Corea: ¿la guerra que vendrá?
Por Higinio Polo (*)
La Insignia, España, 31/03/05
1. En 1945, la URSS, que había entrado con sus
tropas en Corea como consecuencia de sus acuerdos con Washington en el
reparto de tareas de la ofensiva final de la Segunda Guerra Mundial, y
que podría haber ocupado toda la península, detiene sus divisiones
en el paralelo 38, punto de encuentro fijado con los soldados
norteamericanos para que el ejército japonés del sur de la península
se rinda ante el alto mando estadounidense. Después, Moscú retira
sus tropas, traspasando el control del norte de la península a Kim Il
Sung, dirigente de la guerrilla comunista coreana que había combatido
a los japoneses. En ese momento, Moscú defiende la independencia de
una Corea unida. En el sur, la rendición japonesa trae una efímera
república y, después, en agosto de 1948, la creación, por
Washington, de una República de Corea. La respuesta de la resistencia
instalada en el norte es la creación de la República Popular de
Corea, que el gobierno estadounidense se niega a reconocer. La URSS ha
retirado sus tropas del norte del país, pero Estados Unidos,
incumpliendo los acuerdos con Moscú, mantiene sus soldados en el sur:
hasta hoy. Washington cede el poder a Syngman Rhee, que establece una
feroz dictadura y reprime sin contemplaciones a quienes exigen la
reunificación con el Norte. De esa época procede la exigencia
popular de retirada de las tropas norteamericanas de Corea del Sur.
La doctrina Truman de contención
del comunismo y el inicio de la guerra fría, hacen el resto.
Washington, ante la cercanía ideológica de Corea del Norte con la
URSS, fortifica sus posiciones: las negociaciones entre Moscú y
Washington sobre Corea se cierran con un fracaso y la división se
consolida. La imposición de dos repúblicas es rechazada por Kim Il
Sung y por la mayoría de las fuerzas políticas del sur del país. El
deseo de reunificación, visto como una liberación de la parte del país
ocupada por tropas extranjeras, que venía a suponer una continuación
de facto de la ocupación japonesa, culmina el 25 de junio de
1950, cuando el ejército norcoreano atraviesa el paralelo 38. Seúl
es liberada, y la población del sur muestra en las calles su apoyo a
la acción. Sin embargo, Washington no acepta la reunificación, que
contempla como la expansión del comunismo.
Así, Estados Unidos contraataca,
atraviesa a su vez el paralelo 38, haciendo retroceder a los soldados
norcoreanos, y llega casi hasta la frontera china. La propaganda
norteamericana ha mantenido durante 50 años, y sigue haciéndolo, que
su intervención fue defensiva, y que su ataque estaba bajo el mandato
del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, ocultan los detalles
de la situación: sus tropas no se limitan a restablecer la frontera
en el paralelo 38 sino que llegan casi hasta la frontera china, y el
mandato de la ONU era fruto de sus malas artes diplomáticas. Cuando
se inician las hostilidades en Corea, en 1950, es convocado el Consejo
de Seguridad de la ONU, por iniciativa estadounidense, en un momento
en que el representante soviético se encuentra ausente del Consejo:
medio año antes, Moscú lo había abandonado como forma de protesta
ante la ocupación del escaño reservado a China por el gobierno
derrotado de Chiang Kai Cheh. Recuérdese que, en octubre de 1949, Mao
Tse Tung había proclamado la República Popular China. Washington se
negaba a que la nueva China ocupase el sitio en el Consejo de
Seguridad que, con arreglo al derecho internacional, le correspondía
al gobierno de Pekín. De hecho, Taiwan usurpará ese puesto durante años,
con el beneplácito de Washington que, gracias a su derecho de veto,
impide cualquier cambio.
