Argentina
El
modelo sigue en pie
por
Claudio Katz
(Profesor
de la Universidad de Buenos Aires, Investigador del Conicet y miembro
del EDI –Economistas de Izquierda–, texto del 19
de septiembre de 2003)
Desde
la asunción de Kirchner el ministro Lavagna actúa en un marco
diferente al que predominó el año pasado durante su gestión con
Duhlade. Este cambio ha generalizado el debate sobre el curso económico
actual. ¿El modelo vigente en los 90 persiste o ha quedado superado?
¿Se está revertiendo la política que empobreció a la mayoría
popular? A la luz del reciente acuerdo suscripto con el FMI la
respuesta a estos interrogantes es claramente negativa.
El
mismo ajuste con otro envoltorio
El
convenio ratifica el congelamiento de los salarios y la jubilaciones
estatales que desde la devaluación acumulan un deterioro superior al
30%. Como la inflación prevista para el año que viene rondaría el
7%, esa caída se acentuaría. El gasto público se mantiene en el
piso histórico derivado del fenomenal recorte aplicado desde fines
del 2001 y que ha situado a estas erogaciones en un nivel muy inferior
al promedio internacional o latinoamericano. Con este nivel de ajuste
que supera ampliamente al vigente durante la convertibilidad, los
recursos disponibles para los maestros, los desempleados o la inversión
pública son insignificantes.
Algunos
comentaristas opinan que esta dureza salarial podría atenuarse si
repunta la recaudación. Pero el destino de esa mejoría ya está
comprometido en pagos de la deuda. El propio Lavagna reconoció que el
superávit fiscal acordado es superior al 3% del PBI si se lo mide en
términos comparativos con otros países. Basta recordar que se
reforzará el terrible ajuste soportado durante este año (2,5%) y que
el excedente comprometido es mucho más severo que el traumático
"déficit cero" que Cavallo pretendió imponer hace dos años.
Es sabido que una política de ahorro fiscal conspira contra la
reactivación y por eso Bush ha recurrido al drástico aumento del déficit
presupuestario para revertir la recesión. Con el mismo propósito
Francia y Alemania se disponen a violar las restricciones fiscales de
la Unión Europea y Japón expande sin pausa el gasto público para
contrarrestar el estancamiento. Solo en Argentina se acepta discutir
con tanta ligereza neocolonial el porcentaje de superávit que regirá
al cabo de la peor depresión de la historia.
La
misma política de ajuste es ahora presentada con mayor sobriedad
porque nadie se atreve a repetir los festejos que acompañaban al
"blindaje" de Machinea o al "megacanje" de Cavallo.
Pero las interpretaciones predominantes invierten la realidad de los
hechos. Se habla del "triunfo negociador argentino" y de la
"actitud digna" mantenida durante la negociación, como si
el superávit fiscal fuera un logro nacional y no una imposición del
FMI. Es falso que el acuerdo fue alcanzado por la presión de Kirchner,
ya que surgió de una manifiesta exigencia del gobierno
norteamericano. Por eso las felicitaciones de la Casa Blanca llegaron
de inmediato. En el marco de aislamiento imperialista en Irak y de
tensión financiera en Latinoamérica, Bush decidió despejar los
peligros que presentaba un mayor default argentino. Algunos voceros
del gran capital comprendieron esta conveniencia, mientras que los
exponentes directos de los acreedores continúan protestando. Esta
queja persistirá como un mecanismo de presión para cobrar, aunque
todos sepan que la Argentina no puede pagar más de lo acordado.
Habrá
que esperar algunos meses para ver si efectivamente existió alguna
concesión significativa por parte del FMI. Tanto el aumento de
tarifas como el otorgamiento de mayores compensaciones a los bancos
solo han quedado en suspenso. Algunos economistas igualmente se
congratulan porque el superávit fiscal será inferior al 3,5% o 4%
discutido inicialmente, pero este consuelo se parece a la presentación
triunfal que hace Lavagna de la reducción del desempleo del 18 al
17%, o de la disminución de la pobreza del 56% al 53%. En función de
la catástrofe social que afronta la Argentina estos "éxitos"
son irrelevantes. El 3% de excedente fiscal no es compatible con la
redistribución del ingreso, ni con una recuperación económica
basada en la mejora del poder adquisitivo.
