La
inflación del modelo
Por
Claudio Katz [1],
17/04/05
El
rebrote actual de la inflación es consecuencia del propio modelo
exportador que impulsa el gobierno. En condiciones de alta concentración
oligopólica y continuada desindustrialización, este esquema amenaza
la continuidad del crecimiento y agrava el empobrecimiento.
Algunos
funcionarios minimizan el problema recordando que un aumento de los
precios del 8 al 15% anual es irrelevante en comparación a la carestía
de los años 80 o a la hiperinflación de los 90. Pero en la
actualidad, cada punto de inflación sin compensación salarial agrega
125.000 nuevos pobres a un infierno de miseria que no existía en esa
época.
El
incremento promedio del 4% de los precios minoristas durante el primer
trimestre incluyó una suba del 5,9% de la canasta de alimentos, que
afecta directamente a los desamparados. Si el repunte inflacionario no
tiene contrapesos en aumentos de sueldos y subvenciones a los
desempleados, medio millón de pobres se agregarán al 40% de la
población que no cubre sus necesidades básicas. Existe un segmento
fronterizo de 9% de cuasipobres que recaerá en la miseria si persiste
la carestía.
La
inflación tiene numerosas raíces en un país con precios históricamente
tan descontrolados. Pero el resurgimiento actual no obedece a las
distintas hipótesis que manejan los funcionarios del gobierno.
El
fantasma de los salarios
Lavagna
ha retomado el viejo diagnóstico patronal de la inflación por
salarios para culpabilizar a los trabajadores por la carestía. Por
eso intenta eliminar los aumentos por decreto y quiere condicionar la
recuperación de los sueldos a incrementos de la productividad,
negociados con cada sector empresario. Presenta este mensaje como un
acto de protección hacia los pobres, recordando que “en la carrera
contra los precios siempre pierden los salarios”. Pero no menciona
que los capitalistas necesitan el auxilio de sus ministros para ganar
este puja.
Si
la inflación dependiera del salario, el derrumbe actual de los
sueldos debería mantener planchado a los precios. Son los
capitalistas y no los trabajadores quiénes manejan esta variable,
introduciendo remarcaciones frente a una suba de los sueldos. Avalar
este traslado como una reacción natural presupone asumir la visión
de los empresarios, porque el salario constituye un costo sólo para
ellos. Para los trabajadores es un ingreso que disminuye en términos
reales cuándo hay inflación.
Atribuir
en la actualidad la inflación al costo salarial es completamente
absurdo, porque esta variable se ubica en un 20 o 30% por debajo del
nivel vigente antes de la devaluación. Los capitalistas han logrado
un ahorro que solo difiere según la rama, el destino de los bienes y
la productividad de cada firma. Todos los empresarios lucran con el
retroceso de los salarios reales que en promedio se ubican un 13% por
debajo de diciembre del 2001. Esta pérdida es menor entre los
trabajadores del sector privado formal, pero se eleva al 28 % entre
los empleados públicos y al 26% entre los informales.
Por
su parte Kirchner se orienta a aceptar un “nivel moderado de inflación”,
como si esta perspectiva fuera indolora. Una carestía perdurable sería
particularmente dramática para los desocupados y la mitad de la
población asalariada que se encuentra contratada en empleos de
pobreza. Para ellos cualquier suba de precios significa enfermedad,
desnutrición y embrutecimiento.
El
freno de la demanda
Otros
funcionarios como Redrado diagnostican que la inflación resurgió
porque en los últimos meses el consumo crece por encima de la inversión.
Pero un repunte de este tipo debería ser transitorio y quedar acotado
a los productos adquiridos por los sectores altos ingresos. Explicaría
los aumentos de ciertos servicios, pero no la suba generalizada que en
el último año afectó al 96% de las mercancías.
En
el contexto de ingresos polarizados que caracteriza a la Argentina es
falso sugerir que la demanda global infla los precios. Con la
reactivación de los últimos años la torta se agrandó en comparación
al desplome precedentes, pero también se ampliaron las porciones que
deglute la minoría. La brecha entre el 10 % más rico y más pobre
pasó de 24,25 veces (mayo 2003) a 27,81 veces (diciembre 2003) y
luego a 28,94 veces (mayo 2004). Los privilegiados recobraron su nivel
de hiperconsumo, pero la mitad del país carga con la cruz del
subconsumo.
Los
economistas más ortodoxos del gobierno que temen el recalentamiento
de la demanda intentarán ajustar el torniquete monetario (subejecución
del gasto, recorte de la emisión, incremento de tasas de interés),
mientras refuerzan el apretón fiscal sobre la clase media.
Pero
estas medidas tienen limitada efectividad en el marco de inédita
austeridad que impuso Kirchner. Cualquier sugerencia monetarista de
inflación por emisión es un despiste completo en la actualidad. Con
el gasto estatal en un piso sin precedentes, la impresión de billetes
no amplifica la escalada de los precios. Lo que reina es el dogma del
superávit fiscal y el circulante se mantiene contraído por la baja
monetización que legó el colapso bancario.