Aprovechando esa situación,
Estados Unidos arranca una autorización del Consejo de Seguridad (los
otros países con derecho a veto, Francia, Gran Bretaña y la China
nacionalista de Chiang Kai Cheh son aliados suyos) que le permite
presentar ante el mundo su ataque a Corea del Norte como una
"misión de la ONU". De esa forma, la Unión Soviética no
pudo utilizar su derecho de veto, y pese a que Moscú volvió al
Consejo de Seguridad y exigió que fuese declarada nula la anterior
decisión, puesto que no habían estado presentes todos los miembros
permanentes del Consejo cuando fue adoptada, Washington mantuvo su
posición, argumentando -en contradicción con la propia Carta de la
ONU- que habían votado los países que se hallaban presentes. Una
muestra de las trampas de leguleyo de Washington se constata en la
calificación dada a sus propias tropas como "fuerzas de la
ONU", en un intento de darle fuerza jurídica a su
intervencionismo, dado que, en ese momento, 1950, las Naciones Unidas
no habían llegado a ningún acuerdo que significase la dotación por
parte de los países miembros de fuerzas militares para componer
unidades propias bajo mando de la ONU. La propuesta estadounidense
utilizó un ardid: hacer que la ONU "pidiese" a los Estados
Unidos que le dejase utilizar sus tropas y su estructura militar en
Corea para los planes de ataque. Recuérdese que algo parecido
pretendió hacer Washington durante los preparativos de la reciente
invasión de Irak, aunque, en 2003, la resistencia del resto de los países
con derecho a veto del Consejo de Seguridad le impidió contar con el
aval de la ONU.
Tras el ataque estadounidense, Pekín,
que veía las divisiones estadounidenses aproximarse a sus fronteras,
interviene en ayuda de Pyongyang. Pese a lo que mantiene su
propaganda, a los norteamericanos no les tembló el pulso en la
guerra, e iniciaron una política que perseguía aterrorizar a la
población. Todavía ignoramos las dimensiones de la matanza. Faltan
investigaciones, pero no hay duda de que Corea, Vietnam, Irak, o No
Gun Ri, My Lay, Abu Graib, son eslabones de una misma política. Baste
un ejemplo: a finales de julio de 1950, soldados del Séptimo de
Caballería norteamericano disparan contra refugiados desarmados, en
el puente de No Gun Ri: más de trescientas personas, entre ellas
mujeres y niños, son asesinadas. Las consecuencias de la guerra, que
dura tres años, son terribles: se calcula que murieron cuatro
millones de personas. Cuando se detienen los enfrentamientos
militares, la frontera se estabiliza de nuevo en el paralelo 38. Nunca
se firmó el final de la guerra, ni existe un tratado de paz. El acoso
norteamericano, que sigue manteniendo casi cuarenta mil soldados en
Corea del Sur y más de cien mil soldados en la zona, continua hasta
hoy, y su potente propaganda mantendrá la ficción para ingenuos de
que mientras Corea del Norte era una dictadura comunista, Corea del
Sur era una democracia, ocultando la realidad de una sanguinaria
dictadura en Seúl cuyos sucesivos representantes son un ejemplo de
ignominia: como Syngman Rhee o el general Chung Hee Park.
2. La desaparición de la URSS, en
1991, cambia por completo el panorama estratégico mundial. Washington
reelabora su doctrina militar y su visión estratégica del planeta;
acaricia el objetivo de ocupar por completo el espacio anteriormente
influido por Moscú, y juega incluso con la idea, sin reconocerlo
abiertamente, de dividir la propia Rusia, heredera, en lo sustancial,
del papel desempeñado por la URSS. La nueva Rusia capitalista tiene
sus propios intereses, que no coinciden con Washington: el principal,
la continuidad y la seguridad del propio país (aunque
territorialmente disminuido), y de la propia cultura rusa, ante el
riesgo de división alentada por Washington. Otras cuestiones se añaden
al complejo tablero estratégico: el futuro de Asia central, la
reorganización de Oriente Medio, el flujo petrolífero. Al mismo
tiempo, Estados Unidos ocupa paulatinamente el espacio abandonado por
Moscú en Europa oriental, el Cáucaso y en Asia central, y empieza a
construir el cerco a China, mientras se embarca en la fantasmal
"guerra contra el terrorismo", que oculta adecuadamente sus
objetivos políticos estratégicos, enarbolando un estrafalario eje
del mal, compuesto por Irak, Irán y Corea del Norte, apto para
consumo interno y para alimento de su propaganda servida al mundo. La
artificial crisis nuclear de la península de Corea cobra sentido en
esa nueva situación.
