia (Brezezinski). Con estos criterios los conservadores califican a los sistemas
políticos, premiando a los que ofrecen mayores garantías a los
capitalistas.
La centroizquierda
socio-liberal reivindica a la república siguiendo principios muy
semejantes. Evalúa
el respeto o la violación de las reglas institucionales de acuerdo a
la fidelidad que cada gobierno exhibe hacia las exigencias del
establishment. Con este parámetro contrastan actualmente “la
moderación dialoguista” de Bachelet con el “autoritarismo
agresivo” de Chávez y dictaminan veredictos opuestos frente al
mismo tipo de acontecimientos.
Los
conflictos que afronta una administración de centroizquierda son
vistos como episodios normales de la vida política. Pero las
tensiones que padece un gobierno nacionalista radical son atribuidas
al avasallamiento de las libertades constitucionales. La represión a
los estudiantes chilenos es presentada como un acto de sabiduría
presidencial, pero la movilización popular contra el golpismo en
Venezuela es inmediatamente condenada. Si los afectados por estas
confrontaciones son los oprimidos predomina el silencio, pero si el
conflicto roza a las elites dominantes los medios de comunicación
ponen el grito en el cielo.
El
mismo criterio se utiliza para juzgar la rectitud republicana de cada
presidente. Si su conducta apuntala el poder capitalista llueven las
felicitaciones, pero si choca con esos intereses el repudio es
virulento. En estas reacciones existe gran sintonía entre la derecha
y el social-liberalismo. Los conservadores aportan las
consignas y los centroizquierdistas nutren los argumentos de una campaña
común.
Pero el optimismo
republicano está en baja en toda la región.
El empalme de catástrofes económicas, regresiones sociales e
intervenciones populares han creado serios interrogantes sobre la
viabilidad del modelo constitucionalista post-dictatorial. En este
marco se ha reforzado la denuncia de un infaltable enemigo del
republicanismo conservador.
La
denigración del populismo
El
populismo se ha convertido en el nuevo Satán de Latinoamérica. Los
autores derechistas denuncian que ha resurgido junto a la demagogia,
el clientelismo y el caudillismo. El populismo es presentado como una
práctica de los déspotas que violan las normas republicanas para
distribuir prebendas y dadivas sociales. La enfermedad ya alcanzó
status internacional y preocupa a los funcionarios de las principales
potencias.
El populismo es
repudiado porque obstaculiza el progreso económico y la convivencia
social. Los críticos advierten contra la manipulación del pueblo, la
erosión de las instituciones y la irresponsabilidad económica.
Denuncian el personalismo de los demagogos que prescinden de la
intermediación institucional, para someter
a la población a sus designios.
Los
teóricos de la centroizquierda comparten esta denuncia y estiman que
el nuevo virus refleja el desborde democrático, las flaquezas
republicanas y el escaso peso de los valores liberales. Atacan
a los caudillos que desconocen las supervisiones judiciales, acumulan
atribuciones y menoscaban las instituciones. Denuncian su intención
de eternizar las crisis, para perpetuar liderazgos basados en la
decepción popular con los viejos partidos.
La
derecha y el social-liberalismo reprueban al populismo desde el vamos.
Utilizan este término en forma peyorativa y presentan su difusión
como un problema endémico de la región. Pero no aportan ninguna
pista para comprender el fenómeno. Su esteriotipo de un caudillo que
viola la ley para manipular a las masas es una prejuiciosa
simplificación, que no esclarece el significado de esta modalidad política.
Históricamente
el populismo aludió a distintas formas de intervención informal de
las masas. Este sentido presentaba a fines del siglo XIX entre los
Narodniki rusos y los movimientos rurales estadounidenses. Era
considerado como una forma de acción popular orientada a lograr
objetivos progresistas. En América Latina, los iniciadores
(Irigoyen), los exponentes clásicos (Cárdenas, Vargas o Perón) y
los representantes tardíos (Echeverría, segundo Perón) de esta
corriente auspiciaron distintas formas de presencia popular poco
institucionalizada. Indujeron la incorporación de sectores excluidos
a la actividad política, a través de mecanismos más afines a la
movilización controlada desde el estado, que al voto pasivo de los
ciudadanos.
