América Latina

 

Las nuevas rebeliones latinoamericanas

Por Claudio Katz[1]
Enviado por el autor, 24/10/07

América Latina se ha convertido en un significativo foco de resistencia al imperialismo y al neoliberalismo. Grandes sublevaciones populares afianzaron la presencia de los movimientos sociales y condujeron a la caída de varios presidentes neoliberales. ¿Pero cuál es el alcance de esta oleada de luchas? ¿Qué programas, sujetos y proyectos se delinean en la región?

Cuatro grandes levantamientos

La tónica de estas movilizaciones ha estado signada desde principio de la década por las sublevaciones registradas en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina. En estos cuatro países la protesta social desembocó en levantamientos masivos y generalizados.

Esta misma tendencia a la irrupción popular se verifica también, entre los pobladores de Oaxaca (México), los estudiantes en Chile, los trabajadores de Colombia y los campesinos de Perú. La intensidad de las protestas es muy desigual en la región y coexiste con situaciones de reflujo en países claves como Brasil. Pero uno tras otro, los distintos modelos de estabilidad neoliberal han quedado sobrepasados por el ascenso popular. Chile es el ejemplo más reciente y emblemático de este giro.

La oleada de los últimos años tuvo mayor gravitación en las naciones andinas, fuerte impacto en el Cono Sur y menor influencia en América Central. Pero también este mapa tiende a modificarse, a medida que las movilizaciones recobran fuerza en México e irrumpen en Costa Rica. Los cuatro grandes levantamientos de América del Sur constituyen el patrón de referencia de un proceso regional de resistencias entrelazadas, que interactúan entre sí[2].

La rebelión más profunda se consumó en Bolivia, en oposición al feroz atropello neoliberal que desde 1985 empobreció al Altiplano. La acción popular doblegó la represión de los presidentes derechistas, en tres mareas de grandes combates. Con la “guerra del agua” se frenó la privatización de este recurso (2000), con la “guerra del gas” se defendieron los hidrocarburos contra la depredación exportadora (2003) y con la escalada final (2005) fue arrollado el presidente Lozada y su sucesor Mesa. A través de una insurrección con 80 muertos y 200 heridos, la población quebró el ciclo derechista e inauguró el actual proceso presidencial de Evo Morales.

También en Ecuador los programas neoliberales fueron sacudidos por varias sublevaciones. Primero los indígenas provocaron la caída del presidente Bucaram (1997) y luego impusieron el derrocamiento de Mahuad (2000), al cabo de seis días de intensos combates callejeros. Las elites consiguieron una breve distensión con el auxilio de un militar (Gutiérrez en el 2003), que enmascaró con retórica nacionalista la continuidad de la agresión patronal. Pero una nueva “rebelión de los forajidos” con mayor presencia de la clase media urbana (2005) demolió este ensayo y abrió la secuencia de fulminantes derrotas electorales de la derecha (2006-07), que condujeron al actual gobierno de Rafael Correa.

En Venezuela la irrupción popular debutó con el “Caracazo” (1989). Este alzamiento fue una respuesta al incremento del precio de la gasolina que implementó un gobierno de los petroleros y banqueros (Carlos A. Pérez). En medio de fulminantes crisis financieras y protestas con centenares de muertos, los intentos continuistas quedaron opacados por un levantamiento militar (1992), que inauguró el proceso bolivariano.

El fracaso de un golpe empresarial sostenido por Estados Unidos (2002) y la gran secuencia de victorias electorales, permitieron a Chávez sepultar el tradicional bipartidismo de las elites. Estas victorias han generado la actual polarización entre la derecha y el gobierno nacionalista. Esta confrontación se expresa cotidianamente en las calles y en los medios de comunicación.

La cuarta rebelión significativa se verificó en diciembre del 2001 en Argentina. Condujo a la caída del presidente neoliberal De la Rúa, que intentó mantener la política de privatizaciones y desregulaciones instaurada en los años 90 por Menem. Esta sublevación coronó la resistencia de los desocupados, que expandieron su método de lucha piquetero a todos los movimientos sociales y confluyeron en un gran levantamiento con la clase media expropiada por los bancos.

La protesta alcanzó un nuevo pico frente a nuevas provocaciones represivas (Puente Pueyrredón a mediados del 2002) que reactivaron la lucha popular. Esta resistencia perdió intensidad posteriormente, pero ha impuesto un serio límite a las agresiones capitalistas. Las clases dominantes lograron restaurar la autoridad del estado y contuvieron la ira de los oprimidos a través del gobierno de Kirchner. Pero en un marco de recuperación económica, debieron otorgar significativas concesiones sociales y democráticas.

Tres ejes comunes

Todas las rebeliones sudamericanas han enarbolado reclamos coincidentes contra el neoliberalismo, el imperialismo y el autoritarismo. Estas exigencias se tradujeron en planteos de anulación de las privatizaciones, nacionalización de los recursos naturales y democratización de la vida política.

La reacción popular se apoyó en la erosión de la dominación burguesa que generó el neoliberalismo periférico. Este programa derechista no solo precarizó el trabajo y masificó la pobreza, sino que también condujo a un deterioro significativo de la autoridad de las clases opresoras. La reorganización económica en que embarcaron los grupos dominantes generó grandes crisis, que deterioraron la capacidad de las elites para gestionar del estado. Este resquebrajamiento incentivó la irrupción por abajo.

En un marco de quiebra de la estabilidad política y pérdida de la hegemonía de los partidos tradicionales, los manifestantes exigieron en Bolivia la re-estatización del agua y la nacionalización de los hidrocarburos. Reclamaron el fin de la regresión social provocada por privatizaciones y cierre de minas, que desgarraron el tejido social, masificaron el trabajo precario y alentaron el narcotráfico.

La misma motivación antiliberal tuvo la sublevación en Ecuador, dónde la pobreza afecta al 62% de la población. Los oprimidos se insurreccionaron contra un esquema de economía dolarizada, primarizada y privatizada, que generó terribles colapsos inflacionarios, financieros y cambiarios. En Venezuela el primer estallido popular enfrentó la carestía provocada por los ajustes el FMI. Esta reacción se afianzó, cuando el desmoronamiento del sistema bancario precipitó la fuga de capitales, en un marco de inflación y devaluación descontroladas. La reacción popular fue una protesta contundente contra la privatización petrolera y la turbia privatización de los bancos.

También en Argentina la rebelión estalló frente a dos nefastos efectos del neoliberalismo: la confiscación de ahorros de la clase media para solventar la deuda pública y la masificación del desempleo generada por la flexibilización laboral. Los oprimidos exigieron en la calle la reversión de una política económica, que produjo una depresión sin precedente desde los años 30.

Estas mismas demandas han predominado en las movilizaciones de otros países. La mayoría popular rechaza los acuerdos de libre comercio (Colombia, Perú, Centroamérica), las secuelas de las privatizaciones (Chile, Uruguay), la desregulación laboral (Brasil) y el encarecimiento de los alimentos (México).