Hasta el inicio de la década de
los ochenta, el nivel medio de vida del norte del país era superior
al del sur. Sin embargo, los años noventa del siglo XX fueron
especialmente duros para Corea del Norte: a la desaparición de la
URSS, y a la destrucción de las redes comerciales con los países
socialistas, con la pérdida del ventajoso petróleo soviético, se añaden
las terribles inundaciones de 1995 y 1996, que destruyen buena parte
de la infraestructura agrícola, y, después, llega la dura sequía de
1997. La consecuencia fue una crisis alimentaria que forzó a
Pyongyang a pedir asistencia internacional. A finales de 2004, la FAO
informaba de que la cosecha de arroz norcoreana había sido la mejor
de los diez últimos años, pero persistía el déficit alimentario.
La terrible crisis, aún no resuelta, fue acompañada por alarmistas
noticias, filtradas por organismos norteamericanos, que hablaban de
millones de muertos en Corea del Norte y que preparaban psicológicamente
al mundo para una posible intervención contra el país. A ello se añadía
la ambigua referencia al peligro nuclear e, incluso, la afirmación de
que Pyongyang posee la bomba atómica. La lógica de esa temeraria política
es repetida con insistencia por Washington: sabe que, si esas
informaciones adquieren verosimilitud, ¿quién osará mover un dedo
por un régimen responsable de la muerte de millones de ciudadanos y
que, además, es un peligro nuclear? Así, el enfrentamiento de los años
cincuenta se repetía de nuevo, pero en un mundo radicalmente
diferente.
Con la administración Clinton, la
vieja tensión entre Washington y Pyongyang llega tan lejos que
Estados Unidos está a punto de lanzar un ataque nuclear
"controlado" contra Corea del Norte, en 1993. Pyongyang
conoce, y teme, a su adversario: ahí están Hiroshima y Nagasaki, el
precedente de MacCarthur reclamando el bombardeo atómico de China y
también de Corea, y la crisis de 1962, con Cuba al fondo. La
negociación se impone. Una misión norteamericana, dirigida por Jimmy
Carter, prepara el terreno. En 1994, el gobierno Clinton llega a un
acuerdo, negociado por Madeleine Albright, con Corea del Norte, que
ambos países firman en Ginebra. El acuerdo contempla la suspensión
del programa nuclear de Pyongyang (que es de uso civil, para la
obtención de energía) a cambio del suministro de medio millón de
toneladas de petróleo al año, y de la construcción de dos reactores
nucleares de agua ligera, para sustituir los reactores de fabricación
soviética. Es una razonable compensación por la pérdida de energía
que supone para Pyongyang la paralización de las centrales de grafito
soviéticas y su desmantelamiento final, después de que se hayan
construido las dos centrales de agua ligera. Queda establecido en el
convenio que la Agencia Internacional de la Energía Atómica (IAEA)
controlará las instalaciones norcoreanas y el cumplimiento de los
acuerdos. Al mismo tiempo, Washington garantiza a Corea del Norte que
no la atacará ni utilizará contra ella armas nucleares. Pyongyang
celebra el equitativo acuerdo, pero, en ese momento, aún ignora que
tiene trampa. Estados Unidos se compromete, seguro de que, tras la
desaparición de la URSS, el sistema norcoreano se hundirá, como ha
ocurrido con otros países pocos años antes en la Europa oriental
socialista. Washington no piensa cumplir el acuerdo, pero juega la
partida como un consumado tahúr.
