El
gobierno Lula y los socialistas revolucionarios
Por
Marcelo Yunes
Socialismo
o Barbarie (revista), marzo 2003
Desde
octubre del año pasado, cuando tuvieron lugar la primera vuelta y el
ballotage en las elecciones presidenciales, pasando por la asunción
de Lula a principios de año, las discusiones por la integración del
gabinete de gobierno y las primeras medidas oficiales, la atención de
buena parte de la izquierda de todo el mundo está centrada en el
desempeño del gobierno brasileño. Y todo esto ya está ofreciendo
clarísimas lecciones políticas, a pesar del escaso tiempo
transcurrido. Para los marxistas revolucionarios de todas las
latitudes, y en especial para los de América Latina, la experiencia
del “neoreformismo antineoliberal” en el poder representa un desafío,
una oportunidad, una escuela de estrategia... y también una prueba de
fuego que no todos van a pasar.
Ni
socialista, ni anticapitalista... ni antineoliberal
Toda
la prensa y la intelectualidad de izquierda “sensata”, es decir,
no revolucionaria, batía palmas tras la elección de Lula. A juzgar
por sus panegíricos anticipados y su tono de euforia, Brasil estaba a
punto de pasar al paraíso terrenal. Estos consejeros
bienintencionados hubieran hecho bien en prestar menos atención a sus
anteojeras ideológicas y tomar, en cambio, nota de las repetidas señales
políticas que daban Lula y el PT incluso antes de la elección.
Durante
la campaña electoral, el discurso público, los aliados y el manejo
de la imagen del “candidato Lula” eran indiferenciables de los de
cualquier político burgués con un mínimo de “populismo”. Pero
Lula no se conformó con esto (en realidad, quienes no se conformaban
eran los “mercados”, que desconfiaban menos de su moderación
presente que de su pasado). Por eso, cuando los emisarios del FMI y el
Tesoro estadounidense tomaron examen a los candidatos con chances,
Lula fue el alumno que más aplicadamente recitó la lección: “sí
señores, honraremos todas las deudas; sí, señores, ajustaremos las
cuentas públicas todo lo que sea necesario; sí señores, nos
comprometemos a un superávit fiscal primario del 3,75% del PBI; no,
señores, vuestras acreencias financieras no corren peligro con una
gestión del PT”.
Esta
línea se ha mantenido inalterable y es el hilo conductor que permite
explicar todo lo que vino después: desde la composición del gabinete
hasta las primeras medidas, que luego analizaremos. Pero desde ya
adelantamos una conclusión: el gobierno de Lula seguirá en todos los
aspectos esenciales una línea de continuidad con el gobierno anterior
de Fernando Henrique Cardoso. Se trata de un gobierno cuya gestión
procapitalista está garantizada por el sólido frente burgués que
integra el gabinete ministerial, donde están representados sectores
decisivos de la burguesía brasileña: las agrobusiness (de donde
proviene el ministro de Agricultura, Roberto Rodrigues), Sadia (cuyo
presidente Luiz Furlan está a cargo de Industria y Comercio) y
cuadros burgueses como Meirelles (ex director mundial del Bank Boston
y ahora titular del Banco Central). El vicepresidente, José Alencar,
es un magnate textil con más de 12.000 empleados. Y la principal cámara
patronal, la poderosa FIESP (Federación Industrial del Estado de San
Pablo, cuyo vicepresidente era el propio Furlan) no deja de
enrojecerse las manos aplaudiendo una tras otra las medidas del nuevo
gobierno.
Todo
esto bastaría para desautorizar algunas elucubraciones de ciertas
organizaciones trotskistas que caracterizan al gobierno Lula como de
“frente popular” en alguna de sus variantes. Recordemos que, según
la clásica definición de Trotsky, el gobierno de frente popular era
“el último recurso de la burguesía antes de la revolución
proletaria” y estaba integrado mayoritariamente por partidos obreros
(el Socialista y/o el Comunista) junto con algún pequeño partido o
personalidad que oficiaba de “sombra de la burguesía” en el
gobierno. El Frente Popular en Francia en la década del 30 y la
Unidad Popular de Salvador Allende en Chile en los 70 son los ejemplos
más citados de este tipo de gobierno.
