Interpretaciones de la democracia
en América Latina
Por Claudio Katz
Enviado por el autor, 10/08/07
Resumen: Las concepciones
institucionalistas, elitistas y participativas de la democracia han
prevalecido en la región en distintos momentos de las últimas décadas.
La primera visión defiende un modelo de mejoras cívicas, políticas
y sociales paulatinas, ignorando las tendencias regresivas del
capitalismo. Olvida que el intento de consumar estos avances en tres
estadios diferenciados fracasó reiteradamente y ha resultado
particularmente inviable en la periferia.
El aumento de la miseria ha
coexistido en los regímenes pos-dictatoriales con los sufragios periódicos.
Esta compatibilidad confirma la validez de la distinción entre
democracia formal y sustancial que el institucionalismo objeta. Este
enfoque explica erróneamente la crisis de los gobiernos
constitucionales por su juventud o su recepción de excesivas demandas
y omite el servicio que prestaron a los acaudalados. Además, idealiza
el diálogo y minimiza los efectos de la desigualdad.
La decepción provocada por estos
regímenes incentivó un viraje elitista, en sintonía con la expansión
del neoliberalismo. Los promotores de este giro justifican la apatía
ciudadana y responsabilizan a la población por el vaciamiento político
que impuso el establishment. Disuelven el análisis concreto de esta
regresión en consideraciones abstractas sobre la condición humana y
resucitan las teorías que niegan a las masas capacidad de
auto-gobierno. Además, identifican a la democracia plena con el óptimo
del mercado desconociendo la naturaleza contrapuesta de ambos
sistemas.
Por el contrario, los autores
progresistas asocian las metas democráticas con la participación
ciudadana y consideran que esta intervención permite inclinar el
funcionamiento del sistema constitucional a favor de los intereses
populares. Pero ignoran las barreras que interponen los capitalistas a
la presencia de las masas cuándo perciben amenazas sus privilegios.
Tanto el republicanismo social como el liberalismo igualitarista no
toman en cuenta estas restricciones. Proponen una rehabilitación genérica
de la política, que solo resultaría beneficiosa si fortalece un
proyecto de los oprimidos.
La intervención popular choca
con el sostén del estado a la acumulación capitalista. Este
conflicto es ignorado por muchos autores que proponen fortalecer y
democratizar a esa institución. Un error simétrico genera el
deslumbramiento con la sociedad civil. Una esfera que alberga el
centro de la explotación no puede ser espontáneamente favorable a la
democracia real. La lucha consecuente por esta meta exige analizar el
capitalismo como totalidad, sin divorciar el ámbito privado de la
actividad estatal.
****************
Tres visiones diferentes de la
democracia han predominado en América Latina en las últimas décadas.
Durante los 80 prevaleció el institucionalismo, que reivindica las
cualidades formales del régimen constitucional y su capacidad para
expandir los derechos civiles, estabilizar el sistema político y
mejorar el nivel de vida de la población. Este enfoque perdió
relevancia a medida que las grandes crisis económicas socavaron la
autoridad de los presidentes, empobrecieron a los pueblos y
generalizaron el desengaño con los gobiernos post-dictatoriales.
De esta decepción emergieron las
concepciones elitistas que acompañaron el ascenso neoliberal de los
90. Estas tesis conciben a la democracia como un mecanismo de selección
de gobernantes que administran el sistema político con criterios de
mercado, aprovechando el sostén pasivo de la ciudadanía. Presentan
este tipo de gestión como un destino inexorable de la globalización
y afirman que el ensanchamiento de la desigualdad social es el precio
del progreso.
Este enfoque quedó seriamente
afectado por las movilizaciones sociales que en los últimos años
favorecieron el desarrollo de una visión participativa de la
democracia. Esta concepción asocia la soberanía popular con la
reducción de la inequidad, promueve la intervención activa de la
población, el control de los funcionarios y la implementación de
formas de gestión directa.
El correlato político de estos
enfoques no es unívoco, pero las tres posturas tienden a sustentar
respectivamente los planteos moderados, derechistas y progresistas.
Estas fronteras son menos nítidas a nivel teórico, especialmente
entre los autores que combinan distintas visiones o han pasado de una
postura a otra. Analizar las tesis institucionalistas, elitistas y
progresistas facilita la comprensión de los cambios políticos
registrados en Latinoamérica y esclarece, además, qué tipo de
democracia rige actualmente en la región.
Las ilusiones institucionalistas
Varios defensores del
constitucionalismo estiman que los mecanismos republicanos contribuyen
al progreso paulatino de la sociedad, a través de sucesivas etapas de
liberalización (ampliación de derechos), democratización
(conquistas ciudadanas) y avance social (mejores prestaciones públicas).
Consideran que estos avances “consolidan la democracia” a medida
que mejora la “calidad institucional”.
Esta visión recoge varios
aspectos de la teoría marshalliana, que propone alcanzar la ciudadanía
plena al cabo de tres estadios de progreso civil, político y social.
Postula expandir los principios democráticos a todos los ámbitos de
la sociedad para reducir la desigualdad en el marco del capitalismo,
mediante reformas paulatinas que no atemoricen a las clases dominantes.
Esta tesis es muy afín a la tradición socialdemócrata
e ignora que las realizaciones populares crecientes están bloqueadas
por la dinámica intrínsecamente regresiva del capitalismo. Bajo este
sistema la competencia por beneficios surgidos de la explotación
impide el progreso colectivo, como un simple contagio de una esfera
hacia otra. La rivalidad por las ganancias obliga a recortar periódicamente
los derechos sociales y el incentivo al enriquecimiento individual
obstruye la disminución perdurable de la inequidad. Por esta razón
la igualdad política no se extiende a las distintas áreas de la vida
social y los derechos formales se distancian de los reales.
El capitalismo permite a los trabajadores sufragar
libremente, pero no cuestionar su condición de asalariados sojuzgados
por los industriales. Este sometimiento es incompatible con la
humanización del sistema que proponen los tres estadios
marshallianos. En un régimen asentado en la compra-venta de la fuerza
de trabajo, los capitalistas gozan de un atributo de contratar y
despedir empleados, que es incompatible con la democratización de la
sociedad. Mientras el sustento del grueso de la población continué
dependiendo de la lógica despótica que impone el mercado laboral, el
avance
evolutivo de mejoras cívicas a progresos políticos y sociales será
una ilusión.