El
país no tenía ninguna necesidad de suscribir el acuerdo porque se
encuentra marginado del mercado financiero internacional y no recibirá
créditos nuevos. En cambio el FMI tenía urgencia por evitar el
default por la pérdida patrimonial que le hubiera provocado este
incumplimiento. El gobierno de Bush afrontaba incluso la perspectiva
de verse obligado a recapitalizar al Fondo con el dinero de los
plomeros norteamericanos.
Lavagna
volvió a privilegiar los pagos a los organismos internacionales que a
diferencia del resto de los acreedores cobran puntualmente y en
divisas. También favoreció al sector local de empresas y bancos que
han pesificado sus títulos públicos. Pero ahora comenzará la dura
negociación con los acreedores privados extranjeros. Cualquiera sea
la "quita", extensión de plazos o reducción de tasas que
se acuerde, el compromiso exigirá mantener un superávit fiscal que
empobrecerá a las próximas generaciones.
Se
afirma que "esta vez" los "compromisos serán
cumplidos", como si alguien conociera de antemano la evolución
de las múltiples variables que determinarían ese resultado.
Tradicionalmente la Argentina padeció el círculo vicioso de
sacrificios que simplemente conducen a la cesación de pagos. Basta
observar la magnitud de los vencimientos del 2005 y del 2006 para
notar cuán difícil será honrar una deuda comprobadamente
fraudulenta y que en gran medida ya fue cancelada.
Naturalizar
la miseria
La
política económica refuerza la tendencia al achatamiento del
"costo salarial" que desde hace décadas propicia el sector
capitalista dominante. El deterioro que han registrado los sueldos ha
sido mucho más abrupto que durante los tres grandes antecedentes de
retracción salarial (1976, 1985 y 1989). El desprestigio del
neoliberalismo impide en el sector público seguir justificando esta
agresión culpabilizando a los propios empleados o identificando su
actividad con el desgano. Pero desde la órbita oficial también se
desalienta la recuperación de los salarios privados, porque el
aumento de 28 pesos que sea dispuso en julio es irrisorio y abarca tan
solo al 18 % de la población activa.
La
contracción salarial refuerza también la precarización porque se
mantienen todas las normas de flexibilización que han creado
situaciones de escandalosa explotación. La jornada de trabajo (2000
horas anuales) es más prologada en la Argentina que Europa, Estados
Unidos, México o Brasil y los accidentes laborales crecen
vertiginosamente con cualquier atisbo de reactivación (3 muertes por
día en el primer semestre). Este nivel de sobreocupación coexiste
con un pico récord de desempleo, porque no se implanta la reducción
de la jornada de laboral que permitiría distribuir el empleo sobrante
entre operarios que han perdido su puesto de trabajo.
En
un país agobiado por el desempleo, la "libre negociación de los
salarios" es una ficción. También es engañoso pensar que la
desocupación ha descendido significativamente desde el fin de la
depresión, porque se contabiliza como ocupados a quiénes perciben
los planes asistenciales de Jefes de Familia. Si se elimina este
disfraz, el índice de desempleo se ha mantenido por encima del 21%.
Pero además, la subocupación que refleja la evolución del trabajo
eventual solo ha bajado de 19,9% (octubre 2002) a 18,8% (mayo 2003),
confirmando la sostenida expansión de la precarización. Los nuevos
empleos que surgen generalmente incluyen la degradación de tareas y
la evasión previsional.
El
mayor peligro que enfrenta la Argentina es la naturalización de la
miseria si se generaliza el conformismo frente a la tragedia social.
