Un análisis marxista
del gobierno de Kirchner
Por Marcelo Yunes
(Socialismo o Barbarie –revista–, septiembre 2003)
Es imposible intentar
trazar alguna línea de análisis del gobierno de Kirchner sin establecer
sus antecedentes y los elementos de continuidad y de ruptura con la
situación que le dio origen. Comenzaremos, entonces, por una suerte de
resumen de los aspectos más salientes de la Argentina reciente y de los
desafíos que enfrentan tanto la clase trabajadora como la burguesía
argentina.
Del 20 de diciembre a la
asunción de Kirchner
El sacudón generalizado
que fue el Argentinazo del 19 y 20 de diciembre de 2001 incluyó el
derrocamiento de un gobierno constitucional y de varios intentos de
gobiernos provisorios, además del default de deuda externa más grande de
la historia financiera reciente y la crisis económica más pavorosa de
toda la historia argentina. El motor indiscutido del Argentinazo
fue el deterioro fulminante de las condiciones de vida de amplios
sectores de la población, a punto tal que el detonante de las jornadas de
diciembre fueron los saqueos y la llamada "rebelión del
hambre". Pero quizá el sello distintivo de este hecho –que fue
tanto producto de un proceso político, económico y social previo como,
él mismo, iniciador de una nueva etapa de ese proceso– fue el rechazo
generalizado a la "clase política" y el surgimiento de formas
independientes de organización y lucha de sectores populares y de
trabajadores. Así, tras la rebelión de diciembre tuvieron un fuerte
desarrollo tanto las formas preexistentes de organización –el caso de
los movimientos de desocupados– como otras nuevas, a saber, las
asambleas populares en los barrios y el movimiento de fábricas
recuperadas por sus trabajadores tras ser abandonadas por la patronal en
crisis.
En todo caso, lo que mayor
repercusión internacional tuvo y lo que fue objeto de mayor atención por
parte de los medios de comunicación –en parte debido a sus características
espectaculares– fue el repudio masivo y ruidoso al conjunto de los políticos
y partidos tradicionales, así como a algunos de los pilares
institucionales del régimen de la democracia capitalista, como el
Parlamento y la Corte Suprema de Justicia. El cuestionamiento llegó a
abarcar a instituciones capitalistas directas, como el sistema bancario
privado, y también las grandes empresas privadas, casi todas ellas
imperialistas, que administran los servicios públicos. Todo esto, en el
marco de que las figuras y organizaciones de la izquierda estaban de
conjunto a salvo de ese cuestionamiento rotundo, y eran reconocidas por la
población como ajenas a la corruptela general, aunque eso no se traducía
automáticamente en adhesión política.
Advino entonces, desde el
comienzo de 2002, el interregno del gobierno de Duhalde, marcado por claros
límites políticos y una zozobra permanente. La palabra con que se ha
definido en general ese gobierno es "transición", que esconde púdicamente
la impotencia del nuevo gobierno y su incapacidad para establecer
definiciones más o menos de fondo. Así lo entendieron los mandamases
del Fondo Monetario y el gobierno de EE.UU., que tras algunos sondeos
admitieron que no había margen para que el gobierno de Duhalde, nacido
bajo el signo de la ilegitimidad política –fue ungido por el mismo
Parlamento cuya autoridad era desconocida por las movilizaciones
populares–, emprendiera ninguna "reforma estructural". Y así
lo había entendido también la población, que mayoritariamente, aun a
pesar de la desconfianza que le merecía Duhalde, no se propuso
derribarlo como había hecho con los gobiernos anteriores. Lo que sí
hizo fue "marcarle la cancha": ante el primer intento del
gobierno de modificar las relaciones de fuerza con el asesinato de dos
militantes piqueteros el 26 de junio de 2002, la respuesta popular le hizo
saber a Duhalde que el horno no estaba para bollos. Y una semana después,
Duhalde anunciaba la largamente demorada fecha de elecciones
presidenciales, que daba hora cierta de salida al gobierno.