Pero este cuestionamiento al neoliberalismo adopta también un perfil antiimperialista, ya que la liquidación de empresas públicas y la apertura comercial beneficiaron a muchas corporaciones norteamericanas y europeas. La recuperación de la soberanía nacional mediante la re-estatización de los recursos naturales ha sido un reclamo de todas las rebeliones.

Esta exigencia desembocó en Bolivia en la nacionalización de los hidrocarburos. El alcance de esta medida se encuentra actualmente en disputa, en los contratos que el gobierno negocia con las multinacionales. En estas pujas se juega el monto de la renta que absorberá el estado y el uso asignado a ese excedente. La movilización social impuso también la extensión de las nacionalizaciones a otros sectores (agua, ferrocarriles, teléfonos), aunque es evidente que el futuro del país se define el manejo estatal del petróleo y el gas[3].

La misma conexión entre nacionalizaciones y movilización popular se comprueba en Venezuela. También allí se registra una expansión de la propiedad estatal tanto en la órbita petrolera, como en los servicios públicos de agua, telefonía y electricidad. Este curso revierte el rumbo neoliberal y coincide con la tendencia a la nacionalización que se verifica en todos los países exportadores de crudo. Pero también se enmarca en una lucha particular contra la corrupta burocracia transnacional que manejaba la empresa estatal PDEVESA.

Un conflicto semejante ha comenzado a verificarse en Ecuador luego de la anulación de un fraudulento contrato petrolero (Oxy), que ha reintroducido el debate sobre la nacionalización. Hasta ahora, el nuevo gobierno sólo propone destinar los fondos excedentes que genera la exportación de combustible, al desarrollo de programas sociales.

A diferencia de estos tres cursos en Argentina las privatizaciones se han mantenido sin grandes cambios. El gobierno neutralizó el reclamo popular de recuperar las empresas públicas y se limitó a regular las tarifas de estas compañías. Pero las tensiones no están zanjadas, porque en toda la región crecen las demandas de estatización. Son reclamos contra la depredación minera (Perú, Chile) o la destrucción del medio ambiente (Brasil), que están invariablemente enlazadas con el rechazo de las bases militares norteamericanas (Ecuador, Puerto Rico) y los ensayos de intervención yanqui (Centroamérica, Colombia). Las banderas antiimperialistas han recuperado centralidad, frente al dramático proceso de recolonización política que sufrió la región en las últimas dos décadas.

En todas las rebeliones emergió también una exigencia de democracia real. Por primera en la historia regional una oleada de revueltas no enfrenta a dictadores, sino a presidentes constitucionales. Esta novedad demuestra que las luchas latinoamericanas no se restringen a una batalla contra regímenes totalitarios. Existe una percepción ya generalizada que la vigencia de sistemas constitucionales no resuelve los dramas sociales. Se nota que estas estructuras políticas son utilizadas por las clases dominantes para implementar atropellos contra los trabajadores.

Las sublevaciones contra presidentes autoritarios o corruptos comenzaron en Perú fines de los 80, siguieron en Brasil en 1992 y posteriormente en Paraguay 1999. Pero actualmente esta batalla incluye exigencias de refundación política integral. Por esta razón ha prevalecido la petición de Asambleas Constituyentes en varias revueltas, a pesar del uso negativo que tuvieron últimamente estos mecanismos. Sirvieron para maquillar la continuidad del orden vigente (Brasil) y para facilitar reelecciones de presidentes neoliberales (Argentina).

La Asamblea que emergió en 1999 en Venezuela condujo al logro de importantes conquistas populares. Ahora se debate otra reforma constitucional que consagraría nuevos avances (fondo de estabilidad social, reducción de jornada de trabajo, supresión de autonomía banco central). La derecha resiste estos logros,  mediante inconsistentes cuestionamientos a la extensión del mandato presidencial

Una lucha más encarnizada se está librando también en Bolivia con los conservadores, que buscan detener cualquier iniciativa que afecte sus privilegios. Bloquean sistemáticamente el funcionamiento de la Asamblea Constituyente, exigiendo una mayoría de dos tercios para aprobar las principales leyes. Este mismo tipo de sabotajes serán más difíciles en Ecuador, luego de la demoledora derrota que sufrieron los partidos tradicionales. Pero en estas Asambleas se discutirán no solo los reclamos antiliberales, antiimperialistas y democráticos, sino también viejos problemas que han recobrado relevancia.

Transformaciones en el agro

El neoliberalismo agravó sustancialmente el drama de los pobres rurales. Las agresiones capitalistas contra los pequeños agricultores acentuaron durante la última década los violentos conflictos por la tierra, que acosaron a Colombia, precipitaron el levantamiento de Chiapas, multiplicaron las masacres en Perú y provocaron más 300 muertos en Brasil.

En situaciones agrarias nacionales muy diferentes, estos atropellos generaron resultados semejantes de polarización social, miseria campesina y enriquecimiento de los grandes propietarios o contratistas. La fractura entre el sector moderno de exportación y la agricultura de subsistencia se agravó de manera uniforme, acentuando el desamparo rural y la emigración a las ciudades.

Esta redoblada opresión incentivó nuevas resistencias agrarias, organizadas en torno a movimientos muy diversos (CONAIE en Ecuador, Zapatismo en México, Cocaleros en Bolivia, MST en Brasil), cuyos programas desbordan las demandas tradicionales de los campesinos. Estas plataformas no se limitan como en el pasado al reclamo de una reforma agraria, ya que existe una importante asimilación de las frustraciones legadas por esos procesos.

Durante el siglo XX se consumaron dos grandes revoluciones agrarias (México, Bolivia) y varias reformas significativas de la propiedad (Guatemala, Chile, Perú, Nicaragua, El Salvador). Las transformaciones fueron en cambio superficiales, en los países que fue preservada la concentración de la tierra (Brasil, Venezuela, Ecuador, Colombia, Honduras, República Dominicana y Paraguay). Solo en dos naciones (Argentina y Uruguay) no se registró ningún tipo de modificaciones. Pero de esta gran variedad de cursos emergió un escenario común de polarización, entre prósperas empresas de exportación y estancadas explotaciones de subsistencia. La pobreza y las desigualdades se han acentuado y en muy pocas regiones floreció un segmento intermedio de burguesía agraria[4].

Este resultado indujo a los nuevos movimientos sociales a proponer soluciones más integrales que la vieja reforma agraria. Algunas propuestas prestan mucha atención a la protección del medio ambiente y plantean sustituir el agro-negocio por modelos de producción alimenticia prioritariamente destinada al mercado interno. Se ha tornado evidente, la escasa utilidad en materia de eficiencia y productividad de las transformaciones agrarias que mantienen en pie la estructura del capitalismo periférico[5].

En este nuevo contexto el campesinado no ha jugado el papel protagónico que exhibía a principios del siglo XX. No repitió el rol que tuvo en México, como agente dinámico de la primera revolución contemporánea de la región. Esa intervención  condujo a una guerra civil que desbordó todos los compromisos ensayados por las jefaturas burguesas. Este rol volvió a notarse en otros levantamientos posteriores como la insurrección salvadoreña de 1932, pero no ha persistido al comienzo del nuevo siglo[6].

