Las nuevas rebeliones
latinoamericanas
Por Claudio Katz
Enviado por el autor, 24/10/07
América Latina se ha convertido en un
significativo foco de resistencia al imperialismo y al neoliberalismo.
Grandes sublevaciones populares afianzaron la presencia de los
movimientos sociales y condujeron a la caída de varios presidentes
neoliberales. ¿Pero cuál es el alcance de esta oleada de luchas? ¿Qué
programas, sujetos y proyectos se delinean en la región?
Cuatro grandes
levantamientos
La tónica de estas
movilizaciones ha estado signada desde principio de la década por las
sublevaciones registradas en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina.
En estos cuatro países la protesta social desembocó en
levantamientos masivos y generalizados.
Esta misma tendencia a la irrupción
popular se verifica también, entre los pobladores de Oaxaca (México),
los estudiantes en Chile, los trabajadores de Colombia y los
campesinos de Perú. La intensidad de las protestas es muy desigual en
la región y coexiste con situaciones de reflujo en países claves
como Brasil. Pero uno tras otro, los distintos modelos de estabilidad
neoliberal han quedado sobrepasados por el ascenso popular. Chile es
el ejemplo más reciente y emblemático de este giro.
La oleada de los últimos años
tuvo mayor gravitación en las naciones andinas, fuerte impacto en el
Cono Sur y menor influencia en América Central. Pero también este
mapa tiende a modificarse, a medida que las movilizaciones recobran
fuerza en México e irrumpen en Costa Rica. Los cuatro grandes
levantamientos de América del Sur constituyen el patrón de
referencia de un proceso regional de resistencias entrelazadas, que
interactúan entre sí.
La rebelión más profunda se
consumó en Bolivia, en oposición al feroz atropello neoliberal que
desde 1985 empobreció al Altiplano. La acción popular doblegó la
represión de los presidentes derechistas, en tres mareas de grandes
combates. Con la “guerra del agua” se frenó la privatización de
este recurso (2000), con la “guerra del gas” se defendieron los
hidrocarburos contra la depredación exportadora (2003) y con la
escalada final (2005) fue arrollado el presidente Lozada y su sucesor
Mesa. A través de una insurrección con 80 muertos y 200 heridos, la
población quebró el ciclo
derechista e inauguró el actual proceso presidencial de Evo
Morales.
También en Ecuador los programas
neoliberales fueron sacudidos por varias sublevaciones. Primero los
indígenas provocaron la caída del
presidente Bucaram (1997) y luego impusieron el derrocamiento de
Mahuad (2000), al cabo de seis días de intensos combates callejeros.
Las elites consiguieron una breve distensión con el auxilio de un
militar (Gutiérrez en el 2003), que enmascaró con retórica
nacionalista la continuidad de la agresión patronal. Pero una nueva
“rebelión de los forajidos” con mayor presencia de la clase media
urbana (2005) demolió este ensayo y abrió la secuencia de
fulminantes derrotas electorales de la derecha (2006-07), que
condujeron al actual gobierno de Rafael Correa.
En Venezuela la irrupción
popular debutó con el “Caracazo” (1989). Este alzamiento fue una
respuesta al incremento del precio de la gasolina que implementó un
gobierno de los petroleros y banqueros (Carlos A. Pérez). En medio de
fulminantes crisis financieras y protestas con centenares de muertos, los intentos
continuistas quedaron opacados por un levantamiento militar (1992),
que inauguró el proceso bolivariano.
El fracaso de un golpe empresarial sostenido por Estados Unidos (2002) y
la gran secuencia de victorias
electorales, permitieron a Chávez sepultar el tradicional
bipartidismo de las elites. Estas victorias han generado la
actual polarización entre la derecha y el gobierno nacionalista. Esta
confrontación se expresa cotidianamente en las calles y en los medios
de comunicación.
La cuarta rebelión significativa se verificó en
diciembre del 2001 en Argentina. Condujo a la caída del presidente
neoliberal De la Rúa, que intentó mantener la política de
privatizaciones y desregulaciones instaurada en los años 90 por
Menem. Esta sublevación coronó la resistencia de los desocupados,
que expandieron su método de lucha piquetero a todos los movimientos
sociales y confluyeron en un gran levantamiento con la clase media
expropiada por los bancos.
La protesta alcanzó un nuevo pico frente a nuevas
provocaciones represivas (Puente Pueyrredón a mediados del 2002) que
reactivaron la lucha popular. Esta resistencia perdió intensidad
posteriormente, pero ha impuesto un serio límite a las agresiones
capitalistas. Las clases dominantes lograron restaurar la autoridad
del estado y contuvieron la ira de los oprimidos a través del
gobierno de Kirchner. Pero en un marco de recuperación económica,
debieron otorgar significativas concesiones sociales y democráticas.
Tres ejes comunes
Todas las rebeliones
sudamericanas han enarbolado reclamos coincidentes contra el
neoliberalismo, el imperialismo y el autoritarismo. Estas exigencias
se tradujeron en planteos de anulación de las privatizaciones,
nacionalización de los recursos naturales y democratización de la
vida política.
La reacción popular se apoyó en
la erosión de la dominación burguesa que generó el neoliberalismo
periférico. Este programa derechista no solo precarizó el trabajo y
masificó la pobreza, sino que también condujo a un deterioro
significativo de la autoridad de las clases opresoras. La reorganización
económica en que embarcaron los grupos dominantes generó grandes
crisis, que deterioraron la capacidad de las elites para gestionar del
estado. Este resquebrajamiento incentivó la irrupción por abajo.
En un marco de quiebra de la
estabilidad política y pérdida de la hegemonía de los partidos
tradicionales, los manifestantes exigieron en Bolivia la
re-estatización del agua y la nacionalización de los hidrocarburos.
Reclamaron el fin de la regresión social provocada por
privatizaciones y cierre de minas, que desgarraron el tejido
social, masificaron el trabajo precario y alentaron el narcotráfico.
La misma
motivación antiliberal tuvo la sublevación en Ecuador, dónde la
pobreza afecta al 62% de la población. Los oprimidos se
insurreccionaron contra un esquema de economía dolarizada,
primarizada y privatizada, que generó terribles colapsos
inflacionarios, financieros y cambiarios. En Venezuela el primer
estallido popular enfrentó la carestía provocada por los ajustes el FMI. Esta reacción se afianzó, cuando el
desmoronamiento del sistema bancario precipitó la fuga de capitales,
en un marco de inflación y devaluación descontroladas. La reacción popular
fue una protesta contundente contra la privatización petrolera y la
turbia privatización de los bancos.
También en Argentina la rebelión
estalló frente a dos nefastos efectos del neoliberalismo: la
confiscación de ahorros de la clase media para solventar la deuda pública
y la masificación del desempleo generada por la flexibilización
laboral. Los oprimidos exigieron en la calle la reversión de una política
económica, que produjo una depresión sin precedente desde los años
30.
Estas mismas demandas han
predominado en las movilizaciones de otros países. La mayoría
popular rechaza los acuerdos de libre comercio (Colombia, Perú,
Centroamérica), las secuelas de las privatizaciones (Chile, Uruguay),
la desregulación laboral (Brasil) y el encarecimiento de los
alimentos (México).
