Dos proyectos de redistribución
Por Claudio Katz
[1]
Enfoques Alternativos, enero 2005
El significativo contraste entre el
PBI per capita y la distribución del ingreso induce a muchos analistas a
estimar que “el problema de la Argentina no es la pobreza sino la
desigualdad”.
El país ocupa el puesto 34 en el
ranking internacional del desarrollo humano (esperanza de vida,
alfabetización y producto bruto). Esta posición no sólo se ubica a gran
distancia de Ecuador o El Salvador, sino que supera a México (53) y
Brasil (72). Pero la
repartición del ingreso presenta los típicos patrones de polarización
latinoamericana. La distancia entre el 10% más rico y el 10% más pobre
saltó de 12 a 28 veces entre 1974 y 2001 y se mantiene en la actualidad
en 31veces. El demoledor empobrecimiento de la clase media ha colocado a
la Argentina en la cúspide de la inequidad regional.
Frente a estas asimetrías algunos
neoliberales han comenzado a adoptar el mismo discurso distribucionista
que a veces propaga el gobierno.
Pero ambos sectores consideran que el problema es irresoluble en el corto
plazo y esperan que el ingreso se equilibre cuándo afluyan las
inversiones. Olvidan que esa misma creencia se difundió durante la década
pasada y que el crecimiento no “derramó” puestos de trabajo, ni
mejoras salariales.
Desde hace varios años la CTA
propone recurrir a una redistribución del ingreso. Defendieron
abiertamente este proyecto durante el menemismo y la Alianza, pero ahora
muchos piensan que Kirchner está reduciendo la desigualdad social.
No pueden corroborar esta afirmación con ningún dato, porque el reparto
no cambió con el agrandamiento de la torta generado por la reactivación.
Es evidente que la brecha distributiva se mantiene invariable y no se
achicará con mejoras irrisorias del salario mínimo o minúsculas
asignaciones a jubilados y desempleados.
Otros líderes de la CTA reconocen
que la redistribución constituye una asignatura totalmente pendiente.
Reclaman que comience la erradicación de la pobreza utilizando el gran
excedente que Lavagna atesora para pagar la deuda externa. Plantean fijar
el salario mínimo en la canasta básica total (730 pesos), elevar las
jubilaciones (eliminando a las AFJP), otorgar una asignación universal de
110 pesos a los jóvenes y un seguro de 500 pesos a los jefes de hogares
desocupados. Estiman que el costo de esta iniciativa equivaldría al 5%
del PBI.
¿Es viable este programa?
Demanda y
beneficios
El proyecto se inspira en una
concepción keynesiana que atribuye la regresión del ingreso a la
contracción de la demanda. Por eso supone que la recuperación del poder
adquisitivo corregirá el retroceso distributivo y también estima que
reorientando con políticas públicas el consumo total se podría
erradicar tanto la indigencia como la pobreza. El documento considera que
esta transformación se podría financiar con el excedente del superávit
fiscal hasta que una reforma fiscal progresiva permita gestar el “círculo
virtuoso” de crecimiento, consumo e inversión.
Pero esta visión independiza por
completo la demanda del beneficio. Olvida que bajo el capitalismo el
aumento del consumo solo apuntala efectivamente un ciclo de reactivación
cuándo facilita el incremento de la ganancia. El ensanchamiento de la
demanda no garantiza la prosperidad porque la acumulación no es un
proceso espontáneo. Por la misma razón que el ahorro no se transforma
automáticamente en inversión, que el crecimiento no genera directamente
empleo y que las exportaciones no impulsan instantáneamente la
productividad, la recuperación del consumo no asegura la expansión. Todo
depende de su impacto sobre la rentabilidad, que los empresarios evalúan
comparando los costos con las ventas.
Un modelo redistributivo sostenido
en la acción estatal podría prescindir de esta gravitación del
beneficio. Pero el esquema de la CTA apunta a influir sobre la conducta de
los patrones y por eso sorprende que omita estimar la eventual reacción
de los capitalistas, dando por sentado que acompañarán el ensayo
keynesiano.
Olvidan que ese modelo se
desenvolvió en ciertas condiciones (la reconstrucción de posguerra), en
algunos países (Estados Unidos y Europa Occidental) y durante lapsos
limitados (hasta la reacción neoliberal). Es cierto que la Argentina fue
una de las pocas naciones periféricas que participaron de esa
experiencia. ¿Pero existen actualmente condiciones económico-sociales
para recrearla? La respuesta afirmativa minimiza el impacto de las
transformaciones registradas en la clase dominante durante las últimas décadas.