Los compromisos de Ginebra no son
incumplidos por Pyongyang, sino por Washington, que deja en el olvido
la construcción de los dos reactores de agua ligera (pese a que no
iba a financiarlos), no suministra el petróleo prometido y congela
las relaciones con Corea del Norte, al tiempo que se desdice de las
garantías de no agresión que había ofrecido en Ginebra al gobierno
de Pyongyang. Para Corea del Norte, se encienden todas las alarmas. Años
después, altos responsables del Pentágono reconocen que esperaban el
inmediato hundimiento de Corea del Norte. Sin embargo, no sucede así,
y, ante el hecho consumado del incumplimiento de Estados Unidos,
Pyongyang vuelve a impulsar su programa nuclear, que continúa siendo
de uso civil, aunque Washington teme que pueda tener utilización
militar. Pese a ello, el gobierno norcoreano cumple con su parte de
los acuerdos, al menos hasta finales de 2002, y juega, además, como
una baza negociadora, con la ambigüedad sobre sus intenciones. Tras
varios años de tensión, en enero de 2003, Corea del Norte se retira
del Tratado de No Proliferación nuclear. Aunque controvertida, esa
decisión es un aldabonazo en la escena internacional y una lógica
medida defensiva ante el acoso diplomático de Washington: tras la
invasión de Afganistán y los evidentes preparativos para invadir
Irak, que se confirman dos meses después, Pyongyang teme ser el
siguiente país en ser atacado.
El Tratado de No Proliferación
nuclear había sido firmado en 1968 y establecía el reconocimiento de
la condición de potencia nuclear a los países que habían realizado
pruebas nucleares, verificadas antes de enero de 1967, y que,
entonces, coincidían con los miembros con derecho de veto en el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, es decir, la Unión Soviética,
Estados Unidos, China, Gran Bretaña y Francia. Establecía, también,
que el resto de países del mundo renunciaban a tener, en el futuro,
armamento atómico. La principal contrapartida para el resto de los países
radicaba en que las cinco potencias atómicas se comprometían a
iniciar una reducción paulatina de sus arsenales. Esa contrapartida
nunca se cumplió a satisfacción de todos.
En 1972, se había firmado el
Tratado de Limitación de Armas Estratégicas, SALT I, y el Tratado
ABM sobre misiles antibalísticos. Pero, tras la desaparición de la
URSS, el mundo había cambiado. Las iniciativas del gobierno de George
W. Bush, como la retirada de Washington de los acuerdos ABM y los
nuevos planes para consolidar el dominio nuclear estadounidense, junto
con las evidentes tentaciones de militarización del espacio y de
construcción de un escudo antimisiles, que rompen con la
arquitectura de los acuerdos firmados con la URSS para la
desnuclearización parcial del mundo, ponen sobre la mesa una
evidencia: la violación del Tratado de No proliferación nuclear ha
sido protagonizada por Estados Unidos y no por un pequeño país como
Corea del Norte. Sin embargo, la confusión y las mentiras, ahogan la
verdad.
Por otra parte, la existencia de
armas nucleares estadounidenses en Corea del Sur y en los submarinos
destinados en el océano Pacífico, son una constante espada de
Damocles sobre Corea del Norte. En 1991, a consecuencia de los
acuerdos de desnuclearización firmados por las dos Coreas, Estados
Unidos aseguró haber retirado esas armas, pero Pyongyang sabe que
pueden ser reinstaladas, de nuevo, en cualquier momento, con un
peligro añadido: Estados Unidos mantiene la doctrina de no renunciar
al uso, en primer término, de bombas nucleares, a diferencia de la
Unión Soviética, que había proclamado solemnemente que, en caso de
ser atacada, nunca utilizaría en primer lugar el armamento atómico.
Por si faltaba algo en la compleja situación, Pyongyang sabe que los
submarinos norteamericanos de Jinhae, en la parte meridional de Corea
del Sur, están dotados, según todos los indicios, de armamento
nuclear. Los acuerdos START-2 forzaron la retirada de las ojivas
nucleares de los submarinos, pero, dos años después de que la Casa
Blanca tomase esa decisión, el Pentágono volvió a introducir
armamento atómico en los submarinos de la flota.