Los derechos populares siempre
surgen de conquistas de los oprimidos. Estos logros chocan con la lógica
competitiva, que induce guía a los empresarios a implementar
atropellos periódicos contra los trabajadores. Las tesis
marshallianas ignoran esta compulsión porque se apoyan en una mirada
angelical del capitalismo. Repiten la vieja propuesta de mejorar
lentamente a este sistema, olvidando las frustraciones populares que
siempre ha generado esta expectativa.
El institucionalismo presenta las
agresiones neoliberales de las últimas décadas como una excepción y
desconoce los cimientos de estas acciones en dinámica regresiva del
capitalismo. Desconecta los padecimientos que soportan los asalariados
de las tendencias de un sistema estructuralmente opuesto a las mejoras
populares.
La aplicación regional
La tesis marshalliana fue utilizada por numerosos
institucionalistas para justificar los pactos concertados con los militares durante los años 80. Presentaron esos acuerdos
como un requisito para gestar los regímenes constitucionales que
permitirían recorrer en Latinoamérica las tres etapas de la
democracia plena. Pero los compromisos con las dictaduras solo
generaron sistemas maniatados y con muy poco margen para transitar los
avances hacia la liberalización, la democratización y la mejora
social.
Esta secuencia tampoco despuntó
posteriormente, cuándo la crisis económica, la resistencia popular y
la inestabilidad política demolieron los pactos con los gendarmes. En
ningún país se alcanzaron las metas socialdemócratas y los propios
promotores de estos objetivos registraron este fracaso. Reconocieron
que los derechos civiles apenas despuntan, los políticos
son muy limitados y los sociales han quedado seriamente deteriorados.
En lugar de contagiosas mejoras de un campo hacia otro, la vía
constitucionalista desembocó en una arremetida general contra el
nivel de vida de los oprimidos.
Este resultado demostró cuán ilusoria es la creencia
de erigir un régimen político con legitimidad popular, en un
escenario de miseria y concertación con las viejas dictaduras. El
empobrecimiento de la mayoría y las concesiones al autoritarismo
militar deterioraron la estabilidad del constitucionalismo y
bloquearon cualquier evolución ulterior en la dirección
marshalliana.
La universalización de derechos
que propone este esquema de segmentar choca la tendencia a la
fragmentación que impera en el capitalismo contemporáneo. Como
resultado de esta fractura, una minoría goza parcialmente de los tres
atributos, otro sector intermedio recibe por goteo algunas porciones
de esos logros y la mayoría queda excluida de cualquier beneficio
significativo.
Esta polarización presenta en Latinoamérica un
alcance dramático. La región lidera un ranking de mundial de inequidad que fue acentuado en
las últimas décadas por las “democracias excluyentes”. Este
resultado ha corroborado
que la ciudadanía integral no puede construirse a costa de las
conquistas inmediatas. Postergar las mejoras sociales -esperando
asegurar primero la vigencia de derechos civiles o políticos- impide
avances significativos en todos los terrenos.
“Profundizar la democracia”
Los marshallianos de la región
pretendieron medir el progreso de los tres estadios evaluando la
“consolidación de la democracia”. Pero esta noción indica grados de estabilidad constitucional y no escalones de
genuina democratización. Solo ilustra el afianzamiento o deterioró
de la supremacía política que ejercen las clases dominantes. Al
desconocer esta función, los institucionalistas presentaron la
estabilidad como un valor supremo de la comunidad, omitiendo cómo
benefició a los poderosos.
Pero todas las reflexiones sobre la “consolidación
de la democracia” condujeron a enredos irresolubles. Nadie pudo
entender lo que se debatía, ni tampoco exhibir algún barómetro
consistente para medir ese afianzamiento. Solo florecieron las
ingenuas comparaciones con los modelos políticos de Europa o Estados
Unidos que fueron tomados como referencia para esa evaluación.
El deslumbramiento con estos esquemas se apoyó en la
expectativa de repetir el camino transitado por los países avanzados
durante la post-guerra. Pero esta imitación quedó frustrada por las
adversas condiciones imperantes en América Latina durante los años
80 y 90. El endeudamiento externo, la preeminencia del neoliberalismo
y la fuerte ofensiva del capital sobre el trabajo impidieron esbozar
alguna reproducción del “estado de bienestar”.
Esta frustración no obedeció
solo a causas coyunturales. También expresó el obstáculo que
afronta una región atrasada para reproducir el curso de los países
centrales. El capitalismo latinoamericano no tolera una escala de
reformas sociales equiparable a los países avanzados. La inserción
dependiente en el mercado mundial ha tornado difícil repetir incluso
el desarrollo observado en la periferia de la Unión Europea.
Los institucionalistas omitieron
estos problemas y optaron por un análisis puramente formalista. Se
limitaron a desenvolver estudios comparativos, investigaciones sobre
liderazgos y evaluaciones de elecciones, parlamentos y partidos.
Intentaron explicar la crisis pos-dictatorial por la fragilidad de
estos mecanismos, sin indagar nunca las raíces estructurales de la
crisis regional.
Falsos dilemas
Al desechar los términos capitalismo o dependencia,
los institucionalistas han navegado por la superficie de los regímenes
constitucionales. Atribuyeron las tensiones de estos sistemas a su
juventud y estimaron que esta inmadurez condujo a la decepción de una
población impaciente, que exigió soluciones inmediatas para
problemas de largo aliento. Enfatizaron la precocidad de los nuevos
regímenes olvidando su favoritismo hacia los poderosos.
Otros teóricos consideraron que los sistemas políticos
quedaron desbordados por las “demandas excesivas de la población”.
Estimaron que estas exigencias provocaron la parálisis de los
“gobiernos sobrecargados”, que no pudieron cumplir con las
promesas enunciadas desde el llano. Observaron esta fractura como una
escisión inevitable entre lo deseado y lo posible.
Pero esta cisura se ha tornado un rasgo corriente de la
política burguesa contemporánea, que potencia el divorcio entre los
anuncios y las realidades. El engaño es necesario para sostener la
credibilidad de la ciudadanía en sistema que favorece a los
acaudalados.
La crisis que arrasó a las economías latinoamericanas
potenció esta dualidad. Pero la pérdida de legitimidad popular de
los regímenes post-dictatoriales no condujo al temido retorno de las
dictaduras. Al contrario se mantuvo la continuidad de los regímenes
constitucionales en un marco de miseria, descontento popular y
desgarramiento gubernamental que desconcertó a los
institucionalistas. Siempre habían considerado que la
pobreza, la indignación social y la fragilidad de los
mandatarios eran incompatibles con la perdurabilidad del sistema. La
nueva coexistencia aumentó su perplejidad y los indujo a preguntarse
si estos regímenes podrían subsistir.