Este
carácter para-institucional constituye el rasgo principal del
populismo, que desenvuelve instancias inorgánicas de asimilación de
los sectores marginados por los mecanismos republicanos. El populismo
presenta una gran variedad de símbolos, liderazgos o estilos y
puede adoptar distinto tipo de ideologías, discursos o contenidos.
La
preeminencia de la acción informal no es un patrimonio de gobiernos
progresistas o reaccionarios. El mismo tipo de mecanismos ha sido
utilizado como canal de conquistas sociales y como instrumento del
atropello patronal. El populismo clásico de posguerra presentó en América
Latina fuertes tintes nacionalistas, pero durante el reciente período
neoliberal asumió rasgos opuestos de subordinación al capital
extranjero.
La
presencia de estas dos facetas contrapuestas explica como Perón y
Menen (o Cárdenas y
Salinas) pudieron actuar en el seno de una misma tradición política.
El populismo clásico fue un instrumento de industrialización,
reivindicación de los desposeídos, revitalización ideológica del
nacionalismo y desplazamiento del poder de los terratenientes por los
industriales. En cambio, el populismo neoliberal de los 90 fue
prohijado por el capital financiero, facilitó la recolonización
imperialista y recreó los prejuicios elitistas de la derecha. Nuevas
variedades de este contradictorio fenómeno tienden a irrumpir en la
actualidad, como consecuencia de los fracasos acumulados por el
formalismo constitucional.
En
lugar de reconocer este origen los conservadores y socio-liberales
condenan la reaparición del populismo, como un karma que acecha a la
región. A veces atribuyen este resurgimiento a la cultura
paternalista que moldeó la colonización ibérico-portuguesa y en
otras oportunidades lo asocian con la incorregible indisciplina de los
latinoamericanos. Consideran que este mal impide reproducir la
modernización que lograron Europa y Estados Unidos. Pero olvidan
mencionar en qué medida la depredación imperialista ha obturado ese
calco. Con las anteojeras del republicanismo resulta muy difícil
comprender la lógica del populismo.
Los
propósitos de una campaña
La
derecha solo ataca las vertientes populistas que presentan alguna
connotación igualitarista. Un presidente autoritario es respetado
como estadista mientras preserva el status quo, pero se convierte en
un cuestionable caudillo cuándo tolera alguna presencia de los
oprimidos. El presidencialismo enérgico expresa capacidad de mando
mientras favorece a los acaudalados, pero indica personalismo si
disgusta a los poderosos.
Todas
las andanadas contra el populismo son manifiestamente despectivas.
Desvalorizan adicionalmente un término que nadie utiliza para
auto-definir su alineamiento político. Los conservadores repudian
especialmente los “desbordes populistas” por su potencial
familiaridad con la acción de las masas.
La
campaña es comandada por el Departamento de Estado con
la misma furia que en otros momentos se motorizó la batalla contra la
“amenaza comunista”. Un tribunal
de inquisidores determina qué país merece la condena de prohijar al
populismo. Con este
discurso se elaboran las impugnaciones contra los gobiernos
hostilizados por el Pentágono.
Los
neoliberales impulsan esta cruzada para retomar la agenda de
librecomercio y privatizaciones. Cuentan con la estrecha colaboración
de los medios de comunicación y de los pensadores derechistas que
denuncian la “epidemia populista” (Edwards), que genera “despilfarros
de los recursos” (Botana), “desalientos de la inversión”
(Grondona) y “regresiones económicas” (Cardoso).
La derecha intenta
recapturar los
espacios ideológicos que ha perdido en América Latina. Sus
pensadores siempre ordenaron la estrategia de las clases
dominantes y continúan reinando en el terreno económico. Pero han
quedado desplazados del campo político y reflotan prejuicios
ancestrales para recuperar autoridad. Tratan de reestablecer un
sentido común conservador para promover los gobiernos reaccionarios y
consolidar el giro socio-liberal de los mandatarios de
centroizquierda.