Si bien la desaparición del campesinado no es un proceso abrupto e inexorable, es visible la pérdida de cohesión social de este sector. La proletarización desplazó hacia los centros urbanos el eje de la lucha social, incluso en países como Bolivia que recrearon la pequeña propiedad luego de una importante reforma agraria. El campesinado persiste como fuerza de peso, pero sin el liderazgo que exhibió en varios momentos de la centuria precedente.

Las demandas indígenas

La gravitación de la cuestión indígena constituye una novedad significativa. Las revueltas pusieron de relieve la actualidad de un problema que afecta a casi 50 millones de oprimidos, pertenecientes a  485 grupos étnicos distintos. Sus derechos fueron repetidamente desconocidos por una doctrina que restringió los derechos nacionales solo a las repúblicas post-coloniales. Estos estados emergieron de un proceso de balcanización, bajo el control de elites criollas que atropellaron las configuraciones territoriales originarias. Durante este proceso, muchos sectores indígenas (y toda la población negra introducida con la esclavitud) perdieron la lengua, la tierra y su cultura. Pero otros segmentos mantuvieron una identidad cuyo reconocimiento exigen en la actualidad[7].

En cada uno de los cinco países que concentran el 90 % de esta población (Perú, México, Guatemala, Bolivia y Ecuador), las demandas indígenas presentan características distintas. En Ecuador todas las comunidades han confluido en una organización común, que exige la formación de un estado plurinacional y multi-linguístico. En Bolivia, los reclamos han sido canalizados por agrupamientos sindicales y políticos, que en algunos casos reclaman este mismo reconocimiento (Evo Morales) y en otras variantes alientan el reestablecimiento de formas políticas afines al antiguo estado incaico (Quispe). En Perú la reivindicación indígena no alcanzó hasta ahora la misma intensidad que en los países vecinos. Algunos analistas atribuyen esta peculiaridad al impacto de la urbanización sobre las viejas culturas gamonal-andina y señorial-criolla y al efecto de la guerra sucia de 1980 y 2000, que sembró el terror en las regiones menos aculturadas[8].

El indigenismo ha renacido particularmente en Bolivia, como una cultura plebeya forjada por los oprimidos urbanos y precarizados. Mantiene viva la memoria anticolonial de una población poco mestizada, que ha sufrido la dominación racial blanca y el fracaso de varios procesos de integración trunca y castellanización forzosa.

La demanda indígena coexiste con la lucha antiimperialista y anticapitalista, ya  que los oprimidos frecuentemente mantienen varias identidades (indio-precarizado de Bolivia o indio-campesino de Ecuador). Las rebeliones recientes pusieron de relieve la  legitimidad de las reivindicaciones de los pueblos originarios y demostraron que la cuestión nacional presenta en América Latina tres dimensiones: el aspecto anticolonial (gestado en la lucha contra España-Portugal y luego contra Estados Unidos), la resistencia antiimperialista (que involucra a toda la región desde la última centuria) y la opresión interna de los indígenas, en distintas zonas del continente.

Tal como ocurre con todas las formas del nacionalismo, las connotaciones de esta demanda dependen de los portavoces y propuestas en juego. La derecha descalifica el “etno-fundamentalismo” del programa indígena, para disimular la continuidad de la opresión racista con discursos de embellecimiento del mestizaje. Los sublevados de la región andina han desenmascarado este mensaje dual, demostrando que la lucha secular por la tierra está directamente asociada en varios países con la defensa de una identidad político-cultural.

En Bolivia este sentimiento de auto-afirmación incentivó varios levantamientos e incorporó un derecho de auto-determinación nacional, que es valedero en la medida que converja (y no discrimine) al resto de los oprimidos. Esta demanda –que se plasma en la propuesta de remodelar el estado en un sentido plurinacional- difiere sustancialmente de la romántica utopía de reconstruir el imperio incaico. Este proyecto tiende a recrear formas obsoletas de economía de subsistencia y segrega a los explotados no indígenas. Además, puede generar güettos atomizados, que las multinacionales del petróleo aprovecharían para reapropiarse de los hidrocarburos. Por esta razón es vital que los recursos estratégicos sean centralizados y queden en manos de los estados nacionales[9].

La identidad indígena es mutable y asume significados cambiantes en cada momento histórico. Lo que se puso de manifiesto en los últimos años es el carácter arbitrario de todos los criterios para definir a priori la relevancia específica de este problema. La cuestión indígena existe en cada país, desde el momento que es asumida por una masa significativa de la población.

Lo esencial es registrar esta demanda y no forzar clasificaciones inflexibles a partir de parámetros objetivos (lengua, territorio, historia, cultura común) o la mera exaltación de un sentimiento de pertenencia. Los derechos nacionales simplemente son legítimos cuando una masa representativa los reclama, al cabo de un proceso de construcción de identidades propias. Estos fenómenos nunca expresan la vigencia de una entidad previa, primaria e invariable. Si se comprende esta variabilidad histórica resulta posible abordar sin esquematismos, los nuevos problemas de los pueblos originarios[10].

Mutiplicidad de sujetos

Las rebeliones recientes han corroborado la existencia de una gran variedad de protagonistas populares. Las revueltas de Bolivia fueron encabezadas por trabajadores precarizados, campesinos e indígenas, que retomaron el acervo de lucha sindical de los mineros. La cirugía neoliberal destruyó el viejo tejido social, pero no sepultó las tradiciones que han recogido los nuevos resistentes. Los mineros ya no ejercieron su viejo liderazgo, pero su herencia fue visible entre los trabajadores precarios. La vieja central sindical (COB) tampoco jugó el rol del pasado, pero sus métodos huelguísticos dominaron el levantamiento y se expandieron a sectores de la clase media afectados por la andanada derechista.

Las dos primeras sublevaciones de Ecuador fueron encabezadas por los indígenas, mientras que en la tercera rebelión predominaron los sectores urbanos. La masa de trabajadores informales y pobladores humildes lideró en Venezuela, todas las movilizaciones que doblegaron a la derecha. Pero en los momentos definitorios fue decisiva la acción de los trabajadores petroleros, que derrotaron el ensayo golpista del 2002 junto a sectores significativos del ejército.

En el “argentinazo” del 2001 -a diferencia de los saqueos de 1989- convergieron los desempleados que cortaban rutas (piquetes) con la clase media expropiada por los bancos (cacerolas). Posteriormente se afianzó el protagonismo de los asalariados, aunque ya no bajo el tradicional liderazgo de la clase obrera industrial. Pero la fuerte tradición de organización sindical se expresó en huelgas masivas, que han sido implementadas por todos los segmentos combativos.

Este variado universo de la protesta social se verifica también en el resto de América Latina. Los asalariados urbanos gravitan más en el Cono Sur que en la región Andina, pero los empleados públicos -y especialmente los docentes afectados por el ajuste neoliberal- ocupan un lugar destacado en todos los países. La juventud –estudiantil, o precarizada o desocupada- aparece siempre en la primera fila del combate callejero.