Pues
bien, prácticamente ninguna de esas condiciones se cumple. En primer
lugar, Lula llega al gobierno en una situación política de marcada
desmovilización de la clase trabajadora, sobre todo en las ciudades
(en el campo, la lucha del MST se ha mantenido en niveles parejos en
los últimos años). No se trata, por cierto, de que la burguesía
haya acudido al PT para que la salve de un atemorizante ascenso de
masas; en todo caso, se trata de una acción preventiva. En segundo
lugar, si bien es materia debatible, nos parece extremadamente dudoso
que pueda seguir considerándose al PT un “partido obrero”. Sin
duda lo fue en sus comienzos y durante un período, pero hace ya largo
tiempo que la base militante del PT basada en los sindicatos
industriales ha sido reemplazada por una robusta capa de funcionarios,
adaptada a la materialidad de la gestión pública en múltiples
estados, municipios y carteras ministeriales. Y finalmente, resulta
casi risible hablar de “sombra” de la burguesía tratándose del
gobierno Lula: lo que vemos en los ministerios -y en las instituciones
“consultivas” pero muy influyentes, como el Consejo de Desarrollo
Económico y Social- es la clase capitalista brasileña en carne y
hueso. Tampoco puede decirse que la fuerza a la que pertenece Alencar
sea un partiducho. En todo caso, queda a cargo del PT y sus
admiradores internacionales explicar cómo se combate al
neoliberalismo... con el Partido Liberal como aliado y con un afiliado
al partido de Fernando Henrique Cardoso al frente del Banco Central.
Con
esto tenemos conformado el elenco. Veamos ahora cómo se están
desempeñando los actores en estos primeros meses. Meses que suelen
definir el rumbo de cualquier gobierno. Y vamos a tomar dos parámetros
decisivos: la política económica y la política exterior.
Guiños
al FMI y ladridos a los trabajadores
Ya
desde el comienzo mismo de su gestión, el nuevo gobierno se dedicó a
demostrar que los gestos de buena voluntad hacia el FMI no quedarían
en eso. En su discurso de asunción, el ministro de Hacienda
(equivalente al de Economía), Antonio Palocci -un ex marxista,
devenido procapitalista con la furia de los conversos- puso los puntos
sobre las íes: “Vamos a preservar la responsabilidad fiscal, el
control de la inflación y el cambio libre. No vamos a reinventar
principios básicos de la política económica. Nuestra principal meta
es el ajuste definitivo de las cuentas públicas para garantizar la
capacidad del gobierno de cumplir sus compromisos” (La Nación,
3-1-03). Si alguien puede encontrar alguna diferencia con lo que podría
haber dicho el más rabioso neoliberal, que avise. Pero no se trata,
naturalmente, de que Palocci “ha visto la luz” del equilibrio
fiscal: el presidente del PT, José Genoíno, también bendijo la política
de “riguroso control del gasto público”. Cómo ácidamente
comentan los asombrados columnistas de La Nación, durante toda la
campaña electoral el PT había machacado con la necesidad de bajar
las tasas de interés para reactivar la economía, mientras el control
fiscal y el manejo de la tasa de interés eran los pilares de la política
económica de Cardoso.
Esta
austeridad macroeconómica está en la base del ajuste fiscal lanzado
por Lula el 10 de febrero, que prevé ahorrar 14 mil millones de
reales (unos 4000 millones de dólares) con el objeto de llegar, por
propia decisión y sin que mediara reclamo alguno del Fondo Monetario,
a un superávit fiscal del 4,25% del PBI, aún mayor al comprometido.
Esto, que recuerda a la política de Cavallo de ser más papista que
el Papa y más ajustador que el FMI, tiene una justificación idéntica:
la “pesada herencia recibida” de Cardoso, que habría hecho mal
las cuentas obligando a un ajuste adicional. Se trataría de una
medida “preventiva” tomada unilateralmente por el gobierno, que
teme una fuga de capitales y hace esto para “recrear la confianza”
de los mercados financieros internacionales, en momentos en que el
fardo de la deuda se hace cada vez más pesado, los rumores de
reestructuración de deuda con quita crecen y en voz baja se pronuncia
la palabra default. En resumen, el fantasma de Argentina ronda
Brasil...