Pero este mensaje
ignora el caudillismo descarado de los presidentes conservadores y de
muchos mandatarios que son presentados como la antitesis del populismo
chavista. Este manto de silencio recubre especialmente a Lula, que para gobernar en alianza con los conservadores ha
retomado la tradición personalista del varguismo. Con este fin
transformó todas las iniciativas asistenciales en un paquete
manipulable de micro-ayudas (Bolsa de Familias), que le ha permitido
recoger el voto de los más humildes.
También
Kirchner ha reconstruido el poder del estado para las clases
dominantes con un manejo caudillista del poder. Con este propósito ha
reforzado la conversión del Justicialismo en una estructura
electoral-asistencial, muy distante del viejo peronismo que movilizaba
a la clase obrera. El espectro de pecadores populistas es, por lo
tanto, muy vasto y no encaja fácilmente en la contraposición entre déspotas
y republicanos que difunden los teóricos de la centroizquierda.
El
contraste entre meritorios republicanos y repudiables populistas es
también utilizado por
algunos autores para sepultar la vieja distinción entre izquierda y
derecha, como principio orientador del análisis político.
Retomando la tesis del “fin de las ideologías” consideran que ese
contrapunto ya no define el carácter progresista o reaccionario de un
gobierno.
Pero
república y populismo no sustituyen los conceptos de izquierda y
derecha, para diferenciar los cursos afines a la igualdad social de
las medidas favorables a los privilegios de los opresores. Esta
delimitación es imprescindible para distinguir los intereses sociales
en juego en cada conflicto. Es indiscutible que Chávez se ubica la
izquierda de Lula, pero no es fácil determinar cuán populista es la
gestión de cada uno.
La
dificultad para distinguir una conducta de izquierda de otra
derechista es un defecto que afecta especialmente a los cultores de la
Tercera Vía. Estos pensadores recubren con un lenguaje
contemporizador el programa socio-liberal de privatizaciones,
atropellos a los inmigrantes y restricciones a las libertades públicas.
En ese universo conservador todas las diferencias políticas han
quedado sepultadas, bajo el peso la única alternativa posible que señaló
Margaret Thatcher. La realidad política actual de América Latina
aporta una refutación contundente de ese mensaje.
Elogios
al populismo
En
oposición a la denigración derechista y socialdemócrata ha surgido
últimamente un enfoque que reivindica el concepto de populismo y
también el uso de ese término. Destaca la pertinencia de esta noción
para dar cuenta de los mecanismos que operan en forma paralela a la
institucionalidad formal.
Esta mirada no solo
retrata el fenómeno, sino que también aprueba su presencia como
complemento de las carencias republicanas. En lugar de subrayar los
aspectos conflictivos del populismo, ilustra su función compensatoria
para cubrir los vacíos dejados por el sistema constitucional. Rechaza
la descalificación derechista y defiende esa modalidad, como un método
para canalizar la representación de los sectores marginados.
Pero esta aprobación
encubre las aristas
regimentadoras del populismo y disuelve el potencial contestatario de
las vertientes más cuestionadas por los conservadores. Justifica el
control que ejercen los líderes populistas sobre los oprimidos y su
uso de las instancias informales para imponer frenos a las corrientes
radicales del movimiento social.
La contemporización
con el populismo se apoya en una actitud pragmática. Sugiere
avalar su presencia en dónde irrumpe y olvidar su existencia dónde
no se manifiesta. Observa la aparición de esta modalidad política
como un curso conveniente para las naciones de frágil estructura
constitucional (Venezuela) o larga tradición para-institucional
(Argentina, Brasil). Pero estima innecesario su desarrollo en los países
con mayor trayectoria republicana (Chile, Uruguay).
Con
esta visión acomodaticia, los mandatarios latinoamericanos no
derechistas son indistintamente reivindicados y quedan borradas las
diferencias que separan a los proyectos en juego. La bendición se
extiende por igual a Lula, Bachelet, Kirchner, Tabaré, Morales y Chávez.
La teoría de la “razón populista” aprueba a todos los “líderes
latinoamericanos”, sin separar a la “izquierda moderna de la
retardataria”.
