Batalla
en el centro de La Paz con dinamita y gases lacrimógenos
Por
Claudio Mario Aliscioni
Enviado
especial a La Paz, Clarín, 25/05/05
Fue
a metros de la Casa de Gobierno y el Parlamento. Campesinos y mineros
dispararon su provisión y la policía respondió. Unas diez mil
personas coparon la capital integrando diferentes marchas de protesta.
El
hombre es un maestro en la técnica de arrojar dinamita. Primero, pega
una pitada profunda a su cigarrillo. Luego, mirando a sus flancos con
la desconfianza de un conspirador, saca de su bolsa de cuero un pedazo
de explosivo de cinco centímetros de diámetro. Con la brasa ardiente
enciende la mecha del "cachorro" y enseguida arquea su
cuerpo hacia atrás, como un lanzador de jabalinas. La dinamita vuela
rauda hacia los policías, que salen disparados en bandada apenas la
ven caer. A cincuenta metros de la escena, en el centro histórico de
La Paz, una chola aymara parece no oír el fabuloso estrépito y
mastica un pedazo de pan, inmune a la nube de gases lacrimógenos. Se
da tiempo para acariciar a su guagüita de 3 años, colgado en una
bolsa a sus espaldas y sigue imperturbable su comercio milenario de
naranjas y zapallos, mientras maniobra con destreza entre bolsitas de
especias y tarjetas de teléfonos celulares para la venta.
Los
dos quizás no se conozcan entre sí. Pero, cada uno a su modo,
hicieron oír ayer su reclamo por la nacionalización del gas y su
rechazo a los afanes separatistas de las regiones más ricas del país.
Fue en el marco de una batalla campal en inmediaciones de la Casa de
Gobierno, cuando miles de manifestantes lanzaron piedras y dinamita a
la policía que les impidió su ingreso a la estratégica Plaza
Murillo y los reprimió duramente con gases lacrimógenos, disparos
aislados y algunos cachiporrazos.
Al
grito de "guerra civil, guerra civil" y "fuera los
extranjeros de Bolivia", grupos de mineros, campesinos cocaleros
y obreros desempleados intentaron tomar por asalto la plaza, donde se
encuentra la sede gubernamental y el Parlamento. Formaban parte de los
10.000 manifestantes que ayer volvieron a paralizar La Paz y El Alto,
la ciudad aledaña a la capital, en los incidentes de mayor virulencia
desde que en octubre de 2003 una alianza de indígenas y cocaleros echó
del poder al ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
"Vengan,
carajo. Vengan, traidores", gritaban los mineros mientras
lanzaban dinamita o adoquines a la policía nacional, que custodiaba
los accesos a la plaza. Luego, una seguidilla de granadas con gases
lacrimógenos estallaban a los pies de los manifestantes y las
estampidas se reciclaban por múltiples ecos entre las viejas cúpulas
de los bellos edificios coloniales del centro de La Paz, mientras el
viento trasladaba a cuadras de la plaza las densas nubes de gas.
Nadie
se salvaba del llanto en las inmediaciones de las calles Potosí,
Comercio, Santa Cruz y Yanacocha. Amas de casa espantadas, empleadas
de oficina en crisis de nervios, jadeantes camarógrafos y
periodistas, todos corrían en busca de reparo con la cara cubierta
por pañuelos y echarpes como bandoleros en fuga. Todos fueron ayer,
por varias horas, carne de oftalmólogo.
Hubo
diálogos para el recuerdo. "No hay paso, señora, no siga",
dijo una mujer a otra paceña cuando transitaban llorando y tosiendo
ante este cronista. "¡Qué desgracia! Y bueno, todo sea por el
gas boliviano y contra estos sediciosos separatistas. Pero, dígame,
quiero cobrar ¿Cómo hago para llegar a la Caja de Ahorro
Ferroviario?", le respondió afligida mientras se sonaba la
nariz.
Lo
que las protestas ponen en escena es que al tema por la propiedad
estatal del gas -eso es, en suma, el reclamo nacionalizador- se suma
ahora el enorme malestar del occidente boliviano contra los
departamentos orientales, sede de los yacimientos de hidrocarburos.
Todos reaccionan al anuncio del sábado último del departamento de
Santa Cruz -el mayor PBI del país- de convocar a un referéndum que
instale la autonomía de la región.
Los
sectores del occidente del país -que no poseen mayores recursos en
hidrocarburos- acusan a Santa Cruz de "separatismo" y de
buscar la autonomía para aumentar su cuota en los tributos
coparticipables por los hidrocarburos. El intento es incluso resistido
por los hombres de negocio paceños. "Es algo ilegal porque no
respeta la Constitución", dijo a Clarín el presidente de la
Federación de Empresarios Privados de La Paz, Daniel Sánchez.
Este
conflicto, latente en octubre de 2003 cuando asumió el presidente
Carlos Mesa, es la forma en que se manifiesta una vieja disputa por la
posesión y usufructo de la renta petrolera y gasífera entre grupos
internos del establishment boliviano.
