La deuda después del
default
Por Claudio Katz ([i]),
25/06/04
La Argentina arrastra una larga
historia de cesación de pagos. Por eso algunos economistas encasillan
al país entre los “defaultadores seriales”, es decir el grupo de
naciones que periódicamente enfrentan la imposibilidad de afrontar
los vencimientos de la deuda pública[ii]. Este pasivo estuvo sujeto
a reestructuraciones permanentes durante lapsos prolongados y en tres
oportunidades de las últimas décadas se impusieron moratorias
forzosas.
A pesar de estos antecedentes la
negociación actual despierta gran interés por tres razones. Primero:
el último default del 2001 precipitó una catástrofe económico-social
sin precedentes. Segundo: las tratativas en curso representan un caso
testigo internacional, que marcaría la pauta de otras tratativas en
países de la periferia. Tercero: el gobierno centroizquierdista de
Kirchner ha prometido “negociar con dignidad” e impedir que “la
deuda se pague con el hambre del pueblo”. Este último planteo
induce a indagar qué ha cambiado y qué permanece igual en el manejo
de la hipoteca.
Los acreedores más privilegiados
La renegociación en curso comenzó
con la asunción de Lavagna en abril del 2002 y ha sido impulsada
directamente por Kirchner en el último año. Durante este lapso ha
prevalecido un discurso de confrontación con los acreedores y una práctica
de aceptación de las exigencias de este grupo. La declamada
“firmeza” estuvo ausente desde el inicio, ya que se reconoció la
totalidad de una deuda comprobadamente fraudulenta. Solamente la
investigación de Olmos -que el Parlamento mantiene cajoneada desde
hace 18 años- comprobó la existencia de 477 irregularidades en el
pasivo contraído durante los años 70 y el 80. El gobierno legitima
esta estafa y su doloso incremento durante el menemismo. Quiénes
tanto despotrican contra la corrupción de los 90 convalidan el
principal negociado de ese período.
Del total de esa deuda aceptada
(178.000 millones de dólares) una significativa porción (79.000
millones) nunca se dejó de pagar. A pesar de la tragedia social que
ha sufrido la Argentina un grupo de acreedores siempre ha cobrado. Los
más privilegiados han sido los organismos multilaterales (FMI, BID y
BM), que en los últimos dos años recibieron 7000 millones de dólares.
Esta transferencia no registra precedentes desde 1982 y contrasta con
los flujos positivos de dinero hacia el país que prevalecieron entre
1993-2001.
Lejos de “plantarse frente al
FMI” el gobierno premió al principal responsable de la crisis. Los
pagos del país socorrieron al Fondo y evitaron la delicada situación
que hubiera creado la extensión del default hacia ese organismo. Cómo
la Argentina -junto a Brasil y Turquía- reúnen el 70% de la cartera
de préstamos directos de esa institución, una moratoria de nuestro
país habría obligado a los gobiernos de Estados Unidos, Europa o Japón
a utilizar sus propios recursos para recapitalizar al FMI. Lo más
paradójico es que la Argentina no obtuvo ninguna retribución a
cambio del trato preferencial que le otorgó al Fondo. Al contrario,
las presiones de ese organismo han aumentado y apuntan a que los pagos
se generalicen a todos los acreedores.
El gobierno enfrentó estas
exigencias con discursos fuertes, poses infrecuentes y algunos
desplantes. Kirchner incluso dramatizó cada transferencia al FMI con
amenazas de cerrar la canilla. Pero los tironeos invariablemente
terminaron en nuevas concesiones. Después de la última desavenencia
de marzo pasado Lavagna renunció a dirimir en los tribunales
nacionales las controversias con los acreedores. También aceptó que
los funcionarios del FMI controlen todas las negociaciones con los
bonistas y colocó al frente de estas tratativas a Merry Lynch, un
banco que arrastra escandalosos prontuarios de fraudes. Esta entidad
protagonizó el megancanje de Cavallo y ha sido penalizada en Estados
Unidos por su participación en turbulentas operaciones bursátiles.
El gobierno sugiere -que con
excepción de estas concesiones- siempre ha privilegiado “el interés
de los argentinos”. Pero los únicos compatriotas favorecidos en las
negociaciones han sido los banqueros y empresarios que acapararon la
deuda pública gestada luego del default. Este nuevo pasivo totaliza
desde el 2001 unos 60.000 millones de dólares y ha sido
principalmente destinado a socorrer a los industriales afectados por
la devaluación y a los bancos golpeados por la fuga de depósitos[iii].
Lavagna se ha preocupado por
asegurar el pago puntual de esta deuda reciente, afirmando que el país
debe evitar un “default sobre otro default”. Pero nunca aclara
porqué razón se debe cumplir primero con los últimos acreedores y
posteriormente con los anteriores. La explicación es en realidad muy
sencilla: los capitalistas beneficiados mantienen vínculos más
estrechos con el gobierno que los grupos en default.
