América Latina

 

Se resquebraja el “milagro económico”…

Las luchas obreras y populares ocupan la escena

Por Oscar Alba
Socialismo o Barbarie, periódico, 05/10/07

El 11 de septiembre se cumplieron 34 años del golpe genocida del general Augusto Pinochet Ugarte en Chile. Cada aniversario es recordado con movilizaciones por los trabajadores, estudiantes y la mayoría de la población humilde. Aun estando en el gobierno el chacal Pinochet y a pesar de las durísimas condiciones políticas, el repudio al golpe se manifestaba en las calles. Este año, la recordación sobrepasó los límites históricos para convertirse en una demostración de cuestionamiento a la situación de miseria de amplios sectores obreros y populares y al gobierno de Bachelet, en el marco de un resurgir de la combatividad obrera.

El diario La Nación, en su edición del domingo 23 de septiembre decía refiriéndose a los manifestantes del 11 de septiembre: “Pusieron sobre la mesa mucho más que el reflejo de su bronca: ahí están ahora los fragmentos de exclusión social, pobreza, desigualdad y frustración que completan la imagen del país”. De esta manera, el tan mentado “modelo de desarrollo chileno” mostraba sus verdaderas raíces: la superexplotación, la marginalidad y la represión a los trabajadores y los sectores oprimidos.

El gobierno, dos días antes, había prohibido las manifestaciones en los alrededores del Palacio de La Moneda, sede de la Presidencia y “se acordó legislar para penalizar a los encapuchados y hacer un seguimiento a los reincidentes en desmanes” (El Sur, 22/9). La noche del 11 de septiembre cientos de jóvenes enfrentaron a la policía levantando barricadas y atacando a los carros de la policía con molotov y armas de fuego en los barrios obreros de Pudahuel Sur, Villa Francia La Legua, Peñalolén, San Bernardo, Estación Central, La Pintana y otros del cordón más pobre de Santiago En los enfrentamientos fue muerto el cabo de carabineros Cristián Vera de un balazo en la cabeza.

Al respecto, el ministro del Interior, Belisario Velazco, responsabilizó a grupos de narcotraficantes y de algunos movimientos políticos por los desmanes. Dos días después, el Comité de Seguridad resolvió profundizar las medidas de penalización.

Si bien la marginación a la que ha sido llevada un sector de la juventud (fundamentalmente en los sectores obreros) abrió terreno para el desarrollo del narcotráfico, no puede decirse que los hechos del 11 de septiembre sean producto de “grupos de narcotraficantes o de lúmpenes”, como dice Velazco (Clarín, 22-9) Sobre todo, porque las manifestaciones del 11 de septiembre no son un hecho aislado en la realidad política de Chile. En ese sentido, la conflictividad social ha ido en aumento de la mano del descontento de amplios sectores de trabajadores y se refleja en las luchas y movilizaciones contra la política de Michelle Bachelet.

Como decimos al inicio Chile se muestra como un modelo a seguir en cuanto a desarrollo económico de los países latinoamericanos. Este modelo sentó sus bases durante la dictadura sangrienta de Pinochet y se fue consolidando en la transición al régimen parlamentario burgués durante los gobiernos siguientes. En el actual gobierno del Partido Socialista el crecimiento económico ha sido de aproximadamente un 6% con un crecimiento de las exportaciones y el precio del cobre. Pero, mientras “el 10% más rico de la población se lleva casi la mitad del ingreso (47%), el 10 % más pobre se queda con apenas el 1,2 % de ese ingreso (La Nación, 23-8)”. De esta manera, Chile es uno de los países con mayor desigualdad social y económica a nivel mundial, que se expresa en que Chile tiene hoy 4.000 familias de millonarios. Del otro lado se instala el 90% de los chilenos con ingresos desde 0 a US$ 2.282.

Las luchas del movimiento obrero marcan la agenda política

Esta desigualdad es lo que ha fogoneado las luchas que se vienen dando. A finales del gobierno de Ricardo Lagos, los mineros de CODELCO iniciaron una huelga en las principales minas de El Teniente, CODELCO Norte, Ventana y Andina por reivindicaciones salariales y mejores condiciones laborales. En agosto de ese año, 2.000 mineros de La Escondida paralizaron los socavones durante casi un mes logrando “un reajuste en los salarios base, 10.674 dólares en bonos para cada unos de los trabajadores, un fondo de beneficio dental por un millón setecientos mil dólares, becas de estudio, plan habitacional con un fondo de 12 millones de dólares y un contrato colectivo durante 40 meses incorporando la modalidad de turnos de 4x4”.

En mayo de 2006, a poco de asumir el actual gobierno, Bachelet tuvo que hacer frente a la mayor movilización de estudiantes secundarios en los últimos treinta años. El conflicto abarco a más de 600.000 personas, ya que los estudiantes recibieron el apoyo activo de profesores y universitarios y fue conocida como la “revolución de los pingüinos”. Los estudiantes reclamaban terminar con la reforma educativa de los tiempos de Pinochet y hacer una nueva que elevara la enseñanza y terminara con la distinción de privados y públicos. En septiembre de ese mismo año los trabajadores de la salud iniciaron un proceso de movilizaciones y hubo un importante paro de profesores que levantaron un petitorio de mejoramiento de las condiciones laborales.

