Verdades
ocultas sobre el “milagro económico” kirchnerista
Por
Marcelo Yunes
Socialismo
o Barbarie, periódico, 25/02/06
En
las últimas semanas, Kirchner y la prensa adicta se han dedicado a
propalar “buenas noticias”, que mostrarían a la Argentina casi
como entrando en el mejor de los mundos posibles. “Baja la
desocupación, baja la pobreza, crecimos un 9% en 2005, aumenta la
inversión crece el gasto público, no nos para nadie”, repiten una
y otra vez desde el funcionario más mediocre hasta el Presidente.
Se
esgrimen cifras récord, se derraman ríos de optimismo, hasta se
habla, sin que nadie se ponga colorado, del “milagro de la
recuperación argentina” que sería admirado y puesto como ejemplo
en todo el mundo. (Digamos de paso que esto último no prueba nada, ya
que también Menem en su momento fue ponderado como artífice de la
“modernización” y la “entrada al Primer Mundo. Parece que en el
extranjero está de moda la compra de buzones.)
La
realidad es otra. No porque las cifras sean falsas –el método de
cuestionar los datos del INDEC se lo dejamos a Kirchner–, sino
porque la trampa está en que se presentan como porcentajes globales,
para todo el país. Y eso esconde las profundas diferencias
sociales que, si se tienen en cuenta, muestran que la
“prosperidad” no es para el conjunto.
Es
engañoso decir “el país está mejor”. “El país” tiene clases
sociales y sectores de clase, y no a todos “les va mejor”.
Intentaremos exponer esa realidad con más detalle.
Crecimiento
récord... y desigualdad récord
Como
para escupirle el asado al gobierno, pocos días después de anunciar
que el Producto Bruto había aumentado un 9,1%, se supo que ese
crecimiento se reparte muy mal. De hecho, la Argentina nunca fue tan
desigual como ahora en su reparto del ingreso, ni siquiera en el pozo
de la crisis post devaluación.
Los
datos meten miedo. La diferencia entre el 10% más rico de la población
y el 10% más pobre es mayor que nunca: los ricos ganan 31 veces más
que los pobres. ¿Cómo es posible? Simple: ese 10% rico
aumentó sus ingresos mensuales promedio un 24%, de 2.630 pesos
a 3.268 pesos, mientras que el 10% pobre no aumentó un centavo
sus 106 pesos mensuales respecto de la medición anterior. (Aclaremos
que el INDEC mide los ingresos por hogar, no por persona, lo
que significa que un hogar rico, con un promedio de cuatro
personas, tiene ingresos por más de 12.000 pesos. ¡No vaya a
creerse que un asalariado que gana 3.000 pesos ha pasado a ser
“rico”!)
Si
se mide la población en quintos (fracciones del 20%), tenemos que el
quinto más rico se queda con el 53,6% del ingreso global (antes era
el 51,6%), es decir, ganan más que todo el 80% restante. El
quinto más pobre va barranca abajo: del miserable 4% del ingreso
que le tocaba cayó al 3,5%. Y el 40% de la población de menos
ingresos sólo suma el 11,7% del ingreso. [1]
Dicho
de otro modo: el quinto más rico se lleva más de la mitad de la
“torta”, y el 40% más pobre, apenas la novena parte.
¿Qué
significa esto? Que la economía crece, es verdad, pero el
beneficio se lo queda una minoría privilegiada. Para ser más
preciso, y según el periodista económico Ismael Bermúdez, “los
sectores rentistas, profesionales, patrones y un
sector de los empleados en blanco” (Clarín, 9–2–06).
Salvo una franja minoritaria de asalariados en blanco, la parte del león
del crecimiento se la lleva la clase capitalista y la clase media
alta.
¿Cuál
fue la reacción de Kirchner ante esta realidad? La más fácil:
echarle la culpa a los criterios de medición del INDEC. Lógicamente,
cuando las cifras dan a favor no se cuestiona nada.