Pero este cuestionamiento al
neoliberalismo adopta también un perfil antiimperialista, ya que la
liquidación de empresas públicas y la apertura comercial
beneficiaron a muchas corporaciones norteamericanas y europeas. La
recuperación de la soberanía nacional mediante la re-estatización
de los recursos naturales ha sido un reclamo de todas las rebeliones.
Esta exigencia desembocó en
Bolivia en la nacionalización de los hidrocarburos. El alcance de
esta medida se encuentra actualmente en disputa, en los contratos que
el gobierno negocia con las multinacionales. En estas pujas se juega
el monto de la renta que absorberá el estado y el uso asignado a ese
excedente. La movilización social impuso también la extensión de
las nacionalizaciones a otros sectores (agua, ferrocarriles, teléfonos),
aunque es evidente que el futuro del país se define el manejo estatal
del petróleo y el gas.
La misma conexión entre
nacionalizaciones y movilización popular se comprueba en Venezuela.
También allí se registra una expansión de la propiedad estatal
tanto en la órbita petrolera, como en los servicios públicos de
agua, telefonía y electricidad. Este curso revierte el rumbo
neoliberal y coincide con la tendencia a la nacionalización que se
verifica en todos los países exportadores de crudo. Pero también se
enmarca en una lucha particular contra la corrupta burocracia
transnacional que manejaba la empresa estatal PDEVESA.
Un conflicto semejante ha
comenzado a verificarse en Ecuador luego de la anulación de un
fraudulento contrato petrolero (Oxy), que ha reintroducido el debate
sobre la nacionalización. Hasta ahora, el nuevo gobierno sólo
propone destinar los fondos excedentes que genera la exportación de
combustible, al desarrollo de programas sociales.
A diferencia de estos tres cursos
en Argentina las privatizaciones se han mantenido sin grandes cambios.
El gobierno neutralizó el reclamo popular de recuperar las empresas públicas
y se limitó a regular las tarifas de estas compañías. Pero las
tensiones no están zanjadas, porque en toda la región crecen las
demandas de estatización. Son reclamos contra la depredación minera
(Perú, Chile) o la destrucción del medio ambiente (Brasil), que están
invariablemente enlazadas con el rechazo de las bases militares
norteamericanas (Ecuador, Puerto Rico) y los ensayos de intervención
yanqui (Centroamérica, Colombia). Las banderas antiimperialistas han
recuperado centralidad, frente al dramático proceso de recolonización
política que sufrió la región en las últimas dos décadas.
En todas las rebeliones emergió
también una exigencia de democracia real. Por primera en la historia
regional una oleada de revueltas no enfrenta a dictadores, sino a
presidentes constitucionales. Esta novedad demuestra que las luchas
latinoamericanas no se restringen a una batalla contra regímenes
totalitarios. Existe una percepción ya generalizada que la vigencia
de sistemas constitucionales no resuelve los dramas sociales. Se nota
que estas estructuras políticas son utilizadas por las clases
dominantes para implementar atropellos contra los trabajadores.
Las sublevaciones contra
presidentes autoritarios o corruptos comenzaron en Perú fines de los
80, siguieron en Brasil en 1992 y posteriormente en Paraguay 1999.
Pero actualmente esta batalla incluye exigencias de refundación política
integral. Por esta razón ha prevalecido la petición de Asambleas
Constituyentes en varias revueltas, a pesar del uso negativo que
tuvieron últimamente estos mecanismos. Sirvieron para maquillar la
continuidad del orden vigente (Brasil) y para facilitar reelecciones
de presidentes neoliberales (Argentina).
La Asamblea que emergió en 1999
en Venezuela condujo al logro de importantes conquistas populares.
Ahora se debate otra reforma constitucional que consagraría nuevos
avances (fondo de estabilidad social, reducción de jornada de
trabajo, supresión de autonomía banco central). La derecha resiste
estos logros, mediante inconsistentes cuestionamientos a la extensión del
mandato presidencial
Una lucha más encarnizada se está
librando también en Bolivia con los conservadores, que buscan detener
cualquier iniciativa que afecte sus privilegios. Bloquean sistemáticamente
el funcionamiento de la Asamblea Constituyente, exigiendo una mayoría
de dos tercios para aprobar las principales leyes. Este mismo tipo de
sabotajes serán más difíciles en Ecuador, luego de la demoledora
derrota que sufrieron los partidos tradicionales. Pero en estas
Asambleas se discutirán no solo los reclamos antiliberales,
antiimperialistas y democráticos, sino también viejos problemas que
han recobrado relevancia.
Transformaciones en el agro
El neoliberalismo agravó
sustancialmente el drama de los pobres rurales. Las agresiones
capitalistas contra los pequeños agricultores acentuaron durante la
última década los violentos conflictos por la tierra, que acosaron a
Colombia, precipitaron el levantamiento de Chiapas, multiplicaron las
masacres en Perú y provocaron más 300 muertos en Brasil.
En
situaciones agrarias nacionales muy diferentes, estos atropellos
generaron resultados semejantes de polarización social, miseria
campesina y enriquecimiento de los grandes propietarios o
contratistas. La fractura entre el sector moderno de exportación y la
agricultura de subsistencia se agravó de manera uniforme, acentuando
el desamparo rural y la emigración a las ciudades.
Esta
redoblada opresión incentivó nuevas resistencias agrarias,
organizadas en torno a movimientos muy diversos (CONAIE en Ecuador,
Zapatismo en México, Cocaleros en Bolivia, MST en Brasil), cuyos
programas desbordan las demandas tradicionales de los campesinos.
Estas plataformas no se limitan como en el pasado al reclamo de una
reforma agraria, ya que existe una importante asimilación de las
frustraciones legadas por esos procesos.
Durante el
siglo XX se consumaron dos grandes revoluciones agrarias (México,
Bolivia) y varias reformas significativas de la propiedad (Guatemala,
Chile, Perú, Nicaragua, El Salvador). Las transformaciones fueron en
cambio superficiales, en los países que fue preservada la concentración
de la tierra (Brasil, Venezuela, Ecuador, Colombia, Honduras, República
Dominicana y Paraguay). Solo en dos naciones (Argentina y Uruguay) no
se registró ningún tipo de modificaciones. Pero de esta gran
variedad de cursos emergió un escenario común de polarización,
entre prósperas empresas de exportación y estancadas explotaciones
de subsistencia. La pobreza y las
desigualdades se han acentuado y en muy pocas regiones floreció
un segmento intermedio de burguesía agraria.
Este
resultado indujo a los nuevos movimientos sociales a proponer
soluciones más integrales que la vieja reforma agraria. Algunas
propuestas prestan mucha atención a la protección del medio ambiente
y plantean sustituir el agro-negocio por modelos de producción
alimenticia prioritariamente destinada al mercado interno. Se ha
tornado evidente, la escasa utilidad en materia de eficiencia y
productividad de las transformaciones agrarias que mantienen en pie la
estructura del capitalismo periférico.
En este
nuevo contexto el campesinado no ha jugado el papel protagónico que
exhibía a principios del siglo XX. No repitió el rol que tuvo en México,
como agente dinámico de la primera revolución contemporánea de la
región. Esa intervención condujo
a una
guerra civil que desbordó todos los compromisos ensayados por las
jefaturas burguesas. Este rol volvió a notarse en otros
levantamientos posteriores como la insurrección salvadoreña de 1932,
pero no ha persistido al comienzo del nuevo siglo.