Con
un presidente débil como Mesa, arrecian los rumores de presuntas
confabulaciones para un golpe de Estado. Ayer, el líder de la Central
Obrera Boliviana (COB), Jaime Solares, dijo que militares de rango
medio urdían esa trama golpista. Llovieron cascotazos contra el díscolo
sindicalista, que siempre tiene el insulto a flor de labios: le
restregaron en la cara las viejas versiones de que fue un paramilitar
bajo la dictadura de Luis García Mesa (1980-81), confirmadas hace
poco por el propio general. Evo Morales, jefe de la oposición, lo
acusó incluso de alentar un golpe.
Nadie
cree seriamente en esos rumores, pero el gobierno culpa por ellos a
Santa Cruz, que al perecer busca desembarazarse del presidente, y al
segundo en la línea sucesoria, el líder del Congreso, Hormando Vaca
Diez, un natural cruceño. Mesa descartó adelantar las elecciones,
previstas para 2007.
Anoche
se oían aún algunos lejanos estallidos. Y el jefe de la policía,
general David Aramayo, se mostró sorprendido por la
"agresividad" de los manifestantes y sostuvo que
"muchos están convocando a la guerra civil".
En
el segundo día consecutivo de incidentes, La Paz quedó aislada del
resto del país debido a un paro de transportes y al bloqueo de rutas
terrestres. También las compañías de aviación suspendieron todos
sus vuelos, mientras sube como espuma de cerveza el mal humor de los
paceños.
Ayer,
el radicalizado secretario de la Central Obrera Regional (COR) de El
Alto, Roberto de la Cruz, fue increpado ante este cronista por un
grupo de paceñas, cuando exhortaba a la policía a no disparar a la
gente. "Yo tengo que trabajar y ustedes bloquean la ciudad desde
hace dos años. ¿Cómo hago para ganarme el pan?", le gritó una
airada señora. El sindicalista calló. Se alisó su equipo de
gimnasia azul y siguió discutiendo con los policías hasta que uno de
ellos fue herido con un balín. A la orden de "¡Fuego!",
una docena de granadas de gas cayeron implacables sobre la plaza San
Francisco y el desbande fue otra vez general.
Las
últimas corridas llegaron hasta Potosí y Yanacocha, cerca del
palacio presidencial, donde el suelo quedó regado de cartuchos de
granadas, adoquines y piedras de distinto tamaño. Ante el formidable
edificio neoclásico del "Palacio Consistorial" (la
intendencia, en buen romance), desprevenidos turistas alemanes e
ingleses preguntaban alarmados "por qué los tiros". Ninguna
respuesta parecía conformarlos. Junto a ellos, en la esquina de Colón
y Mercado, un gran cartel recomendaba "No toque bocina. El
silencio es salud". La señal es una contribución pagada por el
Rotary Club Internacional.
El
trasfondo de la crisis boliviana
El
fin de un ciclo y el cambio de una elite de dirigentes
Por
Claudio Mario Aliscioni
Enviado
especial a La Paz, Clarín, 26/05/05
Una
manera de explicar los conflictos actuales en Bolivia sería afirmar
que expresan otra fase de una vieja puja distributiva, montada sobre
la gran desigualdad social del país. Pero esa caracterización, sin
ser errada, queda atada a los sucesos de octubre de 2003, cuando una
pueblada despachó al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, y no
abarca las novedades que se agregan a los reclamos nacionalistas por
la propiedad del gas. Lo que hoy vive Bolivia tiene más que ver, sin
embargo, con el ocaso de un ciclo estatal y con un recambio de elites
dirigentes.
Básicamente,
dos son los núcleos problemáticos de este país. Por un lado, la
Constitución afirma que el Estado es un organismo pluricultural, pero
en los hechos excluye de su estructura de poder a los indígenas, la
mitad de la población. Hay una vieja carga de racismo en esa práctica
y en su traducción concreta mediante la distribución del ingreso.
Tres cuartas partes del país viven en la línea de pobreza. Los que
protestan hoy integran esa vastísima franja social. Pretenden no sólo
mayor presencia en la economía sino, además, una Asamblea
Constituyente que les confiera más espacio en los asuntos y negocios
del Estado.
Pero
el otro problema relevante es el choque sin resolución a la vista
entre dos modelos antagónicos. Quienes sitian al país tienen fuerza
para paralizarlo, pero no para imponerse. A su vez, las minorías que
manejan el Estado ya no pueden someter al resto de la población. Es
"el empate catastrófico", según el analista local Alvaro
García Linera.
La
disputa por las autonomías es la expresión última de ese conflicto.
Santa Cruz, Tarija y otros departamentos orientales productores de
hidrocarburos pretenden modificar el reparto actual de tributos en
materia de gas. El occidente altiplánico, a su turno, teme perder
terreno. En el fondo, se trata de una puja entre dos elites. El
establishment que gobernó décadas desde La Paz basado en la minería,
la industria y la banca resiste su decadencia. Lo desafía la pujanza
del nuevo modelo estatal descentralizado y autonómico defendido por
los empresarios ligados a la tierra, los hidrocarburos y las nuevas
manufacturas que se asientan en Santa Cruz.
Es
en este marco donde surgen versiones golpistas, que se alimentan de la
debilidad de un presidente que parece no contar ya con la confianza de
ningún sector. Y que responden a dominios que se rehúsan a perder su
poder o bien intentan acelerar el ritmo natural de las cosas.
De
modo que si este cuadro de situación es acertado, la hora de cambios
en Bolivia promete mucho más que lo que una mirada distraída puede
entrever.
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