El
portavoz de Lula, André Singer, anunció con todo cinismo que “no
se harán recortes en los gastos sociales. Esta es la decisión políticamente
importante” (Clarín, 11-2-03). Unas pocas cifras sobran para medir
el descaro del gobierno. Los cortes por ministerio son los siguientes,
sólo en el área social: Educación tiene 34 millones de reales
menos, un 4,7% del total de su presupuesto; Previsión Social pierde
247 millones, casi un 17%; en Asistencia y Promoción Social se
recortan 250 millones, un 20% del total; Salud pierde 1600 millones,
un 6,5%; Trabajo recorta 27 millones, más de un tercio de su
presupuesto; Desarrollo Agrario (el ministerio del “socialista
revolucionario” Rossetto) tiene 390 millones menos para la reforma
agraria y un 35% menos de presupuesto. ¡Hasta el plan Hambre Cero, el
gran caballito de batalla de Lula, pierde 34 millones de reales! La
frutilla del postre son las carteras más “progresistas”, que
quedan virtualmente desfinanciadas. Al ministerio de Ciudades –cuya
prioridad iba a ser la urbanización de las favelas- se le saca el 86%
de su presupuesto, 1870 millones de reales. Y las secretarías de política
para la Mujer y de Derechos Humanos tendrán que apechugar con un 83%
y un 80% menos de presupuesto respectivamente.
Mientras
tanto, los mismos economistas del PT se quejan amargamente de la política
de tasas altas y dólar alto, que beneficia a los acreedores de la
deuda pública brasileña a la vez que acentúan la recesión. Marcio
Pochmann, del PT, estimó en el diario O Globo un desempleo récord en
febrero y “un primer trimestre de 2003 trágico para el mercado de
trabajo”, ya que calculó que con cada punto que se sube la tasa de
interés aumenta un 0,7% la tasa de desempleo en el Gran San Pablo.
Naturalmente,
todo esto no merece más que plácemes de la burguesía y las formales
felicitaciones del Fondo Monetario, que constata que esta política
“muestra otra vez el compromiso del nuevo gobierno con un programa
económico y social exhaustivo y sostenible” (Clarín, 11-2-03). Y
al contrario, el presidente de la central obrera Frente Sindical,
Paulo Pereira da Silva, dijo irónicamente que ya estaba empezando a
extrañar a Pedro Malán, el ministro de Hacienda de Fernando Henrique
Cardoso.
Ni
que decir tiene que la política exterior de Lula ha sido en todo
momento consistente con este rumbo claramente capitalista y ni
siquiera antineoliberal inconsecuente. Si en el terreno local se hacen
los deberes y se deja contentos a los organismos imperialistas, no hay
razón para hacer lo contrario en política internacional. Cuatro señales
de esto han sido: a) la cumbre Bush-Lula ni bien éste asumió la
presidencia, tras la cual el brasileño se despachó con toda clase de
elogios al personaje más odiado de la política mundial, sin ninguna
necesidad de hacerlo; b) la prédica anti ALCA del PT ha bajado
considerablemente, al punto de haber abandonado oficialmente la campaña
por un plebiscito para que la población se pronuncie masivamente en
contra. Lo que en
realidad ocurre es que ese plebiscito le ataría las manos al
gobierno, y la política del Palacio de Planalto (la cancillería
brasileña) se inclina ahora por ver en qué condiciones se haría el
ALCA, y no por oponerse frontalmente a él; c) durante lo más
candente de la crisis venezolana, el gobierno brasileño pugnó por
conformar un grupo de “países amigos de Venezuela”, categoría
para la cual propuso a España y ¡Estados Unidos! Si era para darle
una mano a Chávez, más bien se pareció a una rodilla; y d) tras su
reciente encuentro con el presidente de Colombia, Alvaro Uribe (un
cipayo de ultraderecha impresentable, que ha tenido el descaro de
solicitar a viva voz la intervención yanqui a su propio país), Lula
no tuvo mejor idea que salir a declarar en conjunto con él que está
a favor de “combatir el terrorismo”. Aunque no llegó a decir que
las FARC son terroristas, de hecho le dio una inmejorable ayuda a la
estrategia de Uribe de justificar la intervención yanqui para arrasar
militarmente a la
guerrilla.