Trabajadores
y jubilados pagan el superávit
El
gobierno se llena la boca con el superávit fiscal, pero no dice quién
lo solventa. Los cacareos sobre el “aumento del gasto público
social” son pura sanata. La realidad es el propio Ministerio de
Economía reconoce que el gasto del Estado bajó sustancialmente. En
2004 el gasto público real bajó un 28% respecto de 2001, año
que no se caracteriza precisamente por el despilfarro fiscal de su
ministro de Economía, Cavallo.
Eso
no es todo. Los rubros más afectados por el recorte fueron los más
sensibles para el bienestar popular: Previsión Social bajó un
31%, Educación, un 28%, y Salud, un 24%. En cambio, subió Trabajo
(por los planes sociales) y “servicios económicos”, esencialmente
subsidios al transporte y la energía en manos privadas. Las cifras de
2005 vuelven a dar como gran perdedora al área de Seguridad Social.
Según una consultora, “al ser las jubilaciones uno de los
principales gastos del Estado en cuanto a su monto, su menor
aumento relativo permite financiar mayores aumentos en el resto de las
partidas”.[2] Por supuesto, el rubro número uno del “resto de
las partidas” son los millones para el FMI.
El
calvario de los jubilados no se agota ahí. Si hay una excusa que no
se les puede dar es que no hay plata: la ANSES tiene un superávit
monstruoso, pero la plata que sobra no va a parar a mejorar las
jubilaciones o las prestaciones del PAMI, sino al FMI. Así como se
lee: el 30 de diciembre, días antes del “megapago” al Fondo, la
ANSES ayudó al Estado con nada menos que 2.600 millones de
pesos para terminar de juntar la platita para los usureros
internacionales.
La
otra gran pata del superávit fiscal, además del ajuste real de
gastos, es el aumento de la recaudación impositiva. Y aquí, la
gallina de los huevos de oro para el gobierno son los trabajadores.
En
efecto, según un estudio del subsecretario bonaerense de Ingresos Públicos,
Santiago Montoya, los impuestos que pagan los trabajadores representan
el 50% de la recaudación total.[3] ¿Es esto proporcionado? Para
nada, porque los trabajadores reciben sólo el 24% del ingreso
nacional. Más claro, agua: a la hora de repartir, los asalariados
no llegan a la cuarta parte de la torta; el resto es de los
capitalistas. Pero a la hora de pagar, trabajadores y patrones van
miti y miti. Maravillas de la “redistribución” kirchnerista...
Si
a esto se agrega el escándalo de los asalariados que pagan impuesto a
las “ganancias” –puesto en el candelero por los petroleros de
Santa Cruz– o los departamentos de dos ambientes que pagan impuesto
a la “riqueza”, y se tendrá una idea de lo regresiva que es la
estructura tributaria argentina.
Buscando
la diferenciación en el seno de la clase trabajadora
Como
parte del proceso de estratificación más general de la sociedad, que
trataremos más abajo, se abre paso lentamente una tendencia al
afianzamiento de una diferenciación de ingresos –y, por ende,
en parte también social– entre los trabajadores, lo que en parte ha
sido una estrategia social y política de los gobiernos y la clase
capitalista.
Según
datos del INDEC para el primer semestre de 2005, el ingreso
promedio de los 13,7 millones de ocupados –lo que incluye
cuentapropistas y profesionales– era de 736 pesos mensuales.
Pero dentro de ese universo, el 70% (9,5 millones) ganaba menos de
800 pesos, es decir, no llegaba a cubrir la canasta de pobreza. Y la
mitad del total ganaba menos de 550 pesos.
Si
se tiene en cuenta a los asalariados exclusivamente, se observa que el
sueldo promedio de los que trabajan en blanco en la actividad
privada era 985 pesos. Pero la mitad de los trabajadores
en negro –que son un 47% del total de asalariados– ganaba
menos de 400 pesos, y la mitad de los trabajadores estatales no
llegaba a los 750 pesos. Sólo el 10% del total superaba los 1.500
pesos.[4]
Kirchner,
quien dio vía libre a los contratos basura y la flexibilización de
la Ley Banelco, abrió el camino para que en el plano laboral se refuercen
las tendencias a la conformación de “capas” internas a la clase
trabajadora, que establecen diferenciaciones en primer lugar por
ingreso, pero también por estabilidad, condiciones y seguridad
laboral, aportes a la seguridad social, atención médica e incluso
vivienda, entre otros factores.