Este planteo
pro-populista es el reverso de la diatriba socio-liberal, pero asemeja
lo que debería distinguirse ya que ignora todos los rasgos
que diferencian a un gobierno nacionalista radical de otro
centroizquierdista. Diluye las tensiones que oponen a ambos procesos y
contribuye a la política de contención de los mandatarios
antiimperialistas que propician Lula y Kirchner.
Especialmente
el presidente argentino adopta una actitud de comprensión hacia su
colega venezolano para atenuar los aspectos revulsivos del proceso
bolivariano y disolver su energía transformadora. El elogio al
populismo constituye la expresión teórica de esta política de
neutralización.
El
fundamento clasista
La
visión elogiosa no supera la vaguedad de caracterizaciones que
siempre ha rodeado el análisis del populismo. En algunos aspectos
incluso incrementa esta indefinición, al presentarlo como una forma
de acción política abierta a cualquier desenvolvimiento y tendiente
por igual a desemboques positivos (democráticos) o negativos (burocráticos).
Esta aguda
indeterminación permite acomodar la evaluación de distintos
acontecimientos a lo que disponga cada autor. Basta resaltar las
insuficiencias de un régimen constitucional para señalar el hueco
por dónde emergerá el complemento para-institucional. Como siempre
hay vacíos a cubrir por esa instancia correctora, el populismo puede
asumir infinitas modalidades y ser juzgado con innumerables criterios.
La visión
aprobatoria rescata los ingredientes polémicos del populismo en
oposición a la tesis socio-liberales que sacralizan el consenso,
disuelven las tensiones políticas y postulan el fin de las
confrontaciones.
Reivindica su reaparición como una confirmación de esta oposición
entre adversarios, que refuta la creencia neoliberal en “una sola alternativa posible”.
Pero esta
subsistencia de conflictos no se manifiesta necesariamente a través
del populismo. Cualquier acción política es sinónimo de discordia,
ya que esta actividad es inconcebible sin confrontaciones. Recordar
estas tensiones contribuye a rehabilitar
la política, pero no a clarificar la naturaleza del populismo.
Los
defensores de esta forma de accionar también resaltan su viejo
sustento en el protagonismo del pueblo. Destacan que este conglomerado
tiende a cumplir un papel articulador de los movimientos sociales, a
través de una “lógica de equivalencias” que permite superar la
“lógica de las diferencias” (presente en cada agrupamiento
sectorial de mujeres, obreros o minorías raciales). Estiman que el
pueblo opera como un nexo de reconocimiento entre los actores
sociales, que facilita su articulación en alianzas y hegemonías.
Esta
reivindicación del pueblo es contrapuesta a la concepción clasista
de marxismo, que subraya la gravitación de las clases sociales en la
estructuración de la acción política. La razón populista
está explícitamente construida como una concepción
“pos-marxista” opuesta al “encerramiento clasista”.
Pero supone que los sujetos sociales se enlazan en torno a discursos,
estilos y formas de acción, sin considerar los intereses materiales
defendidos por cada sector. Al omitir este sustento no se entiende cuál
es el sostén objetivo de ese ensamble. El análisis de clase es
imprescindible porque destaca estos fundamentos de la lucha social,
que la mera reivindicación del pueblo no esclarece.
El
concepto de pueblo arrastra las mismas imprecisiones que afectan al
populismo. ¿Quiénes integran ese conglomerado? ¿Todos los
integrantes de la nación o sus segmentos más empobrecidos?
¿Los capitalistas forman parte de este aglutinamiento? ¿La
clase media y los funcionarios del estado participan de esa totalidad?
Los
viejos populistas oponían el pueblo a los privilegiados, a los
magnates y a los poderosos. Pero nunca definían cuáles eran las
clases sociales en conflicto y esta indeterminación les impedía
caracterizar adecuadamente lo que estaba en juego. La misma vaguedad
recrean en la actualidad los teóricos de la “razón populista”.
Transitan nuevamente por un terreno resbaladizo y plagado de
contradicciones, aunque sin la antigua beligerancia hacia el status
quo.
La
ausencia de caracterizaciones de clase es el gran defecto de los análisis
convencionales del populismo. Esta limitación es muy visible entre
los defensores de esta modalidad, que postulan disolver los
antagonismos sociales en la falsa uniformidad que aporta la entidad de
pueblo.