En
este momento, el gran debate en Brasil se da alrededor de dos
cuestiones de política económica: la reforma previsional y la
reforma a la Constitución para dar autonomía al Banco Central. Pero
esta discusión nos remite al otro tema central de este artículo: la
actuación de la izquierda brasileña, incluida la que forma parte del
PT.
La
izquierda petista: entre la vacilación y la traición
Las
corrientes de izquierda dentro del PT desde la izquierda se ubican allí
a partir de una presunción a nuestro juicio totalmente equivocada, a
saber, que el PT es en algún sentido un partido de la clase
trabajadora que promoverá cambios sociales anticapitalistas. Pero
incluso dejando de lado esto, y aceptando que algunas de esas
corrientes militan dentro del PT por razones “tácticas”, resulta
asombrosa lo débil y pusilánime que ha sido la oposición a un curso
tan manifiestamente procapitalista y hasta proimperialista como el del
gobierno de Lula. Francamente, la izquierda de origen trotskista está
cumpliendo un papel lastimoso, con la sola excepción de algunos pequeños
núcleos y del PSTU. Más allá de las discrepancias que tengamos, es
realmente meritorio lo del PSTU en particular, resistiendo desde la época
de la campaña electoral las tremendas presiones pro Lula, manteniendo
su independencia y una línea crítica esencialmente correcta, frente
a un gobierno que tiene el apoyo del 84% de la población, algo inédito
en Brasil.
A
decir verdad, la reacción inicial de la izquierda petista ante las
primeras medidas de derecha, como la designación de Meirelles, no fue
ni siquiera de crítica, sino de consternación, lo cual es todo un síntoma.
Raúl Pont, ex alcalde de Porto Alegre, dirigente de Democracia
Socialista (simpatizante de la Cuarta Internacional-Secretariado
Unificado) y figura estelar de la panacea neoreformista del
“Presupuesto Participativo”, sintetizó esto al decir que “Lula
nos dejó perplejos. El nombramiento de Meirelles nos genera
desconfianza y frustración”. Por supuesto, esa “perplejidad” no
podía ser tal para nadie que hubiera leído los diarios en los últimos
meses: cualquiera podía vaticinar algo por el estilo a partir de las
reiteradas señales emitidas por Lula y el PT durante la campaña
electoral. Sin embargo, en su sorpresa, Pont no se atreve a criticar,
sino que se limita a decirle al movimiento de masas esperanzado en un
cambio que “vamos a esperar que empiece el gobierno para evaluar la
situación”. Naturalmente, cuando “empezó el gobierno”, las
cosas empeoraron. Pero el servilismo de Pont y DS hacia Lula llegaba
al extremo de decir que éste “tiene la legitimidad que le dieron no
sólo los votos, sino la conducción nacional del partido. Tiene una
especie de cheque en blanco para armar el gobierno”. Igual, según
Pont, no había mayor motivo de preocupación, dado que “de todos
modos, sabemos que la mayoría de los ministros serán compañeros del
partido”. Y como “no se puede decir de antemano que todo va a
estar mal”, Pont concluye en que se trata de “una estrategia para
calmar a los mercados” porque “no hay razones para creer que un
hombre de su trayectoria haya hecho un viraje ideológico semejante”
(todas las citas son de Página 12, 22-12-02).
Ni los montoneros fueron tan obsecuentes con Perón...
Entre
los “compañeros del partido” que integran el gabinete está
Miguel Rossetto, otro connotado dirigente de DS, como ministro de
Desarrollo Agrario. Codo a codo con él está Rodrigues, magnate de
las agrobusiness y titular de Agricultura. No debe haber antecedentes
de una capitulación y una integración tan escandalosa de
“marxistas revolucionarios” a un gobierno capitalista hecho y
derecho. La justificación teórica de Pont, increíble por su
endeblez, es que “el carácter del gobierno Lula será definido en
el transcurso de un proceso de disputas políticas y sociales”
(folleto de Pont presentado en el Foro Social Mundial, p. 20). ¡Es
decir, que hasta que esas “disputas” no tengan lugar, el gobierno
de Lula va a ser de sexo indefinido! Con esto, DS ha superado en
sofistería a los reformistas de todas las épocas.