Si bien la desaparición del
campesinado no es un proceso abrupto e inexorable, es visible la pérdida
de cohesión social de este sector. La proletarización desplazó
hacia los centros urbanos el eje de la lucha social, incluso en países
como Bolivia que recrearon la pequeña propiedad luego de una
importante reforma agraria. El campesinado persiste como fuerza de
peso, pero sin el liderazgo que exhibió en varios momentos de la
centuria precedente.
Las demandas indígenas
La
gravitación de la cuestión indígena constituye una novedad
significativa. Las revueltas pusieron de relieve la actualidad de un
problema que afecta a casi 50 millones de oprimidos, pertenecientes a
485 grupos étnicos distintos. Sus derechos fueron
repetidamente desconocidos por una doctrina que restringió los
derechos nacionales solo a las repúblicas post-coloniales. Estos
estados emergieron de un proceso de balcanización, bajo el control de
elites criollas que atropellaron las configuraciones territoriales
originarias. Durante este proceso, muchos sectores indígenas (y toda
la población negra introducida con la esclavitud) perdieron la
lengua, la tierra y su cultura. Pero otros segmentos mantuvieron una
identidad cuyo reconocimiento exigen en la actualidad.
En cada uno
de los cinco países que concentran el 90 % de esta población (Perú,
México, Guatemala, Bolivia y Ecuador), las demandas indígenas
presentan características distintas. En Ecuador todas las comunidades
han confluido en una organización común, que exige la formación de
un estado plurinacional y multi-linguístico. En Bolivia, los reclamos
han sido canalizados por agrupamientos sindicales y políticos, que en
algunos casos reclaman este mismo reconocimiento (Evo Morales) y en
otras variantes alientan el reestablecimiento de formas políticas
afines al antiguo estado incaico (Quispe). En Perú la reivindicación
indígena no alcanzó hasta ahora la misma intensidad que en los países
vecinos. Algunos analistas atribuyen esta peculiaridad al impacto de
la urbanización sobre las viejas culturas gamonal-andina y señorial-criolla
y al efecto de la guerra sucia de 1980 y 2000, que sembró el terror
en las regiones menos aculturadas.
El
indigenismo ha renacido particularmente en Bolivia, como una cultura
plebeya forjada por los oprimidos urbanos y precarizados. Mantiene
viva la memoria anticolonial de una población poco mestizada, que ha
sufrido la dominación racial blanca y el fracaso de varios procesos
de integración trunca y castellanización forzosa.
La demanda
indígena coexiste con la lucha antiimperialista y anticapitalista, ya
que los oprimidos frecuentemente mantienen varias identidades
(indio-precarizado de Bolivia o indio-campesino de Ecuador). Las
rebeliones recientes pusieron de relieve la legitimidad de las reivindicaciones de los pueblos
originarios y demostraron que la cuestión nacional presenta en América Latina tres
dimensiones: el aspecto anticolonial (gestado en la lucha contra España-Portugal
y luego contra Estados Unidos), la resistencia antiimperialista (que
involucra a toda la región desde la última centuria) y la opresión
interna de los indígenas, en distintas zonas del continente.
Tal como
ocurre con todas las formas del nacionalismo, las connotaciones de
esta demanda dependen de los portavoces y propuestas en juego. La
derecha descalifica el “etno-fundamentalismo” del programa indígena,
para disimular la continuidad de la opresión racista con discursos de
embellecimiento del mestizaje. Los sublevados de la región andina han
desenmascarado este mensaje dual, demostrando que la lucha secular por
la tierra está directamente asociada en varios países con la defensa
de una identidad político-cultural.
En Bolivia este sentimiento de
auto-afirmación incentivó varios levantamientos e incorporó un
derecho de auto-determinación nacional, que es valedero en la medida
que converja (y no discrimine) al resto de los oprimidos. Esta demanda
–que se plasma en la propuesta de remodelar el estado en un sentido
plurinacional- difiere sustancialmente de la romántica utopía de
reconstruir el imperio incaico. Este proyecto tiende a recrear formas
obsoletas de economía de subsistencia y segrega a los explotados no
indígenas. Además, puede generar güettos atomizados, que las
multinacionales del petróleo aprovecharían para reapropiarse de los
hidrocarburos. Por esta razón es vital que los recursos estratégicos
sean centralizados y queden en manos de los estados nacionales.
La
identidad indígena es mutable y asume significados cambiantes en cada
momento histórico. Lo que se puso de manifiesto en los últimos años
es el carácter arbitrario de todos los criterios para definir a
priori la relevancia específica de este problema. La cuestión indígena
existe en cada país, desde el momento que es asumida por una masa
significativa de la población.
Lo esencial
es registrar esta demanda y no forzar clasificaciones inflexibles a
partir de parámetros objetivos (lengua,
territorio, historia, cultura común) o la mera exaltación de un
sentimiento de pertenencia. Los derechos nacionales simplemente son
legítimos cuando una masa representativa los reclama, al cabo de un
proceso de construcción de identidades propias. Estos fenómenos
nunca expresan la vigencia de una entidad previa, primaria e
invariable. Si se comprende esta variabilidad histórica resulta
posible abordar sin esquematismos, los nuevos problemas de los pueblos
originarios.
Mutiplicidad
de sujetos
Las
rebeliones recientes han corroborado la existencia de una gran
variedad de protagonistas populares. Las revueltas de Bolivia fueron encabezadas por
trabajadores precarizados, campesinos e indígenas, que retomaron el
acervo de lucha sindical de los mineros. La cirugía neoliberal
destruyó el viejo tejido social, pero no sepultó las tradiciones que
han recogido los nuevos resistentes. Los mineros ya no ejercieron su
viejo liderazgo, pero su herencia fue visible entre los trabajadores
precarios. La vieja central sindical (COB) tampoco jugó el rol del pasado, pero sus
métodos huelguísticos dominaron el levantamiento y se expandieron a
sectores de la clase media afectados por la andanada derechista.
Las dos
primeras sublevaciones de Ecuador fueron encabezadas por los indígenas,
mientras que en la tercera rebelión predominaron los sectores
urbanos. La masa de trabajadores informales y pobladores humildes
lideró en Venezuela, todas las movilizaciones que doblegaron a la
derecha. Pero en los momentos definitorios fue decisiva la acción de
los trabajadores petroleros, que derrotaron el ensayo golpista del
2002 junto a sectores significativos del ejército.
En el
“argentinazo” del 2001 -a diferencia de los saqueos de 1989-
convergieron los desempleados que cortaban rutas (piquetes) con la
clase media expropiada por los bancos (cacerolas). Posteriormente se
afianzó el protagonismo de los asalariados, aunque ya no bajo el
tradicional liderazgo de la clase obrera industrial. Pero la fuerte
tradición de organización sindical se expresó en huelgas masivas,
que han sido implementadas por todos los segmentos combativos.
Este variado universo de la
protesta social se verifica también en el resto de América Latina.
Los asalariados urbanos gravitan más en el Cono Sur que en la región
Andina, pero los empleados públicos -y especialmente los docentes
afectados por el ajuste neoliberal- ocupan un lugar destacado en todos
los países. La juventud –estudiantil, o precarizada o desocupada-
aparece siempre en la primera fila del combate callejero.