El mayor logro de Kirchner ha sido
presentar como “un éxito de toda la nación” este favoritismo
hacia el FMI y los empresarios locales. Para difundir esta creencia ha
contado con el sostén de la prensa adicta, que siempre explica cómo
se obtuvo más de lo esperado a cambio de concesiones menores. Pero
este mismo libreto -que ya expusieron Machinea y Cavallo- nunca sirvió
para disimular por mucho tiempo la dura realidad de la deuda.
Los nuevos
favorecidos
Para enmascarar el pago puntual de
la mitad de la deuda el gobierno presenta la renegociación del pasivo
en default como “una causa nacional”. Desde que en septiembre
pasado propuso en Dubai aplicarle una quita del 75% a esa carga, este
porcentaje ha sido convertido en el símbolo de una resistencia patriótica
contra los banqueros.
Pero al momento de publicitar esa
punición del 75% ningún título defaulteado se cotizaba en el
mercado por debajo de ese nivel. El ofrecimiento de intercambiar todos
los bonos desvalorizados por tres emisiones nuevas, sólo convalida la
pérdida que ya han sufrido esos papeles. A los acreedores se les ha
planteado, además, la posibilidad de optar por otros títulos
sustitutos sin descuento, aunque de vencimiento más prolongado y
tasas de interés inferiores. Pero en este caso las desventajas quedarían
compensadas por la vinculación del rendimiento de los nuevos títulos
con el ritmo de crecimiento del PBI argentino. En síntesis: la
propuesta inicial de quita del 75% dejó siempre abierto un amplio
abanico de negocios para algunos tenedores de títulos. Basta recordar
como operaciones de este tipo generaron en el pasado enormes ganancias
para los banqueros. Por ejemplo, entre 1989 y 1992, un relanzamiento
de títulos colocó a los bonos argentinos en el tope mundial de
lucros en las transacciones con papeles del estado.
Pero el gobierno ni siquiera se ha
mantenido fiel a su oferta inicial. En las últimas semanas introdujo
nuevas concesiones a los acreedores. Se incluyeron los intereses
vencidos en el total de la deuda a negociar y este incremento del
pasivo (de 82.000 a 105.000 millones de dólares) duplicó el total de
la deuda a reconocer luego de aplicada la quita (de 20.500 a 43.200
millones). Además, se elevaron las tasas de interés propuestas para
los nuevos bonos y el cálculo de los beneficios asociados con la tasa
de crecimiento. También se añadiría un pago adicional al contado
(entre 1.000 y 2000 millones) para inducir a los tenedores de viejos
bonos a aceptar el canje de sus títulos por las nuevas emisiones.
El efecto de estas modificaciones
ha sido reducir drásticamente la quita efectiva de las acreencias en
default. En lugar del publicitado 75% la poda alcanzaría a un 40 o
50% del valor original de esos bonos. Este porcentaje de reducción ha
prevalecido en las últimas renegociaciones internacionales de países
afectados por la cesación de pagos (Ecuador y Rusia). Pero la
diferencia con Kirchner radica en que ninguno de esos gobiernos
pretendió encubrir su resignada aceptación de las exigencias del
FMI.
Del grupo de acreedores nacionales
en default, el sector más favorecido por la nueva propuesta han sido
los administradores del sistema de jubilación privada (AFJP). Este
grupo -que detenta el 17 % de los viejos títulos -recibirá un bono
en pesos y sin descuento que podría ser contabilizado al 100% en los
balances de esas entidades. Por esa vía quedarían disfrazadas las pérdidas
que sufrieron esas instituciones con la devaluación y cuyos efectos
se verificarán en el recorte de las jubilaciones futuras. El gobierno
les otorgaría a las AFJP el paraguas legal que necesitan para
invalidar cualquier demanda de los afectados por esta confiscación.
Pero lo más importante es la consagración definitiva de estas
entidades como grandes prestamistas del estado. Al convertirse en
acreedoras de los nuevos bonos públicos condicionarán cualquier
intento de reformar el perverso sistema privado de pensión. Cómo
resultado de esta operación, los cuatro grupos bancarios que
provocaron el desfinaciamiento del régimen previsional emergen con más
poder que en los 90.
El proyecto de renovación de títulos
no contempla, en cambio, ninguna consideración hacia los pequeños
acreedores nacionales (unos 500.000 individuos que detentan el 20 % de
la deuda en default). Estos ahorristas no podrán contabilizar los títulos
a su valor original, sino que deberán venderlos en el mercado en
función de las urgencias por recuperar el dinero. Cómo muy pocos
individuos pueden esperar los 40 años de maduración de los bonos se
repetirá lo ocurrido durante la confiscación de los depósitos. Quiénes
cuenten con menos recursos deberán vender en el peor momento
favoreciendo a los financistas, que acapararán los nuevos papeles a
una baja cotización. Para evitar esta maniobra, algunos bonistas han
propuesto establecer diferencias en el tratamiento de la deuda, en
función del patrimonio de cada acreedor. Pero esta “inequidad” le
resulta inadmisible a un ministro acostumbrado a descargar siempre el
peso de las crisis sobre los más débiles.