DS
no es la única corriente “crítica” de la línea oficial. Hay
otros agrupamientos y dirigentes como la Corriente Socialista de los
Trabajadores o el MES (Movimiento de Izquierda Socialista, orientado
por Pedro Fuentes y Luciana Genro). Incluso hay matices de cierta
importancia dentro de DS; no es igual la actuación de Pont que la de
la senadora Heloísa Helena. Otros parlamentarios del ala izquierda
del PT son Lindberg Farias y Babá.
Heloísa Helena generó malestar en la dirección del PT con su
denuncia a la designación de Meirelles y su negativa a votarlo a él
y a Sarney como presidente del Senado. Es interesante constatar que
empieza a haber en la base del PT una corriente de simpatía hacia
esta actitud crítica. Eso explica que el presidente del PT, Genoíno,
haya debido retroceder tras haber dicho que “no vamos a admitir
disidencias (...) porque si se admite eso se perderá moral”, y
amenazó con expulsiones (Epoca, 2-2-03). Como se ve, Genoíno no
tiene nada que envidiarle en cinismo y brutalidad a cualquier
politicastro burgués.
No
obstante, no habría que exagerar ni las diferencias al interior de la
izquierda del PT ni el valor de sus críticas. Porque hay un
elemento decisivo que pone en un mismo plano ajeno al marxismo
revolucionario a toda la izquierda petista, que es el hecho de que
todos los sectores y dirigentes critican a tal o cual medida o
dirigente, pero siguen considerando el gobierno como su gobierno y
se niegan a criticar directamente a Lula. Este expediente es muy
conocido en la historia política del siglo XX: las críticas son al
“entorno”, al “sector de derecha”, mientras que el máximo
responsable de gobierno (al que Pont le da un cheque en blanco) queda
inmune a las críticas. Así ocurre con Heloísa Helena, por ejemplo,
quien dice que “no creo que lo que está pasando sea culpa de Lula,
no es una cuestión de maldad individual. Lo que hay es una
inaceptable demostración de flaqueza del partido” (revista Veja).
Lindberg Farias aclara que “una derrota del gobierno sería una
derrota para toda la izquierda”, mientras que Babá también
tranquiliza al oficialismo: “no soy ningún loco que quiere
desestabilizar al gobierno”. Por su parte, Luciana Genro, del MES,
tampoco hace olas: “hay matices, pero soy una diputada que quiere
ayudar al gobierno, por lo que mi crítica tiene que ser
constructiva” (Clarín, 1-2-03). Hay que decirlo con toda claridad:
este juego del escondite con las críticas es un escándalo político
para el marxismo revolucionario. Habrá que recordarle a Pedro
Fuentes, del MES, que viene del morenismo, que Nahuel Moreno ya en
1981 había desnudado la miseria de esta política, que llevaba
adelante el lambertismo en Francia bajo el gobierno de Miterrand (La
traición de la OCI-u1)
En
estos días el gobierno envía al Parlamento dos proyectos que dividirán
aguas. Uno es la reforma a la Constitución para que el Banco Central
sea independiente del gobierno; viejo anhelo del FMI que receta en
todos los países que puede, con el objeto de que la llave de la política
monetaria esté fuera del alcance de tentaciones “populistas”. El
otro es la reforma previsional, que no es otra cosa que una
privatización del sistema jubilatorio al estilo de las AFJPs de
Argentina. Los objetivos son claros: eliminar el actual régimen que
prevé que los empleados públicos se jubilen con el sueldo que
ganaban al retirarse y obligarlos a pasar a los fondos de jubilación
privados. Negocio redondo para el sistema financiero privado; fuente
de déficits enormes para el sector fiscal, y extensión a todos los
asalariados de las pésimas condiciones previsionales vigentes en la
actividad privada. El proyecto, que de paso digamos que es
textualmente el del gobierno de Cardoso, cuenta con el apoyo de la
FIESP, la gran burguesía y los medios.