En toda la región se comprueban
los efectos de las transformaciones neoliberales, que han
reestructurado el universo de los asalariados. La fuerza laboral
actual es más heterogénea y se encuentra segmentada entre un polo de
actividades calificadas y un área de precarización. Esta
reorganización capitalista ha diversificado los sujetos de la lucha
popular.
Pero la resistencia
latinoamericana ha demostrado, además, que la remodelación laboral
no erradica, ni impide la respuesta de los oprimidos. Las
sublevaciones evidenciaron que los trabajadores no se resignan, ni han
quedado sustituidos por una inerme masa de excluidos. En todas las
revueltas actuaron no solo los oprimidos expulsados del mercado, sino
también explotados ubicados en los centros neurálgicos de la vida
económica. La conjunción de ambos sectores permitió el triunfo de
los levantamientos, en los lugares dónde la economía fue paralizada
por las protestas masivas.
Como la destrucción de puestos
de trabajo ha sido acompañada por la creación de nuevas formas de
empleo, el peso de los
asalariados no decreció en América Latina. Tampoco se extinguieron
el trabajo y la clase obrera. El decisivo papel que han jugado los
asalariados en varios levantamientos confirma que la batalla contra el
neoliberalismo, forma parte de una resistencia perdurable contra la
explotación capitalista.
Registrar este dato es importante
para notar el basamento clasista que subyace en la oleada reciente de
revueltas. Cuándo se omite esta determinación social, las rebeliones
tienden a ser vistas como articulaciones contingentes de movimientos
sectoriales, que pueden adoptar cualquier dirección y empalmar (o
distanciarse) en forma fortuita. Al borrar la dinámica objetiva que
impulsa la lucha social, se tornan inexplicables las causas que
inducen a los oprimidos a converger. Todo el sentido de esta lucha se
vuelve indescifrable.
Reconocer el sustento de clase de
los levantamientos no implica ignorar las transformaciones que afectan
a los asalariados. Estas modificaciones son muy significativas, tanto
a nivel objetivo (ampliación del peso general de los trabajadores y
menor gravitación del segmento industrial), como subjetivo (declinación
de los viejos sindicatos y sustitución parcial por nuevas
organizaciones). Estos cambios incluyen también una pérdida simbólica
de visibilidad, identidad y auto-confianza de los viejos segmentos
fabriles. Pero las rebeliones han demostrado que la pasividad y la
desmoralización generadas inicialmente por el neoliberalismo pueden
ser neutralizadas, si los explotados y los oprimidos encuentran cauces
para la acción común.
Los excluidos no pueden doblegar
al capital sin el auxilio de los incluidos y a su vez, los
trabajadores formales solo pueden imponer sus reivindicaciones si
cuentan con un gran acompañamiento popular. Como el capitalismo se
nutre simultáneamente de la opresión y de la explotación, la
confluencia por abajo contrarresta siempre la supremacía que ejercen
los de arriba.
El variado espectro de sujetos
oprimidos que encabezó los levantamientos recientes difiere del
contundente liderazgo obrero, que caracterizó la revolución
boliviana de 1952, las luchas fabriles de Argentina en 1960-70 o de
Brasil en los años 80. Este cambio no es solo consecuencia de la
desregulación neoliberal del mercado de trabajo. También obedece al
elevado grado la integración estatal de burocracias sindicales, que
atemperan la resistencia, desorganizan la lucha y aíslan
corporativamente a los trabajadores sindicalizados.
Inicialmente la contrapartida
burguesa de esta acción era la generalización de importantes
conquistas sociales. La clase dominante convalidaba estos logros
-especialmente en México o Argentina- para garantizar la estabilidad
de los negocios. Pero la arremetida neoliberal contra las conquistas
sociales socavó ese pacto, dificultando al mismo tiempo la
reorganización desde debajo de la clase obrera.
La burocracia acentuó su
asociación con el capital hasta convertirse ella misma en empresaria
en muchos países. Pero los sindicatos alternativos no maduraron lo
suficiente, para transformarse en una opción de liderazgo de las
sublevaciones. También este resultado explica la diversidad de
sujetos oprimidos que ha predominado en las rebeliones recientes.
Éxitos y singularidades
Las rebeliones latinoamericanas
irrumpen en coincidencia con grandes resistencias antiimperialistas en
el mundo árabe y suceden a la oleada de levantamientos, que sacudió
a Europa Oriental a principios de los 90. Los tres acontecimientos
conforman procesos regionales, con objetivos, programas y formas de
lucha singulares. El anhelo de democracia política frente a las
dictaduras burocráticas unificó las movilizaciones en Europa del
Este, el rechazo a la agresión norteamericana impulsa la lucha en
Medio Oriente y las consecuencias sociales del neoliberalismo periférico
determinaron la reacción popular en América Latina.
Durante la última década la
acción de los oprimidos de esta última región perdió sincronía
con Europa Occidental o Estados Unidos. Las clases dominantes de las
economías centrales pudieron recurrir a mecanismos de atenuación de
las tensiones sociales, que no están disponibles en el Tercer Mundo.
En esta etapa volvió a emerger la localización periférica de las
contradicciones más explosivas del capitalismo.
Pero lo más significativo de las
rebeliones latinoamericanas han sido sus resultados. Estas
sublevaciones lograron quebrar la secuencia acumulativa de derrotas
populares en que se asienta el neoliberalismo. Es cierto que ningún
levantamiento alcanzó plenamente sus objetivos, pero el
establishmnent perdió mayoritariamente la partida y se inauguró un
contexto político impensable durante el anterior apogeo de la
derecha.
Este logro tiene gran relevancia
en un período signado por agresiones patronales y frustraciones
populares. La marea de sublevaciones desembocó en Europa Oriental en
restauraciones capitalistas, que atropellaron las conquistas laborales
y acentuaron la polarización social. Y si bien el imperialismo ha
sufrido serias derrotas en Palestina e Irak, la atroz sangría que
generan las tensiones étnicas en Medio Orientes han bloqueado, hasta
el momento, la gestación de una alternativa liberadora en esa zona.
Por el contrario en América Latina las protestas antiliberales
asumieron una tónica antiimperialista, nítidamente democrática y
carente de los componentes religiosos, que obstruyen el desarrollo de
un proyecto popular en el mundo árabe.
Es muy difícil evaluar como
incidirá este resultado latinoamericano sobre el balance
internacional de fuerzas que estableció el neoliberalismo. Pero sin
lugar a dudas contribuirán a revertir la espiral de derrotas
populares, que inauguró el thatcherismo a principios de los 80. Como
los movimientos sociales de la región mantienen estrechos vínculos
con los distintos foros alter-globales -que desde hace años funcionan
en todo el mundo- existe una fluida transmisión de la experiencia
regional al resto del planeta.
En América Latina se pudo
reconstituir con relativa celeridad el tejido de solidaridad requerido
para frenar la ofensiva del capital. Esta recomposición explica el
lugar privilegiado que ocupa la región en el escenario mundial de
luchas sociales. El neoliberalismo no logró sepultar las tradiciones
políticas y sindicales combativas de la zona, ni siquiera en el cenit
de su agresión. Confrontó con tres singularidades de la zona: una
herencia viva de nacionalismo antiimperialista, importantes avances en
el terreno de las libertades democráticas y la supervivencia de la
experiencia socialista en Cuba.