El favoritismo hacia los poderosos
predomina también en el campo de los acreedores extranjeros (que
tienen en sus manos el 62% de la deuda en default). Los pequeños
bonistas -que aconsejados por los bancos compraron títulos a 100%-
ahora recibirán la mitad de su inversión original. En cambio los
especuladores que adquirieron bonos en el piso de la desvalorización
(10-20% de su precio nominal) realizarán el gran negocio, al
intercambiarlos por cualquiera de las tres versiones de los nuevos títulos.
Lavagna no cesa de hostigar a los “fondos buitres”, presagiando
que serán los perdedores de este canje. Pero todo lo indica que
sucederá lo contrario. Ese grupo de adiestrados financistas no solo
aprovechará la oportunidad para especular con la compra-venta de
bonos, sino que también contará con la oportunidad de litigar en los
tribunales internacionales por un cobro mayor de los viejos bonos, que
adquirieron por moneditas.
El superávit perpetuo
Lo más gravitante de la renegociación actual no es el
porcentaje de la quita, ni el tipo de bono que elegirán los
acreedores, sino cuál será el flujo de los pagos y la magnitud de
los compromisos que deberá afrontar el país. Y en este plano radica
la principal novedad que ha introducido Lavagna: la creación de un
excedente fiscal permanente destinado a saldar la hipoteca durante
generaciones.
Mientras el ministro afirma que
“solo se paga lo indispensable” ha suscripto un compromiso de
ahorro del 3% del PBI que será utilizado para abonar los intereses de
la deuda. Esta cifra representa una carga descomunal para la mayoría
popular. Triplica, por ejemplo, el monto asignado este año para la
educación y sextuplica los fondos destinados a la salud.
El ajuste fiscal que afronta la
Argentina es similar al que padecen los países elogiados por el FMI
(Ecuador, Uruguay) y se asemeja al ahogo que soporta Brasil (por la
forma de cómputo el 4,5% del superávit de ese país equivale al 3%
de Argentina). Ninguna economía desarrollada está sometida a
semejantes exigencias de excedente superávit fiscal. Al contrario, sólo
difieren por la magnitud del déficit. El porcentaje del sobrante
comprometido contrasta, además, con el resultado fiscal de los últimos
40 años, que en la Argentina estuvo signado por un faltante del 3,1%
del PBI.
Es puro cinismo afirmar que los
sufrimientos del pueblo son ajenos al ajuste en curso. Si en la
Argentina la mitad de la población ha quedado expulsada hacia el
submundo de la pobreza es porque el gobierno ha priorizado el uso de
los fondos públicos para el pago de la deuda. Por esta razón la
desnutrición afecta al 35 % de la población, aumenta la mortalidad
infantil y no baja la deserción escolar. Los banqueros continúan
recibiendo el dinero que debería destinarse a la recomponer el
ingreso popular y a resolver mediante la inversión pública el
flagelo del desempleo.
El gobierno proclama que “se
terminó el ajuste”, pero ha recortado el gasto público total del
19,7% del PBI (2001) al 15,7% del PBI (2004), contrajo el gasto social
consolidado en un 6 % respecto al 2003 y se maneja con el presupuesto
más estrecho de los últimos 20 años. Cómo el superávit es la
nueva religión de los funcionarios, algunos festejan como un logro el
sobrante de 8.000 millones de pesos que se obtendría este año, por
encima del excedente planificado. En lugar de notar, que este
sobrecumplimiento implica forzar la adaptación del ingreso popular a
la pauta de sacrificios exigida por el FMI, reivindican esta asfixia
como un éxito colectivo. Para el gobierno es un acto de progresismo
“mantenerse firme en el 3%” frente a las presiones de los
acreedores para elevar la meta de ese superávit. Pero afirmando que
“el ajuste podría ser peor” presentan una política de atropello
como une ejemplo de sensibilidad hacia el pueblo.
La propuesta oficial de salir del
default con una renovación de bonos se basa en la perpetuación de un
superávit agobiante. Este excedente ya no apuntará a cumplir con
pagos puntuales, sino que deberá garantizar un flujo de
transferencias constantes. Cómo mínimo se planea situar el excedente
fiscal en un piso del 3,3% del PBI (distribuido entre un 2,7% que
pagará la nación y un 0,6% que afrontarán las provincias) hasta el
año 2010. Pero esta cifra no incluye erogaciones adicionales. Por
ejemplo, una parte significativa del sobreexcedente logrado en el 2004
será utilizado para precancelar bonos públicos. Algunos
investigadores han demostrado, además, que Lavagna maquilla la
contabilidad oficial para ocultar un sobrante mayor, que mantiene en
custodia para realizar el pago al contado a los bonistas en default.