El proceso electoral tuvo
también un desarrollo relativamente traumático, surcado por denuncias y
movilizaciones varias, pero en conjunto se impuso la variante preferida
por el gobierno y el imperialismo: una elección exclusivamente
presidencial y que dejaba incólumes todas las instituciones cuestionadas.
Y, lo que es tan o más importante, se reinstaló a partir de las
elecciones del 24 de mayo la idea de que los proyectos políticos y de
poder sólo se dirimen en el terreno electoral de la democracia
burguesa. Esto representa un claro retroceso en la consciencia con relación
al 20 de diciembre, cuando sectores de masas descubrían que la presencia
en las calles era un factor político más fuerte que los mecanismos
institucionales.
A la hora de hacer un
balance de la gestión de Duhalde, la clase capitalista debiera estarle
bastante agradecida, ya que con toda su debilidad y su postergación de
definiciones fundamentales, logró que en ese "compás de
espera" de la lucha de clases el transcurso del tiempo jugara a
favor del régimen. La relativa estabilización de la economía, sobre
la base de una fuerte caída del salario real y del alivio financiero que
trajo el mismo default, junto con la reducción del "ruido" político,
contribuyó a instalar el atisbo de una esperanza de "normalización"
de la vida social.
Esto merece un comentario.
Las insuficiencias insalvables de la Argentina capitalista en su versión
neoliberal pura y dura habían conducido a una crisis global, que
empujó a la población a las calles contra un estado de cosas
insoportable. Pero ese cuestionamiento masivo, que era también global,
encontró una serie de límites no directamente relacionados con la
capacidad represiva del estado, sino más bien con las dificultades político-ideológicas
del movimiento de masas para
a) articular la cadena de
responsables de la crisis desde su emergente inmediato, la clase
política, hasta su factor más profundo, la explotación
capitalista-imperialista, lo que hubiera contribuido a
b) dar forma a al menos un esbozo
de alternativa propia, desde la población trabajadora, a la crisis
global en un terreno también global y de proyecto de país, es
decir, en el terreno propiamente político. Si esto no lograba
empezar a cuajar, la consecuencia esperable iba a ser que la pura
negatividad del "que se vayan todos" terminaría disolviéndose
en la esperanza de "que venga alguno más o menos potable". La
política, es sabido, le tiene horror al vacío. A esta limitación del
Argentinazo se agregó
c) que la riqueza del
proceso de recomposición social y política de los sectores populares y
de la clase trabajadora no ha redundado en una síntesis ni política
ni organizativa que permitiera erigir a los sectores del movimiento de
masas organizados de manera independiente en una alternativa única y creíble
(o al menos existente) para el conjunto de la población. Este déficit
abarca tanto el terreno político en sentido estrecho como el de la
construcción de instituciones de poder alternativas a las
burguesas en crisis. Más allá del mérito de ciertas experiencias y
organizaciones, que son además un punto de referencia general, el
hecho es que estas manifestaciones no han logrado trascender como
alternativa más allá del plano de la vanguardia. Si bien esta
vanguardia es muy amplia, la lógica que operó en los últimos 12 ó 18
meses es la de una creciente separación o "tijera" entre
los intereses, la política y el radio de acción de las experiencias
independientes, por un lado, y por el otro, las necesidades y desafíos
planteados para toda la sociedad. En esto, hay que decirlo, no sólo
los reformistas y la burocracia sindical sino también las organizaciones
políticas de la izquierda más de una vez han incidido negativamente. En
diversas oportunidades hemos criticado la práctica política de aislar,
sectarizar, instrumentalizar o reducir a un rol corporativo a
experiencias y organizaciones valiosas como las Asambleas Nacionales de
Trabajadores, la Asamblea de Parque Centenario, el Bloque Piquetero
Nacional, Brukman y Zanón o el Movimiento Nacional de Fábricas
Recuperadas, entre otras.
d) A estos problemas se
suma el hecho de que dentro de las organizaciones independientes surgidas
y/o desarrolladas en el transcurso del Argentinazo, incluso las más
avanzadas, existe una durísima batalla ideológica por su perfil
político. La necesidad de asumir una clara postura de independencia de
clase, de oponerse al estado y a todo sector patronal, y sobre todo, de
elevarse por encima de los reclamos inmediatos e intentar proponer un
punto de vista global, es una pelea que hay que dar contra la corriente.
