Desastres
que no son tan naturales
Por
Runa
La
palabra ingenua, 20/08/07
Luego
de esta visita relámpago a una de las zonas más afectadas por el
sismo, apunto a la volada algunas reflexiones o, con mayor propiedad,
algunas sensaciones que me asaltaron este fin de semana.
Esta
mañana estuve, junto con un enorme grupo de voluntarios,
distribuyendo algunos de los víveres y artículos de emergencia que
se están haciendo llegar a la zona sur luego del terremoto del pasado
miércoles 15. Estuvimos en Chincha, a donde aún la “ayuda” del
Estado es mínima y el principal trabajo es de la Iglesia y de algunas
ONG. Al organizar las colas, entregar las donaciones, conversar con
los pobladores y ver el rostro de cientos personas que esta noche van
a volver a dormir a la interperie, yo no podía dejar de pensar: esta
noche, voy a dormir en mi cama.
Luego
de esta visita relámpago a una de las zonas más afectadas por el
sismo, apunto a la volada algunas reflexiones o, con mayor propiedad,
algunas sensaciones que me asaltaron este fin de semana.
La
labor de emergencia que tiene lugar en estos días es el reparto puro
y simple de productos de primera necesidad. El más urgente es el
agua. En Chincha aún no hay agua corriente, pese a que Jorge del
Castillo anunció el sábado que ese mismo día iban a reactivarse las
conexiones eléctricas y, por lo tanto, los pozos iban a volver a
funcionar. 4 días sin agua potable son 4 días de sed y, además, el
probable origen de futuras enfermedades . Pero hay otras urgencias:
colchones, frazadas y ropa para las familias que han perdido sus casas
y sus pertenencias entre los escombros, que son la mayoría. Sin
abrigo y durmiendo en la calle, estas personas están empezando a
sufrir de resfriados, bronquitis y otros males relacionados con el frío
y la humedad. Por último, la otra gran necesidad es el alimento. La
distribución de alimentos tardará todavía unas semanas en
normalizarse, y mientras tanto miles de personas que no están
percibiendo ingresos no tienen manera de asegurarse el rancho diario.
Las raciones que se les entregan no durarán más de dos o tres días.
¿Cómo comerán estas familias pasado mañana?
El
reparto asistencialista es inevitable en una situación de emergencia.
Sin embargo, no por ello deja de ser un tipo de situación que
envilece a las personas, tanto al receptor como al donante. Más aún
en un país en el que la igualdad entre los ciudadanos no pasa de ser
una declaración escrita en un papel llamado Constitución, pero en el
cual sigue habiendo personas “más iguales” que otras. La mayoría
de organizaciones, tanto estatales como privadas, no se acerca a la
población en actitud de diálogo con la misma, sino en la actitud
paternal de quien viene a manifestar amablemente su “solidaridad”.
Y, por supuesto, los damnificados conocen el juego: los ojos
lagrimeando, el “gracias mamita”, “gracias papito”, el “por
favor, por favor, a mí no me han dado nada ”. Saben que deben
cumplir con su papel de “pobres” para que les caiga al menos un
poco de aquello que con tanta urgencia requieren y de lo cual no
pueden proveerse por sus propios medios. Por aquí y por allá, algún
reclamo amargo o incipientes señales de agresividad de los que no
confían en el orden y la mansedumbre porque sospechan (y tienen razón)
que lo que hay en el camión no va a alcanzar para todos.
Nadie
está cumpliendo con un deber, nadie está siendo satisfecho en su
derecho. El Estado o la sociedad en conjunto no parecen asumir que
tienen el deber de proveer a los ciudadanos que sufren un desastre
natural de recursos básicos hasta que se supere el momento de la
emergencia. No. Los de arriba (autoridades, empresas, instituciones y
personas particulares) son “solidarios”, “caritativos”,
paternales con los de abajo. Los de abajo extienden la mano a ver qué
les cae o, en muy pocos casos, tratan de asegurarse su parte mediante
el saqueo. No consideran que tienen un derecho: consideran o bien que
los demás son “buenos” por “ayudarles”, o bien que estamos en
la selva y sálvese quien pueda.
Además,
la lógica del centralismo impera. Casi toda la ayuda se está
concentrando en el departamento de Ica. Yauyos, Huancavelica y otras
zonas afectadas están “pasando piola”. Dentro de Ica, ocurre algo
similar: la parte principal de los recursos está siendo invertida en
Pisco y en la ciudad de Ica: Chincha y otras localidades no están
siendo priorizadas. Pero lo mismo se repite en pequeño: lo poco que
hay en Chincha se distribuye en la zona urbana; en la zona rural, los
principales beneficiados son los del poblado central, mientras que los
caseríos y anexos están en el olvido.