El superávit no es un esfuerzo
coyuntural para seducir a los acreedores, sino una carga permanente de
las próximas décadas. Una vez emitidos los nuevos títulos habrá
que sostener su cotización en el mercado con interminables ajustes,
destinados a preservar un nivel de ahorro fiscal. La “confianza de
los inversores” para refinanciar constantemente el vencimiento de
las obligaciones dependerá por completo de la virulencia de este
ahogo de las cuentas públicas. El gobierno deberá rendir examen todo
el tiempo de su capacidad para mantener los salarios congelados y el
gasto social contraído. Pero este extenuante ajuste resultará, además,
completamente inútil.
Tensiones
e inviabilidad
El modelo de pago de la deuda con
superávit fiscal y renovación de títulos nuevos es inviable, en
primer lugar, por la magnitud del endeudamiento que deja en pie. Si se
mantiene el volumen del pasivo que se está abonando (80.000 millones
de dólares) y se reducen las obligaciones en default a la mitad
(44.000 millones), el total de los compromisos iniciales (124.000
millones) será equivalente al 80 % del PBI actual (150.000 millones).
Semejante carga es muy superior al nivel predominante antes de la
cesación de pagos (57% del PBI en el año 2001) y supera ampliamente
el techo del 40%, que los especialistas consideran sustentable para
los países periféricos.
En segundo lugar, la renegociación
en curso conduce a un incremento ulterior del endeudamiento que augura
otro default. Cualquiera sea el cronograma de pagos que prevalezca en
los próximos años habrá que recurrir al mercado interno o
internacional para refinanciar gran parte de los vencimientos. Esta
exigencia ser verificará muy pronto con los papeles emitidos luego
del default. Por ejemplo, los compromisos totales para el año que
viene totalizan 7.500 millones de dólares y con el superávit se podría
cubrir apenas 4.700 millones. La diferencia habrá que financiarla con
nuevos créditos, que a su vez engrosarán la bola incontrolable de la
hipoteca financiera.
En tercer lugar, es muy improbable
que pueda sostenerse en el futuro el actual nivel de excedentes
fiscales. Lavagna rechaza este pronóstico, argumentando que este año
se logró exceder ampliamente la meta programada del superávit. Pero
oculta que esta continuidad implicaría consolidar el sufrimiento
popular durante varias generaciones y requeriría, además, contar con
la repetición de la coyuntura internacional favorable que prevaleció
durante el 2004.
Conviene tener presente que desde
hace cincuenta años no se registraba una situación tan propicia.
Este año hubo viento a favor en el terreno comercial (aumentos de los
precios de los bienes exportables) y en el plano financiero (tasas de
interés internacionales muy bajas), en el marco de la reactivación
interna que sucedió a la depresión previa. Significativamente, el
gobierno abandonó la propuesta de Dubai cuándo esta coyuntura comenzó
a tornarse más adversa en los últimos meses.
La recaudación que sostiene el
superávit se resentirá en el futuro, si el precio de las materias
primeras decae. Si, además, las tasas de interés repuntan el
esfuerzo fiscal para sostener la cotización de los nuevos bonos de la
deuda será mayor. Pero estas dificultades se potenciarían
cualitativamente por el efecto de contagio comercial y financiero que
podría provocar una cesación de pagos de Brasil. Un terremoto de ese
tipo podría demoler en pocos días el sacrificio fiscal que el
gobierno le ha impuesto a la población.
La política de superávit también
puede naufragar por las tensiones que impone la generación del
excedente. Preservar la pauta del 3% -manteniendo el clima económico
predominante durante el 2003-2004- exigiría crecer al 8 o 9 % anual,
lo que a su vez requeriría duplicar el ritmo actual de inversiones.
Pero por otra parte, la propia restricción fiscal reduce el margen
para implementar las políticas económicas necesarias para alcanzar
esa meta. Una pauta fiscal tan estricta impide actuar sobre el ciclo
con estímulos a la reactivación, cuándo se frena el nivel de
actividad. Cómo Lavagna es conciente de esta limitación augura que
la tasa de crecimiento tenderá a decaer a un 3% anual. Pero incluso
si ese porcentaje es superado, el problema no desaparece porque cada
punto de incremento del PBI multiplica la presión de los acreedores
para cobrar más. Cómo el gobierno no sabe cual de las dos
situaciones le resulta más conveniente, a veces Lavagna emite
mensajes de gran despegue y en otros momentos augura un crecimiento
moderado.
El mismo tipo de contradicciones
despunta en el plano cambiario. Para pagar la deuda hay que engrosar
el superávit comercial, que nutre las divisas adquiridas por el
estado con el superávit fiscal. Una cotización alta del dólar
favorece este proceso en el mediano plazo. Pero para pagar en lo
inmediato más vencimientos resulta conveniente una cotización baja
del dólar, porque con los mismos pesos del excedente fiscal se pueden
comprar más divisas. Cómo el gobierno pretende satisfacer a todos
los acreedores busca inducir una cotización del dólar que permita
conciliar ambos objetivos.