En toda la región se comprueban los efectos de las transformaciones neoliberales, que han reestructurado el universo de los asalariados. La fuerza laboral actual es más heterogénea y se encuentra segmentada entre un polo de actividades calificadas y un área de precarización. Esta reorganización capitalista ha diversificado los sujetos de la lucha popular.

Pero la resistencia latinoamericana ha demostrado, además, que la remodelación laboral no erradica, ni impide la respuesta de los oprimidos. Las sublevaciones evidenciaron que los trabajadores no se resignan, ni han quedado sustituidos por una inerme masa de excluidos. En todas las revueltas actuaron no solo los oprimidos expulsados del mercado, sino también explotados ubicados en los centros neurálgicos de la vida económica. La conjunción de ambos sectores permitió el triunfo de los levantamientos, en los lugares dónde la economía fue paralizada por las protestas masivas.

Como la destrucción de puestos de trabajo ha sido acompañada por la creación de nuevas formas de empleo, el  peso de los asalariados no decreció en América Latina. Tampoco se extinguieron el trabajo y la clase obrera. El decisivo papel que han jugado los asalariados en varios levantamientos confirma que la batalla contra el neoliberalismo, forma parte de una resistencia perdurable contra la explotación capitalista.

Registrar este dato es importante para notar el basamento clasista que subyace en la oleada reciente de revueltas. Cuándo se omite esta determinación social, las rebeliones tienden a ser vistas como articulaciones contingentes de movimientos sectoriales, que pueden adoptar cualquier dirección y empalmar (o distanciarse) en forma fortuita. Al borrar la dinámica objetiva que impulsa la lucha social, se tornan inexplicables las causas que inducen a los oprimidos a converger. Todo el sentido de esta lucha se vuelve indescifrable[11].

Reconocer el sustento de clase de los levantamientos no implica ignorar las transformaciones que afectan a los asalariados. Estas modificaciones son muy significativas, tanto a nivel objetivo (ampliación del peso general de los trabajadores y menor gravitación del segmento industrial), como subjetivo (declinación de los viejos sindicatos y sustitución parcial por nuevas organizaciones). Estos cambios incluyen también una pérdida simbólica de visibilidad, identidad y auto-confianza de los viejos segmentos fabriles. Pero las rebeliones han demostrado que la pasividad y la desmoralización generadas inicialmente por el neoliberalismo pueden ser neutralizadas, si los explotados y los oprimidos encuentran cauces para la acción común.

Los excluidos no pueden doblegar al capital sin el auxilio de los incluidos y a su vez, los trabajadores formales solo pueden imponer sus reivindicaciones si cuentan con un gran acompañamiento popular. Como el capitalismo se nutre simultáneamente de la opresión y de la explotación, la confluencia por abajo contrarresta siempre la supremacía que ejercen los de arriba.

El variado espectro de sujetos oprimidos que encabezó los levantamientos recientes difiere del contundente liderazgo obrero, que caracterizó la revolución boliviana de 1952, las luchas fabriles de Argentina en 1960-70 o de Brasil en los años 80. Este cambio no es solo consecuencia de la desregulación neoliberal del mercado de trabajo. También obedece al elevado grado la integración estatal de burocracias sindicales, que atemperan la resistencia, desorganizan la lucha y aíslan corporativamente a los trabajadores sindicalizados.

Inicialmente la contrapartida burguesa de esta acción era la generalización de importantes conquistas sociales. La clase dominante convalidaba estos logros -especialmente en México o Argentina- para garantizar la estabilidad de los negocios. Pero la arremetida neoliberal contra las conquistas sociales socavó ese pacto, dificultando al mismo tiempo la reorganización desde debajo de la clase obrera.

La burocracia acentuó su asociación con el capital hasta convertirse ella misma en empresaria en muchos países. Pero los sindicatos alternativos no maduraron lo suficiente, para transformarse en una opción de liderazgo de las sublevaciones. También este resultado explica la diversidad de sujetos oprimidos que ha predominado en las rebeliones recientes.

Éxitos y singularidades

Las rebeliones latinoamericanas irrumpen en coincidencia con grandes resistencias antiimperialistas en el mundo árabe y suceden a la oleada de levantamientos, que sacudió a Europa Oriental a principios de los 90. Los tres acontecimientos conforman procesos regionales, con objetivos, programas y formas de lucha singulares. El anhelo de democracia política frente a las dictaduras burocráticas unificó las movilizaciones en Europa del Este, el rechazo a la agresión norteamericana impulsa la lucha en Medio Oriente y las consecuencias sociales del neoliberalismo periférico determinaron la reacción popular en América Latina.

Durante la última década la acción de los oprimidos de esta última región perdió sincronía con Europa Occidental o Estados Unidos. Las clases dominantes de las economías centrales pudieron recurrir a mecanismos de atenuación de las tensiones sociales, que no están disponibles en el Tercer Mundo. En esta etapa volvió a emerger la localización periférica de las contradicciones más explosivas del capitalismo.

Pero lo más significativo de las rebeliones latinoamericanas han sido sus resultados. Estas sublevaciones lograron quebrar la secuencia acumulativa de derrotas populares en que se asienta el neoliberalismo. Es cierto que ningún levantamiento alcanzó plenamente sus objetivos, pero el establishmnent perdió mayoritariamente la partida y se inauguró un contexto político impensable durante el anterior apogeo de la derecha.

Este logro tiene gran relevancia en un período signado por agresiones patronales y frustraciones populares. La marea de sublevaciones desembocó en Europa Oriental en restauraciones capitalistas, que atropellaron las conquistas laborales y acentuaron la polarización social. Y si bien el imperialismo ha sufrido serias derrotas en Palestina e Irak, la atroz sangría que generan las tensiones étnicas en Medio Orientes han bloqueado, hasta el momento, la gestación de una alternativa liberadora en esa zona. Por el contrario en América Latina las protestas antiliberales asumieron una tónica antiimperialista, nítidamente democrática y carente de los componentes religiosos, que obstruyen el desarrollo de un proyecto popular en el mundo árabe.

Es muy difícil evaluar como incidirá este resultado latinoamericano sobre el balance internacional de fuerzas que estableció el neoliberalismo. Pero sin lugar a dudas contribuirán a revertir la espiral de derrotas populares, que inauguró el thatcherismo a principios de los 80. Como los movimientos sociales de la región mantienen estrechos vínculos con los distintos foros alter-globales -que desde hace años funcionan en todo el mundo- existe una fluida transmisión de la experiencia regional al resto del planeta.

En América Latina se pudo reconstituir con relativa celeridad el tejido de solidaridad requerido para frenar la ofensiva del capital. Esta recomposición explica el lugar privilegiado que ocupa la región en el escenario mundial de luchas sociales. El neoliberalismo no logró sepultar las tradiciones políticas y sindicales combativas de la zona, ni siquiera en el cenit de su agresión. Confrontó con tres singularidades de la zona: una herencia viva de nacionalismo antiimperialista, importantes avances en el terreno de las libertades democráticas y la supervivencia de la experiencia socialista en Cuba.