Algunos autores contestaron afirmativamente, otros
negativamente y la mayoría recurrió a fórmulas intermedias del
tipo: “el sistema puede persistir, pero no consolidarse”.
Pero a medida que transcurrió el tiempo se tornó evidente que el
propio interrogante institucionalista estaba mal planteado. Los regímenes
post-dictatoriales fueron artífices y no víctimas del
empobrecimiento popular y por eso han perdurado junto a la expansión
de la tragedia social. Lejos de afectar los intereses de los
opresores, el constitucionalismo brindó el marco de seguridad jurídica
para los negocios que las dictaduras ya no aportaban. Este sistema
evitó incluso las perturbaciones que genera el totalitarismo, cuándo
reduce el espacio de flexibilidad requerido por el capital para
invertir, competir o acumular.
Los institucionalistas presentaron el gran dilema
regional como una disyuntiva entre “democracia y dictadura”.
Difundieron esta oposición como una polaridad absoluta entre
proyectos progresistas o regresivos, sin notar que el
constitucionalismo burgués ha sido compatible en América Latina con
una amplía variedad de modelos semi-despóticos. Al utilizar en forma
indiscriminada el término democracia –sin diferenciar modalidades
formales y sustanciales de este régimen- se alejaron de cualquier
comprensión de los temas en debate.
El institucionalismo eludió problemas y solo introdujo
adjetivos para ilustrar las insuficiencias del régimen político. Jamás explicó
la raíz capitalista de esa limitación. Propagó calificativos para
aludir a la fragilidad de las estructuras constitucionales
(democracias precarias, inciertas, no consolidadas), a sus
limitaciones (democracias restringidas, delegativas, tuteladas) o a su
mal funcionamiento (democracias truncas, fallidas, de baja
intensidad).
Algunas caracterizaciones
resaltaron los incumplimientos de las expectativas iniciales y otras
subrayaron los contrastes con sus equivalentes de los países
desarrollados. Todos aceptaron el divorcio entre la ciudadanía política
y la des-ciudadanía social, pero muy pocos hablaron de imperialismo y
dependencia. Durante esta etapa predominó una gran reacción
intelectual contra las concepciones, que en los años 70 explicaban
las raíces de la crisis latinoamericana por la inserción periférica
de la región en el mercado mundial. Los institucionalistas
atribuyeron esa inestabilidad a la fragilidad histórica del
constitucionalismo.
Con esta mirada florecieron las
caracterizaciones que retrataron a los gobiernos “sin política” (por su alineamiento con una sola opción),
“sin inclusión” (por la explosión de pobreza), “sin cohesión
social” (por el aumento de la desigualdad), “sin autoridad” (por
la crisis de la dirigencia) o “sin legitimidad interior” (por su
dependencia de una bendición externa).
Pero estas descripciones no aportaron explicaciones.
Por un lado omitieron la fragilidad estructural de América Latina y
por otra parte ignoraron el vaciamiento político que produce la
hostilidad del constitucionalismo contemporáneo a los derechos
sociales. Este sistema acentúa la tendencia capitalista a disociar la
esfera económica de cualquier avatar político relacionado con
demandas populares. Por esta razón gran parte de los negocios son
sustraídos de cualquier debate en el parlamento, los partidos o los
comicios. Los capitalistas buscan proteger sus intereses de resultados
electorales imprevistos, candidatos conflictivos o demandas sociales
repentinas. Pero este blindaje torna intrascendente al sufragio y
diluye los elementos democráticos del sistema constitucional.
¿“Democracia deliberativa”?
El gradualismo institucionalista levantó la bandera
del diálogo como un recurso clave para consolidar los regímenes
post-dictatoriales. Asoció este afianzamiento con la calidad de la
comunicación ciudadana y ponderó la convivencia. Promovió la construcción de
“democracias dialogantes”, que debían armonizar los intereses de
todos los actores de la sociedad.
Pero estos llamados no convocaron
a construir la soberanía popular, sino a gestar un sistema permeable
al autoritarismo militar y al neoliberalismo. Bajo la cobertura de un
inocente intercambio de opiniones se disuadió la lucha por la
democracia plena, que exige acción consecuente de los oprimidos y no
consensos pasivos con los opresores.
El enfoque deliberativo omite
registrar la desigualdad de fuerzas que rodea al diálogo entre opresores y oprimidos. Basta solo comparar la
influencia que tienen ambos sectores sobre los medios masivos de
comunicación, para notar el alcance de esa inequidad. El acto de
conversar no tiene, por otra parte, efectos mágicos, ni resuelve las
tensiones de una sociedad asentada en la explotación. Ningún
intercambio verbal disipa el antagonismo que opone al capital con el
trabajo. Por esta razón, el diálogo es un instrumento de clarificación
pero también de engaño y no reemplaza a la acción directa para el
logro de conquistas populares.
Los teóricos institucionalistas ignoraron estos
condicionamientos y supusieron que todas las desinteligencias podrían
zanjarse con razonamientos. Olvidaron que los debates expresan
variedad de opiniones, pero también intereses sociales divergentes,
que no se disuelven en coincidencias verbales. El universo de la
comunicación no anula, ni reduce estos conflictos. Solo permite
traducirlos a un lenguaje compartido.
Algunos promotores de la armonía
argumentativa conciben esta acción como un paso hacia un ideal de
entendimiento. Consideran que esa meta podría alcanzarse extendiendo
la racionalidad comunicativa frente a la racionalidad instrumental,
que impone la primacía de los intereses materiales, la producción y
el consumo. Estiman que este progreso permitiría coronar el avance de
la modernidad hacia formas más plenas de civilización.
Pero en esta visión del diálogo
como determinante de la evolución humana, el lenguaje asume una
preeminencia arrolladora sobre cualquier otra esfera de la vida
social. Esta supremacía desconoce el rol determinante que tienen las
fuerzas sociales en el desenvolvimiento de la sociedad y en las
transformaciones históricas. Las funciones comunicativas son dotadas
de una inexplicable capacidad para definir este devenir.