Posibilidades y probabilidades
Estos cambios conspiran contra la
implementación de un programa capitalista de redistribución, porque un
sector relevante de la burguesía se ha transnacionalizado y tiene poco
interés en impulsar “modelos hacia adentro”. Aunque sus negocios
prosperan con la expansión del consumo han autonomizado parte de su
actividad de los vaivenes económicos nacionales. Esta independencia es
proporcional al monto de los capitales que han desplazado hacia exterior.
En segundo término, la
reprimarización ha potenciado la gravitación del lobby exportador en
desmedro de los industriales dependientes del mercado doméstico. En un
escenario de redistribución ese influyente grupo enfrentaría mayores
costos sin mejorar sus ventas.
En tercer lugar, los capitalistas
argentinos se han acostumbrado a recibir subsidios y evadir impuestos.
Este hábito reforzaría su resistencia a financiar la recomposición del
consumo masivo. Además, los grandes grupos son acreedores del estado y
partidarios de restringir los gastos públicos que afecten su cobranza de
la deuda. Aceptan recibir subvenciones, pero no expandir el presupuesto
con destino social.
¿Podría un shock redistributivo
cambiar este modelo de exportaciones primarizadas, baja inversión y
consumo segmentado ? La actual configuración de las clases dominantes
reduce drásticamente esa posibilidad.
Experiencias e ingenuidades
Reconociendo estas dificultades
algunos compañeros apuestan a imponer la redistribución a través de la
lucha. Saben que ninguna conquista social se obtuvo por la buena voluntad
de los capitalistas. Pero en esta alternativa hay que tomar en cuenta la
resistencia patronal, que es ignorada por el escenario keynesiano que
avizora la CTA. La expectativa de acompañamiento empresario olvida que
traspasado cierto límite los poderosos reaccionan en defensa de sus
privilegios.
La magnitud de esa respuesta
depende de muchas circunstancias, pero ningún programa consecuente de
redistribución podría soslayar esa confrontación. Cómo la clase
dominante argentina está habituada a los cataclismos económicos sabe
proteger sus fortunas recurriendo a la “opinión de los mercados”. Es
una ilusión apostar a su pasividad frente a una reforma social.
Los dueños del poder recurrirían
a la corrida bancaria, al desplome bursátil, a la salida de divisas, al
descontrol de precios o al desabastecimiento de productos básicos para
bloquear cualquier iniciativa que afectara significativamente sus
ganancias. Quiénes omiten esta previsión también soslayan propuestas
para defender en esas circunstancias el shock redistributivo. ¿Cómo se
neutralizaría la escalada del dólar y los precios, el vaciamiento del
sistema financiero o los despidos masivos?
Para responder a estas preguntas
hay que dejar de lado las creencias en el capitalismo humano y solidario
que emergería del impulso keynesiano y observar la contundente negativa
que manifiestan los capitalistas a la hora de resignar parte de sus
ganancias. Una ejemplo ha sido el reciente rechazo al pedido presidencial
de “compartir beneficios”. Kirchner no es el primer
presidente que corrobora cómo los “empresarios responden con el
bolsillo a los llamados del corazón”.
Inconsistencias y contradicciones
Cualquier programa redistributivo
enfrenta el obstáculo de la fragmentación social. Cómo la población
laboriosa se encuentra muy segmentada, la recomposición del poder
adquisitivo debería actuar sobre diversos subgrupos. La CTA toma en
cuenta esta división al distinguir cinco categorías: asalariados
privados formales (20,9 %), informales (19,1%), públicos (13,9%),
cuentapropistas (18,8%) y desocupados (21%).
Para incidir sobre este conjunto
heterogéneo y diferenciado el proyecto de la central sindical propone
tres caminos: otorgar una asignación a todos los jóvenes, concentrar el
grueso del seguro estatal en los desempleados y fijar el salario mínimo
en la canasta básica total. Sin embargo, solo cuantifica el costo de las
dos primeras medidas y no explica cómo se financiaría la redistribución
entre la población ocupada.
El punto más oscuro es la
recomposición salarial de quiénes cobran menos de 730 pesos. Si el
auxilio estatal se concentra exclusivamente en los parados (21% de la
población) y la pobreza afecta al doble de la población (44,3%), un
enorme sector laboral quedaría trabajando con sueldos inferiores a la
canasta básica total.