Ninguno de estos rasgos se ha verificado en otras zonas periféricas. El fracaso de los ensayos nacionalistas de 1950-70 en el mundo árabe fue mayúsculo, las avances democráticos de 1980-90 en esa región fueron irrelevantes y los procesos que intentaron algún perfil socialista (como Argelia en los 60) quedaron prematuramente bloqueados. En cambio América Latina ha podido usufructuar de los límites que actualmente enfrenta el imperialismo norteamericano, para imponer sus prioridades a escala global. La región ha sacado paradójicamente mayor provecho que el propio Medio Oriente de los reveses que soporta el Pentágono en Irak.

Pero también pesan ciertas ventajas históricas que diferencian a la zona del resto del Tercer Mundo. América Latina acumula una mayor tradición de autonomía política post-colonial que el grueso de África y Asia. Concentra una herencia de luchas por la independencia de vieja data, que le permitió constituir repúblicas en los albores de la revolución burguesa. Por esta razón mantuvo un liderazgo de avances en la periferia en el campo de la ciudadanía, la integración nacional y la convivencia étnica.

Estos logros colocaron a la región en una situación peculiar en comparación al resto de las zonas dependientes, que comenzaron a soportar la opresión colonial cuando América Latina se liberaba de esa sujeción. Este avance permitió forjar tempranamente una conciencia nacional, que alimentó dos siglos de acción liberadora.

Es igualmente cierto que las compuertas abiertas por la independencia solo crearon durante el siglo XIX posibilidades de desarrollo, que no lograron consumarse. Por esta razón la revolución burguesa tuvo un carácter incompleto, en comparación a Europa y Estados Unidos. Pero este malogrado desenvolvimiento precoz permitió la gestación de tradiciones políticas ciudadanas más avanzadas que en cualquier otro rincón del Tercer Mundo. Estas ventajas históricas influyen en el perfil contemporáneo que asume la lucha social en toda la región.

Rebeliones básica y rebeliones radicales

La oleada latinoamericana reciente ha sido caracterizada con múltiples denominaciones que invariablemente aluden a la rebelión. Los sinónimos más comunes son revuelta, levantamiento, alzamiento o sublevación. Estos términos denotan la existencia de acciones populares contundentes y masivas de rechazo al orden vigente, pero también indican las limitaciones de las propuestas alternativas.

Las irrupciones campesinas de Europa Medieval (jacqueries) conforman el modelo típico de la rebelión. Implicaban furiosas reacciones de los oprimidos, sin correlatos positivos para la construcción de un orden social diferente. Varios historiadores han utilizado este sentido el concepto de la rebelión, para caracterizar distintas luchas populares de América Latina[12].

Lo que diferencia la rebelión de un motín o de una conspiración es la participación masiva. Por esta razón no guardan ningún parentesco con los golpes de estado que han signado la historia de América Latina. Las revueltas son movimientos por abajo, que se ubican en las antípodas de los 115 golpes militares registrados durante el siglo XIX.

Las rebeliones latinoamericanas básicas siempre irrumpieron como reacciones espontáneas y repentinas de la población frente a los atropellos capitalistas o las agresiones dictatoriales. Incluyeron formas muy variadas de resistencia a la represión, pero no lograron inmediatamente desenvolver formas de organización alternativas o proyectos políticos autónomos de los oprimidos. Desde el “Bogotazo” colombiano de 1948 hasta los saqueos argentinos frente la hiperinflación de 1989, los episodios de este tipo han sido innumerables. Forman parte de una larga tradición de lucha social, que los opresores siempre han temido y descalificado.

Sus voceros identifican estas reacciones con la delincuencia ya que al criminalizar las protestas oscurecen su contenido social. Actualmente las elites encubren esta distorsión con campañas contra el narcotráfico y presentan la ocupación militar de los barrios populares como actos contra el delito. En las grandes ciudades de la región se libra una guerra civil encubierta contra los desamparados y algunos estudios incluso denuncian el adiestramiento del ejército para enfrentar las resistencias urbanas contra los humildes[13].

Las sublevaciones latinoamericanas de los últimos años se ubicaron en un escalón superior a cualquier rebelión social básica. Los alzamientos de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina no fueron solo reacciones contra los gobiernos derechistas, sino que también incluyeron demandas positivas de carácter antiliberal, democrático y antiimperialista. Pero estas exigencias no estuvieron acompañadas por la gestación de organismos de poder popular. Aquí radica la diferencia con las revoluciones sociales, que incluyen la presencia de ese tipo de instituciones.

En las revoluciones sociales tienden a emerger modalidades de poder de los oprimidos, en pugna con el sistema de dominación vigente. Desafían esta estructura con alguna forma de soberanía alternativa. El doble poder de los soviets en la revolución rusa es el ejemplo clásico de esta disputa, que algunos autores contemporáneos identifican con la presencia de soberanías múltiples. En estas situaciones se verifica la existencia de dos o más epicentros que reclaman la legitimidad exclusiva del poder[14].

Las rebeliones se distinguen de las revoluciones por la visibilidad de estos organismos y su potencial confrontación con el estado. No son las formas de lucha, los grados de violencia o la existencia de insurrecciones lo que diferencia a ambas modalidades. Este tipo de acciones ha estado presente tanto en las grandes rebeliones (Bogotazo), como en el inicio (Portugal en 1975) o la culminación (Nicaragua en 1979) de un proceso revolucionario. Lo que se verifica en las revoluciones y no se observa en las rebeliones es la existencia de formas organizadas –en asambleas, consejos, movimientos o ejércitos- de un nuevo poder, que desafía a las autoridades del estado. Por esta razón las revoluciones introducen puntos de ruptura histórica más significativos que otro tipo de sublevaciones.

Tomando en cuenta estos criterios se puede caracterizar a los levantamientos latinoamericanos recientes como rebeliones radicales. Superaron el alcance tradicional de estos alzamientos, sin llegar a ubicarse en el campo estricto de las revoluciones. Una mirada retrospectiva confirma esta evaluación.

Comparación con grandes revoluciones

Durante el siglo XX se registraron cuatro grandes revoluciones sociales en América Latina: México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979. El contraste con estas gestas permite dimensionar el alcance de las rebeliones recientes.

La revolución mexicana fue una reacción masiva de campesinos agobiados por la modernización capitalista que implementó un régimen semi-dictatorial. Al cabo de un encarnizado ciclo de sangrientas confrontaciones e importantes concesiones a los sublevados se abrió un período de precaria estabilidad, que desembocó en renovadas movilizaciones en los años 30. Durante este período un gobierno nacionalista (Cárdenas) reinició la reforma agraria y las nacionalizaciones inconclusas.

La revolución boliviana fue un alzamiento popular liderado por batallones sindicales de los mineros, que sepultaron la dominación tradicional de la oligarquía. El gobierno surgido de esta irrupción (Paz Estensoro) nacionalizó el estaño, instauró la reforma agraria e introdujo el sufragio universal. Pero esta misma administración reconstruyó al poco tiempo el maltrecho estado al servicio de las clases dominantes, mediante un giro derechista negociado con el FMI.