Las
grandes categorías divisorias son contrato formal (en blanco) /
informalidad (en negro) y sector público / sector privado, pero hay
divisiones ulteriores por rama de producción y por tamaño y tipo de
empresa (nacional / extranjera, pyme / gran empresa, industria
/servicios, etc.).
Por
ejemplo, una de las actividades que presenciaron mayor reactivación
fue la construcción, y justamente allí se verificó un fuerte
aumento de la informalidad: un 80% de los trabajadores está en negro.
(Irónicamente, del total de proyectos de inversión privada en
vivienda anunciados en 2005, el 83% se destinó a viviendas de lujo,
lo que es una nueva muestra de la estratificación social y la
distribución desigual del ingreso que caracterizan a la economía
kirchnerista.) Algo similar sucede en el sector rural: es por
lejos el mayor generador de buienes exportables y divisas, pero eso no
obsta para que el empleo en negro promedie el 70–75%.
Otro
ejemplo: los asalariados de las 500 mayores empresas del país
perciben una remuneración 4 veces más alta que el promedio, con una
productividad... 6 veces mayor.[5] Sin duda, esta diferenciación
interna existe desde los 90 como mínimo. Lo que es digno de destacar
es, precisamente, que el “crecimiento récord”, lejos de
contribuir a revertir esta tendencia, lo que hace es profundizarla.
La
diferencia establecida entre trabajo formal e informal va mucho más
allá del nivel de ingreso, como ya dijimos. Esto llega a tal punto
que incluso la demanda laboral y, por consiguiente, la tasa de
desocupación, se separan cada vez más para uno y otro sector. Según
la Sociedad de Estudios Laborales, que orienta Ernesto Kritz, la tasa
de desocupación se concentra cada vez más en el sector en negro, en
tanto que hay “una situación de cuasi–pleno empleo en el
sector formal” (Clarín, 12–1–06).
Más
allá de que esto último resulta probablemente exagerado, la
tendencia es real y ha sido señalada por diversos estudios recientes.
Los capitalistas se quejan cada vez con mayor frecuencia de la
dificultad para encontrar mano de obra calificada, y que en el sector
de asalariados especializados de la industria, la oferta laboral
excede a la demanda.[6] Veremos esto más abajo.
Esta
segmentación creciente del mercado laboral también se refleja
en que mientras, como hemos denunciado en estas páginas, 600.000
asalariados son forzados a pagar impuesto a las ganancias en la cuarta
categoría, los sociólogos y especialistas laborales ya están
hablando de la extensión del fenómeno de la pobreza con empleo.
Lo que no extraña si se mira otra vez el salario en negro promedio y
la extensión del trabajo informal.
Una
estructura social cada vez más estratificada
Si
combinamos el aumento galopante de la desigualdad con la segmentación
del mercado laboral –a partir del eje formal / informal, junto con
otros posibles– el resultado es que, desde el punto de vista social,
se está configurando una estructura que presenta un grado de
estratificación consolidada pocas veces visto. Contra el optimismo
oficial que señala cómo se va “limando” el índice de desocupación
y el de pobreza y sueña con su cuasi desaparición, la realidad es
otra.
Es
posible que se esté llegando al “núcleo duro” que representa una
parte de la sociedad cuyas malas condiciones laborales y/o de ingreso
se volvieron en cierta medida independientes del ciclo económico
“alcista”, y que reciben poco y nada de la mejora de la economía.
En cuanto al resto, la estructura tributaria y distributiva hace que
cuanto más alto esté ubicado el sector en cuestión en la escala de
ingresos, mayor será la proporción en que recibirá su “cuota
parte” del crecimiento del PBI. El reanimamiento de la inflación
no hace más que potenciar este proceso, al que el citado Bermúdez
denomina como “divorcio entre las variables macroeconómicas y los
datos sociales” (Clarín, 18–11–05).
