Acuerdo
China - Argentina

 

El acuerdo con China refuerza el modelo

Por Marcelo Yunes
Socialismo o Barbarie, periódico, 26/11/04

Antes, durante y después del acuerdo con China se dijeron tantas cosas y tan distintas que la mayor parte de la población está desorientada. Se dijo desde que era una especie de salvación nacional hasta que los chinos nos van a comer con palitos. Como si no hubiera suficiente misterio y desinformación, encima hay cláusulas “secretas” que salen en todos los diarios y en distintas versiones. Vamos a tratar de aclarar un poco el embrollo y, sobre todo, de ubicar el problema en el marco de la “estrategia de país” más general del gobierno de Kirchner, que es lo que va a permitir entender mejor el verdadero sentido del acuerdo.

“Si esto sale bien, me van a poner al lado de San Martín”, parece que dijo Kirchner en las vísperas del convenio. Es una de esas frases “confidenciales” que se deslizan para que los diarios porteños (que compran todos los buzones) los repitan como “primicia”. Claro que, cuando se empezaron a conocer los términos del acuerdo, hasta el propio gobierno tuvo que salir a bajar las expectativas. El propio Lavagna, sorpresivamente, advirtió que las negociaciones “pueden tener su aspecto negativo”, que es mejor “no creer que todo es una maravilla” y hasta desmintió la existencia de la famosa cláusula secreta de protección a la industria (Clarín, 23-11-04). La oposición burguesa, por su parte, tampoco sabe para dónde disparar y oscila entre el aplauso obtuso (Macri) y la crítica insustancial (Carrió).

Lo más serio que se puede decir en base a lo que se conoce del acuerdo es que las concesiones concretas las hizo el gobierno argentino (reconocer a China como “economía de mercado”), mientras que los famosos 20 mil millones de dólares de inversiones, por ahora, son papel pintado... o verso.

Veamos. El área principal de las supuestas inversiones es ferrocarriles (8000 millones de dólares). Justamente, el acuerdo habla no de inversión, sino de “inversión o financiamiento”, es decir, préstamos. Y el gobierno mismo tuvo que decir que en ferrocarriles se trata de préstamos, que deberán ser reintegrados por el estado... o por los usuarios, bajo la forma de tarifas. Si las “inversiones” van a ser todas así, en realidad el acuerdo consiste en abrir una vía alternativa a los “mercados” habituales (EEUU, Europa y Japón) para financiar las necesidades del estado postdefault.

El lugar de Argentina en el mundo

El verdadero problema de fondo es el tipo de inserción que tiene Argentina en el capitalismo globalizado; una inserción que empezó a construirse bajo el menemismo y que Kirchner no sólo mantiene sino que profundiza. Se trata de que Argentina cumple el rol de proveedor de materias primas o productos de muy bajo valor agregado –esto es, trabajo incorporado– de origen agrícola (sobre todo cereales y oleaginosas) o minero (el caso del petróleo y demás hidrocarburos).

En efecto; el perfil exportador de Argentina, es decir, el ingreso genuino de divisas (que no sean inversiones-curro o préstamos de los buitres financieros) depende de actividades económicas que a) agregan muy poco valor; b) generan escasísimos puestos de trabajo, y c) exponen al país a lo que se conoce como la tendencia al deterioro de los términos del intercambio.

¿Qué significa esto? Simplemente, que lo que Argentina vende (commodities agrícolas o petróleo) vale proporcionalmente cada vez menos en relación con lo que Argentina compra (bienes industriales y de capital con mucho valor trabajo y tecnología incorporada). Por ejemplo, para comprar computadoras hacen falta, tendencialmente, cada vez más toneladas de granos o barriles de crudo. Esto beneficia a los países con un perfil exportador industrial y perjudica a los países que, como Argentina, cargan con el típico estigma del subdesarrollo: el hecho de que el 75% de sus exportaciones estén basadas en tres o cuatro rubros primarios (agro, minería). El reciente “boom” de los precios de la soja –que, dicho sea de paso, se desinflaron aceleradamente en los últimos meses– sólo opera como un aliciente momentáneo, pero la tendencia general a largo plazo es siempre hacia el “deterioro del intercambio” a favor de los países con un capitalismo industrial desarrollado.

Ni hablar del lugar que ocupa políticamente Argentina en el mundo. Por ejemplo, al menos Brasil se aseguró una contraprestación al reconocimiento de China como economía de mercado: el apoyo de China a Brasil para que ocupe un lugar permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Por supuesto, desde el punto de vista socialista revolucionario eso no tiene ningún valor, pero es un indicador de que la burguesía brasileña es mucho más ambiciosa y autoafirmada como clase, con un  proyecto más serio de inserción económica y geopolítica en el capitalismo global.

