Descontento
en la calle
La
fractura del modelo chileno
Por
Paul Walder
Terra Magazine, 30/08/07
Sin Permiso, 09/09/07
Hace un año y medio,
hacia inicios de marzo del 2006, no pocos analistas y observadores
auguraban para el gobierno de Michelle Bachelet la mejor de las
suertes. Iniciaba su mandato con un alto apoyo ciudadano, la coalición
gobernante, la Concertación, se mantenía bajo un orden riguroso, en
el Congreso los partidos oficialistas ganaban un inédito terreno tras
las elecciones parlamentarias de diciembre del 2005 y la derecha
aparecía deprimida y dividida después de la intensa campaña
presidencial. Como si este panorama fuera poca cosa, el escenario económico,
iluminado por un históricamente alto precio del cobre, se presentaba
inmejorable. El gobierno de Bachelet iniciaba su travesía con las
arcas fiscales llenas.
A escasos tres meses
de iniciada su gestión, pese a la óptima visión, el gobierno se
estrelló con las primeras sorpresas. Con los estudiantes secundarios
en las calles, comenzó un proceso errático que desembocó semanas más
tarde en un cambio de gabinete que se inscribió como el más
prematuro de la reciente historia democrática. Fue sin duda un gran
tropiezo, tal vez más allá de la magnitud del obstáculo. Pero no
era el único. Tras la llamada "revolución de los pingüinos",
La Moneda no ha gozado de tregua. Desde los problemas con el
suministro energético, escándalos de corrupción, más tarde el
malogrado inicio del nuevo sistema de transporte público, el casi
innombrable Transantiago, hasta alzas de precios, inusuales para la
economía chilena de los últimos años.
Faltaban los
trabajadores, que comenzaron a salir con sorprendente decisión a las
calles hace un par de meses durante la huelga de los subcontratistas
de la minera estatal Codelco. Y ahora, la movilización nacional
convocada por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) el 29 de
agosto. Una sorpresa: la CUT hace dos o tres años apenas lograba
convocar a tres mil simpatizantes para los actos del 1 de mayo. Más
allá del dinamismo o la pasividad de la movilización, de la calidad
y naturaleza de los actos, lo que logró la central sindical es, además
de remecer y convulsionar la vida cotidiana de un día laboral
cualquiera, colocar en la agenda sus reclamos, bastante más políticos
que salariales: una de las demandas más voceadas, por primera vez con
tal claridad, ha sido el fin del neoliberalismo.
Como todas las
jornadas de protestas en Santiago, hubo violencia, heridos y
centenares de personas detenidas. De parte de la policía, que incluso
golpeó en la cabeza a un senador socialista, y desde los sectores de
excluidos, que durante la noche instalaron barricadas y encendieron
neumáticos en las poblaciones. Acciones que en Santiago se repiten,
cual ritual, para conmemorar diversas efemérides, desde el día de la
Mujer, el Día del Joven combatiente (que recuerda el asesinato de dos
jóvenes durante la dictadura), para los 11 de septiembre (el golpe de
estado del 73) o para el 1 de mayo.
La protesta de los
trabajadores fue apoyada, en algunos casos de manera directa, en otros
tangencialmente, por figuras de los partidos que forman la Concertación
e, incluso, por personalidades del Partido Socialista, el mismo de la
presidenta Bachelet. Pero la simpatía, real o estudiada, vino incluso
desde la derecha más conservadora. Toda una sorpresa, ya que uno de
los más entusiastas impulsores de estas movilizaciones ha sido el
Partido Comunista.
El senador Hernán
Larraín, presidente de la ultra derechista UDI, justificó las
protestas porque "se trata de una molestia generalizada en el país".
Está el Transantiago, dijo, pero también están las alzas de la luz,
el pan, el colapso de la salud, "la inequidad de los sueldos y el
centralismo. Hay en fin mil causas...".