En este terreno el gobierno aplica
la política que le imponen los distintos grupos capitalistas que
conforman el bloque dominante. Los acreedores, los bancos y las
privatizadas exigen más superávit y un dólar bajo, mientras que los
exportadores y los industriales prefieren dólar alto y más
crecimiento en desmedro del excedente fiscal. Cómo en este choque de
intereses se juegan millones de dólares, Lavagna pretende mantener un
equilibrio que le asegure una cuota de buenos negocios a todos los
concurrentes.
Pero cada presión de los
acreedores por aumentar los pagos hace tambalear este escenario. Un
ejemplo de estas tensiones es la crisis provocada por las exigencias
del FMI para que las provincias resignen los impuestos que la nación
acapara para solventar la deuda. Si en 1988 la gobierno central se
apropiaba del 44% de los gravámenes totales, ahora se embolsa del
62%. El FMI pretende consolidar este desbalance a través de las
nuevas leyes de coparticipación federal y responsabilidad fiscal. Cómo
la nación es la intermediaria forzosa de los compromisos financieros
de las provincias, el Fondo le exige que apriete el torniquete sobre
sus deudores. El objetivo es aumentar la masa de dinero disponible
para cumplir con los acreedores. El trasfondo de la disputa política
que enfrenta actualmente el gobierno con varios gobernadores es la
sangría que impone el pago de esa hipoteca.
Nueva convertibilidad, nuevo
megacanje
En dos años de gestión Lavagna ha
perpetrado un sofocante aumento de la deuda pública. La hipoteca que
Cavallo dejó en 145.000 millones de dólares (diciembre de 2001) quedó
reducida por el efecto de la devaluación a 114.000 millones (abril de
2002) al concluir la gestión de Remes Lenicov. A partir de allí el
ministro multiplicó la emisión de títulos destinados a subsidiar a
los capitalistas afectados por salida de la convertibilidad y elevó
el pasivo al nivel actual de 178.000 millones. Si Lavagna logra
reducir ahora el pasivo a 124.000 millones habrá consumado una doble
operación: socorro inicial de los grandes empresas y distribución
posterior de las pérdidas y ganancias entre estos sectores.
Si bien el ministro privilegió los pagos al FMI para
asegurarse el sostén internacional de su gestión, su manejo de la
deuda siempre apuntó a favorecer prioritariamente a los principales
grupos del capitalismo argentino. En vez de gestar una “nueva
burguesía nacional”, el gobierno ha sostenido a los mismos actores
que controlan el poder desde hace varias décadas. Por esta razón
Lavagna y Kirchner han recibido el entusiasta apoyo de todas las
entidades que agrupan a esos capitalistas (AEA, ADEBA, UIA, Bolsa de
Comercio, SRA)[iv].
Estos empresarios –que son
mayoritariamente acreedores del estado y cobran del superávit que
solventa el pueblo- han lucrado con la gestación de la deuda a través
de un mecanismo particularmente perverso: la financiación pública de
la fuga de capitales. Por esta vía resguardaron en el exterior su
patrimonio y realizaron inversiones más lucrativas en otros países.
La deuda creció desde 1992 a un ritmo paralelo a esta expatriación
de capitales y actualmente
el monto total de esos fondos (123.000 millones de dólares) resulta
casi equivalente al volumen del pasivo que emergerá de la renegociación
en curso[v].
Lavagna legitima este saqueo realizado por la “burguesía nacional
realmente existente”.
La política del ministro consagra
una nueva etapa del endeudamiento contemporáneo de la Argentina, que
inicialmente generó la dictadura militar comprometiendo el patrimonio
de las empresas públicas (especialmente YPF) entre 1976 y 1980.
Posteriormente el primer Cavallo (1982) comenzó la estatización en
gran escala de la deuda privada, a través del otorgamiento de seguros
de cambio que se extendieron hasta buena parte del gobierno de
Alfonsin (1986). Luego el segundo Cavallo concretó con el plan Brady
(1992) una renovación de títulos, que obligaron al estado a adquirir
al 100% papeles que en el mercado se cotizaban a 18%. Estos títulos
se utilizaron, además, para financiar el desguace de las
privatizaciones. Finalmente, el tercer Cavallo consumó una nueva ola
de renovación de bonos (especialmente el megacanje del 2001) que
precipitó el default y la caída de De La Rúa.
Lavagna está cumpliendo un papel
semejante al que jugó Cavallo en sus distintas gestiones. Cómo su
antecesor elevó el endeudamiento total para auxiliar los capitalistas
en crisis, a través de un procedimiento comparable con la estatización
de 1982. Concluida esta labor comanda un intercambio de títulos
viejos por nuevos, siguiendo los parámetros establecidos por las
renovaciones de los 90.
El parentesco con Cavallo se
extiende también al esquema en curso de superávit fiscal con la
convertibilidad. Ambas orientaciones apuntan a forzar la adaptación
del proceso económico a una variable preestablecida, que opera como
garantía de cobro para los acreedores. En este rol, el ahorro fiscal
en curso se asemeja al tipo de cambio fijo. El uno a uno y el
excedente del 3% de las cuentas publicas enchalecan la actividad
productiva e imponen un disciplinamiento social tendiente a consolidar
el modelo de empobrecimiento popular, consumo segmentado y
flexibilización laboral.
