La
negociación de la deuda y la “quita”
Números con
trampa
Por
Marcelo Yunes
(Socialismo o Barbarie –periódico– 19/02/04)
Los vaivenes de la negociación por la deuda están en el centro de la
escena. Todos los días nos desayunamos con novedades: que los yanquis
apoyan, que los yanquis exigen, que se embargan los bienes del Estado
en EE.UU., que el Fondo aprieta, que el Fondo afloja... En el medio,
revolotean las declaraciones de economistas gusanos, opinólogos
amigos de Kirchner y charlatanes varios, todos ellos agitando números
de más de 10 dígitos, y en dólares. Es como para marearse, así que
intentaremos poner un poco de orden en este embrollo.
Deuda blanca, deuda negra
Una vez más, es necesario recordar que esta negociación está
dividida en dos, de acuerdo al tipo de acreedor. La deuda con los
acreedores institucionales (FMI, Banco Mundial y otros) se acerca a
los 90.000 millones de dólares y siempre se pagó puntualmente,
echando mano a reservas si era necesario. El pago de esa deuda ya está
negociado (aunque hace poco el FMI quiso retocar el famoso superávit
del 3% del producto bruto destinado a pagarla). Esa es la deuda «blanca»,
con montos, plazos y esquemas de pago estipulados.
Quedan algo más de 80.000 millones de dólares que se deben a
particulares que tienen bonos de la deuda argentina. Lo que propone el
gobierno es canjear esos bonos por otros cuyo valor nominal sea un 75%
inferior. Acá, por supuesto, aparecen los gritos, pataleos, presiones
y juicios de gente que va desde fondos buitres (especuladores de lo
peor) hasta fondos de pensión y bancos de todo el mundo
(especuladores a secas). Esa es la deuda «negra», cuyo valor final
está por definirse, y a la que los acreedores quieren transformar en
blanca, o al menos gris.
Enseguida veremos los problemas políticos y técnicos que entraña
esta negociación. Pero hay que empezar por tener muy en cuenta que
cualquiera sea el número final, el esfuerzo fiscal para «honrar la
deuda privada» se va a agregar a la ya pesada carga de la
deuda con los buitres «oficiales» comprometida con el FMI.
La
aritmética flexible de Kirchner-Lavagna
Ahora resulta que el 75% de quita es una «causa nacional» de la que
dependen la soberanía, la dignidad, el desarrollo sostenible, el
bienestar del pueblo y el futuro de la nación. Paparruchas. Contra
todo lo que bombardean los medios y los progres que se suben a
cualquier colectivo, el 75% de quita, en sí mismo, no es tan
definitivo como se cree. Lo que efectivamente van a cobrar los
acreedores (que es lo que se expresa en el llamado «valor presente»,
a diferencia del valor nominal) depende menos del porcentaje
de quita que de los plazos de pago y la tasa de interés que se
pacte. El periodista económico Ismael Bermúdez da un buen ejemplo:
«La misma deuda nominal a diferentes plazos e intereses tiene distintos
valores presentes (...) en valor presente, con una tasa de descuento
del 10% anual, es lo mismo recibir 25 [es decir, una
quita del 75%] al 2% anual y 5 años de plazo, que 39 [quita
del 61%] a 10 años y al 1% anual» (Clarín, 15-2-04). La idea
no es ahogarse en números, sino demostrar que las verdaderas
condiciones y el monto real de pago (y, por ende, el esfuerzo
fiscal correspondiente) no están ancladas en el porcentaje
de quita.
De hecho, hay toda una serie de variables que pueden modificar
sustancialmente lo que van a recibir en mano los acreedores,
incluso sin tocar el famoso 75%. Además de los plazos de pago
y la tasa de interés, el menú que se ofrecerá a los acreedores
puede incluir, por ejemplo, el reconocimiento de todos o parte de los intereses
vencidos; en la oferta de Dubai, el gobierno declaró que eso no
se pagaba, pero, sospechosamente, ahora no dice nada de que eso
sea «inamovible». También se puede mostrar la «buena fe» que
reclama el Fondo con pagos a cuenta, ya sea al contado rabioso
o sujetos al crecimiento del PBI.
Como se ve, hay muchas opciones, pero la perspectiva, según, por
ejemplo, un neoliberal de FIEL, Fernando Navajas, es que «todo parece
indicar que se inicia una convergencia a una suerte de “Dubai-plus”,
donde la oferta de Argentina se modifica, con el ingenio
financiero que nunca falta para al mismo tiempo salvar la
imagen política del “yo me planto en el 75%”» (Clarín,
15-2-04).