Ninguno de estos rasgos se ha
verificado en otras zonas periféricas. El fracaso de los ensayos
nacionalistas de 1950-70 en el mundo árabe fue mayúsculo, las
avances democráticos de 1980-90 en esa región fueron irrelevantes y
los procesos que intentaron algún perfil socialista (como Argelia en
los 60) quedaron prematuramente bloqueados. En cambio América Latina
ha podido usufructuar de los límites que actualmente enfrenta el
imperialismo norteamericano, para imponer sus prioridades a escala
global. La región ha sacado paradójicamente mayor provecho que el
propio Medio Oriente de los reveses que soporta el Pentágono en Irak.
Pero también pesan ciertas
ventajas históricas que diferencian a la zona del resto del Tercer
Mundo. América Latina acumula una mayor tradición de autonomía política
post-colonial que el grueso de África y Asia. Concentra una herencia
de luchas por la independencia de vieja data, que le permitió
constituir repúblicas en los albores de la revolución burguesa. Por
esta razón mantuvo un liderazgo de avances en la periferia en el
campo de la ciudadanía, la integración nacional y la convivencia étnica.
Estos logros colocaron a la región
en una situación peculiar en comparación al resto de las zonas
dependientes, que comenzaron a soportar la opresión colonial cuando
América Latina se liberaba de esa sujeción. Este avance permitió
forjar tempranamente una conciencia nacional, que alimentó dos siglos
de acción liberadora.
Es igualmente cierto que las
compuertas abiertas por la independencia solo crearon durante el siglo
XIX posibilidades de desarrollo, que no lograron consumarse. Por esta
razón la revolución burguesa tuvo un carácter incompleto, en
comparación a Europa y Estados Unidos. Pero este malogrado
desenvolvimiento precoz permitió la gestación de tradiciones políticas
ciudadanas más avanzadas que en cualquier otro rincón del Tercer
Mundo. Estas ventajas históricas influyen en el perfil contemporáneo
que asume la lucha social en toda la región.
Rebeliones básica y rebeliones
radicales
La oleada latinoamericana
reciente ha sido caracterizada con múltiples denominaciones que
invariablemente aluden a la rebelión. Los sinónimos más comunes son
revuelta, levantamiento, alzamiento o sublevación. Estos términos
denotan la existencia de acciones populares contundentes y masivas de
rechazo al orden vigente, pero también indican las limitaciones de
las propuestas alternativas.
Las irrupciones campesinas de
Europa Medieval (jacqueries) conforman el modelo típico de la rebelión.
Implicaban furiosas reacciones de los oprimidos, sin correlatos
positivos para la construcción de un orden social diferente. Varios
historiadores han utilizado este sentido el concepto de la rebelión,
para caracterizar distintas luchas populares de América Latina.
Lo que diferencia la rebelión de
un motín o de una conspiración es la participación masiva. Por esta
razón no guardan ningún parentesco con los golpes de estado que han
signado la historia de América Latina. Las revueltas son movimientos
por abajo, que se ubican en las antípodas de los 115 golpes militares
registrados durante el siglo XIX.
Las rebeliones latinoamericanas básicas
siempre irrumpieron como reacciones espontáneas y repentinas de la
población frente a los atropellos capitalistas o las agresiones
dictatoriales. Incluyeron formas muy variadas de resistencia a la
represión, pero no lograron inmediatamente desenvolver formas de
organización alternativas o proyectos políticos autónomos de los
oprimidos. Desde el “Bogotazo” colombiano de 1948 hasta los
saqueos argentinos frente la hiperinflación de 1989, los episodios de
este tipo han sido innumerables. Forman parte de una larga tradición
de lucha social, que los opresores siempre han temido y descalificado.
Sus voceros identifican estas
reacciones con la delincuencia ya que al criminalizar las protestas
oscurecen su contenido social. Actualmente las elites encubren esta
distorsión con campañas contra el narcotráfico y presentan la
ocupación militar de los barrios populares como actos contra el
delito. En las grandes ciudades de la región se libra una guerra
civil encubierta contra los desamparados y algunos estudios incluso
denuncian el adiestramiento del ejército para enfrentar las
resistencias urbanas contra los humildes.
Las sublevaciones
latinoamericanas de los últimos años se ubicaron en un escalón
superior a cualquier rebelión social básica. Los alzamientos de
Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina no fueron solo reacciones
contra los gobiernos derechistas, sino que también incluyeron
demandas positivas de carácter antiliberal, democrático y
antiimperialista. Pero estas exigencias no estuvieron acompañadas por
la gestación de organismos de poder popular. Aquí radica la
diferencia con las revoluciones sociales, que incluyen la presencia de
ese tipo de instituciones.
En las revoluciones sociales
tienden a emerger modalidades de poder de los oprimidos, en pugna con
el sistema de dominación vigente. Desafían esta estructura con
alguna forma de soberanía alternativa. El doble poder de los soviets
en la revolución rusa es el ejemplo clásico de esta disputa, que
algunos autores contemporáneos identifican con la presencia de
soberanías múltiples. En estas situaciones se verifica la existencia
de dos o más epicentros que reclaman la legitimidad exclusiva del
poder.
Las rebeliones se distinguen de
las revoluciones por la visibilidad de estos organismos y su potencial
confrontación con el estado. No son las formas de lucha, los grados
de violencia o la existencia de insurrecciones lo que diferencia a
ambas modalidades. Este tipo de acciones ha estado presente tanto en
las grandes rebeliones (Bogotazo), como en el inicio (Portugal en
1975) o la culminación (Nicaragua en 1979) de un proceso
revolucionario. Lo que se verifica en las revoluciones y no se observa
en las rebeliones es la existencia de formas organizadas –en
asambleas, consejos, movimientos o ejércitos- de un nuevo poder, que
desafía a las autoridades del estado. Por esta razón las
revoluciones introducen puntos de ruptura histórica más
significativos que otro tipo de sublevaciones.
Tomando en cuenta estos criterios
se puede caracterizar a los levantamientos latinoamericanos recientes
como rebeliones radicales. Superaron el alcance tradicional de estos
alzamientos, sin llegar a ubicarse en el campo estricto de las
revoluciones. Una mirada retrospectiva confirma esta evaluación.
Comparación con grandes
revoluciones
Durante el siglo XX se
registraron cuatro grandes revoluciones sociales en América Latina: México
en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979. El
contraste con estas gestas permite dimensionar el alcance de las
rebeliones recientes.
La revolución mexicana fue una
reacción masiva de campesinos agobiados por la modernización
capitalista que implementó un régimen
semi-dictatorial. Al cabo de un encarnizado ciclo de sangrientas
confrontaciones e importantes concesiones a los sublevados se abrió
un período de precaria estabilidad, que desembocó en renovadas
movilizaciones en los años 30. Durante este período un gobierno
nacionalista (Cárdenas) reinició la reforma agraria y las
nacionalizaciones inconclusas.
La revolución boliviana fue un
alzamiento popular liderado por batallones sindicales de los mineros,
que sepultaron la dominación tradicional de la oligarquía. El
gobierno surgido de esta irrupción (Paz Estensoro) nacionalizó
el estaño, instauró la reforma agraria e introdujo el sufragio
universal. Pero esta misma administración reconstruyó al poco tiempo
el maltrecho estado al servicio de las clases dominantes, mediante un
giro derechista negociado con el FMI.