Esta idealización del diálogo
es coherente con la inocencia que transmite el proyecto
institucionalista. Su mirada contemporizadora del capitalismo es muy
acorde con el papel que otorga al lenguaje en la construcción de la
sociabilidad. Las tensiones sociales y los sufrimientos populares
quedan completamente relegados en un esquema tan amigable, como
divorciado de la realidad.
El giro de los 90
La decepción con los regímenes post-dictatoriales
indujo a muchos institucionalistas a un viraje elitista, afín al
rumbo neoliberal que prevaleció en América Latina durante la década
pasada. Este curso fue abiertamente promovido por algunos
intelectuales -como F.H. Cardoso o Jorge Castañeda- que sustituyeron
el reformismo por el social-liberalismo. Adoptaron el discurso de la
Tercera Vía y afirmaron que la globalización obliga a promover a los
capitalistas, en desmedro de cualquier mejora colectiva.
Este viraje se consumó en una
coyuntura signada por el generalizado deterioro de los regímenes
constitucionales. La población observó como la alternancia de
distintos presidentes, ministros o legisladores mantenía inalterable
el manejo del poder en manos de las clases dominantes. Experimentó
también como funcionan los comicios, el parlamento y la competencia
de partidos al servicio de los mismos intereses capitalistas y observó
como las reglas institucionales facilitan la perpetuación de esta
supremacía. Notó que los banqueros e industriales gobiernan desde la
trastienda del poder, sin necesidad de recurrir a una figura suprema
(autocracia), a un grupo selecto (oligarquía) o a una minoría
influyente (poliarquía).
Este control se tornó más
desembozado durante los tormentosos períodos de crisis económica. En
los picos de estas turbulencias, los poderosos recurrieron al chantaje
financiero y a la desestabilización de las monedas para hacer valer
sus exigencias. Impusieron el voto calificado que transmiten los
“mensajes de los mercados”, los desplomes de la Bolsa o las
abruptas salidas de capitales. El efecto de estas advertencias fue más
contundente que cualquier discusión parlamentaria o propuesta
electoral. En esas circunstancias las normas formales de la igualdad
ciudadana quedaron sometidas a las reglas brutales del
costo-beneficio.
La desilusión con el
constitucionalismo se amplió en un contexto de apatía política y
descreimiento electoral. Las expectativas socialdemócratas se
diluyeron y muchos institucionalistas pasaron del tibio
cuestionamiento a la resignada aceptación de la dominación
capitalista. Compartieron el desencanto de la población y avalaron la
indiferencia ciudadana, interpretando el distanciamiento con el
sistema político como una manifestación de madurez institucional.
Las caracterizaciones valorativas perdieron peso, en favor de las
observaciones meramente descriptivas del vaciamiento político
regional.
Este marco incentivó la
preeminencia de la teoría schumpeteriana, que presenta el gobierno de
las elites como un rasgo inexorable de la sociedad moderna. Esta
preeminencia es atribuida a la expansión de la burocracia, al
liderazgo carismático o la decadencia de los procedimientos electivos.
Los mismos autores que apostaban a una evolución marshalliana de
Latinoamérica reforzaron la tónica elitista de su “teoría
contemporánea de la democracia”, que combina institucionalismo con
fuerte descreimiento y manifiesta hostilidad a la presencia popular en
los procesos políticos.
Las causas de la apatía
Las visiones elitistas presentan
la indiferencia política como un defecto genético de la población,
omitiendo que esta actitud obedece a la decepción con el
constitucionalismo y al impacto del neoliberalismo. Consideran que la
ciudadanía avala el orden vigente, sufraga pasivamente y elige a sus
representantes sin evaluar las propuestas en disputa. Observan este
desinterés como un rasgo ajeno al capitalismo, olvidando la evidente
conexión de esta actitud con un régimen que genera periódicos
cataclismos de pobreza y desempleo.
Este enfoque estima que los regímenes
post-dictatoriales han quedado afectados por la burocratización que
impera en todas las sociedades contemporáneas. Considera que la
población se retiró de la actividad pública por cansancio, luego
del primer despertar que generó el fin de las dictaduras. Estima que
esa fatiga cívica se impuso neutralizó el primer impulso de gran
participación.
Pero estas deducciones son completamente arbitrarias y
no se basan en ninguna evidencia de comportamientos cíclicos de los
individuos frente a los asuntos de la comunidad. La apatía de los 90
no obedeció a esta periodicidad. Lo que falló fue el sistema político
y no la conducta de la población. Al invertir esta causalidad se
justifica el status quo, con los mismos argumentos que en el pasado se
utilizaban para avalar la permanencia de las dictaduras en América
Latina.
Es falso presentar a toda la
población como responsable de los actos de los gobernantes. Con esta
acusación se exculpa a las clases dominantes que controlan el régimen
constitucional y se desplaza al universo de la psicología social, lo
que debe ser analizado en términos políticos. En lugar de
caracterizaciones concretas se recurre a consideraciones abstractas
sobre la condición humana. Con este razonamiento se atribuye también
la llegada del neo-liberalismo al péndulo de atracciones y
repulsiones que guía toda la vida política.
Los fanáticos del mercado van más
allá de esta interpretación y explican el repliegue ciudadano a el
deslumbramiento que generan el consumo y el entretenimiento. Estiman
que la política es una actividad menor frente a este tipo de
satisfacciones. Afirman que las cualidades del individuo -como
inversor inteligente, ahorrista activo o consumidor soberano- nunca
encuentran paralelo en el campo institucional.
Por eso suponen que la
transferencia de la gestión política a un grupo especializado
permitiría a la población usufructuar plenamente de las
gratificaciones del mercado. Pero es obvio que este razonamiento
proyecta a toda la sociedad el modelo del capitalista exitoso.
Transforma la excepcionalidad del éxito empresario en un patrón de
realización colectiva, que carece de sentido fuera del imaginario
neoliberal.
Esta postura también avala la
despolitización que generó en América Latina el desmoronamiento de
los partidos tradicionales. Aprueba la profesionalización de estas
estructuras y justifica su copamiento por una minoría de expertos muy
permeable a los negocios particulares. Observa este desplazamiento de
los afiliados por los recaudadores de dinero, como un efecto natural
de la especialización laboral contemporánea.
La declinación del individuo-elector es aceptada con la misma resignación
que se pondera el diseño de los candidatos por las encuestas, en la
nueva “democracia de opinión”. La raíz capitalista de este
vaciamiento del sistema político es invariablemente omitida.