Explicitar
el universo clasista es vital en la actual coyuntura latinoamericana,
porque los distintos cursos en disputa entre neoliberales,
neo-desarrollistas y radicales antiimperialistas expresan intereses de
clases opresoras y oprimidas que deben ser clarificados. Estos
planteos apuntalan a su vez proyectos muy diferenciados de renovación
de las plutocracias actuales o de construcción de otro sistema político.
Esta segunda alternativa se discute en América Latina en torno a un
concepto decisivo: la democracia. Desentrañar el significado de esta
noción es el próximo desafío de nuestra reflexión.
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CLACSO, Buenos Aires, 2003.
[1]
Este texto forma parte del libro “Los 90, fin de ciclo. El
retorno de la contradicción”. Editorial Final Abierto, Buenos
Aires (próxima aparición).
[2]Economista,
Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de
Izquierda). Su pagina web es: www.lahaine.org/katz
[3]
Algunos teóricos conservadores reconocen que estos derechos
afectan la rentabilidad patronal y envidian los esquemas más
represivos que rigen en el Sudeste Asiático. Fraga Rosendo.
“Mercados movidos por la memoria o la codicia”. Clarín,
12-5-05.
[4]Los
golpes militares de los 70 precedieron este giro mundial, cuyo
inicio puede fecharse en 1978-80 con el triunfo de Deng en China,
el ascenso de Volcker a la Reserva Federal y las victorias
electorales de Thatcher y Reagan. Harvey David. A brief history of Neoliberalism, Oxford University Press,
New York, 2005, (cap 1).
[5]
Analizamos el impacto de este nuevo patrón económico en: Katz
Claudio. El rediseño de América Latina, Alca, Mercosur y Alba.
Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2006.
[6]
Dahl Robert. “Los sistemas políticos democráticos en los
países avanzados: éxito y desafíos”, en Nueva Hegemonía
Mundial, CLACSO, Buenos Aires, 2004.
[7]
Natanson José. “Super-poderes y decretos en América Latina”.
Página 12, 9-7-06.
[8]Grondona
Mariano. “¿América Latina: es una solo o varias?”. La Nación,
23-7-06. Cardoso Fernando Henrique. “El populismo amenaza con
regresar a América Latina”. Clarín, 18-6-06.
[9]
Cada autor adapta este esquema a las contingencias coyunturales de
cada país. Rouquié lo aplica para Argentina, Fuentes para México.
Rouquié Alain. “Por primera vez en décadas, la Argentina es
hoy un país normal”. Clarín, 12-11-06, “Argentina: su pasado
la condena”. Ñ, 24.2.07. Fuentes Carlos. “Ahora, México podría
aprender de los ejemplos sudamericanos”. Clarín, 29-11-06
[10]El
teórico reaccionario Massot contrapone abiertamente la democracia
con la república. Afirma que las limitaciones del primer sistema
derivan de su sostén en el voto mayoritario y sostiene que las
ventajas del segundo régimen provienen de los mecanismos de
control entre los distintos poderes del estado. Massot Vicente.
“Democracia no es igual a República”, La Nación, 18-10-06.
[11]
Algunos autores estiman que no más del 4% de la población
participaba en los amañados comicios del siglo XIX. Cálculo de
Stanley y Bárbara Stein citado por: Cueva Agustín. El desarrollo
del capitalismo en América Latina, Siglo XXI, México 1987 (cap
7)
[12]
O¨Donnell considera que solo la clase media puede motorizar
transformaciones progresistas “para
atenuar la miseria, sin atemorizar a los privilegiados”. Pero
olvida que estas conquistas surgieron de la lucha y no de la
filantropía de los poderosos. Las clases medias no están
destinadas a educar al resto de la población. Su situación
mejora cuando sus demandas empalman con las exigencias de las
mayorías. Si esta convergencia no se produce sufre las
consecuencias de un sistema que atropella sus aspiraciones. O´Donnell
Guillermo. “Pobreza y desigualdad en América Latina”. Pobreza
y desigualdad en América Latina, Paidos, Buenos Aires, 1999.