Larraín, pero también
Arturo Martínez, el presidente socialista de la CUT, como también el
senador socialista Alejandro Navarro, parlamentario que apoya al
gobierno en un estilo sui generis, coincidieron en sus mensajes al
gobierno: que la presidente sea capaz de oír a la gente. Navarro le
dijo que esta movilización debiera ser "un cable a tierra"
para el gobierno; Larraín aseguró que "es el malestar ciudadano
que se está expresando hace rato"; y Martínez, que fue un poco
más lejos, dijo en rueda de prensa: "Ha comenzado la lucha;
ellos (el gobierno) sabrán cuándo termina".
La lucha de Martínez
y los trabajadores, aun cuando puede ser contra algo tan ubicuo como
"el modelo neoliberal", tiene también una fase bien
acotada: lograr un salario dígno, o ético, como hace un mes atrás
lo planteó el obispo Alejandro Goic, en lo que fue una evidente
intromisión de la Iglesia Católica en la política contingente.
Intromisión o presión, lo cierto es que la intervención del obispo
sacudió la agenda informativa chilena y colocó el problema de la
desigualdad en los ingresos en las primeras planas.
Bachelet ha sufrido
un apresurado desgaste durante este año y medio de gobierno. A muy
poco andar, la presidenta redujo el apoyo ciudadano en casi un tercio
del inicial. El 60% de aprobación que tuvo en marzo del 2006 cayó
estrepitosamente a poco más del 40% en los meses posteriores a la
crisis de los estudiantes, apoyo que, debido a diversos y permanentes
obstáculos, no ha conseguido recuperar.
La economía chilena,
que gozó durante la década de los noventa de altas tasas de expansión,
sufrió como efecto de la crisis asiática un tropiezo hacia comienzos
del 2000 y sólo durante los últimos años ha retomado un mayor ritmo
de crecimiento. Un proceso que ha ido acompañado también de las
estadísticas de desempleo, que estuvieron altas durante largos años
para disminuir sólo recientemente. Y es aquí cuando se produce una
paradoja: las protestas han aumentado pese a la baja en el desempleo y
a la mayor expansión económica.
La CUT, durante una
conferencia de prensa la víspera de la protesta, habló con
desconfianza e ironía del "chorreo", que es la teoría del
rebalse económico, algo así como que la riqueza bajará en algún
momento hacia los pobres.
Hacia inicios del
2000 un informe del Banco Mundial demostró lo que en Chile habían
venido anunciando algunas ONGs y organismos independientes: el alto
crecimiento económico había sido captado por un grupo cada vez menor
de empresas y personas. La desigualdad en el reparto del ingreso y la
riqueza había colocado a Chile dentro de los diez países del mundo
con peor distribución.
Estos y numerosos
otros factores han conducido a una suerte de agotamiento de un
discurso político–económico, el que estuvo durante largos años
asentado en los amplios beneficios del libre mercado como motor del
desarrollo. Tras más de una década, la población ha perdido la
confianza en estas promesas del crecimiento económico, lo que se ha
expresado también en una pérdida de apoyo en sus representantes políticos.
El gobierno de la
presidenta Michelle Bachelet hizo este diagnóstico y ha basado gran
parte de su programa en la creación de una red de protección socia
que se está expresando en variados ámbitos, desde la previsión, la
salud, a aspectos laborales y educacionales. Pero no ha sido
suficiente. La percepción de desamparo de la ciudadanía es más
profunda y hoy, bajo múltiples maneras, un descontento, heterogéneo
pero extendido, ha comenzado a salir a flote.
Este malestar de la
globalización que surge de la ciudadanía ya se filtra hacia el
espectro político, el mismo que hace diez o cinco años atrás
aceptaba sin discusión al modelo de libre mercado como la única vía
posible para emprender el desarrollo. Lo que ha surgido desde los
trabajadores, desde los movimientos sociales, ha comenzado a impregnar
a los partidos de la Concertación, e incluso a la derecha –que ve
aquí una oportunidad para saltar al poder en las próximas elecciones
del 2009– como una fuerza transversal. Aun cuando sin orden ni
continuidad, emerge en una evidente progresión un discurso que
desordena lo que hace poco tiempo atrás era el mayor consenso de la
política chilena.
(*)
Paul Walder es un periodista y analista político chileno. Estudió
periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona.
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