Santa
Cruz: la autonomía reaccionaria
Por
Guillermo Almería
La Jornada, México, 23/01/05
Hay
autonomías, como las que piden los indígenas, que reestructuran el
territorio en función de las necesidades de su población y no de la
ganancia de las trasnacionales o de las imposiciones del poder central
y centralista. Ellas lo hacen mediante la expresión directa y democrática
de quienes históricamente convirtieron un espacio en territorio. Pero
hay otras que buscan asegurar los privilegios de los terratenientes y
de las clases dominadoras locales, fragmentar el país en beneficio de
minorías que tienen una renta de posición al disponer de un recurso
que debe ser de todos y destruir, si les fuese posible, la base de la
democracia, al oponerse a la solución social que tratan de construir
las mayorías nacionales.
Tal
fue el caso de la rebelión de Sao Paulo y de su virtual secesión del
resto de Brasil en 1932, cuando sólo una guerra perdida por ese
estado a manos de los demás mantuvo la unidad nacional y subordinó
la oligarquía industrial-cafetalera a la política de los demás
grupos capitalistas, y subordinó también las clases dominantes
paulistas, apoyadas activamente por sectores estudiantiles y de las
clases medias, a las necesidades del desarrollo nacional, que imponían
una redistribución de los ingresos locales.
Tal
es el caso ahora de la rebelión reaccionaria y autonómica de Santa
Cruz, en Bolivia. En ella los terratenientes y los grandes
comerciantes, con el apoyo de sus hijos estudiantes y de otros
sectores urbanos, tratan de oponer su autoorganización a la de los
indígenas cocaleros de la zona y a la de la población indígena
mayoritaria del Altiplano, de El Alto de La Paz, de los Yungas, de
Cochabamba y las zonas mineras y campesinas pobres.
Santa
Cruz ha sido un feudo de la fascista Falange Socialista Boliviana, del
dictador Hugo Banzer, de la derecha del Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR) y de su último presidente, expulsado por el
furor y la organización populares y refugiado en Estados Unidos,
Gonzalo Sánchez de Lozada, el sirviente de la embajada gringa que ni
siquiera hablaba bien el castellano porque se había formado en
Estados Unidos. Santa Cruz dispone de una renta de posición debido a
su riqueza agropecuaria, a su cercanía con Brasil y, sobre todo, a
los yacimientos de petróleo y de gas que han remplazado el peso
tradicional que tenía el hoy agotado estaño del Altiplano en la
economía boliviana. La oligarquía cruceña quiere disponer de esas
riquezas locales que dan la base, actualmente, para el funcionamiento
de la economía nacional y permiten que el gobierno de La Paz trate de
hacer concesiones económicas y sociales para atenuar la movilización
popular.
Esa
oligarquía, muy ligada al capital extranjero y a la embajada de
Estados Unidos, quiere sobre todo cortarle las piernas a la movilización
indígena local y nacional, que intenta reconstruir el país
recuperando sus riquezas -que habían sido privatizadas-, su
territorio, robado en la guerra del Pacífico, inspirada por el
imperialismo inglés, y el poder que habían conquistado en 1952 con
sus milicias obreras y campesinas armadas y con la Central Obrera
Boliviana, después de la destrucción del ejército y de la
estatización de las minas y la expropiación de los terratenientes
para hacer una reforma agraria. Santa Cruz, para sus clases
dominantes, debe ser con su autonomía un quiste en la región más
rica del país y un enclave desde el cual ellas esperan establecer
lazos privilegiados con las trasnacionales y las oligarquías
argentina y brasileña, con las cuales muchas familias oligárquicas
cruceñas están ligadas por lazos económicos y hasta de familia. La
autonomía de Santa Cruz, en particular, intenta poner trabas a la
estatización completa de los recursos petroleros y el gas y, en lo
político, a la construcción de una Asamblea Constituyente donde los
indígenas, que están afirmando sus poderes locales informales o
formales (los municipios conquistados en las últimas elecciones),
presenten otro proyecto de país.
Esta
autonomía es, por consiguiente, reaccionaria, tal como lo es la que
pretende en Italia la Liga del Norte, inventándose, como los cruceños,
una bandera, un himno, tradiciones y empujando hacia la secesión del
resto del país. Ella responde al debilitamiento del Estado nación
por la mundialización dirigida por el capital financiero
internacional, la cual refunda la geografía e impone un nuevo
centralismo, el que une a las clases dominantes locales con la sede de
las trasnacionales mayores, en Estados Unidos. Ella no tiene nada en
común, salvo el nombre, con las juntas de buen gobierno o las
acciones indígenas en pro de la autonomía en Guerrero, en Ecuador o
Bolivia, y ni siquiera con las autonomías impuestas históricamente
por las clases dominantes locales aprovechando la movilización y las
viejas culturas populares en Córcega, Sicilia, Aosta, Galicia, Cataluña
o Euskadi. El mismo nombre esconde otro contenido, pues la autonomía
que reclama la oligarquía cruceña no da libertades e independencia
sino que refuerza la dependencia de Santa Cruz y de Bolivia, dado que
es alentada por la embajada de Estados Unidos. Ella forma parte de un
golpe preventivo cuya víctima circunstancial es el gobierno del
presidente Mesa pero cuyo objetivo central es la destrucción del
poder que han ido adquiriendo las organizaciones indígenas y las
masas populares. Una autonomía oligárquica en Santa Cruz llevaría a
una guerra interna y, en los planes de la oligarquía, desembocaría
en una dictadura militar contra los indígenas y los trabajadores en
general, y daría un golpe al Mercosur. Por eso hay que impedirla.
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