Es un arduo trabajo de zapa contra décadas de peronismo y conciliación
de clases, contra la falta de tradición anticapitalista (no así
antiimperialista), contra la inercia y la falta de costumbre de tomar las
cosas en las propias manos sin delegar. Pero también contra dos
condicionantes muy materiales: la caída catastrófica del nivel político
y cultural de amplísimos sectores de las masas y, sobre todo, la
tremenda presión que ejerce la barbarie cotidiana, que dificulta
enormemente la capacidad de ver más allá del elemental sustento diario o
del puesto de trabajo que lo garantiza.
En suma, el balance de las relaciones
de fuerza entre las clases a la salida de Duhalde mostraba, por un
lado, la vigencia y el peso del Argentinazo como evento y como
proceso que establecía claros límites al accionar de la clase dominante
y su representación política. Pero, al mismo tiempo, los límites del
propio proceso empiezan a hacerse más visibles y más acuciantes.
Toda demora o incapacidad de parte de la clase trabajadora y sus aliados
para articular un proyecto global alternativo al desastre capitalista
pasa, a partir de determinado momento, a darle mayor margen de maniobra a
la clase dominante y sus instituciones. Insistimos en el concepto: pasado
el arrollador momento inicial del Argentinazo, la superación de sus límites
se pone a la orden del día, so pena de que el tiempo juegue a favor del
enemigo de clase.
Un comienzo con el pie
"izquierdo"
En este contexto, cuando
Kirchner es "electo" –de manera bastante irregular, ya que la
defección de Menem al ballotage era indicador más del rechazo a su
persona que de la adhesión al santacruceño–, el estado de ánimo del
conjunto de las masas era de "querer creer". Es decir, se
asiste a una mutación del "que se vayan todos" y del rechazo
global en un sentimiento donde conviven la lógica desconfianza que aún
concitan los políticos tradicionales y la esperanza de que las cosas se
"normalicen". Es significativa la bandera de campaña de
Kirchner: hacer de Argentina "un país serio". Aquí hubo una
victoria político-ideológica de la clase burguesa, con la ayuda
invalorable de los medios de comunicación. Por un lado, no es
"serio" un capitalismo argentino corrupto, donde mandan los
monopolios imperialistas, que hunde en la miseria a la mayoría de la
población, que se somete sin chistar a las órdenes de EE.UU., etc. Por
otro lado, se desliza, tampoco es "serio" un país donde la
población en las calles echa presidentes, cuestiona las instituciones, se
autoorganiza y pretende "que se vayan todos". Son estas
"anormalidades" las que Kirchner se propone remediar, y le
propone a la población la elemental –pero, en estas condiciones,
bastante seductora– perspectiva de "un país que funcione".
Durante los primeros tres
meses de gobierno, Kirchner hizo un inteligente uso de ciertos gestos
que tuvieron la doble ventaja de acrecentar su aceptación popular y no
tener casi costo político. Entre ellos, la embestida contra algunos de
los jueces más repudiados de la Corte Suprema, la intervención de la
corrupta cúpula del PAMI y la ofensiva contra los militares implicados en
la represión, incluyendo la remoción de buena parte de los altos mandos
de las Fuerzas Armadas. Estas medidas, sumadas a un discurso de tono duro
contra algunos sectores empresarios y una actitud general de mayor
"independencia" de los factores de poder dominantes durante los
90, le granjearon un apoyo político no tremendamente entusiasta, pero sí
importante para un gobierno asumido con el 22% de los votos.
De hecho, al menos en
cuanto a los gestos y discursos exteriores, Kirchner disputa sólo con Chávez
el rótulo de "gobierno más ‘izquierdista’ del continente",
con una imagen de "rebeldía" muy superior a la de Lula, por
ejemplo. Veamos un poco más de cerca la actuación del gobierno de
Kirchner en diferentes planos del análisis.
¿Un plan económico de
"tercera vía"?