La doctrina nuclear norteamericana,
recogida en la Nuclear Posture Review, de 1994, mantiene que,
en el mundo actual, las armas nucleares han perdido importancia: de
todas las potencias atómicas, China y Rusia no manifiestan propósitos
militares agresivos, y Gran Bretaña y Francia son países aliados, al
igual que Israel y Paquistán; por último, las relaciones con la
India han mejorado notablemente. El análisis de los estrategas
estadounidenses concluye que, para Estados Unidos, no hay riesgos
previsibles de sufrir un ataque nuclear. Esa nueva situación permite
reducir el arsenal nuclear. Sin embargo, mantienen alertas sobre la
evolución del antiguo territorio soviético, y pretenden controlar el
acceso de cualquier país del planeta a la tecnología nuclear, al
tiempo que quieren seguir siendo la principal potencia nuclear del
mundo. Pese a ello, durante la presidencia de Clinton, se contempla la
posibilidad de utilizar armamento nuclear en situaciones de crisis, si
la seguridad de las tropas norteamericanas lo requiere, lo que aumenta
la discrecionalidad del gobierno estadounidense. Con Clinton, el
aparente pragmatismo de la política norteamericana incluye una severa
vigilancia sobre el mundo: fuera del club nuclear (los cinco grandes,
más India y Paquistán, e Israel), Washington pretende que todos los
países del mundo suscriban el Tratado de No Proliferación nuclear,
renunciando a conseguir la bomba atómica y acepten todo tipo de
inspecciones en su territorio. Las sospechas sobre Irán, Corea del
Norte y algunos otros países, menos relevantes, como Libia, mantienen
las alertas norteamericanas.
La llegada del gobierno de George
W. Bush, en 2001, y su equipo de neoconservadores extremistas,
complica todavía más la situación, con una sucesión de amenazas a
Corea del Norte. Esas amenazas no son una broma, a la vista del
grotesco eje del mal que Bush enarbola como compendio de los
males del mundo y como objetivo de sus ataques diplomáticos y
militares. Así, por ejemplo, el 9 de abril de 2003, tras la entrada
de los blindados estadounidense en Bagdad, John Bolton, secretario de
Estado adjunto de EEUU, declara a los medios de comunicación
internacionales que "el fin de Corea del Norte es nuestra política".
Washington considera que la creación de una crisis artificial en
Corea conviene a sus intereses, por dos razones: limita las voces que
reclaman, en Corea del Sur y Japón, la retirada de las fuerzas
norteamericanas de la zona, y, al mismo tiempo, fuerza a sus gobiernos
a mantener los acuerdos con Estados Unidos, ante la hipotética
amenaza norcoreana. También, impidiendo la normalización política y
el deshielo en la península coreana, Washington cierra el paso a la
llegada de crudo ruso a Corea del Sur y a Japón, a través del
territorio norcoreano, dificultando así el crecimiento económico de
una zona en la que tanto China como Japón tienen importantes
intereses. Washington sigue atentamente las discretas negociaciones en
curso para crear un Área de Libre Comercio para toda Asia oriental,
que englobaría a China, Japón, Corea y los diez países miembros de
la ANSEA (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), en la región
del mundo de más rápido crecimiento económico, que ve como un
peligro para sus intereses estratégicos.