El grueso de este segmento se
desempeña en la órbita informal y el proyecto supone que una vez
concretado el arranque del consumo, todos los sueldos se elevarán hasta
el piso del nuevo salario mínimo. Pero este resultado depende de la
disposición patronal a conceder la mejora. Si este incremento no se
efectiviza se crearía una insólita situación de desempleados liberados
de la pobreza y ocupados con sueldos de pobreza.
Se podría imaginar que los
empresarios elevarán el promedio de sueldos de la franja informal (385
pesos) para retener a sus empleados (que acogiéndose al seguro estatal
abandonarían sus puestos de trabajo). Pero ningún patrón mejoraría los
salarios por encima de la cobertura básica, si no avizora que sus
beneficios aumentarán junto al ascenso de la demanda. La CTA considera
que este último escenario está garantizado. Por eso evita analizar que
ocurría con los pequeños empresarios o comerciantes que no puedan
solventar el nuevo salario mínimo.
La convicción en el efecto
multiplicador del shock es tan fuerte que el documento tampoco considera
medidas para asegurar que los cuentapropistas no profesionales eleven sus
ingresos (461 pesos en promedio) por encima de la cobertura otorgada a los
desempleados.
Pero el problema más significativo se verifica en el plano de
los empleados públicos. En este sector la media salarial (728 pesos) se
aproxima al salario mínimo y para evitar una igualación hacia abajo sería
indispensable un aumento generalizado en el debut de la redistribución,
que no podría ser inferior a la pérdida soportada desde la devaluación.
Tomando toma en cuenta esa mejora
la erogación requerida será muy superior al 5% del PBI. Si se espera
posponer el aumento hasta mejorar la recaudación la financiación inicial
del shock terminaría recayendo sobre un segmento de los asalariados. Esa
situación sería insostenible por dos razones: la demanda no repuntaría
significativamente si sólo los desempleados mejoran su poder de compra y
el campo popular quedaría fracturado entre “excluidos” beneficiados
por el shock e “incluidos” afectados por esa iniciativa.
Prioridades y secuencias
Un proyecto redistributivo
consecuente debería apoyarse en dos pilares: total independencia de la
respuesta inversora de los capitalistas y alta adhesión de los
trabajadores y desocupados. El primer requisito exige desconectar el
aumento del poder adquisitivo del beneplácito empresario y el segundo
supone que las mejoras sean equivalentes para los diversos sectores
populares. En ese esquema el shock debería ser financiado con recursos públicos
sin quedar atado al acompañamiento patronal.
El punto de partida sería la
universalización de la canasta alimenticia, es decir 350 pesos de
cobertura básica para toda la población. Esta medida fijaría un nuevo
piso a los actuales planes de jefes de familia, ampliando su número a
todos los desempleados. El gobierno se enorgullece de haber reducido esta
cobertura en 287.790 casos, cuándo la asignación debería extenderse
inmediatamente a un millón adicional de personas[9]
El otorgamiento de un seguro de 110
pesos por escolaridad para todos los jóvenes sin excepción constituiría
el segundo aspecto de esta universalización. Las asignaciones familiares
destinadas a este sostén continúan siendo irrisorias y abarcan a una
limitada porción de los asalariados formales.
En tercer lugar, un aumento
salarial del 30% a los empleados públicos debería contemplarse en la
financiación inicial del shock. El mismo porcentual de incremento debería
regir en el sector privado formal, pero en este caso los propios
empresarios tendrían que absorber la mejora, porque han lucrado con la drástica
reducción de los costos salariales mientras la productividad aumentó un
40% entre 1995 y 2003.
Asegurar la vigencia del piso de
750 pesos en el sector informal constituye un cuarto problema. El shock es
pura fantasía si se ignoran las dificultades existentes para garantizar
la extensión del aumento a este segmento. Cómo aquí se concentra el
grueso del trabajo precarizado que se ha expandido con la reactivación
caben dos posibilidades: mecanismos de financiación a la pequeña y
mediana empresa a cambio de la regularización impositiva y blanqueo de
los empleados o cierta cobertura estatal directa a los trabajadores.
Finalmente el incremento de las
jubilaciones y pensiones se solventaría con los propios fondos que el
estado recuperaría con la derogación del sistema previsional privado. La
concatenación de estas medidas permitirían sustraer la dinámica
redistributiva de la respuesta de los capitalistas y avanzar efectivamente
hacia el establecimiento de un salario equivalente al costo de la canasta
familiar (1416 pesos).