A diferencia de estos dos antecedentes la revolución cubana no se detuvo en la implantación de reformas. Respondió a las agresiones norteamericanas con un acelerado proceso de nacionalizaciones y transformaciones anticapitalistas. Esta revolución trastocó el escenario regional, al asumir un carácter socialista y demostrar la factibilidad de este curso en América Latina.

La revolución nicaragüense pareció repetir este nuevo patrón. Pero bajo el acoso permanente de bandas financiadas por el Pentágono, los sandinistas detuvieron las transformaciones sociales, pactaron con sus viejos adversarios y antes de perder el gobierno por vía electoral ya se perfilaban como una nueva elite dominante.

En México, Bolivia, Cuba y Nicaragua se consumó el desmoronamiento de los viejos sistemas políticos y se implementaron cambios económico-sociales, que respectivamente se estancaron, revirtieron, consolidaron y neutralizaron. Pero en los cuatro países se verificaron las formas de poder paralelo y los organismos desafiantes del estado, que distinguen a las revoluciones sociales de las rebeliones.

En otros levantamientos estos rasgos aparecieron en forma solo esporádica o conformaron inmaduros embriones. Algunas revoluciones no triunfaron (El Salvador en los años 80) o fueron incipientemente aplastadas (Guatemala en 1954, Chile en 1970). De todas estas experiencias surgieron las tradiciones que nutren la lucha popular. Pero en forma estricta, el término revolución social es solo aplicable en el siglo XX a cuatro grandes eventos de la historia latinoamericana.

A diferencia de muchas rebeliones, los levantamientos de México, Bolivia, Cuba y Nicaragua tuvieron un nítido desemboque militar. Esta confrontación ilustró la peculiar intensidad de estas convulsiones. En los cuatro casos se registró una pugna directa de las milicias populares armadas con el ejército convencional.

En México los campesinos despojados de sus tierras aplastaron a las tropas federales y sostuvieron una década de resistencias bélicas, apoyada en la organización comunal del sur y el alistamiento masivo en el norte. En Bolivia, los efectivos del gobierno fueron doblegados por los escuadrones de mineros, al cabo de una encarnizada batalla de tres días que costó 1500 muertos. También aquí el ejército fue demolido por la acción armada de los obreros. En Cuba la guerrilla libró una exitosa guerra de desgaste contra la guardia nacional, que culminó con la ofensiva final del movimiento 26 de Julio. Veinte años después, una secuencia de similar de operaciones en el campo junto a insurrecciones urbanas condujeron a la victoria de Nicaragua.

En los cuatro casos se perpetró un enfrentamiento militar que definió el triunfo de los revolucionarios y el desmoronamiento del ejército oficial. Este desenlace condujo al desplome de todos los organismos del estado burgués, que fueron reformados y reconstruidos (México y Bolivia), destruidos y reemplazados (Cuba) o demolidos y rehabilitados (Nicaragua). Estos resultados finales tan disímiles, no diluyen la enorme familiaridad revolucionaria inicial de los cuatros procesos.

Las rebeliones latinoamericanas recientes no alcanzaron en ningún caso esta intensidad. De los cuatro levantamientos de la última década, Bolivia se ubicó en el terreno más próximo a una revolución. No solo por la contundencia de las sucesivas “guerras” que libraron los sublevados (agua, coca, gas), sino por el principio constitución de organismos de poder popular (en las Juntas de El Alto). Pero la distancia que guarda esta convulsión con el antecedente de 1952 es muy significativa. En esa ocasión un ejército regular fue derrotado y desarmado por batallones mineros.

En el caso ecuatoriano las masas populares jaquearon a varios gobiernos, sin llegar a forjar organismos de poder rivales del estado, ni milicias desafiantes de las fuerzas armadas. La situación potencialmente revolucionaria que se vivió en varios momentos, no se tradujo en una revolución comparable a las cuatro grandes gestas del siglo XX.

La brecha que separa al “argentinazo” de esos antecedentes es mucho mayor. Desde diciembre del 2001 hasta mediados del 2002 se plasmó un levantamiento masivo, sostenido en la ocupación continuada de las calles. Pero las instancias potenciales de un poder popular apenas se insinuaron y la parálisis transitoria del estado no implicó el desplome de ninguna de sus instituciones. Tampoco se produjo posteriormente alguna renovación significativa del espectro político. La protesta asumió más que en cualquier otro caso, una modalidad clásica de rebelión diferenciada de la revolución.

Variedad de usos

En Venezuela la palabra revolución es cotidianamente utilizada con gran orgullo por todos participantes del proceso nacionalista. Recurren a este término para caracterizar un giro histórico de la vida nacional. La “revolución bolivariana” es identificada con las batallas contra la derecha, el desmoronamiento del sistema de bipartidista y los importantes logros sociales[15].

Pero en este caso, la palabra revolución presenta una acepción diferente a la aplicada para contrastar su presencia con las rebeliones. No alude a un acontecimiento, sino a la totalidad de un proceso de rupturas sucesivas con el orden vigente (“caracazo”, recuperación de PDEVESA, derrota del golpe, triunfos electorales). La convocatoria a concretar “nuevas revoluciones dentro de la revolución” se basa en esta identificación del concepto, con transformaciones de alto contenido radical. En este caso la mención de la revolución presenta un significado simbólico, que expresa la sensación de un gran cambio en curso. Este significado del término difiere de su utilización como categoría analítica comparativa de la intensidad de las sublevaciones populares.

Es importante valorar esa dimensión subjetiva, ya que toda revolución se nutre de percepciones, esperanzas e ideales. Pero también es vital evaluar el alcance del giro actual para tomar conciencia de la distancia que falta recorrer. En Venezuela quedó largamente superado el estadio inicial de una rebelión y es válido reconocer la presencia de un proceso revolucionario. Pero las fronteras que atravesaron las cuatro grandes revoluciones sociales de América Latina, no han sido aún traspasadas.

Este mismo diagnóstico se aplica a Bolivia. Algunos recurren a un uso extendido del término revolución para analizar lo ocurrido en el Altiplano. Convocan explícitamente a no regatear la aplicación de ese concepto, estimando que el uso de sustitutos menores -como rebelión- desvaloriza el alcance de los levantamientos. Retoman la noción de “revolución popular” que utilizó Lenin en 1905, para contrastar una irrupción desde abajo (Rusia) con cambios desde la cúspide del estado (Turquía a principios del siglo XX)[16].

Pero la distinción entre revolución y rebelión no tiene connotaciones ofensivas. Solo apunta a esclarecer grados de intensidad de la lucha popular para definir estrategias socialistas adecuadas. Recordar que las sublevaciones en Bolivia del 2000-2005 no provocaron un colapso del estado capitalista comparable al observado en 1952, no implica quitarle mérito alguno a estos levantamientos. Este señalamiento del trecho a recorrer es tan importante para un proyecto anticapitalista, como la contraposición leninista entre irrupción desde abajo y cambios desde arriba.