El discurso de asunción de
Kirchner del 25 de mayo fue, en cierto modo, una pasada en limpio de
algunos de las conclusiones ideológicas y políticas de las masas desde
diciembre de 2001. Esto es, Kirchner, como representante de la burguesía,
anuncia que ha tomado nota de los aspectos del capitalismo argentino
que son totalmente indigestos para la población, y declara la muerte
del "modelo neoliberal". Esto no es simplemente un discurso para
engañar a las masas, sino que refleja las contradicciones y los límites
del propio proceso del Argentinazo. Es indudable que Kirchner se ha
puesto la misión de enterrar un proceso con demasiadas aristas
radicales, de autodeterminación y potencialmente revolucionarias. Pero el
gobierno de Kirchner, sus gestos, sus discursos, su política y su tramado
ideológico no se pueden entender más que como emergentes del proceso
mismo. Kirchner es, en cierta medida, el hijo burgués del
Argentinazo, y la expresión viva de los límites de un proceso que
hasta ahora no ha podido parir una descendencia política orgánica de
masas del lado de la clase trabajadora.
Esto explica en parte el
hecho de que el gobierno mantenga apoyo y expectativas sin haber dado ningún
paso serio en el terreno económico. La coyuntura actual sigue signada
por elementos que vienen de la transición duhaldista: una muy moderada
reactivación, basada esencialmente en el respiro que le dio la devaluación
a algunos sectores industriales y a las cuentas públicas; un
estancamiento de los índices de desempleo y pobreza, y una caída del
salario real que fogonea algunas luchas entre los trabajadores ocupados.
Aunque aún no sabemos cuál
será el rumbo definitivo de Kirchner, su intención inicial es la del reemplazo
del modelo neoliberal químicamente puro por una variante capitalista más
matizada con cierto tinte industrialista o "desarrollista"
(tomando con pinzas el término, ya que no hay ni voluntad ni margen
estructural para un modelo estilo CEPAL de los años 50). En todo caso, se
pretende que quienes marquen el paso sean más bien los industriales
locales, tanto exportadores como ligados al mercado interno, y no los
sectores ligados a las finanzas, las compañías privatizadas de capital
extranjero y los grandes exportadores agrarios.
Sin embargo, es evidente
que este cambio no obedecería a una nueva primacía estructural que se
esté verificando en la economía argentina, sino que está profundamente mediado
por la esfera política. Aunque el peso de las compañías extranjeras
sobre el PBI argentino (que llegó a ser casi del 70%) haya disminuido
como consecuencia de la devaluación, el proyecto de Kirchner tiene una
tremenda dificultad, que es la de que prácticamente necesita crearse
un sostén orgánico en la burguesía argentina, en un momento no
precisamente floreciente de esa burguesía. Hay ejemplos históricos de
una clase capitalista nacional casi creada o alentada desde el estado
–el caso de varios países del sudeste asiático– pero las condiciones
de urgencia y deterioro del estado argentino, la actual coyuntura
internacional y la política del imperialismo en general –y en
particular hacia la región– hacen prácticamente imposible que prospere
que pueda prosperar un "capitalismo nacional argentino".
Seguramente atendiendo a
estos límites es que Kirchner, que vocifera contra los concesionarios de
las empresas privatizadas, cultiva una relación privilegiada con los
beneficiarios de la principal privatización de los 90 y el mayor
exportador del país: la petrolera Repsol, de capital español. Además,
Kirchner no sólo se ha comprometido a respetar las privatizaciones
–excepción hecha de la eventual caída de alguna concesión
impresentable– sino que asume el reclamo del FMI y los gobiernos del G7
de comprometer el supérávit fiscal para el pago de la deuda y aumentar
las tarifas, aunque se reserva la pelea por un margen políticamente
aceptable.
La relación del gobierno
con los diferentes sectores de la burguesía está mediada por la política,
no obstante, en otro sentido. Se trata de la impopularidad y rechazo
popular que sufren las empresas vistas como las beneficiarias de la
"fiesta de la convertibilidad". También aquí se hace sentir
la herencia del Argentinazo: están demasiado frescos aún los días
en que las empresas privatizadas y los bancos tenían que blindar sus
puertas para protegerlas de la furia de los manifestantes. Ese factor
puramente político es el que le permite al gobierno compensar
el peso estructural de éstas a la hora de negociar cuotas de poder
y diseño de políticas.