Como los funcionarios actuales presentan este drama como una
"herencia del modelo" y se exculpan de sus efectos, sugieren
que constituirá un dato inamovible de los próximos años. Por eso,
la propuesta de eliminar la pobreza del 54% y la indigencia del 26% en
forma inmediata no es ni siquiera discutida. A lo sumo se evalúa como
introducir algún punto de incremento del gasto asistencial olvidando
su escaso impacto, ya que el costo de la canasta alimenticia duplica
los 150 pesos asignados a los desempleados.
Se
ha creado un clima de condescendencia hacia un gobierno que no adopta
ninguna medida para poner fin al hambre en el granero del mundo. No es
necesario que aparezcan fotos de Tucumán que parecen Biafra para
recordar que el 17,5% de la población sufre desnutrición y que
cuatro millones de personas carecen por completo de cobertura social.
Este es el precio del ajuste en curso. Alguien se muere, cientos se
enferma, miles se inundan y millones se embrutecen con la reducción
del gasto público y sus sistemática subejecución.
Impuestos
regresivos y crisis de las AFJP
El
gobierno espera que el repunte del nivel de actividad incremente la
recaudación sin alterar la estructura tributaria regresiva. De esta
forma se podría pagarle a los acreedores manteniendo un sistema
impositivo que solo obliga a principalmente a tributar a los
consumidores empobrecidos.
Detrás
de la obsesión fiscal que exhibe Lavagna están los auditores del FMI
que exigen penalizar la evasión, realizar operativos de la AFIP,
iniciar causas judiciales contra la triangulación exportadora y
sancionar las maniobras de los estudios contables. Por eso se realizan
inspecciones contra la evasión previsional y se eliminan los
cuasimonedas que circulan sin control fiscal.
Pero
esta presión no afecta a quiénes acumularon fortunas desde la
devaluación. Los exportadores continúan , por ejemplo, pagando las
mismas retenciones a pesar del generalizado incremento de los precios
internacionales de las cereales y los combustibles. Este ganancia del
11% durante el primer semestre fue totalmente acaparada por los grupos
exportadores.
Pero
más escandaloso es el continuado sostén de las AFJP, porque nadie
oculta ya que la privatización de las jubilaciones fue la principal
causa del colapso fiscal. Mientras que el estado continuó financiando
al sector pasivo perdió los ingresos que absorbieron el grupo de
entidades que cobran increíbles comisiones por realizar operaciones
legalmente dudosas y económicas ruinosas para los afiliados. El 75%
de sus carteras está actualmente compuesto por bonos públicos en
default, creando un situación futura dramática para los jubilados de
este sector.
No
tiene sentido dirimir si el culpable de esta quiebra es el estado o
los gerentes de las AFJP que eludieron la pesificación de los títulos
reclamando su redolarización, porque durante los últimos años
funcionarios públicos y los directivos privados pertenecieron a un
mismo club. Su actividad conjunta ha generado la insólita situación
de un régimen privado cuyos activos son públicos y que fue
formalmente creado para terminar con el saqueo oficial de fondos
previsionales. Pero mientras pasa el tiempo y este desastre se agrava
nadie adopta las soluciones que deberían comenzar por eliminar las
AFJP y restituir los aportes patronales.
Los
auxilios a los bancos
Desde
que asumió Lavagna ha premiado a los banqueros que expropiaron a los
ahorristas con un amplio menú de compensaciones. Sin devolver un solo
dólar a los pequeños depositantes, los financistas recibieron el año
pasado bonos por 13.000 millones de pesos y obtuvieron con el
reemplazo del CVS por el CER, otros 3000 millones. Para colmo aún no
ha quedado resuelto el monto de las retribuciones por los amparos
acordados a los ahorristas.
Hay
que tener en cuenta que un título en poder de los bancos no es
equiparable a un Bocon recibido por cualquier pequeño ahorrista que
debió vender este papel al 40% de su valor nominal para poder
sobrevivir. Las entidades acumulan estos títulos y los utilizan en
operaciones contables y financieras. Actualmente la mitad de los
activos bancarios están conformados por bonos del estado, que se
revalorizarían si se cumple el acuerdo con el FMI.