Lo de siempre, en resumidas cuentas: mientras se hacen discursos
incendiarios y se convierte al 75 en el número mágico de la dignidad
nacional, mediante alquimias financieras la oferta real se modifica
para arriba sigilosamente. Se pagan mayores costos en dólares,
pero el costo político permanece intacto... al menos, mientras no se
deschave la trampa.
Aunque
los vientos del G-7 soplen fuerte... no hagan olas
Más importante que los embargos que lograron algunos fondos buitres en
EE.UU. (medida espectacular pero de dudoso impacto real) resulta el
hecho de que el G-7 (el grupo de los siete países más importantes
del mundo) se alineó con el FMI en la exigencia de que Argentina
pague más de lo que prometió hasta ahora. Esa presión ya logró dos
cosas: una, que se empiece a formar de una vez el «club» de bancos
que hará la «ingeniería financiera» del canje de bonos (bancos que
a su vez, por supuesto, presionarán para que Kirchner mejore su
oferta y facilite el acuerdo); la otra, el reciente y sorpresivo
tarifazo. En cuanto a este último, digamos que eso de que «sólo
afecta a las empresas y no a los usuarios» está por verse.
Primero porque, por supuesto, el aumento del GNC afecta directamente a
sectores populares. Y segundo, porque las empresas ya deslizaron que
los mayores costos serán trasladados a los precios.
En todo caso, el oficialismo defiende la «causa nacional» y la «dignidad»...
en los medios, no en las calles. Cuando algunos dirigentes del
PJ con exceso de celo le sugirieron a Kirchner convocar a
movilizaciones contra el FMI y por la defensa de la propuesta del
gobierno, la respuesta fue tajante: ni locos. No le falta razón al
gobierno: poner gente en la calle es peligroso y está mal visto por
EE.UU. (a ver si lo comparan con Chávez, todavía). Pero además de
que Kirchner no tiene ni la menor intención de inflamar los ánimos
populares (salvo en los discursos demagógicos), tampoco es cuestión
de atarse las manos con una propuesta en plena negociación.
Haciendo
equilibrio afuera y adentro
Parece evidente que, aun manteniendo la postura general de «ni ceder
en todo ni romper: negociar», para el gobierno esa «línea
intermedia» se va corriendo lentamente hacia la derecha. Por otra
parte, se avizoran problemas en cuanto a lograr un «modelo sostenible».
La recaudación fiscal récord (con su correspondiente superávit) se
apoya en impuestos reconocidamente transitorios: las
retenciones a las exportaciones y el impuesto al cheque. ¿Alcanzará
con uno o dos años de crecimiento (desde un piso bajísimo) para
generarle al Estado ingresos suficientes para pagar las dos deudas
sin resentir la actividad económica?
De eso depende también la futura solidez del frente interno,
porque pese a que se habla de un crecimiento del 7 u 8% del producto
bruto, ni el empleo ni el salario muestran signos firmes de
recuperación, de modo que el horizonte de pobreza y desocupación
no se moverá para el conjunto de la sociedad. Lo único que podría
modificar eso serían medidas antiimperialistas en el terreno de la
deuda pública y anticapitalistas en la estructura impositiva. De
más está decir que las movidas que hizo Kirchner en esas áreas van
en un sentido diametralmente opuesto.
Eso es lo que explica que, tras el fragor de los discursos contra Anne
Krueger y los fondos buitres, se esconden dos jugadas estratégicas
en contra de la clase trabajadora (ver más detalles en los artículos
específicos): la embestida de la Justicia y de los medios (ambos «independientes»,
por supuesto) contra el movimiento piquetero –facilitada, hay que
decirlo, por la política nefasta de sus corrientes principales– y
la «nueva» ley laboral que, como dice un analista, «consiguió un
consenso generalizado justamente porque cambia algo, pero muy poco»
(Clarín, 17-2-04).
Involuntariamente, se da aquí una interesante definición aplicable a
toda la política de Kirchner: «cambia algo, pero muy poco», y por
eso logra «consenso generalizado», es decir, de los patrones, la
burocracia sindical y los partidos burgueses. Romper ese consenso
desde una política de unidad e independencia de clase es la tarea
de la clase trabajadora, de sus organizaciones y de su vanguardia.
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