A diferencia de estos dos
antecedentes la revolución cubana no se detuvo en la implantación de
reformas. Respondió a las agresiones norteamericanas con un acelerado
proceso de nacionalizaciones y transformaciones anticapitalistas. Esta
revolución trastocó el escenario regional, al asumir un carácter
socialista y demostrar la factibilidad de este curso en América
Latina.
La revolución nicaragüense
pareció repetir este nuevo patrón. Pero bajo el acoso permanente de
bandas financiadas por el Pentágono, los sandinistas detuvieron las
transformaciones sociales, pactaron con sus viejos adversarios y antes
de perder el gobierno por vía electoral ya se perfilaban como una
nueva elite dominante.
En México, Bolivia, Cuba y
Nicaragua se consumó el desmoronamiento
de los viejos sistemas políticos y se implementaron cambios económico-sociales,
que respectivamente se estancaron, revirtieron, consolidaron y
neutralizaron. Pero en los cuatro países se verificaron las formas de
poder paralelo y los organismos desafiantes del estado, que distinguen
a las revoluciones sociales de las rebeliones.
En otros
levantamientos estos rasgos aparecieron en forma solo esporádica o
conformaron inmaduros embriones. Algunas revoluciones no triunfaron
(El Salvador en los años 80) o fueron incipientemente aplastadas
(Guatemala en 1954, Chile en 1970). De todas estas experiencias
surgieron las tradiciones que nutren la lucha popular. Pero en forma
estricta, el término revolución social es solo aplicable en el siglo
XX a cuatro grandes eventos de la historia latinoamericana.
A
diferencia de muchas rebeliones, los levantamientos de México,
Bolivia, Cuba y Nicaragua tuvieron un nítido desemboque militar. Esta
confrontación ilustró la peculiar intensidad de estas convulsiones.
En los cuatro casos se registró una pugna directa de las milicias
populares armadas con el ejército convencional.
En México
los campesinos despojados de sus tierras aplastaron a las tropas
federales y sostuvieron una década de resistencias bélicas, apoyada
en la organización comunal del sur y el alistamiento masivo en el
norte. En Bolivia, los efectivos del gobierno fueron doblegados por
los escuadrones de mineros, al cabo de una encarnizada batalla de tres
días que costó 1500 muertos. También aquí el ejército fue
demolido por la acción armada de los obreros. En Cuba la guerrilla
libró una exitosa guerra de desgaste contra la guardia nacional, que
culminó con la ofensiva final del movimiento 26 de Julio. Veinte años
después, una secuencia de similar de operaciones en el campo junto a
insurrecciones urbanas condujeron a la victoria de Nicaragua.
En los
cuatro casos se perpetró un enfrentamiento militar que definió el
triunfo de los revolucionarios y el desmoronamiento del ejército
oficial. Este desenlace condujo al desplome de todos los organismos
del estado burgués, que fueron reformados y reconstruidos (México y
Bolivia), destruidos y reemplazados (Cuba) o demolidos y rehabilitados
(Nicaragua). Estos resultados finales tan disímiles, no diluyen la
enorme familiaridad revolucionaria inicial de los cuatros procesos.
Las rebeliones latinoamericanas
recientes no alcanzaron en ningún caso esta intensidad. De los cuatro
levantamientos de la última década, Bolivia se ubicó en el terreno
más próximo a una revolución. No solo por la contundencia de las
sucesivas “guerras” que libraron los sublevados (agua, coca, gas),
sino por el principio constitución de organismos de poder popular (en
las Juntas de El Alto). Pero la distancia que guarda esta convulsión
con el antecedente de 1952 es muy significativa. En esa ocasión un ejército
regular fue derrotado y desarmado por batallones mineros.
En el caso ecuatoriano las masas
populares jaquearon a varios gobiernos, sin llegar a forjar organismos
de poder rivales del estado, ni milicias desafiantes de las fuerzas
armadas. La situación potencialmente revolucionaria que se vivió en
varios momentos, no se tradujo en una revolución comparable a las
cuatro grandes gestas del siglo XX.
La brecha que separa al
“argentinazo” de esos antecedentes es mucho mayor. Desde diciembre
del 2001 hasta mediados del 2002 se plasmó un levantamiento masivo,
sostenido en la ocupación continuada de las calles. Pero las
instancias potenciales de un poder popular apenas se insinuaron y la
parálisis transitoria del estado no implicó el desplome de ninguna
de sus instituciones. Tampoco se produjo posteriormente alguna
renovación significativa del espectro político. La protesta asumió
más que en cualquier otro caso, una modalidad clásica de rebelión
diferenciada de la revolución.
Variedad de usos
En Venezuela la palabra revolución
es cotidianamente utilizada con gran orgullo por todos participantes
del proceso nacionalista. Recurren a este término para caracterizar
un giro histórico de la vida nacional. La “revolución
bolivariana” es identificada con las batallas contra la derecha, el
desmoronamiento del sistema de bipartidista y los
importantes logros sociales.
Pero en este caso, la palabra
revolución presenta una acepción diferente a la aplicada para
contrastar su presencia con las rebeliones. No alude a un
acontecimiento, sino a la totalidad de un proceso de rupturas
sucesivas con el orden vigente (“caracazo”, recuperación de
PDEVESA, derrota del golpe, triunfos electorales). La convocatoria a
concretar “nuevas revoluciones dentro de la revolución” se basa
en esta identificación del concepto, con transformaciones de alto
contenido radical. En este caso la mención de la revolución presenta
un significado simbólico, que expresa la sensación de un gran cambio
en curso. Este significado del término difiere de su utilización
como categoría analítica comparativa de la intensidad de las
sublevaciones populares.
Es importante valorar esa dimensión
subjetiva, ya que toda revolución se nutre de percepciones,
esperanzas e ideales. Pero también es vital evaluar el alcance del
giro actual para tomar conciencia de la distancia que falta recorrer.
En Venezuela quedó largamente superado el estadio inicial de una
rebelión y es válido reconocer la presencia de un proceso
revolucionario. Pero las fronteras que atravesaron las cuatro grandes
revoluciones sociales de América Latina, no han sido aún
traspasadas.
Este mismo diagnóstico se aplica a Bolivia. Algunos
recurren a un uso extendido del término revolución para analizar lo
ocurrido en el Altiplano. Convocan explícitamente a no regatear la
aplicación de ese concepto, estimando que el uso de sustitutos
menores -como rebelión- desvaloriza el alcance de los levantamientos.
Retoman la noción de “revolución popular” que utilizó Lenin en
1905, para contrastar una irrupción desde abajo (Rusia) con cambios
desde la cúspide del estado (Turquía a principios del siglo XX).
Pero la distinción entre revolución y
rebelión no tiene connotaciones ofensivas.
Solo apunta a esclarecer grados de intensidad de la lucha popular para
definir estrategias socialistas adecuadas. Recordar que las
sublevaciones en Bolivia del 2000-2005 no provocaron un colapso del
estado capitalista comparable al observado en 1952, no implica
quitarle mérito alguno a estos levantamientos. Este señalamiento del
trecho a recorrer es tan importante para un proyecto anticapitalista,
como la contraposición
leninista entre irrupción desde abajo y cambios desde arriba.