Concertaciones
fallidas
Otro
sector del gobierno más cercano al presidente considera que la
inflación se origina en las remarcaciones que disponen las 200
empresas formadoras de precios. Por eso los funcionarios intentaron
negociar un acuerdo para frenar la escalada, pero sin lograr ningún
resultado. Ahora discuten con las mismas empresas el lanzamiento de
una “canasta social” de alimentos básicos. Nadie sabe porqué
funcionaría esta segunda variante luego del fracaso de la primera
concertación. La nueva canasta permitiría disimular los aumentos ya
aplicados y seguramente incluirá bienes de baja de calidad. Podría
además servirle a Lavagna -siempre irritado con los guarismos del
Indec- para construir alguna estadística paralela.
Para
actuar efectivamente sobre los formadores de precios habría que
utilizar ante todo las leyes de abastecimiento y emergencia que fueron
sancionadas en épocas de alta inflación y que contemplan multas,
clausuras y decomisos de mercaderías. Pero el presidente ni siquiera
menciona esta posibilidad porque acepta de antemano el chantaje del
desabastecimiento. Mientras por un lado recurre a una negociación
heterodoxa con las cúpulas empresarias, por otra parte exalta la
vigencia neoliberal de los precios libres.
En
medio de tantas idas y vueltas, Kirchner presentó la anulación de
una suba de combustibles como un éxito de su campaña contra los
abusadores. Pero en realidad ese incremento fue eliminado cuándo
apareció una concesión oficial a las petroleras (importar gas oil
sin impuestos). Además, la rebaja es completamente irrelevante en
comparación a la renta que obtienen las compañías por la diferencia
entre costos y precio de venta locales de los combustibles.
Después
de ese episodio el presidente igualmente tiende a sustituir el
escrache individual de los remarcadores por un vago llamado a
“comprarle a los que no aumenten”. Convoca a los consumidores a
hacer lo obvio, imaginando que al cabo de una jornada laboral
agotadora la población dispone de tiempo y energías para comparar
las cotizaciones de cada comercio. Dada la concentración oligopólica
de muchos precios esa recorrida resultará bastante inútil. La
soberanía del consumidor es un mito particularmente absurdo en los
sectores controlados por dos o tres empresas, como lácteos, gaseosas,
cigarrillos, envases, cemento o higiene.
Es
indudable que la inflación actual contiene un fuerte componente de
inducción oligopólica, especialmente en combustibles y alimentos.
Para preservar su rentabilidad cercana al 30% anual -que supera al
mejor momento de la convertibilidad- las grandes compañías ajustan
precios ante cualquier asomo de mayores costos.
Un
ingrediente central de este impulso son los aumentos de tarifas que ya
dispuso el gobierno, como por ejemplo la suba del 53% de la energía
eléctrica mayorista desde enero del 2004. Qué los futuros
incrementos excluyan o no a los usuarios particulares no será muy
relevante. Basta que afecte a los industriales o comerciantes para que
lo sufran todos los consumidores.
La
inflación actual que plasman los formadores de precios se encuentra
igualmente contrapesada por la competencia que opone a los propios
monopolios. Lo que gravita más sobre la escalada de precios son las
tensiones que emergen del propio modelo.
Las
exportaciones y la deuda
El
principal motor de la inflación actual –en un contexto de
competencia monopólica- es el modelo exportador de bajos salarios.
Este esquema reaviva el viejo mecanismo de adaptación de los precios
internos al ascenso de las cotizaciones (o el volumen) de las
agroexportaciones. Cómo el empresario puede colocar el mismo producto
fuera del país -obteniendo mayor lucro- traslada ese adicional al
mercado local.
Este
alineamiento –que históricamente socavó la estabilidad de los
precios en la Argentina- opera con plenitud desde la devaluación. Por
eso en los últimos tres años la carne subió entre 113% y 150% y el
aceite de maíz trepó 339%. Para contrarrestar este desestabilizador
encarecimiento se aplican las retenciones. Pero con presiones, fraudes
fiscales y prédicas neoliberales, las grandes empresas han logrado
atenuar la incidencia de este impuesto.
La
carestía actual es un efecto demorado de la devaluación. La baja
traslación a los precios que siguió al fin de la convertibilidad (y
que tanto enorgullece a Lavagna) se está diluyendo. La brecha entre
la devaluación (200%) y el aumento de los precios mayoristas (100%) y
minoristas (55%) tiende a cerrarse con la reactivación que sucedió
al colapso deflacionario de 1998-2001.
El
propio gobierno apuntala la inflación por exportaciones al sostener
la cotización del dólar. Busca evitar la revaluación del peso, que
deriva del reingreso de capitales y de las expectativas en nuevos
negocios. Cómo, además, el dólar tiende a devaluarse a escala
internacional, el costo de este sostenimiento es cada vez mayor. Si la
compra oficial de divisas cruza cierto límite el impacto sobre los
precios será más significativo.