La revolución presenta ambas caras: es un instrumento de liberación deseado por los oprimidos y es también una categoría de análisis de la lucha social. La esperanza emancipadora no debe anular el potencial explicativo del concepto. No basta con evaluar las percepciones de los protagonistas. Se requiere, además, dimensionar comparativamente el alcance de cada episodio.

Algunos autores recurren al concepto de revolución política para ubicar los levantamientos recientes de América Latina. Los sitúan en un punto intermedio entre las rebeliones y las revoluciones sociales. Ese concepto fue muy utilizado en los años 80, para distinguir los desmoronamientos de las dictaduras bajo presión popular de las transiciones manejadas desde arriba. Lo ocurrido en Argentina o Bolivia fue adecuadamente contrastado con el fin del franquismo en España. La vieja distinción que estableció Trotsky entre revoluciones sociales (transformación de las relaciones de propiedad) y revoluciones políticas (modificación de un sistema institucional) fue aplicada para caracterizar los procesos post-dictatoriales más convulsivos[17].

En su aplicación contemporánea, esta diferenciación entre revoluciones políticas y sociales también incluye una distinción equivalente entre regímenes (fascismo, dictaduras, constitucionalismo, bonapartismo) y estados. Mientras que el primer tipo de sublevación popular solo desafía alguna variante institucional de la dominación capitalista, el segundo tipo de irrupciones confronta con los pilares administrativos y represivos de ese sistema. Esta diferencia obedece a que las reivindicaciones en juego en las revoluciones sociales son mucho más convulsivas que las demandas propias de cualquier revolución política[18].

En la oleada reciente de sublevaciones latinoamericanas se confrontó no solo con presidentes neoliberales, sino también con regímenes autoritarios y elitistas (bipartidismo venezolano, partidocracia ecuatoriana, contubernio boliviano entre tres oficialismos). Pero estas rebeliones no arremetieron estrictamente contra las monarquías, autocracias o tiranías militares, que inspiraron el uso del concepto revolución política.

El mayor problema radica igualmente en otro plano: el potencial abuso del término revolución. Esta noción pierde contenido cuándo es utilizada para catalogar cualquier variedad de irrupciones populares. La tipificación de la revolución cómo una eclosión solo política, no disipa esta disolución del significado. Al confundir una sucesión de rebeliones con una oleada de revoluciones se tiende a exagerar el alcance de la acción popular y se abren las compuertas para sobredimensionar los procesos en curso. La consecuencia de error es imaginar la existencia de “situaciones revolucionarias continentales” de indefinida duración.

Esta mirada anula el sentido específico y de corto plazo que tienen las categorías concebidas por Lenin, para evaluar las condiciones que preparan o anteceden a una revolución (crisis, jornadas y situaciones). Esas nociones aluden a períodos muy breves de colapso del estado y no a prolongadas etapas de crisis de un régimen o gobierno. En Sudamérica no existe actualmente una “situación revolucionaria” regional (de muchos países), ni duradera (de varios años). Comprender estas diferencias es vital para desenvolver una estrategia socialista acertada.

Actualización de viejas demandas

La oleada actual de luchas latinoamericanas se desenvuelve en una etapa internacional, que difiere significativamente del contexto predominante en las cuatro grandes gestas del siglo XX. La revolución mexicana constituyó un anticipo del triunfo bolchevique y de la marea roja que cubrió a Europa Occidental. La revolución boliviana empalmó con la secuencia de levantamientos que signaron la descolonización del Tercer Mundo. Las revoluciones cubana y nicaragüense inauguraron y coronaron, respectivamente, un ciclo de sublevaciones internacionales de gran impronta juvenil y fuerte centralidad de los proyectos socialistas.

Las rebeliones actuales se enmarcan, en cambio, en un período de ofensiva del capital, tendiente a desmantelar las conquistas sociales de pos-guerra. Constituyen la primera respuesta popular regionalizada con proyectos alternativos, a esa agresión neoliberal. Pero estas diferencias no anulan los grandes puntos de contacto que vinculan las sublevaciones recientes con sus antecesoras.

Los nuevos alzamientos pusieron de relieve viejos problemas, que las precedentes revoluciones frustradas o inconclusas no lograron resolver. Por eso la miseria de las masas, la desnacionalización de los recursos estratégicos y la ausencia de democracia real volvieron a irrumpir como los grandes temas de América Latina.

La regresión social que reinstauró el neoliberalismo fue la chispa que en el pasado encendió las grandes revoluciones. La causa inmediata de la sublevación campesina en México fue la expropiación de las comunidades indígenas y la intensificación de la concentración de la tierra bajo el Porfiriato. La misma secuencia de confiscaciones precipitó el odio popular contra la oligarquía y el puñado de rentistas mineros que despilfarraba las riquezas de Bolivia. También en Cuba la revolución se expandió en respuesta al pico de miseria y desigualdad social, que había impuesto por Batista. En Nicaragua, la victoria sandinista comenzó a gestarse, cuando el clan Somoza perpetró una descarada apropiación de los fondos recolectados para socorrer a las víctimas del terremoto de 1972.

Pero no solo esta lucha social contra la explotación conecta las revoluciones del siglo pasado con las rebeliones de la nueva centuria. También la democratización perdura como un eje recurrente de los levantamientos populares. Esta demanda siempre alcanzó intensidad, cuándo los regímenes despóticos comenzaron a disgregarse. La revolución mexicana estalló en oposición a la perpetuación de la camarilla de Porfirio. La revolución en Bolivia se desató en medio de la ingobernabilidad generada por el fracaso de la guerra del Chaco. El 26 de Julio puso fin en Cuba a varias décadas de inestables dictaduras y el Sandinismo desplazó en Nicaragua a una dinastía mafiosa en descomposición.

La oleada de rebeliones recientes volvió a enfrentar a gobiernos autoritarios, socialmente aislados y carentes de cohesión, bajo la bandera común de la democratización. Frente a regímenes constitucionales elitistas -que ya no actúan como simples dictaduras- se reclamó democracia genuina y no elecciones libres. La exigencia de soberanía popular adoptó otra forma, pero el contenido de esta aspiración no ha variado.

Un tercer campo de continuidades presenta el perfil antiimperialista. Durante la revolución mexicana esta impronta incluyó el rechazo a la invasión de los marines, en un país que sufrió la sustracción yanqui de la mitad de su territorio. La nacionalización del estaño que manejaba la “Rosca” de oligarcas locales asociados con las grandes multinacionales fue la primera medida de la revolución boliviana. En Cuba se puso inmediato fin al manejo norteamericano del azúcar, la electricidad, el petróleo, el níquel y los teléfonos. La revolución nicaragüense erradicó a un tirano a sueldo del Departamento de Estado, que fue célebremente definido por los diplomáticos estadounidenses como “nuestro hijo de puta”.

Las nuevas rebeliones han actualizado la tradición antiimperialista radical que personificaron Zapata, Martí y Sandino, en México, Cuba y Nicaragua. Estos tres líderes combinaron la resistencia al poder norteamericano con batallas sociales por reformas agrarias y mejoras obreras. Esta misma mixtura de reivindicaciones sociales y nacionales se plasma en el siglo XXI en la exigencia de nacionalizar los recursos básicos para satisfacer las demandas populares.