En todo caso, la cuestión decisiva
y excluyente en cuanto al rumbo de la economía y del propio gobierno
es la negociación con el FMI y los acreedores externos alrededor
de la deuda externa. Es allí donde se establecen los límites insalvables
para cualquier proyecto político basado sólo en la retórica. En este
terreno, hay que constatar que, sin que se plantee ningún brusco golpe de
timón ni –mucho menos– patear el tablero, la gestión Kirchner parece
mostrar un camino algo distinto al de sus predecesores. Tanto
Alfonsín como Menem y De la Rúa tuvieron la política de firmar todo
acuerdo que el FMI o EE.UU. le pusiera por delante. El caso de Duhalde es
especial porque ambas partes implicadas sabían que no tenía sentido
firmar compromisos; se trataba de un interinato.
Si bien Kirchner muestra
importantes elementos de continuidad con el gobierno de Duhalde,
corporizados en el ministro de Economía, Roberto Lavagna, la actual
negociación lo muestra en una ubicación que no es exactamente igual.
Por ejemplo, a nadie le hubiera sorprendido que Kirchner se comprometiera
a cumplir con las metas que impusiera el FMI, después de la escandalosa
capitulación de Lula. ¿Cómo se explica que un presidente con un apoyo
político inicial mucho menor al de su par brasileño, con un consenso
burgués muy inferior al de Lula, y que está al frente de un país con
mucho menos peso internacional y margen de maniobra que Brasil, asuma una
posición negociadora mucho más dura? ¿Cómo se entiende esta
(peligrosa) pretensión de transitar una especie de "tercera vía"
en las relaciones con el Fondo, que se distinga tanto de la sumisión
servil como del enfrentamiento abierto?
Una vez más, estamos ante
un enigma sin solución a menos que partamos de las condiciones creadas
por el Argentinazo. Cuando Kirchner se propone un camino de cornisa
entre el "modelo neoliberal" de los 90 –por ahora de imposible
retorno, no tanto en lo económico como en lo político-ideológico–
y un "capitalismo nacional desarrollista" al que le faltan
demasiadas patas, busca compensar políticamente las carencias orgánicas
de su proyecto. De manera análoga, en la negociación con el
imperialismo, para mantener el delicado equilibrio entre sumisión y
ruptura el gobierno recurre, inteligentemente, a los factores políticos
que juegan en su favor para contrapesar su debilidad estructural.
La pregunta de cómo un
gobierno de débil legitimidad de origen, de un país débil y con una
burguesía débil puede plantearse una negociación bastante real,
y no una rendición incondicional, encuentra respuesta en el sacudón
nacional y regional que significó el Argentinazo. La definición que
hicimos en su momento del Argentinazo como proceso revolucionario
encuentra su confirmación en el terror que tiene el imperialismo, en
particular el yanqui, de que una negociación demasiado leonina vuelva a
desencadenar el descontento popular.
Kirchner sabe que su
fuerza radica, precisamente, en su excesiva debilidad, y juega la
paradójica carta del chantaje de un país en ruinas que especula con su
propio derrumbe, que desataría fuerzas incontrolables y amenazaría con
el contagio a una región que no está para nada en calma chicha. La
administración Bush ya jugó una vez al aprendiz de brujo con De la Rúa,
y los resultados no fueron muy halagüeños en términos económicos ni,
sobre todo, políticos. No casualmente, el Departamento de Estado de
EE.UU. es el ala más contemplativa con Argentina en la negociación
con el FMI, y es quien intenta aplacar la voracidad irresponsable de los
europeos y el tecnocratismo insensible del Tesoro y los burócratas del
Fondo. Lo que está en juego es un factor de estabilidad –o
inestabilidad– política en el patio trasero de EE.UU., crispado de
crisis económicas y un desplazamiento electoral hacia el centroizquierda
en todo el continente.