Mientras el superávit coexista con
altas ganancias, ningún vocero de las grandes corporaciones alertará
contra los nocivos efectos de esta nueva convertibilidad del 3%. Tal
como ocurrió durante los 90, muy pocos economistas destacan el carácter
excepcional y artificial de esa norma fiscal. La anestesia se ha
impuesto nuevamente entre la mayoría de los analistas y nadie se
preocupa por imaginar “cómo se sale” del nuevo chaleco de fuerza
que ha impuesto el FMI. Algunos incluso sueñan con eternizar el
excedente fiscal y calculan su magnitud para el año 2017, con la
misma seguridad que Cavallo aseguraba la vigencia de la
convertibilidad.
Justificaciones e incoherencias
Mientras que la ortodoxia aplaude
la política del gobierno frente a la deuda, algunos integrantes del
Plan Fenix sólo justifican este curso afirmando que “no hay margen
para otra cosa”[vi].
Interpretan que las concesiones otorgadas a los acreedores son
acomodamientos lógicos de cualquier negociación (“era natural
flexibilizar la propuesta”). Pero si la “oferta de Dubai no era
definitiva”: ¿Por qué fue presentada como una decisión nacional
inamovible?
Los analistas del Fénix ponderan
las tratativas actuales afirmando que en otras “reestructuraciones
recientes no hubo quitas tan significativas”. Pero omiten que la
reducción final de los bonos argentinos será comparable a esos casos
de cesación de pagos, con el agravante que ningún default contemporáneo
alcanzó la dimensión de Argentina.
Por otra parte, los mismos
economistas presentan como un acierto el incremento futuro de “la
deuda en moneda nacional”. Pero no aclaran que este cambio en la
nominación del pasivo (de divisas a pesos) implica atar gran parte
del financiamiento futuro de la deuda pública a las AFJP. Al detentar
una significativa porción de estas acreencias, los responsables
directos del 53% del quebranto fiscal registrado entre 1995 y 2001 se
convertirán en los principales prestamistas del estado.
Los economistas del Fénix
igualmente reconocen que el curso actual presagia un futuro complicado
(“la deuda seguirá siendo alta y los pagos de intereses serán
elevados por muchos años”). Destacan que “no es esperable una
avalancha de inversiones de capitales del exterior” y también dudan
del cumplimiento de los nuevos compromisos (“el G7 ha privilegiado
la aceptabilidad de los acreedores sobre la sustentabilidad”). Pero
en ningún momento explican porqué se debe convalidar una negociación
tan perniciosa. Sólo sugieren que frente a los “imperativos de la
realidad” no hay que otra alternativa.
Pero esta misma tesis fatalista
repitieron los neoliberales durante una década para justificar las
privatizaciones, la apertura comercial y la flexibilización laboral.
En todo caso, si el gobierno y sus consejeros carecen de opciones: ¿Por
qué no consultan a la población, en vez de negociar en secreto con
los acreedores? ¿Una decisión tan estratégica no merecería un
referéndum popular?
Los economistas del Fénix ni
consideran esta posibilidad, porque evalúan que la ciudadanía se
mantiene indiferente frente a la pulseada con los acreedores (¿ “Qué
hay del otro lado (del gobierno) ”? ¿“Existe un pueblo
movilizado?” “¿Existe un contrapeso interno’’?). Pero este
razonamiento no solo prejuzga cual es el nivel de movilización
popular, sino que oscurece lo esencial: el gobierno busca desactivar y
no impulsar la movilización ciudadana. Y este conducta obedece a que
representa a una clase dominante, cuyos intereses son mucho más
afines al FMI que a la mayoría de los argentinos. El pueblo costea el
pago de una hipoteca que también cobran los banqueros e industriales
argentinos.
Otros economistas del Fénix
mantienen formalmente una postura más crítica[vii].
Recuerdan las conocidas adversidades que entraña la “deuda
odiosa” que soporta el país (obstaculiza la equidad, mengua la
autonomía nacional, incentiva la corrupción), pero olvidan señalar
que Lavagna ha convalidado y agravado esta pesada herencia. Consideran
que la política de superávit fiscal es “preocupante”, cómo si
tan solo representara un problema potencial del futuro y no una
cotidiana agresión que sufre la mayoría popular. Quiénes plantean
estas advertencias entienden, además, que “si persisten las
exigencias de condicionalidad por parte del FMI... deberá abandonarse
el acuerdo suscripto”. Pero exactamente el mismo llamado a “dar
por finalizados los acuerdos” si ese organismo exigía
“compromisos inaceptables“ se planteó antes de la nueva oferta
del gobierno[viii]. Cómo es evidente que
las presiones del Fondo persistirán la insoslayable pregunta es: ¿en
qué momento se debería concretar la ruptura con esa institución? Si
no es ahora: ¿cuándo?