Aristocratismo despechado
Bajo el impacto de revueltas
populares -que a fines de los 90 sacudieron al neoliberalismo- los teóricos
elitistas afianzaron el giro a la derecha. Acentuaron su oposición a los movimientos sociales, a la izquierda y a los
nuevos gobiernos nacionalistas radicales. Se sumaron a la gran campaña
contra
el “populismo” que el establishment promueve para relanzar los
Tratados de Libre Comercio, la apertura comercial y las
privatizaciones.
Este viraje selló un definitivo
pasaje del optimismo marshalliano al cinismo schumpeteriano, que
intensificó su despechada crítica a las mayorías populares. Algunos
autores han reprobado con especial contundencia la subordinación de
los “estratos sociales bajos al trueque clientelar” y
objetan este “intercambio de prebendas por legitimación del poder.
Pero nunca explican las causas del
sometimiento que denuncian. Un individuo puede aceptar esa sujeción
por muchas razones: obediencia, coerción, consentimiento pragmático,
acuerdo normativo o atadura a cierta tradición. Los teóricos
elitistas desconocen estos impulsos, evitan discriminarlos y no
aclaran cuál de ellos ha prevalecido en América Latina. Tampoco
formulan interpretaciones de la manipulación que objetan. A lo sumo
aluden a la tradición paternalista de la región o a la idiosincrasia
autoritaria de la población.
Tampoco se detienen a indagar los
cambios de alineamiento popular que se han registrado en la región en
rechazo al neoliberalismo. Este giro no es un efecto de discursos,
poses o demagogia. Es una reacción frente a los fracasos económicos
y las frustraciones institucionales de la década pasada.
Los teóricos elitistas ignoran
estas condiciones y nunca relacionan las inclinaciones populares con experiencias políticas concretas.
Olvidan la decepción acumulativa provocada por los regímenes
institucionalistas y neoliberales que atropellaron a los oprimidos.
Omiten que estos gobiernos demolieron conquistas sociales,
generalizaron la miseria y crearon un fuerte resentimiento contra el
formalismo constitucional. En lugar de analizar las consecuencias de
esta agresión, arremeten contra las víctimas
del atropello capitalista.
Pero esta violenta crítica al
caudillismo es contradictoria con su promoción del elitismo. En los
hechos no les molesta la supremacía de un líder o el predominio de
pequeños grupos en el poder, sino la pérdida de influencia de las
clases dominantes.
Todos sus planteos están
orientados a justificar a los gobiernos conservadores embarcados en
desterrar cualquier presencia popular en la vida política. Ya no
avalan el gobierno de los más capacitados (Michels), la primacía de
los elegidos sobre los electores (Mosca, Pareto), las ventajas de los
especialistas (Weber) o la irrelevancia de la soberanía popular
(Schumpeter). Pero retoman el fantasma hobbessiano de enfrentamientos
sociales que obliga a los individuos a transferir sus derechos a los
funcionarios, para asegurar un mínimo de orden social.
En última instancia el
cuestionamiento a los “estratos bajos” se apoya en una mirada
elitista, que observa al pueblo como un segmento inmaduro para
gestionar su propio futuro.
La comparación con el mercado
Las tesis neoliberales más
extremas asignan al régimen político constitucional la función
prioritaria de proteger los bienes de los acaudalados. Estiman que el
egoísmo empuja a maximizar el interés particular en desmedro de la
comunidad. Consideran que la igualdad es contraproducente, porque
desalienta la codicia de los ricos y el trabajo de los pobres. Además,
conciben un modelo de individuo que actúa fuera de cualquier contexto
social y personifica siempre las preocupaciones de los capitalistas.
Este enfoque identifica la acción
del estado con la destrucción de las capacidades creativas de las
personas. Pero impugna solo las funciones sociales de esta institución,
ya que las garantías jurídicas y físicas que aporta a la gran
propiedad son invariablemente ponderadas.
La visión elitista presupone que
el gobierno de los privilegiados se asienta en una competencia de méritos
por la conducción de la sociedad. Afirma que los ciudadanos
seleccionan a los líderes premiando estas cualidades, aunque al mismo
tiempo estima que los electores no pueden cumplir un rol activo en la
definición de los programas o las políticas de los dirigentes. La
razón de esta incapacidad es un misterio, desde el momento que se
enaltecen las facultades electivas de los mismos individuos. En las
tesis schumpeterianas nunca se entiende porqué los ciudadanos pueden
elegir conductores y no cursos de acción.
Algunos teóricos neoliberales
explican esta contradicción por las dificultades que enfrentan los
sistemas políticos para imitar el mercado. Estiman que estas
estructuras alcanzan su mejor funcionamiento cuando logran copiar los
mecanismos comerciales. Con esta semejanza los candidatos se adecuan a
los parámetros de la oferta y los electores se amoldan a la dinámica
de la demanda. Consideran que esa situación es ideal, ya que se
obtiene un comportamiento de los votantes como consumidores y una
conducta de los políticos como empresarios.
Pero esta analogía carece de
validez porque la democracia genuina y el
mercado tienden a guiarse por principios opuestos. La primera
institución apunta a conectar a los integrantes de una comunidad por
medio de la participación y la igualdad inclusiva y la segunda
relaciona a compradores y vendedores en intercambios competitivos que
amplifican la desigualdad y la selectividad. El afán de justicia que
anima a la democracia es contrario a la búsqueda de réditos que
caracteriza al mercado. Lo ocurrido con los regímenes
latinoamericanos durante los años 90 es un ejemplo contundente de
esta oposición.
Pero hay que reconocer, además,
que el sistema político constitucional es más afín a las reglas del
oligopolio que a las normas de la competencia. Las rivalidades no se
dirimen entre infinitos agentes, sino entre pocos aparatos que manejan
recursos multimillonarios. Especialmente en la pugna electoral no
participa una multitud de pequeños agentes, sino el puñado de
poderosos que tiene acceso privilegiado a los medios de comunicación.
El modelo elitista es descarnado
y evita la duplicidad del formalismo institucionalista. Como ha
renegado de la hipocresía moral que afecta a la tradición
constitucionalista, ofrece a veces retratos acertados del sistema político
contemporáneo. Reconoce la preeminencia de la alta burocracia, la pérdida
de gravitación de los electores y describe como actúan los distintos
lobbys a espalda de la ciudadanía. Estos grupos definen el rumbo de
cada administración, al margen del sufragio y la deliberación
parlamentaria.