¿Pero
que sentido tiene mantener un sistema bancario privado sostenido en
bonos públicos y auxiliado con redescuentos oficiales? Lo que
formalmente aparece como una actividad de intermediación entre
capitalistas, en realidad opera como una red dependiente de fondos de
la Tesorería. Los bancos cobran pero no arriesgan y como se demostró
en la crisis, cuando afrontan una corrida en lugar de responder con su
patrimonio confiscan al depositante.
Esta
modalidad de acción explica también porque el crédito se mantiene
paralizado a pesar de la recuperación de los depósitos. Frente a la
contracción de la demanda, las entidades prefieren acumular liquidez
y afrontar pérdidas de intermediación antes que prestar sin respaldo
oficial. Por eso reclaman alguna forma de garantía estatal y la
implantación de mecanismos de indexación.
No
hay que olvidar que en el plano financiero la crisis no está zanjada.
El sistema privado quedó sobredimensionado con la emigración de
depositantes hacia la banca pública y el achique no ha concluido a
pesar del cierre de sucursales y el despido de 13.000 empleados desde
1999.
Conflictos
y negocios con las privatizadas
En
el terreno delos servicios públicos privatizados el problema de las
tarifas opone a las empresas con los usuarios y en este conflicto
intermedia el gobierno. Pero lo más llamativo de esta discusión es
la omisión del carácter innecesario de esos incrementos para el
funcionamiento corriente de las compañías. Las empresas no solo
acumularon ganancias extraordinarias durante la convertibilidad,
transfirieron utilidades al exterior y contrajeron deuda para realizar
limitadas inversiones, sino que sus balances actuales reflejan
ganancias suficientes para asegurar la prestación normal de los
servicios. Los aumentos tarifarios carecen de justificación y si el
gobierno concede (luego de completadas las elecciones o a fin de año)
habrá repetido la conducta sumisa que impera desde la década pasada.
Lavagna
negocia en el Parlamento "superpoderes" para decidir
incrementos "a cuenta" fuera del marco regulatorio actual y
a espaldas de la sociedad, es decir sin audiencias públicas. Es
probable que se encubra estos aumentos introduciendo "tarifas
sociales", que en realidad compensan a la empresas ante su
imposibilidad de cobrar las facturas al empobrecido 60 % de la población.
También se habla de introducir "tarifas diferenciales", que
podrían implicar precios distintos según el tipo de actividad
industrial. Pero no está claro qué rédito obtendría la población
con este cambio.
Pero
lo más nocivo es la reactualización del principio de asignarle al
estado actividades deficitarias para que los privados preserven los
negocios rentables. Este criterio persiste en la renegociación de
contratos, que deberían ser rescindidos en su totalidad, dado el
generalizado incumplimiento de las metas de inversión o de los
cronogramas de tarifas.
Existen
casos escandalosos como el Correo y Aeropuertos, dónde el
concesionario simplemente dejó de pagar el canon. La anulación de
estos contratos es impostergable, pero no compensará las pérdidas
ocasionadas al estado. En el caso de los ferrocarriles se verifica más
nítidamente el criterio de cargar al estado con las pérdidas, ya que
el sector público asumirá los costos de la inversión mientras que
los concesionarios seguirán gestionando el servicio. Y esta misma
división de tareas se extendería al peaje: el estado construiría
las nuevas rutas, mientras que los privados cobran tarifas que han
calculado a partir de sus propias estimaciones. Como los servicios
formalmente privatizados carecen de riesgo y son solventados por el
estado, es probable que las actividades más afectadas terminen en algún
tipo de reestatización.