El
principal problema que tienen los pobladores de Grocio Prado, San
Benito, Florida, El Carmen, Hoja Redonda, Tambo de Mora, Chincha Baja
y otras localidades que recorrimos no es el terremoto. El terremoto es
solo el causante de la emergencia de hoy, pero el problema de fondo es
la pobreza. Pretender “solidarizarse” solo distribuyendo productos
básicos hasta que todo se normalice, reconstruyendo las viviendas y
reconectando el agua y la luz es como contentarse con ponerle un yeso
a un tuberculoso que se ha quebrado una pierna. La tuberculósis segurá
matando al enfermo aunque su hueso sane. La pobreza seguirá
destruyendo el tejido social aunque “todo vuelva a ser como antes”
en Chincha, Pisco o Ica. ¡Las cosas no tienen que volver a ser como
antes! ¡Antes ya estaban muy mal!
Y
es que, como dicen, los desastres naturales no tienen nada de
naturales. En todo caso, lo único natural es que se derrumben las
casas de adobe construídas sin ninguna asistencia técnica. Es
natural que un Estado para el cual las regiones solo son una molestia
o una fuente de recursos no pueda actuar con rapidez para restablecer
los servicios básicos en Ica. Es natural que el único rol del ejército
de un país de mentalidad militarizada sea evitar saqueos y no
instalar por todas partes sus carpas de campaña para que los
afectados puedan dormir abrigados. Es decir, lo único natural es que
los desastres afecten principalmente a los mas pobres y muy poco a los
más ricos, y que un Estado que solo sabe cautelar los intereses de
los segundos no sea capaz de reaccionar oportunamente. El hecho de que
existan pobres y ricos, en cambio, es enteramente artificial: eso ya
es culpa nuestra.
Por
cierto: ¿no era que en Ica hay pleno empleo y varios años de
crecimiento económico constante? Además, ¿no que se trataba de un
crecimiento que no depende de la extracción de recursos naturales,
como sí ocurre en los engañosos casos de Cajamarca, Ancash o Cusco?
¿No que Ica es el reino de la agrindustria exportadora? De hecho,
varias de las mujeres con las que pude conversar trabajan en eso. Una,
en la fábrica de alcachofas; otra, en la plantación de espárragos;
una más, en el negocio de las frutas. Pero al final de cuentas, este
supuesto desarrollo termina siendo tan engañoso como el de la minería.
Sin derecho a sindicalizarse, sin reparto de utilidades, sin seguro
social, sin contratos estables y sin ninguno de los derechos que las
organizaciones de trabajadores le han arrancado al capital, estas señoras
no se benefician cuando las cifras macroeconómicas engordan. Reciben
un pequeño sueldo que les permite comer y seguir trabajando pero,
como he podido observar, no les permite ni siquiera tener ahorros o
algún tipo de previsión para las emergencias.
En
suma, los problema de fondo que el terremoto desnuda son la pobreza,
la exclusión, la injusticia y la desigualdad. Es decir, los mismos
problemas que la Comisión de la Verdad nos hizo ver que eran
causantes de 20 años de violencia. ¡Paradójico! El sismo ha
ocurrido pocos días antes de un nuevo aniversario de la entrega del
informe de la CVR. ¿Necesitamos un terremoto para removernos en serio
y entender por fin de qué va el asunto?
No
quiero dejar de decir que estos problemas estructurales están
relacionados con otra carencia grave que encontramos en Chincha: la
organización. En la mayoría de sitios a los que pude ir no había
una organización del barrio, que es un instrumento básico para
conquistar derechos y servicios. En aquellos en los que sí había
“dirigencia”, esta no contaba con la confianza de la población.
Es más: abundaban las denuncias de donaciones que habían sido
entregadas a los representantes pero que se habían “perdido” en
el camino. Las mismas corruptelas se atribuían también a los
alcaldes. En medio de la desorganización, la emergencia se transforma
en caos, la ayuda en caridad y la desesperación en pillaje. Solo una
población sólidamente organizada puede definir ella misma cuáles
son sus necesidades urgentes, quiénes son los vecinos más afectados
y cuál es la mejor manera en que el Estado o privados pueden
contribuir con la solución.
Nuestra
principal preocupación debería ser que las labores de emergencia no
se limiten a ponerle un yeso al tuberculoso. Se tiene que desarrollar
un trabajo de largo plazo que necesita empezar por el diálogo con los
pobladores y la organización de los mismos, y que busque no solo
paliar la necesidad de hoy, sino conseguir que en circunstancias
normales la torta se reparta equitativamente. Podría decir lo mismo
respecto de la urgente prevención en Lima, otra ciudad de muy
probable actividad sísimica. Como ya dije en un anterior artículo,
si en Lima tuviéramos un sismo de grado 7 no estaríamos contando
cientos sino miles o decenas de miles de muertos. Y, casi si dudas, la
mayoría de ellos serían de las zonas más empobrecidas de la ciudad.
Es
urgente invertir en muros, vías de acceso y otras obras de mitigación
de riesgo. Pero lo principal es evitar que “los pobres” se vean
empujados por la ciudad hacia los cerros y las partes más peligrosas.
No, digo mal: ¡lo principal es que no haya pobres ni ricos! Un país
con verdadera igualdad de oportunidades puede resistir cualquier
terremoto, sea en sentido geofísico o metafórico. Pero un país
injusto y excluyente se puede venir abajo al primer soplido.
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