Pero lo que se describe
acertadamente es un manejo despótico del sistema político a favor de
los grandes bancos y empresas. No se presenta ningún argumento que
demuestre el carácter conveniente o inevitable de este
funcionamiento. Como toda apología del status quo, esta forma de
realismo tampoco percibe las contradicciones del escenario que
retrata. Por eso no ha podido registrar su propio fracaso, al calor
del gran descrédito que ha padecido el neoliberalismo latinoamericano
durante la última década.
La visión progresista
La decepción institucionalista y
las inconsistencias del elitismo ampliaron la influencia de una
tercera visión proclive a la democracia participativa. Este enfoque
considera que la intervención ciudadana es imprescindible para
revitalizar el sistema constitucional y permitir una incidencia
creciente de la población en la toma de decisiones.
Es una visión enfáticamente
opuesta al modelo schumpeteriano. Rechaza la identificación mercantil
del elector con el consumidor y desaprueba la equiparación del voto
con una alternativa de compra. Pero también crítica la idílica
mirada institucionalista del acto comicial como una ceremonia sagrada.
El enfoque participativo estima
que el sufragio es un momento de la acción política y remarca que el
acto rutinario de votar no tiene gran significado, si el sufragante
carece de poder real. Contrasta la debilidad del ciudadano corriente
con el peso de las grandes empresas y estima que la intervención
activa de la comunidad es indispensable para imprimirle al régimen
político perfiles progresistas.
Esta concepción propone
transformar al ciudadano en un actor real del proceso político,
mediante la introducción de mecanismos de control sobre los elegidos.
Auspicia incrementar el alcance de las competencias legislativas en
desmedro de las ejecutivas, promueve la proporcionalidad de la
representación y también la implementación de formas acotadas de
democracia directa, junto a la rendición de cuentas de los
gobernantes. Estima que estos cambios facilitarán la reducción de
las desigualdades sociales y permitirían extender los principios
democráticos a todos los ámbitos de la sociedad.
Ciertos autores han analizado los
efectos positivos de esa intervención en varias experiencias
nacionales. Presentan estos ejemplos como indicios de la disposición
popular a un mayor compromiso con los asuntos públicos. También
subrayan la conveniencia de generalizar las consultas masivas y periódicas.
El fundamento teórico de esta
teoría se remonta a las concepciones reformistas, que desde mediados
del siglo XIX postularon numerosos autores anglosajones. En oposición
a las tesis utilitarias, la democracia es reivindicada con argumentos
de tono moral que ponderan el auto-desarrollo de las capacidades
humanas. Al igual que los institucionalistas se promueven mejoras
sociales compatibles con el capitalismo, pero desde una óptica más
crítica de este sistema que además rechaza la pasividad ciudadana.
El eje distribucionista
La visión progresista comparte
el desconocimiento marshalliano de los límites que interpone el
capitalismo al logro de una ciudadanía plena. Ignora que este sistema
solo tolera reformas compatibles con la supremacía de las clases
dominantes y acota la participación popular dentro de rigurosas
fronteras. Este veto al protagonismo ciudadano es particularmente
estricto en las áreas económicas estratégicas para el capital
(empresas, bancos, servicios esenciales) y en los sectores relevantes
de la estructura estatal (ejército, justicia, administración
central).
Estas restricciones no impiden
conquistar iniciativas de referéndum, revocación de mandatos o
supervisión de cuentas públicas. Pero el uso de estos instrumentos
para obtener mejoras populares crecientes plantea batallas con mayores
connotaciones anticapitalistas. La tesis participativa desconoce (o
minimiza) este alcance. No reconoce la intensidad que presentan estos
conflictos, ni su desemboque en grandes choques sociales. Tampoco
registra que la ausencia de perspectivas socialistas diluye el
contenido de las demandas populares y conduce a su absorción por
parte del régimen burgués.
Algunos autores soslayan estas
tensiones. Consideran que “el contenido de la democracia está
dotado por los agentes que intervienen en el ordenamiento
constitucional”.
Con esta visión conciben a los sistemas políticos flotando en el
aire y al margen de sus condicionamientos sociales. Suponen que estos
regímenes pueden ser amoldados a las exigencias populares, a través
de una mera alteración de las relaciones de fuerza, como si fueran
estructuras plásticas que se ensanchan y reducen por simple presión.
No perciben que este sistema se asienta en la propiedad capitalista y
el manejo burocrático del estado, es decir en dos cimientos que no se
remueven con pequeños cambios políticos.
El enfoque progresista supone que
la participación ciudadana alcanza para avanzar hacia la igualdad
social, si se impulsan transferencias de recursos que mejoren la
distribución del ingreso. Pero no toma en cuenta que esta inequidad
tiene raíces capitalistas, que hacen prevalecer una presión
competitiva por la explotación de los trabajadores. Por esta razón,
los logros populares enfrentan límites tan severos como la propia
participación ciudadana. Ambas restricciones solo pueden superarse
mediante la gestación de un proyecto para avanzar hacia el
socialismo.
La rehabilitación de la política
El planteo progresista es
promovido por dos corrientes significativas: el republicanismo social
y el liberalismo igualitarista. El primer enfoque resalta la dimensión
cívica de la participación popular y reivindica el compromiso
ciudadano, los deberes públicos y las responsabilidades colectivas,
como actividades que abonan la realización del individuo. En oposición
al elitismo liberal y a la idolatría del mercado remarca la
gratificación que genera la dedicación a la comunidad.
Pero estos ideales republicanos
no contribuyen por sí mismos a los intereses de las mayorías
populares. Frecuentemente amplifican la ilusoria imagen del
capitalismo, como un sistema favorable al bien común. Estas visiones
ocultan que la división de poderes, la acción de la justicia y los
mecanismos electivos operan al servicio de los acaudalados. El
republicanismo social contiene una dimensión igualitaria que recoge
las tradiciones humanistas,
resiste la privatización neoliberal y enfrenta las tendencias
autoritarias del presidencialismo contemporáneo. Pero solo converge
con el proyecto de una democracia plena, cuando confronta con los
mitos capitalistas que difunde el republicanismo conservador.
El mismo dilema enfrenta el
liberalismo igualitarista con su par derechista. Esta corriente
plantea una defensa de los derechos positivos (necesidades básicas
universales) en oposición a los derechos negativos (no interferencia
en la propiedad), que sostienen los conservadores y propone
transformar específicamente el sistema jurídico sobre estos pilares.