Pero
dónde hay grandes ganancias rige un total mutismo. Nadie habla del
petróleo y el gas, cuya voluminosa renta permitiría financiar el
grueso de las inversiones que requiere el país. La depredación del
crudo continúa a la vista de todo el mundo. Las reservas que en 1991
cubrían 24 años de demanda ahora solo alcanzan para 14 años, porque
mientras la exploración declina las exportaciones han crecido de
manera espectacular. Los privados aprovechan décadas de trabajo
previo de YPF sin aportar inversión y lucrando con la fijación
discrecional de los precios internos.
Como
lo demuestran los recientes cortes masivos de electricidad y agua, al
chantaje tarifario no se limitan a la presión diplomática. Pero el
problema más agudo es el deterioro de los servicios que acompaña a
la paralización de las inversiones Un ejemplo dramático es el agua,
porque varios millones de personas carecen de agua potable o cloacas
porque la concesionaria incumplió los contratos. En la esfera de los
servicios públicos la disyuntiva es nítida: sostener las ganancias
de las privatizadas o mejorar los servicios que utiliza la población.
Problemas
del esquema exportador
Desde
la devaluación se ha producido un cambio de hegemonías al interior
del bloque dominante. Los ganadores de la convertibilidad eran las
empresas privatizadas, los grupos importadores y todos los acreedores
del estado. En cambio ahora prevalecen los exportadores, los
industriales que sustituyen importaciones y los financistas locales
que adquieren activos desvalorizados.
Los
grupos petroleros (que continúan liquidando en el exterior el 70% de
sus divisas) y los cerealeros acaparan los mayores lucros de la
exportación. Bajo su dominio se acentúa la reprimarización de la
economía y la distorsión que está creando la sobreexpansión
irracional del cultivo de soja. Basta observar que los rubros de mayor
crecimiento exportador del primer semestre fueron oleaginosas,
aceites, derivados alimenticios y combustibles para notar como se
afianza el modelo periférico y dependiente.
Los
grupos locales que ganaron con la pesificaron de sus deudas han
quedado bien ubicados luego de la devaluación y mejor situados se
encuentran los contratistas privilegiados de la obra pública. En la
esfera financiera ganan terreno los grupos locales que compran
entidades extranjeras y los fondos de inversión que adquieren
empresas quebradas. Estos cambios se reflejan en las nuevas
autoridades de varios núcleos empresarios (UIA, ADEBA, AEA), que han
asumido un discurso más nacional para adecuar sus actividades
lobbystas al nuevo contexto de cuestionamiento al neoliberalismo.
Pero
nuevos conflictos están despuntando entre los rivales capitalistas
que pugnan por mayor espacio en el poder político. Estos choque se
concentran en tres áreas. En el plano impositivo, los acreedores
custodian celosamente el superávit fiscal, mientras que los
exportadores resisten cualquier incremento de las retenciones y los
grupos locales pretenden compatibilizar el cobro de los bonos del
estado con el mantenimiento de los subsidios que los favorecen.
En
el terreno cambiario, los acreedores y las privatizadas añoran un dólar
bajo para cobrar o remitir utilidades, mientras que los exportadores
apuntalan el tipo de cambio alto, reclamando incluso medidas
regulatorias del flujo de divisas. Por ejemplo, la decisión de
limitar el ingreso de capitales golondrinas apuntó más a preservar
el negocio exportador que a penalizar al movimiento especulativos. Por
eso no se trabó la salida de capital, ni se instauró ningún tipo de
gravamen a esas operaciones.
También
existen divergencias en torno al alcance de las medidas de reactivación.
Mientras los acreedores solo jerarquizan el ajuste y los exportadores
sus ventas externas, los grupos vinculados a la demanda local o
dependientes de la obra pública presionan por un aflojamiento de la
disciplina monetaria.
Pero
el inconveniente central de la política en curso es su efecto
limitante del crecimiento. El PBI repunta, pero al cabo de una depresión
tan aguda este rebote es propio de la dinámica fluctuante del
capitalismo. No es el cambio de modelo, sino esta reacción cíclica
lo que explica la reactivación en curso. Pero la exportación y el
pago de la deuda colocan un techo al crecimiento, porque no generan
empleo y reducen la esfera del consumo solo a las franjas de mayores
ingresos.