Un oficialismo de alas
anchas
En apariencia, se da una
situación altamente paradójica: un gobierno cuya legitimidad de origen
es problemática, ungido luego de salir segundo en una elección, se da el
lujo de afirmar que "la crisis política ha sido superada", con
el respaldo de encuestas que marcan un alto índice de popularidad del
presidente. En particular, la clase media y los medios de comunicación
"progresistas" se han encargado de encabezar un apoyo
relativamente entusiasta a Kirchner. Los trabajadores y sectores populares
son, en este sentido, menos proclives a encandilarse con los gestos
izquierdosos del gobierno, pero sería negar la realidad desconocer que
existe también allí una actitud de expectativa no exenta de ilusión en
que "las cosas empiecen a arreglarse".
Esto es lo que explica, por
ejemplo, que la CTA se pase con armas y bagajes al oficialismo, incluso
integrando sus listas electorales; que las organizaciones de desocupados
con perfil menos clasista, como Barrios de Pie y el MIJD de Raúl
Castells, alimenten esperanzas en que Kirchner se transforme en algo
parecido a su idolatrado Chávez; que Hebe de Bonafini y las Madres de
Plaza de Mayo (ni hablar del resto de los organismos de derechos humanos)
elogiaran públicamente a Kirchner; que la diputada Patricia Walsh, de
Izquierda Unida, vote junto con el gobierno la anulación de las leyes de
impunidad para los militares (acto cuya trascendencia era puramente política
y no jurídica); que la propia IU trabara alianza electoral con una
socialdemocracia claramente oficialista, y que tanto Luis Zamora como el
Partido Obrero hicieran la menor mención posible al gobierno nacional en
las elecciones de la Capital.
Sin embargo, quien no se
maree con la primavera kirchnerista no dejará de notar que la extrema
fragilidad institucional que dejó como herencia el Argentinazo está lejos
de haberse resuelto.
Es cierto que se han
dado pasos para revertir la crisis de representación política, como
lo muestran las elecciones del 24 de mayo (nacionales) y del 24 de agosto
(en la Capital). Allí el "voto bronca" volvió a su piso histórico,
y el hecho de que la población volviera a votar partidos y candidatos que
estaban en la picota hace un año y medio es un triunfo del régimen
democrático burgués. Régimen que, como hemos dicho, vuelve a verse como
la única forma concebible de organización política del estado
(idea que en el inmediato post-20 de diciembre había quedado en
suspenso). También está en marcha un operativo de "lavado de
cara" de la Corte Suprema y del Parlamento (parte del cual fue la
anulación de las leyes que votó IU).
Pero no hay que perder de
vista el hecho significativo de que todo el sistema de partidos está
en una seria crisis. Salvo un PJ con signos de balcanización (a la
que contribuye la estrategia de Kirchner de alianzas
"transversales"), prácticamente no existen partidos dignos de
ese nombre en condiciones de erigirse en alternativas serias de recambio
institucional. Las elecciones de la Capital fueron un caso extremo: las
dos listas mayoritarias eran un racimo de alianzas con
"partidos" oportunistas de estructura formal y militancia
totalmente inexistentes, armados de apuro para la contienda electoral. En
provincia de Buenos Aires, las tres listas principales son ramas del PJ, y
los demás partidos burgueses afrontan perspectivas de una elección
irrisoria.
De hecho, la institución
que goza de mejor salud es la presidencial. Sin embargo, diversos
analistas y politólogos señalan con preocupación que ese
fortalecimiento, fogoneado por el estilo personal de Kirchner, amenaza con
tener lugar a expensas de las demás instituciones. El
llamado "estilo K" consiste en un ejercicio de la autoridad
presidencial en un diálogo casi directo con la "opinión pública",
en detrimento del conglomerado de mediaciones que constituye el sistema
político de la democracia burguesa. Las embestidas personales de Kirchner,
vía los medios de comunicación, contra la Corte Suprema y contra las
dilaciones parlamentarias, así como el "affaire" con el
vicepresidente Scioli y las periódicas desautorizaciones a ministros y
funcionarios, representan un juego bastante peligroso. En efecto,
ese mecanismo de ejercicio del poder corre el riesgo de eliminar
mediaciones y "fusibles" del sistema político que hoy
parecen innecesarios a la luz del respaldo que exhibe el presidente, pero
que pueden volverse decisivos a la vuelta de cualquier crisis política.