La revolución presenta ambas caras: es un instrumento de
liberación deseado por los oprimidos y es también una categoría de
análisis de la lucha social. La esperanza emancipadora no debe anular
el potencial explicativo del concepto. No basta con evaluar las
percepciones de los protagonistas. Se requiere, además, dimensionar
comparativamente el alcance de cada episodio.
Algunos autores recurren al
concepto de revolución política para ubicar los levantamientos
recientes de América Latina. Los sitúan en un punto intermedio entre
las rebeliones y las revoluciones sociales. Ese concepto fue muy
utilizado en los años 80, para distinguir los desmoronamientos de las
dictaduras bajo presión popular de las transiciones manejadas desde
arriba. Lo ocurrido en Argentina o Bolivia fue adecuadamente
contrastado con el fin del franquismo en España. La vieja distinción
que estableció Trotsky entre revoluciones sociales (transformación
de las relaciones de propiedad) y revoluciones políticas (modificación
de un sistema institucional) fue aplicada para caracterizar los
procesos post-dictatoriales más convulsivos.
En su aplicación contemporánea,
esta diferenciación entre revoluciones políticas y sociales también
incluye una distinción equivalente entre regímenes (fascismo,
dictaduras, constitucionalismo, bonapartismo) y estados. Mientras que
el primer tipo de sublevación popular solo desafía alguna variante
institucional de la dominación capitalista, el segundo tipo de
irrupciones confronta con los pilares administrativos y represivos de
ese sistema. Esta diferencia obedece a que las reivindicaciones en
juego en las revoluciones sociales son mucho más convulsivas que las
demandas propias de cualquier revolución política.
En la oleada reciente de
sublevaciones latinoamericanas se confrontó no solo con presidentes
neoliberales, sino también con regímenes autoritarios y elitistas
(bipartidismo venezolano, partidocracia ecuatoriana, contubernio
boliviano entre tres oficialismos). Pero estas rebeliones no
arremetieron estrictamente contra las monarquías, autocracias o tiranías
militares, que inspiraron el uso del concepto revolución política.
El mayor problema radica
igualmente en otro plano: el potencial abuso del término revolución.
Esta noción pierde contenido cuándo es utilizada para catalogar
cualquier variedad de irrupciones populares. La tipificación de la
revolución cómo una eclosión solo política, no disipa esta
disolución del significado. Al confundir una sucesión de rebeliones
con una oleada de revoluciones se tiende a exagerar el alcance de la
acción popular y se abren las compuertas para sobredimensionar los
procesos en curso. La consecuencia de error es imaginar la existencia
de “situaciones revolucionarias continentales” de indefinida
duración.
Esta mirada anula el sentido
específico y de corto plazo que tienen las categorías concebidas por
Lenin, para evaluar las condiciones que preparan o anteceden a una
revolución (crisis, jornadas y situaciones). Esas nociones aluden a
períodos muy breves de colapso del estado y no a prolongadas etapas
de crisis de un régimen o gobierno. En Sudamérica no existe
actualmente una “situación revolucionaria” regional (de muchos países),
ni duradera (de varios años). Comprender estas diferencias es vital
para desenvolver una estrategia socialista acertada.
Actualización de viejas demandas
La oleada actual de luchas
latinoamericanas se desenvuelve en una etapa internacional, que
difiere significativamente del contexto predominante en las cuatro
grandes gestas del siglo XX. La revolución mexicana constituyó un
anticipo del triunfo bolchevique y de la marea roja que cubrió a
Europa Occidental. La revolución boliviana empalmó con la secuencia
de levantamientos que signaron la descolonización del Tercer Mundo.
Las revoluciones cubana y nicaragüense inauguraron y coronaron,
respectivamente, un ciclo de sublevaciones internacionales de gran
impronta juvenil y fuerte centralidad de los proyectos socialistas.
Las rebeliones actuales se
enmarcan, en cambio, en un período de ofensiva del capital, tendiente
a desmantelar las conquistas sociales de pos-guerra. Constituyen la
primera respuesta popular regionalizada con proyectos alternativos, a
esa agresión neoliberal. Pero estas diferencias no anulan los grandes
puntos de contacto que vinculan las sublevaciones recientes con sus
antecesoras.
Los nuevos alzamientos pusieron
de relieve viejos problemas, que las precedentes revoluciones
frustradas o inconclusas no lograron resolver. Por eso la miseria de
las masas, la desnacionalización de los recursos estratégicos y la
ausencia de democracia real volvieron a irrumpir como los grandes
temas de América Latina.
La regresión social que
reinstauró el neoliberalismo fue la chispa que en el pasado encendió
las grandes revoluciones. La causa inmediata de la sublevación
campesina en México fue la expropiación de las comunidades indígenas
y la intensificación de la concentración de la tierra bajo el
Porfiriato. La misma secuencia de confiscaciones precipitó el odio
popular contra la oligarquía y el puñado de rentistas mineros que
despilfarraba las riquezas de Bolivia. También en Cuba la revolución
se expandió en respuesta al pico de miseria y desigualdad social, que
había impuesto por Batista. En Nicaragua, la victoria sandinista
comenzó a gestarse, cuando el clan Somoza perpetró una descarada
apropiación de los fondos recolectados para socorrer a las víctimas
del terremoto de 1972.
Pero no solo esta lucha social
contra la explotación conecta las revoluciones del siglo pasado con
las rebeliones de la nueva centuria. También la democratización
perdura como un eje recurrente de los levantamientos populares. Esta
demanda siempre alcanzó intensidad, cuándo los regímenes despóticos
comenzaron a disgregarse. La revolución mexicana estalló en oposición
a la perpetuación de la camarilla de Porfirio. La revolución en
Bolivia se desató en medio de la ingobernabilidad generada por el
fracaso de la guerra del Chaco. El
26 de Julio puso fin en Cuba a varias décadas de inestables
dictaduras y el Sandinismo desplazó en Nicaragua a una dinastía
mafiosa en descomposición.
La oleada de rebeliones recientes
volvió a enfrentar a gobiernos autoritarios, socialmente aislados y
carentes de cohesión, bajo la bandera común de la democratización.
Frente a regímenes constitucionales elitistas -que ya no actúan como
simples dictaduras- se reclamó democracia genuina y no elecciones
libres. La exigencia de soberanía popular adoptó otra forma, pero el
contenido de esta aspiración no ha variado.
Un tercer campo de continuidades
presenta el perfil antiimperialista. Durante la revolución mexicana
esta impronta incluyó el rechazo a la invasión de los marines, en un
país que sufrió la sustracción
yanqui de la mitad de su territorio. La nacionalización del estaño
que manejaba la “Rosca” de oligarcas locales asociados con las
grandes multinacionales fue la primera medida de la revolución
boliviana. En Cuba se puso inmediato fin al manejo
norteamericano del azúcar, la electricidad, el petróleo, el níquel
y los teléfonos. La revolución
nicaragüense erradicó a un tirano a sueldo del Departamento de
Estado, que fue célebremente definido por los diplomáticos
estadounidenses como “nuestro hijo de puta”.
Las nuevas
rebeliones han actualizado la tradición antiimperialista radical que
personificaron Zapata, Martí y Sandino, en México, Cuba y Nicaragua.