[13]Habitualmente
subrayan la impotencia de las instituciones (“crisis de
representación”), la incapacidad de sus mecanismos para
incorporar a los sectores más oprimidos (“aumento de la exclusión”)
y el deterioro de los pilares del sistema (“fin de las
identidades partidarias”).
Paramio Ludolfo. “Giro a la izquierda y regreso del
populismo”. Nueva Sociedad, n 205, septiembre-octubre 2006,
Buenos Aires.
[14]Con
este criterio la revista inglesa de los financistas publica periódicamente
un “ranking internacional de la democracias”. The Economist.
“Solo 28 países tienen una democracia plena”.La Nación,
22-11-06.
[15]Este
contrapunto realizan: Boersner
Demetrio. “La izquierda latinoamericana y el surgimiento de regímenes
nacional-populares”. Nueva Sociedad n 197, junio 2005, Caracas. Rojas
Aravena Francisco. “El nuevo mapa político latinoamericano”.
Nueva Sociedad, n 205, septiembre-octubre 2006, Buenos Aires.
Touraine Alain. “Entre Bachelet y Morales: ¿existe una
izquierda en América Latina”. Nueva Sociedad, n 205,
septiembre-octubre 2006, Buenos Aires.
[16]
“Hay que detener la marea populista” (Aznar), el “populismo
amenaza nuestros valores” (Barroso), “es el peor adversario
del libre mercado y la democracia” (Bush), “es un objetivo difícil
de combatir” (Krause). Citado por: Casullo Nicolás
“Populismo: el regreso del fantasma”. Página 12, 28-5-06.
[17]
Cardoso Fernando Henrique. “El populismo amenaza con regresar a
América Latina”. Clarín, 18-6-06. Botana Natalio. “Polémica
sobre el populismo”. La Nación, 19-5-06.
[18]
O¨Donnell Guillermo. “Rendición de cuentas horizontal y nuevas
poliarquías”, en Camou Antonio. Los desafíos de la
gobernabilidad, Plaza
y Valdez, México, 2001. O´Donnell Guillermo. Contrapuntos,
Paidos, Buenos Aires, 1997. (cap 11 y Prefacio).
O´Donnell Guillermo. “Sobre los tipos y calidades de
democracia”. Página 12, 27-2-06.
[19]
Esta característica es ilustrada por distintos estudios en: Mackinnon María Moira, Petrone Mario Alberto. “Los complejos de la
Cenicienta”. Populismo y neopopulismo en América Latina,
Eudeba, Buenos Aires, 1998.
[20]
Estas operaciones son denunciadas por
Borón Atilio. “Guardianes de la democracia”. Página 12,
18-7-05. Borón Atilio. “Perú, Vargas Llosa y la
democracia imperial”. Página 12, 5-6-06.
[21]“El
populismo radical se desborda en América Latina” titula el
diario La Razón, 8-5-06, Madrid. Edwards Jorge. “Hay una suerte
de contagio populista en América Latina”. La Nación, 29-1-07.
Grondona “América”, Botana “Polémica”, Cardoso “El
populismo”.
[22]
En esta sustitución analítica sobresalen Oppenheimer en la
derecha y Rojas o Touraine en la centroizquierda. Oppenheimer Andrés.
“La izquierda y la derecha en el siglo XXI”. La Nación,
12-12-06. Rojas “El nuevo”, Touraine “Entre Bachelet”.
[23]
Laclau Ernesto. “La deriva populista y la centroizquierda
latinoamericana”. Nueva Sociedad, n 205, septiembre-octubre
2006, Buenos Aires. Laclau
Ernesto. “Populismo no es un concepto peyorativo”. Desde
Dentro, n 1, septiembre-octubre 2005, Caracas. Laclau
Ernesto. “El fervor populista”. Ñ, 21-5-05.
[24]
Laclau Ernesto. “La izquierda y no está aislada”. Página 12,
25-4-05, Laclau Ernesto. Las manos en la masa. Radar. 5-6-05.
[25]
Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una
radicalización de la democracia. Fondo de Cultura Económica,
1987, Buenos Aires.
[26]
Es la visión que plantea Casullo en su crítica a “la religión
del marxismo, que no vio el mundo de expectativas del pueblo”. Casullo
“Populismo”.
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