Todos los economistas del Fénix
coinciden, por otra parte, en proponer un “cambio de la injusta
matriz distributiva”. Pero no registran que este patrón no puede
modificarse si se perpetúa el superávit fiscal para pagar la deuda.¿O
acaso no es este excedente el principal mecanismo de consolidación de
la regresiva estructura de los ingresos ?
Algunos integrantes del mismo
agrupamiento plantean modificar el esquema distributivo introduciendo
reformas fiscales progresivas[ix]. Pero el efecto positivo
de estas medidas quedaría neutralizado si persisten las
transferencias a los acreedores. El cumplimiento de estos compromisos
obligaría a derivar el aumento de la recaudación hacia los grandes
tenedores de bonos del estado. Por esta razón, el FMI y el Banco
Mundial no observan con disgusto muchas iniciativas que tienden a
incrementar la capacidad tributaria del estado.
Esta mejora es una buena noticia
para los acreedores, incluso si ellos mismos deben pagar más
impuestos. Lo que abonen por una ventanilla lo cobrarán por otra y
consolidarán su predominio, en la medida que un mayor número de
contribuyentes sean obligados sostener el superávit. Una reforma
fiscal progresiva es indispensable para recomponer el ingreso popular.
Pero no servirá a este propósito si continúa el pago de la
hipoteca.
Algunos proyectos más radicales
postulan “penalizar a los grupos locales” para “que ellos paguen
la deuda”. Se supone que esa punición podría concretarse a través
de convenios fiscales con otros países que destaparían la fuga de
capitales. Esta difusión pondrían en evidencia la evasión
impositiva en que han incurrido los dueños de la Argentina. Pero este
planteo es una ilusión en el marco de las negociaciones con el FMI.
Los banqueros del exterior y los acreedores locales mantienen una
estrecha asociación con los auditores del Fondo, porque todos cobran
del mismo mecanismo de ajuste que paga el pueblo.
Para revertir este padecimiento hay
que enfrentar esta alianza de los opresores, superando cualquier
expectativa en que un grupo de acreedores le cargue la hipoteca a otro
y exima a la población del pago de ese tributo. Es más útil
analizar un curso de resistencia frente a este atropello, que
fantasear con la expectativa de reconvertir -con el auxilio del FMI-
una deuda publica que soporta la mayoría, en una carga privada que
solventarían Perez Companc, Macri o Fortabat.
Tres medidas alternativas
Numerosos intelectuales rechazan el
engaño del gobierno y se resisten a endulzar el ajuste. Tampoco
quieren repetir el triste papel que jugó el progresismo en las últimas
dos décadas como abogado de todas las políticas de “mal menor”,
que desembocaron en catástrofes mayores. Partiendo de este balance:
¿cuál es alternativa?.
Algunos compañeros opinan que el
precio de una confrontación con el FMI sería muy elevado. Pero hay
que evaluar los costos de este desafío en comparación al futuro de
pobreza y desempleo que emergerá del rumbo en curso. Una política de
ruptura con el Fondo es ciertamente riesgosa, pero el superávit
fiscal perpetuo de Lavagna garantiza la consolidación de la miseria,
la segmentación social definitiva y la exclusión perdurable de la
mitad de la población por varias generaciones. Esta perspectiva es
moralmente inaceptable y racionalmente evitable si se apuesta a rumbo
emancipatorio. Lo más importante es que existen condiciones económicas
y políticas favorables para impulsar esta opción.
El punto de partida de este camino
es suspender el pago de la deuda. Esta medida representaría un
problema mucho más agudo para los acreedores que para la mayoría
popular. Los más afectados por ese corte de las erogaciones serían
el FMI y los capitalistas acreedores de Argentina. Cuándo se afirma
que “nos cortarán el crédito” se olvida que el país se
encuentra desde hace tres años fuera del mercado financiero y que en
la negociación actual no se discute cuánto recibiremos, sino cuánto
pagaremos. ¿ Pero que sucedería con las represalias ulteriores de
los financistas y las grandes potencias ?
Hasta los economistas más próximos
al gobierno reconocen que como paradójico efecto de las
privatizaciones, el poder económico de presión del imperialismo
sobre el estado nacional se ha reducido notablemente[x].
En el comercio exterior no operan empresas estatales, sino
corporaciones transnacionales y por lo tanto, cualquier eventual
bloqueo afectaría los negocios de estas compañías. En ese caso el
sector público podría sustituir plenamente a los operadores
privados. Por otra parte, las privatizaciones prácticamente
eliminaron los activos del estado en el exterior y por eso fracasaron
los intentos de embargo que se ensayaron en Estados Unidos el año
pasado. Además, los intereses de las filiales extranjeras radicados
en el país son infinitamente superiores a los que tienen empresas
nacionales en el extranjero.