Estos tres líderes combinaron la resistencia al poder norteamericano
con batallas sociales por reformas agrarias y mejoras obreras. Esta
misma mixtura de reivindicaciones sociales y nacionales se plasma en
el siglo XXI en la exigencia de nacionalizar los recursos básicos
para satisfacer las demandas populares.
Pero en la
actualidad existe mayor conciencia que el pasado de la imposibilidad
de resolver las asignaturas sociales, democráticas y nacionales
pendientes, en los estrechos marcos de cada país. Por esta razón ha
cobrado tanta actualidad la búsqueda de la unidad regional, a través
de un genuino proceso de emancipación.
El proyecto
de aglutinar las distintas naciones en un estado regional centralizado
-que las oligarquías locales frustraron a principio del siglo XIX-
tuvo solo episódicos momentos de resurgimiento durante la centuria
pasada. Esta meta fue desigualmente retomada por las cuatro grandes
revoluciones, pero ha cobrado gran actualidad. La discusión en torno
a opciones de integración se encuentra atravesada por la disyuntiva
de avanzar por un rumbo anticapitalista o retroceder hacia nuevas
formas de dominación de los poderosos.
La revolución pendiente
Los levantamientos
latinoamericanos lograron mayoritariamente desplazar a los presidentes
neoliberales y mejoraron las condiciones para obtener conquistas. Pero
estos éxitos no implican satisfacción de las reivindicaciones
sociales. Estas metas pueden alcanzarse, a veces en forma parcial y
transitoria, a través de las concesiones que otorgan las clases
dominantes por temor al aluvión revolucionario.
Pero el logro efectivo de las
aspiraciones populares exige convertir las rebeliones en revoluciones
sociales. Mientras que una sublevación popular victoriosa permite
derrotar a un gobierno derechista, el triunfo pleno de la revolución
social exige desplazar a las clases dominantes del poder e inaugurar
una transformación histórica de la sociedad. Este cambio no ha
comenzado en ningún país sudamericano.
Existe igualmente una
significativa diferencia entre los gobiernos de centroizquierda
(Argentina, Brasil, Uruguay) que han recompuesto la dominación
capitalista y las administraciones nacionalistas radicales (Venezuela,
Bolivia y probablemente Ecuador). En estos países se procesan cambios
significativos y se abrió una confrontación entre proyectos, que
pueden desembocar en la ruptura revolucionaria o en la consolidación
de las nuevas elites dominantes. Para indagar estas dos alternativas
es útil también revisar varias experiencias de las últimas décadas.
Desarrollamos esta evaluación en el próximo artículo.
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Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de
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Una detallada radiografía de la evolución de las
luchas populares exponen periódicamente los estudios del
Observatorio Social de América Latina (Revistas de OSAL-
CLACSO).
Hasta
el momento la nacionalización ha quedado a mitad de camino. El
gobierno canceló los juicios penales contra las compañías y la
gestión de los nuevos entes estatales es muy permeable a las
presiones de las empresas. Esta opinión expone el ex ministro:
Soliz Rada Andrés. “La nacionalización ha quedado a medio
camino”. Página 12, 15-10-07. Tampoco se está utilizando
adecuadamente los nuevos ingresos que el fisco obtiene del repunte
de las exportaciones. Ver: Stefanoni Pablo. “Empate catastrófico
en Bolivia”. Le Monde Diplomatique, octubre 2007.
Un balance de estas transformaciones presenta: Sampaio
Plinio Arruda. “La reforma agraria en América Latina: una
revolución frustrada”. OSAL 16, enero-abril 2005.
Un modelo alternativo ha sido elaborado por el MST de Brasil. Stedile
Joao. “A reforma agraria já está esgotada”. Epoca 2-7-07.
El papel potencialmente revolucionario del campesinado fue
tempranamente advertido por algunos teóricos como Mariátegui,
que rechazaron la dogmática caracterización de este sector como
un segmento conservador. Lowy Michael. “Introducción”, O
marxismo na América Latina,
Fundacao Perseo Abramo, Sao Paulo 2006.
Esta caracterización plantea: Vitale Luís. Introducción a una teoría de la historia para América
Latina, Planeta, Buenos Aires, 1992 (cap 4 y 9).
Las diferencias entre Quispe y Morales en Bolivia están expuestas
en Stefanoni Pablo. “Siete
preguntas y siete respuestas sobre Bolivia de Evo Morales”.
Nueva Sociedad, n 209, mayo-junio 2007, Buenos Aires y
Quispe Felipe. “Entrevista”. Corporación Chile Ahora y La
Haine. BIRSIR, 25-9-06. Quijano analiza las peculiaridades de Perú
en: Quijano Aníbal.
“Estado-nación y movimientos indígenas en la región Andina:
cuestiones abiertas”. OSAL n 19, enero-abril 2006. Petras
describe la reorganización de los indígenas en Ecuador. Petras
James, Veltmeyer Henry. Movimientos sociales y poder estatal.
Lumen, México, 2005.(cap 4)
Un interesante análisis sobre estos temas plantea: Sáenz
Roberto. “Crítica al romanticismo anticapitalista”.
Socialismo o barbarie n 16, abril 2004, Buenos Aires.
Este
enfoque se basa en la caracterización que propone: Hobsbawn Eric.
“Introducción”. Naciones y nacionalismo desde 1780. Crítica,
Barcelona, 1991.
Esta desorientación es muy evidente en: Laclau, Ernesto. Hegemonía
y estrategia socialista: hacia una radicalización de la
democracia. Fondo de Cultura Económica, 1987, Buenos Aires.
Mires Fernando.
La rebelión permanente: las revoluciones sociales en América
Latina, siglo XXI, México,
1988. (cap 1)
-Boff Leonardo. “El verdadero choque de civilizaciones” Página
12, 11-9-07.
Tilly desarrolló este concepto a partir a partir de teoría del
doble poder que expuso Trotsky en: Trotsky León. Historia
revolución rusa, tomo 1, Editorial Galerna, Buenos Aires, 1972. Tilly Charles.
“Conflicto, revuelta y revolución”. Las revoluciones europeas
1492-1992, Crítica, Barcelona.
Con esta acepción lo utilizan: Bonilla-Molina Luis, El Troudi Haiman. Historia de la revolución
bolivariana, Ministerio de Comunicación e información, Caracas,
diciembre 2004.
Esta
visión desarrolla: Gilly Adolfo. “Bolivia, una revolución del siglo XXI”, Perfil de La
Jornada, 2-3-04.
Trotsky presentó como revoluciones políticas las irrupciones
populares que desmoronaron tiranías capitalistas (España en
1931) y los levantamientos equivalentes que podrían erradicar al
naciente stalinismo de la URSS. La aplicación contemporánea del
concepto fue realizada por: Moreno Nahuel. Las revoluciones del
siglo XX, Antídoto, Buenos Aires, 1986.
Con
el mismo sentido algunos historiadores contraponen las
revoluciones políticas burguesas que mantuvieron a la nobleza
(Inglaterra 1640-50 y 1688-89)
con los torbellinos sociales que sepultaron a los señores
feudales (Francia en 1789). Skocpol Theda. “La explicación de
las revoluciones sociales: otras teorías”. Los
estados y las revoluciones sociales: un análisis comparativo de
Francia, Rusia y China. México: Fondo de Cultura Económica,
1984.
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