A comienzos de 2002, Bush plantea
ante el Congreso de Representantes una revisión de la doctrina de
utilización del armamento atómico; en ella, se contempla la
posibilidad de usar bombas nucleares contra China, Rusia, Irán, Irak,
Corea del Norte, Siria y Libia. Mientras, Washington ha seguido
desarrollando las armas nucleares tácticas y trabajando en el diseño
de pequeñas bombas nucleares aptas para ser utilizadas de forma
controlada. La revisión de la doctrina nuclear, presentada por Donald
Rumsfeld, introduce un elemento novedoso: si durante la guerra fría
el armamento atómico siempre había sido considerado como el último
recurso en caso de enfrentamiento militar (la famosa disuasión),
ahora se mantiene que las bombas nucleares pueden ser utilizadas en
conflictos regionales. De ahí, el énfasis puesto en la destrucción
de supuestas fortificaciones subterráneas de los enemigos de
Washington. Fuentes de los servicios secretos norteamericanos filtran
en esos meses a la prensa la existencia de "cientos, tal vez
entre mil y dos mil" búnkers subterráneos en todo el mundo:
estaban preparando a la opinión pública para que la industria de
guerra norteamericana, íntimamente ligada al equipo de Bush, iniciara
la fabricación de pequeñas bombas nucleares tácticas, supuestamente
capaces de destruir esos búnkers.
El espantajo de las armas químicas
y bacteriológicas que pueden ser utilizadas por países enemigos para
atacar a las tropas norteamericanas, y que ya fue utilizado en la
propaganda de guerra contra Irak, juega un papel determinante: los más
duros neoconservadores son partidarios de la utilización de esas
armas nucleares, y mantienen que la única respuesta posible ante un
ataque con armas químicas o biológicas son esas pequeñas bombas atómicas.
Durante la gestación de la crisis iraquí, que culmina con la invasión
del país en marzo de 2003, los responsables estadounidenses reiteran
en diferentes ocasiones que "no excluyen la utilización de toda
su fuerza". De hecho, se estaba abandonando la tradicional posición
estratégica que no contemplaba el ataque con armamento atómico a países
que careciesen de él, lo que, en la práctica, limitaba la
posibilidad de ataques a Rusia, como heredera de la URSS, y a China,
puesto que el resto de potencias nucleares no eran hostiles a
Washington.
La crisis coreana sigue sin
resolverse. En los primeros días de febrero de 2003, Estados Unidos
destaca 24 bombarderos cerca de Corea del Norte. A finales de ese mes,
Nicholas Kristof, premio Pulitzer, escribía en The New York Times
que el Pentágono trabajaba en un proyecto secreto para atacar los
reactores nucleares de Corea del Norte. Kristof, con fuentes en el
Departamento de Defensa norteamericano, daba cuenta de planes para
utilizar misiles Crucero, bombardeos masivos e incluso armas nucleares
tácticas. Según Kristof, el peligro surgía porque el gobierno Bush
no estaba interesado en resolver la crisis por vía diplomática. En
ese mes de febrero de 2003, Roh Moo-hyun se había convertido en
presidente de Corea del Sur. Roh, partidario de la normalización de
relaciones con Pyongyang, no era el candidato preferido de Washington.
Mientras la CIA filtra que Corea del Norte tiene misiles, que pueden
llevar cargas nucleares, para alcanzar a Estados Unidos, y Bush
declara al respecto, enfáticamente, que "deja abiertas todas las
opciones". China y Rusia hacen pública una declaración conjunta
en la que se muestran seguras de que Pyongyang no pretende desarrollar
armas nucleares y piden a Washington que vuelva a la negociación.
A principios de marzo, cazas
norcoreanos interceptan un avión de reconocimiento norteamericano que
sobrevolaba su territorio. La tensión se reduce gracias a la
intervención china, que consigue el reinicio de conversaciones en Pekín
entre Washington y Pyongyang, aunque en medio de nuevas mentiras y
amenazas: Estados Unidos acusa a Corea del Norte de complicidad con el
tráfico de heroína y hace circular en medios diplomáticos, como
medida de presión, que podría tener un plan para bombardear la
central nuclear norcoreana de Yongbyon. La intoxicación más grave es
el supuesto reconocimiento de Pyongyang de que tiene la bomba atómica,
noticia que llega de fuentes estadounidenses, sin ser confirmada por
Corea del Norte. Sorprendentemente, y pese a la alarma que crea
Washington, Bush rechaza firmar un pacto de no agresión con
Pyongyang, ofrecido insistentemente por el gobierno norcoreano.