Otra estrategia
Todas las conquistas salariales que
han comenzado a lograrse a partir del contundencia resurgimiento de la
acción sindical favorecen un curso de redistribución. Pero el inicio
efectivo de ese proceso presupone dos logros básicos: cobertura universal
de los desocupados y aumentos salariales generalizados.
Ambas medidas involucran un gasto público
significativo, requerirían utilizar todo el superávit fiscal y contar
con los recursos surgidos de la suspensión del pago de la deuda. La
redistribución es incompatible con la transferencia de divisas a los
banqueros y con los compromisos que asume el gobierno para sostener los
bonos posdefault.
La CTA sugiere la posibilidad de
conciliar los pagos a los acreedores con la recomposición de los ingresos
populares, cuándo es evidente la incompatibilidad de ambos objetivos. Por
eso adapta su reclamo al sobrante del superávit fiscal ignorando la
necesidad de utilizar todo ese excedente.
Los fondos disponibles para iniciar
el shock se acumulan en la Tesorería. Sin manejar ese dinero la
redistribución es una propuesta hueca. Ninguna reforma fiscal progresiva
suplanta la necesidad de poner fin a la hemorragia de la deuda. No hay que
olvidar, además, que si los nuevos ingresos fiscales son destinados a
cumplir con los banqueros el poder adquisitivo popular continuará
deprimido.
Las medidas redistributivas
contribuirían a revertir la regresión social pero no resolverían el
problema de la desocupación, porque la recuperación de la demanda no
asegura el pleno empleo. En las condiciones actuales la creación de
trabajo genuino debería surgir de la obra pública y la reducción de la
jornada laboral sin afectar el salario. La contrapartida de las
transformaciones redistributivas en la esfera de la producción tendría
que ser afín al proyecto de “trabajar menos para que trabajen todos”.
Si la clase dominante responde a un curso
redistributivo con corridas cambiarias, fugas de divisas o sabotajes
inflacionarios resultaría indispensable la adopción de tres medidas:
nacionalización del sistema financiero, control de cambios y supervisión
popular de los precios. Pero estas iniciativas tenderían a chocar con la
vigencia de un sistema basado en la competencia por la explotación.
Discutir la redistribución del ingreso permite diseñar caminos para
recuperar lo que nos han quitado. Pero otro régimen social es necesario
para conquistar la igualdad y la justicia.
22-11-04
Notas:
[1]
Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del
EDI (Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz.
[2]Se
estima que la mitad de los pobres perteneció a la clase media. “La
nueva pobreza” (Clarín, 31-10-04). Los distintos datos pueden
consultarse en: “El reparto de los ingresos llegó a su peor nivel
en 30 años” (Clarín, 28-6-04). “La Argentina, uno de los países
de mayor desarrollo humano” (La Nación, 20-8-04)
[3]“Los
países de ingresos medias entre los cuales está Uruguay, Argentina y
Chile..la forma más eficiente de combatir la pobreza es combinando
mayor crecimiento con una redistribución del ingreso”. (Guillermo
Perrry, economista en Jefe del Banco Mundial, Página 12, 12-7-04).
[4]Especialmente
la corriente que lidera Luis D´Elía.
[5]Particularmente
el sector que encabeza Claudio Lozano.
[6]“Salarios
e ingresos en la Argentina contemporánea: el debate sobre la
distribución del ingreso”. Posición de la CTA ante la Comisión
Salarial del Consejo del Empleo, la Productividad y el Salario Mínimo,
Vital y Móvil (Buenos Aires, agosto de 2004).
[7]Las
respuestas de los grandes capitalistas fue contundente: “La
rentabilidad de la empresa es la prioridad, aunque suene políticamente
incorrecto”... “No puede ser que el empresario que gana plata y
tiene éxito se esconda”.(Clarín, 10-10-04).
[8]Esa
frase fue emitida por un ministro de Alfonsín (Juan Carlos Pugliese)
cuándo pidió la colaboración de los empresarios para afrontar una
dura crisis económica.
[9]La
iglesia propone anular este régimen
y reducir la asignación hasta cubrir solo a los indigentes.
Este proyecto de extensión de la miseria converge con las demandas
del Banco Mundial y apunta a garantizar que un manejo clientelar de
los planes bajo custodia de la jerarquía eclesiástica.
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