La Argentina -y sus potenciales
aliados- detentan un poder de negociación muy sustancial frente a
cualquier conflicto. Tomar conciencia de estas ventajas es vital para
hacer frente al terrorismo ideológico que practica la derecha a través
de los medios de comunicación. Su chantaje predilecto es presentar un
panorama apocalíptico en cualquier escenario de recuperación
efectiva de la soberanía nacional.
Pero suspender el pago de la deuda
sólo resultaría favorable para la mayoría si los recursos que se
destinan a los acreedores son utilizados para recomponer de inmediato
el ingreso popular, con aumentos salariales y programas de inversión
pública. Si por el contrario, los fondos retaceados al FMI son
transformados en subsidios para los capitalistas o en subvenciones a
la fuga de capital (como ocurrió durante las tres moratorias de las
ultimas dos décadas), el remedio será peor que la enfermedad. Más
nocivo aún puede resultar la maniobra de acumular ese dinero en un
fondo destinado a renegociar la deuda (como imaginó Lavagna con su
“Plan B” durante la última crisis con el FMI). La estrategia de
suspender los pagos de la deuda requiere aclarar con anticipación y
nitidez cuál será el uso de los fondos sustraídos a los acreedores.
La segunda medida de un proyecto
popular es retomar la investigación de la deuda, a fin de aclarar que
representan exactamente los 178.000 millones de dólares adeudados.
Una parte de esta inspección ya ha sido realizada, pero resulta
indispensable actualizarla para que todo el pueblo sepa cuántos
auto-préstamos, seguros de cambio y fraudes encubiertos están
reunidos en el paquete general de la deuda pública. Esta discriminación
es necesaria para separar las estafas financieras de los compromisos
genuinos y para eventualmente someter las nuevas controversias al
veredicto de los tribunales nacionales. Esta investigación permitiría,
además, negociar directamente con los pequeños bonistas nacionales y
extranjeros, estafados por los mismos bancos que confiscaron los depósitos
de los ahorristas argentinos. Estas tratativas deberían realizarse
sin la intermediación de ningún financista.
El tercer paso de una alternativa
popular es abandonar la mesa de negociaciones con el FMI, porque en
ese ámbito el país quedaría sometido a un chantaje permanente. No
es cierto que esta decisión nos “dejaría fuera del mundo”. El
universo económico internacional no se restringe a la órbita que
controlan los funcionarios del Fondo. Si la Argentina se desembaraza
de esa tutela podría encarar de manera autónoma un conjunto de
tratativas que el FMI actualmente bloquea.
Esta independencia permitiría al
país establecer una red de alianzas con otras naciones que sufren el
agobio de la deuda. Especialmente en América Latina el desprestigio
del neoliberalismo ha creado condiciones propicias para encarar una
batalla regional conjunta. La custodia colonial que ha impuesto el FMI
sobre la política económica de cada país enfrenta crecientes
resistencias. En la Argentina estas supervisiones rigen sobre las
compensaciones a los bancos, los tarifazos de las empresas
privatizadas, la reestructuración de los bancos públicos, el nivel
de la emisión monetaria y la política salarial. Pero en naciones más
pobres y más endeudadas esta ingerencia es aún mayor.
Terminar con el Virreynato del FMI
constituye una meta de todos los pueblos latinoamericanos. Lo que
falta es un país que comience la partida regional, declarando la
ruptura con el Fondo. Esta decisión permitiría avanzar hacia un
genuino frente de naciones emancipadas de la obediencia a los
banqueros. En lugar de discutir el nivel de superávit (o cómo
contabilizarlo) se abriría el debate sobre la deuda histórica que
mantienen las potencias imperialistas hacia América Latina al cabo de
varios siglos de opresión. Esta acción puede encararse, pero exige
decisión, valentía y conciencia de nuestras posibilidades.
Notas:
[i]Economista,
profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI
(Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz
[ii]
Torres Armando, “La reestructuración, un caso testigo” (La
Nación, 1-6-04).
[iii]El
siguiente grafico no deja ninguna duda sobre este aumento.
“Evolución de la deuda pública” (Clarín, 30-5-04)
[iv]Ver
Bonelli Marcelo. “El empresariado, clave en la pelea por la
deuda”. Clarín,4-6-04.
[v]Esta
relación es ilustrada por el gráfico que presenta Luis Becerra (
“Comparación de la deuda publica vs activos externos
privado”. “Deuda Publica Argentina: la experiencia de los
90”, abril 2004.(documento de trabajo)
[vi]Vanoli
Alejandro. Plan Fénix. “¿Hay margen para otra cosa’? (Página
12, 6-6-04)
[vii]Gak
Abraham. Plan Fénix. “Enfrentar las presiones para atender la
deuda social” (Página 12, 23-6-04)
[viii]Gak
Abraham. Plan Fénix. “Al borde de la ilegitimidad” (Página
12, 5-5-04)
[ix]Plan
Fénix. “Impuesto a los que ganaron”. (Pagina 12,
[x]
Ferrer Aldo. “Deuda: Una negociación realista”. Clarín,
15–3-04.
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