Esto
es lo que explica la persistencia de indicadores como el de pobreza
infantil, que llega al 55%, y, en particular, que el 37% de la
población económicamente activa está en situación de extrema
precariedad, “condición... definida por la gran
inestabilidad de la ocupación, por la ilegalidad de la relación
laboral y por la exigüidad de los ingresos del trabajo”.[7]
Lo
que daba en llamarse “pobreza estructural” se afianza como parte
inescindible de la estructura social, y lo que debe tenerse en cuenta
es que no se trata sólo de la población desocupada, sino que incluye,
de manera cada vez más estable, a una ancha franja de ocupados en
condiciones de precariedad laboral e ingresos mucho más bajos que el
promedio. Es precisamente esto a lo que remite el concepto de
“pobreza con empleo”.
En
la medida en que la parte del mercado de trabajo más relacionada
con el reanimamiento de la producción industrial se
“normaliza”, se hace evidente que “hay una porción de la
población que no está capacitada para entrar en el mundo laboral”.[8]
Esto es, en ese segmento del mundo laboral que ofrece
estabilidad y salarios más altos, pero reclama formación de
la fuerza de trabajo. Y la posibilidad de esa formación –la
base de un mayor rendimiento del trabajo– ha sido aniquilada por
la debacle social y educativa iniciada en los 90 [9] y que categóricamente
continúa bajo Kirchner, sólo que “limitada” a, tal vez,
el 40% de la población.
En
estas circunstancias, la estrategia política de unidad de clase
se hace más vigente e imperiosa que nunca. Esto empieza por oponerse
a los intentos del gobierno y la burguesía de dividir, segmentar y
fragmentar a sectores de la clase trabajadora, incluso tratando de
oponer a unos contra otros por la vía de la diferenciación de
salarios y condición laboral.[10]
De
lo que se trata es de enfrentar el aumento de la explotación
–reflejada, por ejemplo, en la tasa de trabajadores sobreocupados–
buscando tender puentes entre los sectores afectados. Por
ejemplo, contratados y efectivos, trabajadores de un gremio y de otro
en el mismo lugar de trabajo.
Hay
que nivelar para arriba, y ésa es una
de las grandes lecciones que nos están dejando las luchas obreras más
profundas del último período. Así lo hicieron los trabajadores del
subte y del Garrahan; así lo hicieron los petroleros de Las Heras,
exigiendo la efectivización y el pase al convenio más favorable de
toda una franja de trabajadores. Ése es el camino para frenar el
proyecto de una Argentina segmentada y de prosperidad para pocos
que nos proponen Kirchner y la clase capitalista.
Notas:
1.
Datos del INDEC difundidos el 8–2–06.
2.
MVA Macroeconomía, citado en Clarín, 5–2–06.
3.
Citado por Alcadio Oña en Clarín, 7–2–06.
4.
Datos del INDEC citados por Ismael Bermúdez en Clarín,
11–11–05.
5.
Informe del Instituto para el Desarrollo Social Argentino (IDESA),
publicado en Clarín, 7–11–05.
6.
La Nación, 19–2–06, y Clarín, 22–2–06. Según
el INDEC, el 15% de las industrias no logra encontrar el personal que
requieren.
7.
Informe de la Sociedad de Estudios Laborales (SEL), octubre 2005.
8.
Declaraciones de Alberto Fagalde, gerente general de Manpower, agencia
de personal eventual, en Clarín, 22–2–06.
9.
Ernesto Kritz, de SEL, apunta con particular crudeza que “una fábrica
puede aumentar su presupuesto para calificación, pero no puede
proveer conocimientos matemáticos o de comprensión de textos” (Clarín,
22–2–06). Es decir, la segmentación educativa de los 90,
que continúa y se profundiza con Kirchner (ver nota al respecto en
este mismo número), se hace sentir como factor de la segmentación laboral.
10.
Ésa fue la política del gobierno y los medios adictos cada vez que
un sector de trabajadores de sueldos relativamente altos salió
a la pelea: con el subte, con el Hospital Garrahan y ahora con los
petroleros.