Pero estos cambios no son factibles sin acciones tendientes a
erradicar un sistema dominado por las grandes empresas y bancos.
Tanto el republicanismo social
como el liberalismo igualitarista enfatizan la necesidad de
rehabilitar la política. Destacan el rol de esta acción para dirimir
las grandes alternativas de la sociedad y rechazan la denigración
neoliberal de la política, como actividad asociada con la corrupción,
las prebendas o el enriquecimiento personal. Promueven revitalizarla
con prácticas comunitarias e ideales cívicos.
Pero la participación ciudadana
y la honestidad no alcanzan para romper círculo vicioso de impotencia
e indiferencia que genera el constitucionalismo contemporáneo. Al
margen de un proyecto de transformación social, que reduzca la
desigualdad y erradique la explotación, la rehabilitación ética
pierde consistencia. Solo este contenido podría reavivar en forma
perdurable el interés popular por una actividad esencial, para que
los oprimidos generen un proyecto propio. Si los ideales cívicos son
recreados en una práctica convergente con los explotadores, la política
se perpetúa como un ámbito de engaño, desilusión y desprestigio.
“Democratizar el estado”
Algunos teóricos progresistas
proponen encarrilar la participación ciudadana hacia la
“democratización del estado”. Promueven modificar las normas y
cambiar las instituciones para promulgar nuevas leyes que permitan
consumar los objetivos igualitaristas.
Pero estas iniciativas nunca
pueden transformar cualitativamente a un estado burgués, que jamás
operó como arena neutral de disputa entre proyectos diferenciados.
Esta institución conforma una estructura que favorece a las clases
dominantes, a través de su control de los mecanismos coercitivos y
administrativos de la sociedad. Si se refuerzan estos cimientos
capitalistas, ningún aumento de la participación cívica
democratizará ese enjambre. Más de un siglo de intentos socialdemócratas
confirman esta conclusión.
Ciertos autores promueven
“democratizar el estado” para reconstruir los organismos que el
neoliberalismo ha socavado. Proponen contrarrestar la tendencia espontánea
de los mercados a ensanchar la desigualdad con la acción de un
“estado fuerte”, que revierta la desintegración económica y la
fractura social registradas en las últimas dos décadas.
Pero el fortalecimiento del
estado como instrumento de la acumulación es manifiestamente opuesto
a la participación popular. Si se favorece a los capitalistas con
subsidios industriales, auxilios financieros, impuestos regresivos o
normas de competitividad contra los rivales extranjeros, la presencia
ciudadana tiende a decrecer o cumple una función adversa a los
intereses populares.
Por otra parte, el reforzamiento
del estado a favor de los capitalistas siempre es complementado con
mayores poderes para los funcionarios privilegiados de la alta
burocracia. Esta consolidación es opuesta a cualquier avance hacia la
democratización de la vida social. Es un contrasentido promover el
fortalecimiento del estado al servicio de los poderosos e imaginar la
conversión de esta institución en un ámbito de soberanía y
deliberación popular. Si se afianza el peso de las elites que
controlan las instituciones oficiales,
no hay forma de expandir la participación popular genuina.
Las visiones “estatalistas”
han recuperado predicamento al cabo de una década de desarreglos
neoliberales. Pero este resurgimiento solo es afín a un proyecto de
mayor participación real, si confronta con las estructuras que
manejan las clases dominantes. No basta con forjar un “estado
presente” con funcionarios eficientes para cambiar la sociedad.
Es cierto que bajo el capitalismo
este grupo de administradores puede asumir un perfil de cierta
independencia y embarcarse en conflicto con los propietarios de los
medios de producción. Pero esta acción no desborda la relación de
asociación que mantienen con los dueños de las tierras, las empresas
y los bancos. Un planteo participativo, democrático e igualitario
exige apuntar hacia otra dirección.
“Expandir la sociedad civil”
Una vertiente del progresismo
propicia avanzar hacia la democratización desde la sociedad civil.
Estima que la burocratización, el desprestigio de la política y la
decadencia de los partidos impiden comenzar el proyecto participativo
desde la órbita estatal. Considera que el debilitamiento de esta
estructura por efecto de las políticas neoliberales ha potenciado la
vía “societalista”. Postula “reinventar la democracia”,
reconstituyendo el contrato social que socavó la globalización
neoliberal.
Pero la remodelación de ese
contrato exigiría que los ciudadanos establezcan libremente las
reglas de este convenio a partir de un consenso democrático. Esa
libertad de opción nunca ha existido en la sociedad de clases y se
encuentra estructuralmente bloqueada en un régimen social dominado
por los acaudalados. El esquema contractualista imagina un acuerdo de
partes para consensuar reglas de funcionamiento comunitario, que
resulta inviable en el universo capitalista.
Los defensores de la sociedad
civil habitualmente eluden definir el contenido esta entidad. Olvidan
que en cualquiera de sus acepciones -esfera de las actividades económicas
o ámbito de las instituciones del orden social- este campo se
encuentra sometido a la dominación capitalista. Lejos de reunir los
ingredientes de un futuro libertario, incluye todos los pilares de la
opresión. Allí se localizan los industriales que extraen plusvalía
y acumulan capital. La coerción estatal que ejercen los policías,
los jueces y los burócratas solo complementa la sujeción que imponen
los capitalistas en el área de la producción.
La idealización de la sociedad
civil como una esfera benigna es un viejo mito de los liberales que
identifican a esa órbita con el mercado. Suponen que en este campo se
consuma la realización del individuo que vende y compra sin ninguna
interferencia estatal. El paradójico deslumbramiento con la sociedad
civil que exhiben los críticos de esta concepción es un efecto del
clima anti-estatatista, que ha florecido en las últimas décadas.
El “societalismo”
participativo e igualitario es muy hostil a su equivalente elitista y
mercantil. No elogia a la sociedad civil por su incentivo del mercado,
sino por sus potencialidades democratizadoras. Pero ambas visiones se
remiten a una raíz común y comparten pretensiones igualmente
imaginarias.
La contraposición liberal entre
sociedad civil (auspiciada) y estado (denigrado) ha sido transformada
por el “societalismo” participativo en un choque entre esferas
democratizadoras y opresivas. De este contraste surgen las difundidas
oposiciones de libertad versus coerción, opinión pública ante
información manipulada, ONGs frente a gobiernos o consensos contra
reglamentaciones.