Pero en la actualidad existe mayor conciencia que el pasado de la imposibilidad de resolver las asignaturas sociales, democráticas y nacionales pendientes, en los estrechos marcos de cada país. Por esta razón ha cobrado tanta actualidad la búsqueda de la unidad regional, a través de un genuino proceso de emancipación.

El proyecto de aglutinar las distintas naciones en un estado regional centralizado -que las oligarquías locales frustraron a principio del siglo XIX- tuvo solo episódicos momentos de resurgimiento durante la centuria pasada. Esta meta fue desigualmente retomada por las cuatro grandes revoluciones, pero ha cobrado gran actualidad. La discusión en torno a opciones de integración se encuentra atravesada por la disyuntiva de avanzar por un rumbo anticapitalista o retroceder hacia nuevas formas de dominación de los poderosos.

La revolución pendiente

Los levantamientos latinoamericanos lograron mayoritariamente desplazar a los presidentes neoliberales y mejoraron las condiciones para obtener conquistas. Pero estos éxitos no implican satisfacción de las reivindicaciones sociales. Estas metas pueden alcanzarse, a veces en forma parcial y transitoria, a través de las concesiones que otorgan las clases dominantes por temor al aluvión revolucionario.

Pero el logro efectivo de las aspiraciones populares exige convertir las rebeliones en revoluciones sociales. Mientras que una sublevación popular victoriosa permite derrotar a un gobierno derechista, el triunfo pleno de la revolución social exige desplazar a las clases dominantes del poder e inaugurar una transformación histórica de la sociedad. Este cambio no ha comenzado en ningún país sudamericano.

Existe igualmente una significativa diferencia entre los gobiernos de centroizquierda (Argentina, Brasil, Uruguay) que han recompuesto la dominación capitalista y las administraciones nacionalistas radicales (Venezuela, Bolivia y probablemente Ecuador). En estos países se procesan cambios significativos y se abrió una confrontación entre proyectos, que pueden desembocar en la ruptura revolucionaria o en la consolidación de las nuevas elites dominantes. Para indagar estas dos alternativas es útil también revisar varias experiencias de las últimas décadas. Desarrollamos esta evaluación en el próximo artículo.


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[1]Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz

[2] Una detallada radiografía de la evolución de las  luchas populares exponen periódicamente los estudios del  Observatorio Social de América Latina (Revistas de OSAL- CLACSO).

[3]Hasta el momento la nacionalización ha quedado a mitad de camino. El gobierno canceló los juicios penales contra las compañías y la gestión de los nuevos entes estatales es muy permeable a las presiones de las empresas. Esta opinión expone el ex ministro: Soliz Rada Andrés. “La nacionalización ha quedado a medio camino”. Página 12, 15-10-07. Tampoco se está utilizando adecuadamente los nuevos ingresos que el fisco obtiene del repunte de las exportaciones. Ver: Stefanoni Pablo. “Empate catastrófico en Bolivia”. Le Monde Diplomatique, octubre 2007.

[4] Un balance de estas transformaciones presenta: Sampaio Plinio Arruda. “La reforma agraria en América Latina: una revolución frustrada”. OSAL 16, enero-abril 2005.

[5] Un modelo alternativo ha sido elaborado por el MST de Brasil. Stedile Joao. “A reforma agraria já está esgotada”. Epoca 2-7-07.

[6] El papel potencialmente revolucionario del campesinado fue tempranamente advertido por algunos teóricos como Mariátegui, que rechazaron la dogmática caracterización de este sector como un segmento conservador. Lowy Michael. “Introducción”, O marxismo na América Latina,  Fundacao Perseo Abramo, Sao Paulo 2006.

[7] Esta caracterización plantea: Vitale Luís. Introducción a una teoría de la historia para América Latina, Planeta, Buenos Aires, 1992 (cap 4 y 9).

[8] Las diferencias entre Quispe y Morales en Bolivia están expuestas en Stefanoni Pablo. “Siete preguntas y siete respuestas sobre Bolivia de Evo Morales”. Nueva Sociedad, n 209, mayo-junio 2007, Buenos Aires y Quispe Felipe. “Entrevista”. Corporación Chile Ahora y La Haine. BIRSIR, 25-9-06. Quijano analiza las peculiaridades de Perú en: Quijano Aníbal. “Estado-nación y movimientos indígenas en la región Andina: cuestiones abiertas”. OSAL n 19, enero-abril 2006. Petras describe la reorganización de los indígenas en Ecuador. Petras James, Veltmeyer Henry. Movimientos sociales y poder estatal. Lumen, México, 2005.(cap 4)

[9] Un interesante análisis sobre estos temas plantea: Sáenz Roberto. “Crítica al romanticismo anticapitalista”. Socialismo o barbarie n 16, abril 2004, Buenos Aires.

[10]Este enfoque se basa en la caracterización que propone: Hobsbawn Eric. “Introducción”. Naciones y nacionalismo desde 1780. Crítica, Barcelona, 1991.

[11] Esta desorientación es muy evidente en: Laclau, Ernesto. Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia. Fondo de Cultura Económica, 1987, Buenos Aires.

[12] Mires Fernando. La rebelión permanente: las revoluciones sociales en América Latina,  siglo XXI, México, 1988. (cap 1)

[13] -Boff Leonardo. “El verdadero choque de civilizaciones” Página 12, 11-9-07.

[14] Tilly desarrolló este concepto a partir a partir de teoría del doble poder que expuso Trotsky en: Trotsky León. Historia revolución rusa, tomo 1, Editorial Galerna, Buenos Aires, 1972.  Tilly Charles. “Conflicto, revuelta y revolución”. Las revoluciones europeas 1492-1992, Crítica, Barcelona.

[15] Con esta acepción lo utilizan: Bonilla-Molina Luis, El Troudi Haiman. Historia de la revolución bolivariana, Ministerio de Comunicación e información, Caracas, diciembre 2004. 

[16]Esta visión desarrolla: Gilly Adolfo. “Bolivia, una revolución del siglo XXI”, Perfil de La Jornada, 2-3-04. 

[17] Trotsky presentó como revoluciones políticas las irrupciones populares que desmoronaron tiranías capitalistas (España en 1931) y los levantamientos equivalentes que podrían erradicar al naciente stalinismo de la URSS. La aplicación contemporánea del concepto fue realizada por: Moreno Nahuel. Las revoluciones del siglo XX, Antídoto, Buenos Aires, 1986. 

[18]Con el mismo sentido algunos historiadores contraponen las revoluciones políticas burguesas que mantuvieron a la nobleza (Inglaterra 1640-50 y 1688-89) con los torbellinos sociales que sepultaron a los señores feudales (Francia en 1789). Skocpol Theda. “La explicación de las revoluciones sociales: otras teorías”. Los estados y las revoluciones sociales: un análisis comparativo de Francia, Rusia y China. México: Fondo de Cultura Económica, 1984.