Se trata de una apuesta fuerte de Kirchner a acumular capital político
mientras pueda, que lo lleva a intervenir de manera desembozada (y
bastante poco "institucional") en las elecciones provinciales,
buscando aprovechar su propia imagen positiva en favor de los candidatos
afines a su proyecto.
El oficialismo ocupa una
porción del espectro político, a derecha e izquierda, inédita desde los
tiempos de los dos primeros años de Alfonsín. En este contexto, el lugar
para el clasismo independiente y la izquierda revolucionaria,
evidentemente, se ha estrechado. La estrategia del gobierno de
tratar de contener e integrar la protesta social –más con gestos políticos
que con medios materiales– ha logrado un primer éxito: sumar o
neutralizar a diversos sectores y organizaciones y dejar en aislamiento
político a los que se mantienen críticos o al menos independientes
del gobierno. Una expresión distorsionada pero real de esto fue la paupérrima
elección que hizo la izquierda revolucionaria en la Capital, donde
quedó reducida a un mínimo estadístico. La buena performance de Zamora
no anula sino que confirma este análisis, si consideramos que por perfil
político y ubicación social la agrupación de Zamora refleja más bien
una postura de democracia radical, no de posturas clasistas,
socialistas y revolucionarias. Su agrupación, en efecto, pone mucho más
acento en los problemas formales de representación política
que en los temas sociales y de clase que expresan las luchas y las
organizaciones independientes (e, indirectamente, la izquierda
revolucionaria).
La actual coyuntura y
las perspectivas
Si comparamos el estado
anterior y el actual de una serie de factores actuantes desde el comienzo
del Argentinazo (crisis económica y de representación, deterioro
institucional, proceso de recomposición de la clase trabajadora y grado
de radicalización política, entre otros), se impone la conclusión de
que el proceso global está en este momento en uno de sus puntos más
bajos. Es innegable que está en marcha una estrategia de un
sector importante de la burguesía argentina –con el apoyo de al menos
parte del imperialismo– de reabsorción de la crisis global desatada
por el Argentinazo. Reabsorción cuya llave maestra pasa hoy por
los factores propiamente políticos del proceso. Es en ese terreno
que se han verificado los avances más sustanciales de esta estrategia:
los procesos electorales, el fortalecimiento de la institución
presidencial, el descenso en el descrédito del Parlamento y la Justicia
y, lo que no es menor, el reverdecer de cierta esperanza colectiva en
la puesta en marcha de un nuevo modelo de país dentro de los marcos
del capitalismo y sus instituciones.
Al mismo tiempo que se
constata esto, hay que sostener con la misma fuerza que estos éxitos pueden
tener pies de barro en la medida en que no se verifique un sostén
estructural y orgánico para esa estrategia. Las asignaturas
pendientes son las más difíciles: si en la esfera política Kirchner se
ha anotado puntos importantes, en el terreno económico y social todo
está en veremos, y la estabilización de la relación con el
imperialismo a partir de la negociación de la deuda permanece como una
enorme incógnita.
Es en esas áreas donde
yacen los principales desafíos para el gobierno de Kirchner y también
para la clase trabajadora: allí se va a dirimir si el respiro político
que ha conseguido Kirchner termina consolidándose o si se derrite al
calor de la lucha de clases. Por supuesto, no podemos aquí hacer
futurología, sino en todo caso dejar planteados algunos escenarios y los
factores de los que ellos dependen.
Una posibilidad es que,
efectivamente, Kirchner logre afianzar un curso político relativamente
"independiente", o al menos no tan servil como el de sus
antecesores. La base material de esta alternativa debe partir de
una renegociación de la deuda externa que le conceda cierto margen para hacer
equilibrio entre honrar las acreencias imperialistas y cubrir las
exigencias de la economía local en materia de reactivación, inversión pública,
etc. A caballo de un frente externo relativamente ordenado, sería posible
ir recomponiendo el funcionamiento del capitalismo argentino a partir de
una modificación importante, aunque no necesariamente radical, de las
cuotas de poder entre las distintas facciones de la burguesía. Los
sectores más favorecidos serían los que mencionáramos más arriba:
industriales grandes, medianos y pequeños, tanto exportadores como
orientados al mercado interno, y parte de los grandes actores extranjeros.