Pero el mismo listado de virtudes
y defectos podría presentarse de manera invertida, ya que la sociedad
civil y el estado conforman dos mitades de una misma estructura
capitalista. La primera entidad no orbita en una galaxia distanciada
de la segunda institución. Ambas esferas conforman polos
complementarios de un mismo régimen social, cuya democratización
enfrenta los mismos obstáculos capitalistas. Suponer que la sociedad
civil es un ámbito de “todos” y que el estado un reducto de
“pocos” constituye una simplificación de la realidad
clasista presente en ambas esferas.
Entre la sociedad civil y el
estado existen importantes diferencias, pero no una oposición de
desenvolvimientos. El capitalismo se asienta en ambos cimientos y la
dominación económica que las clases opresoras ejercen en la sociedad
civil requiere una dominación política equivalente en el área
estatal.
Para desenvolver una batalla por
la democracia plena es indispensable percibir
al capitalismo como totalidad. La lógica de este sistema se
esfuma, si su análisis es fragmentado en componentes que aíslan la
dimensión privada del radio estatal. Superar este divorcio es
importante para encarar un proyecto democratizador antagónico al
elitismo, opuesto al institucionalismo y diferenciado del
participacionismo. Este programa se plasma en la democracia
socialista, que analizamos en el texto siguiente.
30-5-07
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Este
artículo será publicado en la revista “Contexto Latinoamericano”, n 6,
(octubre-diciembre 2007)
Economista,
Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de
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Mientras que en Suecia, Noruega y Finlandia la diferencia entre el
10% más rico el 10% más pobre es de cuatro veces, esta relación
alcanza 157 veces en Bolivia, 57 en Brasil, 31 en Argentina, 76 en
Paraguay, 67 en Colombia y 46 en Ecuador. Zaiat Alfredo.
“Wal-Martinización”. Página 12, 31-3-07, Buenos Aires.
Un activo participante de estos debates reconoció el callejón
sin salida que genera esa discusión. O´Donnell Guillermo. Contrapuntos, Paidos,
Buenos Aires, 1997. (Prefacio y cap 11).
La teoría de los “gobiernos sobrecargados” constituyó un
debate clásico de las ciencias políticas de los años 70. Un
resumen de estas discusiones presenta: Held
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Por ejemplo: Weffort
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Fleury
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septiembre-octubre 2004, Caracas.
“Todos dialogan porque no hay intereses en choque. Los
participantes se han convertido en almas puras bajo la magia
armonizadora del mercado”. Franz Hinkelamert, citado por Lander
Edgardo. La democracia en las ciencias sociales latinoamericanas
contemporáneas. Faces UCV, Caracas, 1997.
Estas tesis retoman el pensamiento de: Habermas, Jurgen. Ensayos
políticos. Península, Barcelona, 1988.
El
inspirador de esta postura fue: Giddens
Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000, (cap 2, 3,
4).
Schumpeter Joseph. Capitalismo, socialismo y democracia,
Barcelona, Folio, 1984 (cap 20, 21, 22 y 23)
O´Donnell, Schmitter, Transiciones, (cap 6)
O´Donnell, Schmitter. Transiciones,
(cap 3, 5 y 6)
Hemos analizado este tema en: Katz Claudio. “Gobiernos y regímenes
en América Latina”. Los 90. Fin de ciclo. Retorno de la
contradicción. Buenos Aires, Editorial Final Abierto (en prensa).
Dirmoser Dietmar “Democracia
sin demócratas. Sobre la crisis de la democracia en América
Latina”. Nueva Sociedad n 197, junio 2005, Caracas.
Las
raíces teóricas del elitismo son expuestas por: Greblo Edoardo.
Democracia. Ed Nueva Visión, Buenos Aires, 2002, (cap 7)
Las teorías más contemporáneas del pluralismo y del
corporatismo dan cuenta de esta gravitación de sectores
intermedios en el control de los regímenes políticos. Held David. Modelos de democracia. Alianza, Madrid, 1991,
(cap 6).
Un resumen y defensa de estas tesis plantea Macpherson C.B. La
democracia liberal y su época, Alianza, 1981, Madrid, (cap 3 y
5).
En este terreno retoma las propuestas que planteó: Bobbio
Norberto. El futuro de la democracia, Fondo de Cultura Económica,
México, 1984, (cap 2)
Dahl Robert. “Los sistemas políticos democráticos en los países
avanzados: éxito y desafíos”, en Nueva Hegemonía Mundial,
CLACSO, Buenos Aires, 2004.
Lozano Claudio, Grabivker Mario José.
“Prologo” Presupuesto participativo y socialismo, El
Farol, Buenos Aires, 2002.
Vitullo ofrece una síntesis de esta concepción. Vitullo Gabriel.
“Teorías alternativas da democracia. Un analise comparada”,
Universidad Federal do Rio Grande Do Sul, Porto Alegre, 1999, (cap
3. punto 1).
El legado del republicanismo varía significativamente en cada país
y difiere sustancialmente por ejemplo en Francia o Irlanda, en
comparación a Estados Unidos. En América Latina tiene pocas raíces
por su conexión histórica con la dominación oligárquica. Un
interesante debate sobre las relaciones contemporáneas entre
republicanismo y socialismo desarrollan: Picquet Christian. « Derangeant Republique. Critique Communiste »,
n 174, hiver 2004. Artous Antoine. “La republique dans la
tourmente”. Critque Communiste n 171, Hiver 2004. Joshua Isaac.
“Commentaires sur La Republique”. Critique
Communiste n 172, Printemps 2004.
Es la visión de Gargarella Roberto, Ovejero Félix. “El
socialismo todavía”. Razones para el socialismo, Paidos,
Barcelona, 2002. (Introducción).
Gargarella Roberto “Liberalismo
frente a socialismo”, en Boron, Atilio, Teoría y
filosofía política. La recuperación de los clásicos en el
debate latinoamericano. CLACSO, Buenos Aires, Marzo de
2002.
Algunos
partidarios de este rumbo no desconocen este resultado. Es el caso
de: Przeworski Adam. Capitalismo y socialdemocracia,
Alianza, Madrid, 1988. (post-scriptum)
En
esta visión se apoya también las concepciones que convocan a
recuperar la función explicativa del estado en la interpretación
de procesos sociales. Skocpol Theda. “Bringing
the state back”, Evans Peter, Bringing the state back. Cambridge
University Press, New York, 1985.
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