Washington estaba dejando al descubierto sus mentiras.
A mediados de noviembre de 2003,
Donald Rumsfeld visita Seúl. En su agenda está el envío de soldados
surcoreanos a Irak (el gobierno de Roh Moo-hyun se niega a enviar más
de tres mil militares, y su envío ha generado múltiples
manifestaciones de protesta en el país) y la nueva organización y
despliegue de las Fuerzas Estadounidenses en Corea (USFK). Pero las
alarmas se suceden, todas con intencionalidad política. Ya en
diciembre de 2002, el Pentágono había informado de la supuesta
intención de Corea del Norte de ¡vender misiles a Al Qaeda! Es una
intoxicación más, útil para la guerra de nervios, pero disparatada:
Washington sabe perfectamente que Pyongyang nunca cometería un error
tan grueso, absurdo, además, desde cualquier perpectiva estratégica.
Por su parte, Colin Powell declara la conveniencia de
"estrangular económicamente" a Corea del Norte, lo que casa
mal con su supuesta preocupación por el hambre de la población
norcoreana, y las presiones norteamericanas ante la OIEA se suceden,
para forzar la condena de Pyongyang. No les detienen las mentiras:
recuérdese que el propio Cheney, y Rumsfeld, hablaron de que el
menesteroso ejército iraquí de Sadam Hussein era el cuarto ejército
más poderoso del mundo. A todo ello, se añaden las informaciones
sobre millones de muertos a consecuencia del hambre, que, aunque
falsas y servidas por la CNN al mundo, aprovechan la realidad de una
gravísima crisis agrícola, y preparan el terreno para una posible acción
militar humanitaria, porque, en esa lógica: ¿quién iba a
condenar la caída de un régimen autoritario que condena al hambre y
a la muerte a sus ciudadanos?
El 25 de octubre de 2004, el
presidente chino, Hu Jintao, y el primer ministro, Wen Jiabao, así
como el ministro de asuntos exteriores, Li Zhaoxing, se encuentran con
Colin Powell, en Pekín. Powell había estado antes en Japón, y,
después, visita Corea del Sur. Entre otros asuntos, Powell aborda la
crisis nuclear coreana, y, para conseguir que China se aproxime al
punto de vista de EEUU, declara públicamente el apoyo norteamericano
a la idea de "una sola China". Pekín mantiene que el estímulo
a la independencia de Taiwan supone uno de los mayores riesgos para la
paz en esa zona de Asia. Pekín quiere desactivar el enfrentamiento
entre Pyongyang y Washington e insiste en las negociaciones entre las
partes. El mismo día del encuentro entre Wen Jiabao y Powell, el periódico
Minju Joson, de Corea del Norte, denuncia las maniobras navales
en la bahía de Tokio, dirigidas por fuerzas norteamericanas,
previstas para el día siguiente, 26 de octubre, como un evidente acto
de acoso militar, mientras Powell, como concesión a Pekín y ante los
endebles argumentos norteamericanos para no hacerlo, declara públicamente
que Estados Unidos quiere reanudar las conversaciones a seis bandas en
Pekín sobre la cuestión nuclear coreana.
Sin embargo, Powell reconoce que
las diferencias impiden acordar fecha para su reanudación. En
realidad, está reclamando al gobierno norcoreano la paralización de
sus reactores sin nada a cambio. La hostilidad norteamericana hacia
Pyongyang es evidente, y los responsables chinos piden a Estados
Unidos que adopte una postura más flexible. Pocos días después, la
diplomacia secreta reúne a representantes de Corea del Sur, Estados
Unidos y Rusia, en Seúl, cita que Washington contempla con el propósito
de presionar a Corea del Norte. La reunión congrega a James Kelly,
subsecretario de Colin Powell, al que acompaña en la gira, al
viceministro de exteriores de Corea del sur, Lee Soo-hyuck, y al
vicecanciller ruso, Alexander Alekseiev. Hay que recordar que, hasta
hoy, se han celebrado tres rondas entre los seis países (las dos
Coreas, Japón, China, Rusia y Estados Unidos) que participan en las
negociaciones, pero la cuarta permanece sin convocarse. El propio
Jimmy Carter había declarado que las bases de un acuerdo eran
sencillas: el abandono del programa nuclear norcoreano y la garantía
oficial de los Estados Unidos de que no atacará a Corea del Norte.