Lo más relevante, sin duda, fue que en julio de este año, nuevamente los mineros subcontratados de CODELCO salieron a la lucha logrando un bono de 450.000 pesos para cada uno de los trabajadores, aunque la empresa logró mantener el despido de aquellos trabajadores involucrados en hechos de violencia.

Como señaló una periodista: “No fue una huelga más. El paro de cerca de 18.000 trabajadores contratistas de Codelco (Corporación del Cobre), que acaba de producirse en Chile, marcó un punto de inflexión en la agenda política y social” (Mónica Gutiérrez, corresponsal de Clarín en Santiago, 5-8).

Los empresarios pusieron el grito en el cielo ante lo que calificaron de “un claro intento de volver a esquemas del pasado, generando incertidumbre y desaliento”. Eliodoro Matte, uno de los referentes de la patronal chilena, se quejó de que “hemos sido testigos de una decidida acción de agitación laboral tendiente a promover por la vía de los hechos cambios en la legislación”.

Esta reacción es muy comprensible, porque “los contratistas de Codelco echaron por tierra en 37 días de huelga lo que al dictador Pinochet le costó muchos muertos y presos imponer: la eliminación de la negociación colectiva por sector, pieza angular del modelo económico neoliberal aún vigente. Todo culminó con una escena que hizo estallar a los gremios empresariales: la empresa matriz, Codelco, aceptando buena parte de las reivindicaciones de los trabajadores subcontratados (...) La frase final del líder del movimiento sindical, Cristián Cuevas, «ésta es la primera victoria de los contratistas y con ella hemos instalado la negociación sectorial de ipso», fue el anuncio de la peor pesadilla empresarial. La que tuvo confirmación con el anuncio de huelga de 4.000 trabajadores contratistas de la Empresa Nacional del Petróleo y anuncios similares del sector forestal y salmoneros” (M. Gutiérrez en Clarín, 5-8).

El dirigente de la huelga, Cristián Cuevas, hijo de minero y huérfano a los 4 años, “fue catapultado en 37 días como nuevo líder social [y] es hoy un interlocutor válido (...) Cuevas asume su liderazgo despertando todo tipo de fantasmas a su paso (...) A diferencia de la Revolución de los Pingüinos, la protesta de los estudiantes de enseñanza media del año pasado, este conflicto no tuvo gran impacto mediático [pero] fue más demoledor de la institucionalidad de Pinochet. Bachelet lo sabe” (Clarín, 5-8).

El conflicto abrió profundas grietas en el gobierno, ya que mientras los ministros de Interior y Trabajo impulsaron la negociación y no se atrevieron a apelar a la Ley de seguridad, que faculta a la policía a enfrentar a los huelguistas, el resto del gabinete cerraba filas con los empresarios. Cuenta Gutiérrez que “Bachelet guardó silencio sobre el conflicto. Fueron sus ministros los que filtraron sus enfrentamientos por la huelga del cobre” (ídem).

La lucha de CODELCO disparó a su vez nuevos conflictos: en la industria textil, en la educación, las marchas de protestas por el alza de los precios de los combustibles y el fracaso de la reorganización del sistema de transporte en Santiago... Esta situación llevó a que la Central Unitaria de los Trabajadores llamara el 29 de agosto de este año a una jornada nacional de Movilización y Acción Sindical exigiendo cambios en la política económica del gobierno. La jornada terminó con serios incidentes y cientos de detenidos. El 30 de septiembre, los 1500 trabajadores de Celulosa Arauca y Constitución (Celco) ocuparon la planta pidiendo aumento salarial.

¿El fin de la “estabilidad de la Concertación”?

A diferencia de Argentina, Bolivia o Ecuador, que han vivido profundas movilizaciones populares, Chile no ha visto caer gobiernos democráticos burgueses por la acción de las masas en las calles. Instituciones y leyes de la época de la dictadura militar se han conservado, o en todo caso se han ido reformando sin mayores convulsiones políticas. Sin embargo, este andamiaje burgués se está resquebrajando ante el carácter de las luchas que apuntan contra la política del gobierno.

Sucede que el proceso de rebeliones populares en Latinoamérica es global y el capitalismo chileno no puede escapar a sus efectos. Los trabajadores del país trasandino han comenzado a enfrentar al modelo neoliberal pinochetista mantenido en lo esencial por la Concertación, y en esta pelea puede estar el germen de una verdadera recomposición del movimiento obrero y popular. Las desigualdades sociales y económicas no sólo han puesto sobre el tapete la inmensa brecha abierta entre las clases por el “milagro económico chileno”, sino que muestran la necesidad y la posibilidad de avanzar en la reorganización de los sectores oprimidos. En este sentido, los sectores mineros, los trabajadores de la salud, textiles, forestales y de la educación, entre otros, junto con el dinamismo del movimiento estudiantil, permiten confiar en que del otro lado de los se está poniendo en marcha un proceso de recomposición donde los actores sociales más “clásicos”, la clase trabajadora y el estudiantado, apuntan a ser los que den la tónica.