La
inversión privada continúa bloqueada por el trauma del default. Es
muy improbable que ser renueve la corriente de inversiones extranjeras
de los 90 y el comportamiento de la inversión local es imprevisible
si con la reactivación desaparece la capacidad ociosa. Como la crisis
produjo un gran desplome del poder adquisitivo, algunos especialistas
estiman que el stock de capital quedó estructuralmente
sobredimensionado en relación al PBI pe capita. Si este diagnóstico
es correcto la inversión privada languidecerá mientras no se
recomponga el poder adquisitivo.
"¿Neokeyenesiano
o neoliberal?"
¿El
"Lavagna de Kirchner" es distinto del "Lavagna de
Duhalde"? ¿Abandonó la ortodoxia para ensayar un rumbo
keyenesiano? ¿Revierte el modelo predominante durante los 90? Frente
a este interrogante conviene distinguir la función, el discurso y la
política del ministro.
Lavagna
es un arbitro entre los distintos grupos que de la clase dominante.
Como todo ministro de economía procesa y dirime los conflictos entre
estos sectores. Y siguiendo el ejemplo de Cavallo ejerce este
arbitraje concentrando las decisiones. Por eso exige que el Congreso
le delegue la atribución de definir el momento y la cuantía de los
tarifazos y le reclama al Banco Central facultades para incidir en las
próximas quiebras y fusiones de entidades. Además, comanda la
negociación de la deuda y despide a los funcionarios (Del Bello del
Indec) que difunden de manera inconsulta noticias indeseables (la tasa
de desempleo).
Al
cultivar un estilo diplomático y alejado de los exabruptos de Cavallo,
Lavagna está generando mayor fascinación entre los periodistas
indulgentes. Quiénes justifican esta admiración realzando sus
choques del ministro con el "establishement" deberían
recordar las incansables peleas de Cavallo con Alsogaray, Alemán,
Roque Fernández o Pou. El arbitraje consiste justamente en defender
los intereses colectivos del capitalismo a costa de las exigencias
particulares de cada fracción. Al igual que Cavallo, Lavagna está
liderando el pasaje de una etapa económica a otra y este rol diluye
el carácter objetivo de este cambio. Si Mingo se llevó los laureles
del fin de la hiperinflación, Lavagna puede aparecer como artífice
de la recuperación.
Pero
el ministro ha rodeado su labor de un discurso antiliberal que brinda
formato antimenemista a cualquiera de sus medidas económicas. Esta
gestualidad irrita a los economistas que sostuvieron la
convertibilidad y que por eso acusan a Lavagna de "carecer de un
plan" o de "actuar solo en el corto plazo". Pero estas
reyertas verbales que nutren los vacíos mediáticos no tienen gran
relevancia económica. Ningún pope del menemismo cuestiona el curso
actual porque con un lenguaje crítico, Lavagna está legitimando los
grandes cambios de los 90. Las privatizaciones, la desregulación
laboral, la desigualdad social, las ataduras del endeudamiento externo
se mantienen como un derecho adquirido para los dueños del poder.
Ninguna
iniciativa de Lavagna presenta rasgos neokeyenesianos. No alienta la
recuperación de la demanda interna, ni la recomposición del poder
adquisitivo. Tampoco incentiva el crecimiento con gasto público que
caracterizaba al "New Deal" o al desarrollismo
latinoamericano. La inversión pública continúa en el subsuelo y muy
por debajo de los promedios de Chile o México. Asociar el
neokeyenesiano con el superávit fiscal constituiría una extraña
novedad teórica.