Un fantasma recorre a la burguesía industrial: los paraguas de Taiwán

El acuerdo con China se inscribe en el marco de reforzar, no de cambiar, el modelo de economía primarizada e industrialmente subdesarrollada. Por dar un dato, el 80% de las ventas a China consiste en embarques de soja. Por más que se firme que se busca subir las exportaciones a China en U$S 4000 millones en cinco años, no aparece por ningún lado el sector productivo que va a hacer punta. Casi todos los sectores que se pretende hacer ver como beneficiados por el convenio son de lo que se llama la actividad primaria: agro y minería.

Tan poco tiene que ver el acuerdo con algún proyecto de desarrollo industrial que la única mención de la industria argentina fue estrictamente defensiva: no se busca su expansión, sino tratar de evitar que sea aplastada. Vale la pena deternerse en este problema, porque demuestra hasta qué punto el parloteo oficialista sobre el “modelo de desarrollo” y sobre la mítica “burguesía nacional” (caballito de batalla permanente de los discursos de Kirchner) pertenecen al reino de la más prístina fantasía.

Todos los analistas estiman que el fin del cuento chino dará como saldo un sector ganador (agro y turismo) y otro claramente perdedor (la industria). La UIA y otras entidades pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron de que el gobierno abre las puertas a la entrada de productos industriales chinos. Es imposible para los capitalistas argentinos competir con ellos, porque la industria china trabaja a escala (es decir, en enormes volúmenes de producción) y, sobre todo, con salarios ridículamente bajos para los estándares internacionales (30-40 centavos de dólar la hora). Tanto fue el revuelo que se armó que Kirchner salió a hablar de una cláusula secreta de protección a la industria durante cuatro años.

La pregunta es: ¿y después de esos cuatro años, qué? Porque no es de suponer que en ese lapso nuestros pujantes y emprendedores capitalistas reconviertan sus industrias con la última tecnología e incrementen la productividad y calidad del trabajo (aunque sí cabe esperar que intenten bajar los salarios hasta el nivel chino; para eso nuestra burguesía despliega todos sus talentos). Por otra parte, los productos chinos igual van a entrar vía el Mercosur, porque China cerró trato también con Brasil y con Chile. Un sudor frío recorre a los industriales argentinos cuando piensan en la apertura económica de Martínez de Hoz (1976-1980) y, más recientemente, la década menemista, períodos de retroceso absoluto para la industria.

Después de mí, el diluvio

En un sentido, Kirchner está reeditando el mismo comportamiento irresponsable de su supuesto archienemigo, el menemismo. Menem-Cavallo rifaron el patrimonio público y montaron un “modelo” basado en el endeudamiento permanente y en vivir de prestado hasta que explotara la bomba de la convertibilidad; mientras tanto, gozaron de los beneficios políticos de financiar el consumo de la clase media.

En otro contexto, Kirchner prepara una estafa parecida. Como ya hemos señalado muchas veces en estas páginas, el perfil estructural de la Argentina de los próximos años, en lo que depende de la clase capitalista argentina y el gobierno, está claramente definido. Se trata de un país socialmente partido, con la mitad de la población sumida en la pobreza y un desempleo real con un piso del 20%. Un país en el que determinadas regiones y sectores sociales, aquellas vinculadas al mercado mundial, pueden llegar a disfrutar de las maravillas de la globalización, mientras que al resto, la mayoría, le espera un mercado laboral precarizado y con salarios promedio por debajo de la línea de pobreza. En cuanto a desocupados e indigentes, estarán a cargo de la asistencia social de un Estado comprometido con el ajuste permanente en beneficio de nuevos y mayores pagos del servicio de deuda tras la salida del default.

Por una cierta combinación de circunstancias –coyuntura financiera mundial, precios de commodities, el interés del imperialismo en no promover una nueva catástrofe político social como la de diciembre de 2001, el reacomodamiento entre los distintos sectores de la burguesía–, Kirchner goza de una relativa estabilidad política y económica. Probablemente estas condiciones continúen a lo largo de 2005 y le permitan anotarse un éxito electoral. Incluso no es totalmente descartable que logre mantener este equilibrio precario por algún tiempo más. Lo que está fuera de cuestión es que el “proyecto Kirchner” –si es que realmente merece ese nombre– signifique un intento de cambio sustancial en el funcionamiento del capitalismo argentino, de su estructura social y de su ubicación en el sistema mundial de estados y la mundialización. El largo plazo de este gobierno es el 2007. Pero está dando pasos, tales como la renegociación de la deuda, que comprometerán los ingresos y los gastos estatales por décadas. El nivel de ajuste comprometido por la propuesta de salida del default es inédito y demuestra que, lejos de ser un “estatista”, Kirchner está condenando a la próxima generación a vivir bajo una penuria social y fiscal permanente. Está en manos de los trabajadores, de sus organizaciones y de su lucha impedir que se consume una nueva trampa, ahora con disfraz “progresista”.

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