Pero
el gobierno debe convivir con este escenario, porque depende del cobro
de las retenciones para mantener el superávit fiscal que destina al
pago de la deuda. No puede rehuir las derivaciones inflacionarias que
tanto fastidian al presidente. El canje de los títulos ha introducido
otro factor autónomo de inflación, al dejar nominado en pesos
indexables la mitad del nuevo pasivo. Por cada punto de incremento de
los pecios la deuda trepa 1500 millones de pesos. Este tipo de
desembolsos se financiaron en el pasado con emisión y alimentaron el
círculo vicioso de endeudamiento inflacionario.
El
ahogo estructural
La
inflación actual también proviene en cierta medida de la baja oferta
industrial. Este determinante estructural sobrevuela el esquema actual
de crecimiento con reducida inversión. Aunque la producción
industrial ya recuperó el nivel de 1998, la inversión se mantiene un
20% por debajo de ese año y sólo en el 2004 retomó un signo
positivo. Por efecto de la depresión y el default, los aportes de
capital externo para proyectos productivos de largo plazo no repuntan
y los capitalistas locales destinan por ahora el grueso de sus fondos
a especular con inmuebles, acciones y bonos.
La
inflación estructural actual es consecuencia de una primarización
acumulativa. El extendido cementerio fabril continúa pesando sobre el
conjunto de la economía. La recuperación solo eliminó la capacidad
ociosa de las plantas ya existentes, pero no revierte el completo
abandono de la gran producción (locomotoras, motocompresoras).
Incluso la elaboración local de bienes muy elementales (biromes, bujías,
tubos fluorescentes o cepillos de dientes) continúa postergada. Por
eso solo un tercio de la escasa inversión se destina bienes de
capital, mientras los acuerdos de comercio exterior con Brasil o China
convalidan la demolición industrial. El país ha quedado convertido
en un proveedor excluyente de materias primas.
La
ausencia de inversión pública por la prioridad del superávit fiscal
refuerza la desindustrialización y la consiguiente inflación
estructural. Cómo ocurrió en los 90 el gobierno apuesta todas sus
fichas al resurgimiento de la inversión privada. Pero mientras espera
se agrava un estrangulamiento de la oferta, que en algunos sectores
como la energía ya conspiran contra la continuidad de la reactivación.
Contradicciones
y alternativas
El
gobierno está atrapado por los efectos de la inflación que motoriza
su propio modelo. Desearía eliminarla, pero no puede taladrar los
cimientos de su obra. La inflación ha sido imprevista, pero no es
ajena al curso elegido desde la devaluación. Nadie puede en este caso
achacarle culpas a la convertibilidad o a la herencia menemista.
Los
economistas del “Plan Fénix” sostienen que una “inflación
tolerable” resultaría beneficiosa si permite evitar el enfriamiento
de la economía. Pero se olvidan de agregar que esta conveniencia
excluye a todos los trabajadores, desempleados e integrantes de la
clase media. Promueven el sostenimiento del dólar alto con el mismo
entusiasmo que auspiciaron la devaluación. Como se compatibiliza este
“tipo de cambio real competitivo” con la redistribución del
ingreso -que también promueven- es un misterio insondable.
El
gobierno difunde el temor a la inflación para rechazar las demandas
salariales y restaurar un clima de emergencia, que no se condice con
los índices de crecimiento, ni con las enormes ganancias empresarias.
Recurre al auxilio de la burocracia sindical para contrarrestar los
reclamos de los asalariados y afirma que no hay espacio para
reconquistar inmediatamente los derechos arrebatados a los
trabajadores.
Pero
la inflación no es un mal inexorable, ni se elimina con nuevos
ajustes. Existen alternativas no contractivas, ni empobrecedoras de
política antiinflacionaria. Aplicando las leyes que están vigentes
se podría sancionar a los responsables de la carestía, recurriendo a
la movilización popular si aparece el desabastecimiento. Congelar
primero y revisar después todas las tarifas permitiría anular un
factor de incentivo directo del ascenso de los precios.
Pero
cortar las raíces del impulso inflacionario exige además revertir la
prioridad asignada a las exportaciones en desmedro del consumo
popular. El punto de partida es desvincular los precios locales de sus
cotizaciones internacionales y para ese fin las retenciones son
insuficientes por su limitada eficacia en la regulación de los
precios. Aquí se requiere la intervención estatal directa para la
fijación de ciertos precios estratégicos en función de los costos
internos, especialmente en el área de los combustibles.
Como
la inflación no se origina en el aumento del consumo masivo es
completamente contraproducente enfriar la demanda popular. Un modelo
antiinflacionario debería actuar en dirección opuesta, incentivando
la recomposición del poder adquisitivo y aumentando simultáneamente
la provisión de los productos prioritarios. La inflación estructural
se corrige reindustrializando con el sostén de la inversión pública.
Pero
esta política de obra pública y aumento de salarios es incompatible
con el pago de la deuda. Esta hipoteca es el gran obstáculo para
implementar medidas de protección del bolsillo popular. El
fraudulento pasivo apuntala el modelo exportador, ahoga el gasto
social e impide actuar contra el rebrote de los precios. Después del
canje apareció la inflación, para recordar que los efectos de la
deuda no desaparecieron con el fin del default.
[1].-
Economista, profesor de la Universidad de Buenos Aires, investigador del Conicet.
Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz
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