Es
cierto que ya no rige la apertura indiscriminada o las privatizaciones
sin control. Pero el neoliberalismo no se reduce a estos rasgos. También
se asienta en la exclusión social y la flexibilización laboral. Por
eso resulta inadecuado presentar a Lavagna como antiliberal. Más bien
está adaptando el modelo de los 90 a las nuevas condiciones de la
Argentina empobrecida.
Alternativas
a la resignación
El
programa de ajuste enmascarado que implementa Lavagna se sustenta en
tres presupuestos políticos: confianza plena en el nuevo gobierno,
desmovilización popular y aceptación resignada de un horizonte de
miseria. Sin estos pilares los compromisos acordados con el FMI no
podrían cumplirse, ya que este convenio es incompatible con la
recuperación del poder adquisitivo de los trabajadores.
El
superávit fiscal requiere que los empleados públicos renuncien al
salario que cobraban antes de la crisis, que los jubilados acepten
sobrevivir con mensualidades infrahumanas, que los desocupados
abandonen las calles y mendiguen ayuda asistencial y que los
hambrientos simplemente aguanten en silencio el genocidio social. Si
con discursos "contra el modelo" el gobierno consigue
disolver la protesta popular y acallar los ecos de la rebelión del 20
de diciembre, la clase dominante habrá logrado una vez más preservar
sus privilegios a costa de la mayoría. Puede haber crecimiento y
nuevos negocios, pero sobre un trasfondo de fractura social ya
definitiva. La pobreza quedará instaurada como un dato estructural
del país y el desempleo masivo formará parte del paisaje nacional.
Conviene asumir de frente esta cruda perspectiva sin fantasear con
nuevas versiones de la "teoría del derrame", porque la
escandalosa desocupación persistirá incluso si se afianza la
recuperación.
Pero
este futuro de decadencia económico-social no es inevitable. Existe
la alternativa de retomar la batalla por el salario, el empleo, la
salud y la educación, buscando los caminos para conquistar la
inmediata recomposición de los ingresos populares. Los fondos
necesarios para solventar un aumento salarial están disponibles en la
Tesorería. Si en vez de girarlos al FMI son reciclados internamente
bajo la forma de un incremento de sueldos se podría comenzar a
enterrar en los hechos (y no en las palabras) el modelo regresivo de
los 90. A través de una reforma fiscal que grave a las financistas,
las corporaciones y los acaudalados se podría generar trabajo genuino
por intermedio de obras públicas. Hay un camino para erradicar drásticamente
el hambre y superar aceleradamente la pobreza. Con la reducción de la
jornada laboral se podría redistribuir el trabajo sobrante entre los
desempleados y el aumento del crédito publico permitirá una
reactivación general y el impulso a los nuevos tipos de actividad
creados por las cooperativas y las fábricas recuperadas.
Pero
ninguna de estas iniciativas puede instrumentarse bajo la custodia del
FMI porque los acreedores solo aceptan medidas que aseguren el mayor
pago inmediato de la deuda. Por eso en esa mesa de negociaciones no
hay lugar para un proyecto alternativo. Desde allí no se podrá
avanzar hacia la reconstrucción de un "país normal", es
decir sin hambrientos, ni empobrecidos. Pagarle a los acreedores
mientras la mayoría sobrevive con sueldos o subsidios irrisorios es
una obscena inmoralidad que Lavagna disimula con fuegos de artificio.
De
la mano del FMI la Argentina volverá a reinsertarse en el mundo de
los banqueros que saquearon al país. Frente a este destino es posible
apuntar hacia otra estrategia favorable al bienestar popular. Pero
este proyecto exige resistir la naturalización de la miseria y
comprender que la política en curso no es un "mal menor",
sino otro peldaño de un sufrimiento sin final. No hay que engañarse
aceptando la misma receta con otro envoltorio. Un programa alternativo
de reconstrucción popular de la economía es factible si demandamos
lo que nos corresponde: recuperar nuestro salario, nuestro trabajo y
nuestros derechos sociales.
Otros
textos del autor pueden encontrarse en: www.netforsys.com/claudiokatz
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