Las propuestas de Pyongyang van también en ese sentido, con la
preocupación añadida por tener acceso a energía suficiente.
En junio de 2004, una propuesta
presentada por Edward Kennedy para limitar el desarrollo de bombas
nucleares tácticas fue derrotada en el Senado estadounidense. El
gobierno Bush pretende desarrollarlas, mientras el Pentágono estudia
su utilidad para destruir fortificaciones y bunkers subterráneos. A
principios de enero de 2005, Seúl anuncia una reducción de su ejército,
que pasaría de 690.000 soldados a 650.000. Seúl, inmersa en las
negociaciones para la reducción de tropas de EEUU en su territorio,
que se habían iniciado en 2003, quiere pasar de 37.000 soldados
estadounidenses a 25.000, a principios de 2009. Opta también por la
negociación con Pygongyang. Pero no parece que sea esa la política
por la que se inclina Washington: no deja de ser revelador que acuse a
Pyongyang por abandonar el Tratado de No Proliferación nuclear y le
parezca legítima su decisión de abandonar el Tratado ABM y, en
general, la ruptura de los acuerdos de desarme asumidos en las
negociaciones con la URSS.
Ahora, todo depende del nuevo
gobierno Bush, aunque sus delirios sobre supuestas amenazas
terroristas, el recurso a la intoxicación y la inclinación al uso de
la fuerza no son tranquilizadores. A mediados de enero de 2005,
informaciones filtradas por el FBI, levantaban sospechas sobre China:
hablaban de la supuesta preparación de una bomba nuclear sucia
para atacar Boston, en una acción preparada por trece ciudadanos
chinos, que fueron detenidos, y "forzaron" la apertura de
una investigación por parte del Departamento de Justicia. En ese
amenazador escenario, y ante la constatación de que el nuevo gobierno
Bush, y su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, optan por el
enfrentamiento (Rice, sin ambigüedad, declara que hay que
"acabar con las tiranías", en una explícita alusión a
Corea del Norte), Pyongyang mueve ficha. A mediados de febrero, el
ministerio de Exteriores norcoreano publica un comunicado renunciando
a continuar las negociaciones, a la vista de la evidente hostilidad
norteamericana. Corea del Norte afirma, también, que han fabricado
armas nucleares para "autodefendernos ante la amenaza
estadounidense". Tres meses antes, el propio presidente
surcoreano, Roh Moo-hyun, reconocía que Pyongyang tenía "algo
de razón" cuando afirmaba que necesitaba armas nucleares para
defenderse. Y el único país que amenaza abiertamente a Corea del
Norte son los Estados Unidos.
El historiador Paul Kennedy citaba
recientemente la "grotesca agresividad de Corea del Norte"
hablando de los retos a los que se enfrenta su país. Hablaba de oídas:
Curt Weldon, que encabezaba la delegación del Congreso de
Representantes estadounidense que ha visitado Corea del Norte a
principios de este año, ha confirmado que Pyongyang está dispuesto a
reanudar las negociaciones. Tanto China como Rusia, así como Japón y
Corea del Sur, optan por desactivar la crisis nuclear, y apoyan, con
diversos matices, la idea de que Washington suscriba un acuerdo de no
agresión a Corea del Norte. Pero Corea, el país de la mañana
tranquila, sigue viéndose acechada por la guerra.
(*) Publicado originalmente en la
revista El Viejo Topo, de España.
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