La
brecha entre ricos y pobres, fuera de la agenda de debates. El
Gobierno se enoja con el INDEC en vez de explicar por qué crece la
desigualdad
Brecha
entre ricos y pobres
El
último índice establece que la diferencia es de 32 a 1
Por
Daniel Muchnik
Diario
Clarín, Buenos Aires, 20/02/06
Los
que viven en el 10 por ciento de los hogares más pobres reciben 65
pesos por mes. Y los que viven en el 10 por ciento de los hogares más
ricos disponen de 2.226 pesos mensuales. De este modo, cada integrante
de las familias más ricas percibe 34,2 veces más que el de la
vivienda más pobre.
Esos
datos del INDEC corresponden al tercer trimestre de 2005 y marcan,
concretamente, que volvió a aumentar la distancia entre los más
ricos y los más pobres. Ya es de 32,1 veces. Desde la conducción del
Ministerio de Economía y desde la Presidencia de la Nación se
objetaron estas conclusiones, se invalidó la metodología de la
investigación, que es la misma que se utiliza para obtener otros
indicadores del mundo social y económico en el país.
El
empleo, como tal, no ha pasado por grandes cambios en los últimos años.
El 50 por ciento es registrado, en blanco. El otro 50 por ciento se
divide entre el empleo en negro y el cuentapropismo que carga con un
amplio campo informal. La CTA ha señalado que el empleo registrado
que se genera percibe retribuciones salariales inferiores a las históricas.
Desde
José Martínez de Hoz hasta aquí, incluyendo a la mayoría de los
ministros de Economía y representantes del poder político las estadísticas
que no son favorables a cada gestión de gobierno terminan por ser
rechazadas. Hay números buenos y números malos. Se opta por este
tipo de rechazos cuando en realidad se está protestando contra lo que
muestra el espejo. Y no se dispusieron de inmediato equipos de
estudios para analizar por qué, en un contexto de crecimiento económico
como el que estamos viviendo, la desigualdad sigue creciendo.
Si
se indaga a fondo se podrá ver que, a pesar del mayor crecimiento
económico y el mayor empleo, el 40 por ciento de los hogares de
menores recursos –que albergan a casi 20 millones de personas–
volvió a recibir una porción menor de la torta.
A
fines de 2003 participó con el 18,2 por ciento de los ingresos, en la
primera mitad de 2004 bajó al 18 por ciento y en la última medición
descendió al 17,3 por ciento.
Esta
caída en la participación de los ingresos se debe a que los sectores
más pobres –informales o beneficiarios de los planes sociales–
bajaron otro escalón. De recibir el 2,3 por ciento ahora participan
con el 2,1 por ciento.
Por
el contrario, los sectores rentistas o vinculados a las ganancias
empresarias tuvieron un fuerte incremento de sus ingresos. También
los sueldos medios y altos en blanco fueron beneficiados con
asignaciones más elevadas con respecto al incremento de la inflación.
De
este modo, mientras la torta siguió ampliándose –una suba del
Producto Bruto Interno del 9 por ciento– los frutos de esa mayor
riqueza se repartieron en forma decididamente desigual.
Eso
explica porqué si bien la economía se recuperó, no hubo ningún
cambio sustancial o reforma estructural. El sistema impositivo sigue
siendo regresivo, los precios subieron y siguen subiendo, afectando más
a los más pobres: los principales productos de uso familiar, aceites,
carnes y lácteos, aumentaron su valor entre un 120 y un 160 por
ciento desde la devaluación de inicios de 2002.
En
la vereda de enfrente la actividad rentística sigue estimulada por la
indexación de los bonos, el superávit fiscal se destina a pagar la
deuda transfiriendo recursos al exterior, grupos económicos muy
fuertes continúan recibiendo incentivos fiscales.
En
lugar de buscar errores en la Encuesta del INDEC, una entidad pública,
habría que abrir un amplio debate social, que hoy está ausente de
cualquiera de las agendas políticas.
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