El disciplinamiento relativo de los sectores financieros, agrícolas y de
servicios daría pie a una moderada pero real disminución de los
indicadores sociales más catastróficos (aun en el marco de una sostenida
penuria económica y salarios "africanizados"). En este marco,
la consolidación de un nuevo proyecto de Argentina capitalista conduciría
a una estabilización económica e institucional, sobre cuya base se
cumpliría una reabsorción casi indolora del Argentinazo.
Debemos decir que este
escenario de "Kirchner toma todo" nos parece el más
improbable, pero no se puede descartar del todo. Existen
ciertas condiciones –sobre todo, como hemos dicho, políticas– que
juegan a favor de esta posibilidad. Sin embargo, para que esta alternativa
cuaje se debe dar una combinación de factores favorables que difícilmente
se den en conjunto, empezando por una predisposición
extraordinariamente condescendiente por parte del imperialismo.
El segundo escenario parte,
por el contrario, de una acumulación de contradicciones en el terreno
económico estructural, motorizada por una postura inflexible de los
países e instituciones imperialistas alrededor de la renegociación de la
deuda externa. En este marco, todo proyecto de construcción de un nuevo
modelo de país con cierta diferenciación respecto de los 90 quedaría
cortado de raíz, y los parámetros de la vida económica y social de la
Argentina volverían a estar signados por la crisis, la recesión y el
deterioro de las condiciones de vida de las masas.
Este escenario de contraofensiva
neoliberal-imperialista abre a su vez nuevas variantes. Una es que
Kirchner asuma un curso de cierta resistencia a las imposiciones
imperialistas, lo que abriría una situación novedosa y sumamente
compleja, con consecuencias regionales e internacionales (opción que,
otra vez, consideramos no del todo descabellada pero sí altamente
improbable). La alternativa restante, que hoy asoma como más
factible, es que Kirchner abandone definitivamente toda veleidad
"progresista" y se pase al bando "ortodoxo",
quizá con alguna salvedad cosmética. En ese caso, dependerá en buena
medida de la actuación e iniciativas de la vanguardia y los movimientos
independientes que la situación evolucione hacia un sofocamiento más
o menos violento del proceso del Argentinazo o hacia una nueva
etapa de éste, signada por la "delarruización" de Kirchner
y una radicalización política hacia la izquierda. En esa
perspectiva, los problemas más agudos pasan hoy por la falta de
maduración de una construcción política y de poder del lado de la
clase trabajadora y los sectores populares. Estas carencias del lado de la
construcción de una subjetividad política e institucional de clase
son hoy el obstáculo más importante para una progresión
revolucionaria del proceso del Argentinazo.
Sin duda, estos escenarios
alternativos son relativamente "puros", y lo más probable acaso
sea una combinación más o menos inestable de ellos. Sin embargo, es
importante tener presente, en la actual coyuntura de fortaleza política
de Kirchner y de aislamiento de la izquierda revolucionaria, hasta qué
punto y sobre qué bases reales el gobierno ha logrado dar pasos hacia la
reabsorción del Argentinazo.
La realidad es que se
impone ser cautos sobre los alcances de esta contratendencia, y que cabe
reafirmar como definición esencial que el proceso del Argentinazo
sigue abierto. Que hoy el gobierno actúe casi sin oposición política,
y con una "oposición social" aún bastante sorda, sólo
significa que ha logrado postergar el momento de las grandes
definiciones. Mucho antes de lo que imaginamos puede instalarse
nuevamente la perspectiva de enfrentamientos y convulsiones sociales.
La primera condición para que la clase trabajadora y la izquierda
revolucionaria estén preparados para afrontar esos desafíos es partir de
una evaluación serena y marxista, no impresionista, del momento
político y del gobierno actuales. A esa comprensión hemos querido
contribuir.
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