Una
vez más, la dirección del PT amenaza con la expulsión a los
parlamentarios del partido que voten en contra. Se trata de una prueba
de fuego para la izquierda del PT: o cruza el Rubicón y vota en
defensa de los intereses de los trabajadores –exponiéndose a la
expulsión- o privilegia las consideraciones “tácticas” por sobre
los principios marxistas fundamentales. Y ya hay una mala señal: según
nos informa el cro. J.-Ph. Divés, en el congreso de la Cuarta
Internacional-Secretariado Unificado se adoptó en relación a Brasil
la postura defendida por Joao Machado Borges, de DS: hay que asumir el
error de haber entrado al gobierno y ganar tiempo para evitar romper
con Lula y el PT sin que haya radicalización de las masas. Este
“genialidad” tacticista no augura un cambio de rumbo en un sentido
revolucionario, ciertamente...
Adaptación
a la democracia burguesa o la perspectiva de la revolución social
En
el fondo, buena parte de la explicación de la defección de la
izquierda petista pasa por la adopción de un marco teórico y una
estrategia que abdican de la perspectiva de la revolución y la
reemplazan por un “socialismo” vago, evolutivo, al que se accede
mediante el perfeccionamiento de las instituciones democráticas y sin
que medie ninguna ruptura de orden revolucionario al nivel del Estado.
En
otra oportunidad (ver SoB Nº 10) nos hemos referido a los
lineamientos programáticos de DS como ejemplo de deslizamiento desde
el marxismo revolucionario hacia posiciones reformistas o como mínimo
ambiguas. Digamos que el programa que entonces criticamos, votado en
1999, ha sido reafirmado en todo lo esencial en el texto “Actualidad
de un programa socialista”, escrito por dirigentes que representan
todos los matices de DS: Raúl Pont, Heloísa Helena, Joao Machado y
Joaquín Soriano. Se publicó en el folleto ya citado.
Allí,
tras el saludo a la bandera de que la construcción del socialismo no
puede ser “puramente gradual, dejando de lado un proceso
revolucionario”, se va al fondo de la cuestión. La formulación de
Marx de la sociedad socialista y la desaparición del Estado se
mantiene sólo “a largo plazo”, porque “como perspectiva para
la época actual es necesario presentar una propuesta más
limitada (...): la de desarrollar todas las formas posibles de
autoorganización popular y de control social sobre el Estado y
sobre el mercado” (p. 24). “Con relación a los mercados, es
necesario reforzar los controles sobre ellos, sin pretender
eliminarlos a corto o medio plazo, naturalmente”. Con toda
“naturalidad”, DS delinea aquí la estrategia de todos los
reformistas que en el mundo han sido. La única diferencia es que,
mientras Le Monde Diplomatique o la CTA son fanáticos del Estado, DS,
en homenaje a la letra de Marx, habla de “controlar el Estado” y
de “rechazar el estatismo”.
Claro
que no hay que creerse mucho la idea de “fortalecer los mecanismos
de control de la sociedad sobre el propio Estado”. Al flamante
ministro Rossetto se ve que no lo seduce la idea de que sus
atribuciones de cartera deban rendirle cuentas a nadie (salvo a Lula,
quizá): “Es verdad que los gobiernos no deben ser tutelados por
los movimientos sociales. Si esto es verdad, también lo es que no
es tarea de un gobierno democrático en un estado de derecho reprimir
la capacidad de movilización de los movimientos sociales” (discurso
de asunción, 2-1-03). ¡Una pequeña modificación programática: del
control de la sociedad sobre el estado... al compromiso verbal del
estado de no moler a palos a la sociedad!
El
horizonte del “marxista revolucionario” Rossetto no excede la
institucionalidad democrática: “El país hizo una opción de cambio
(...) tenemos la responsabilidad de cambiar un país que lucha por la
democratización del estado (...) Estamos profundizando la democracia
y tenemos la misión histórica de dar materialidad y sustancia al
valor democrático. Para realizar esa misión es cada vez más
importante que fortalezcamos la idea de República (...) A la
democracia que queremos, a la República que conquistamos, le gusta la
presencia popular, se fortalece con la ciudadanía activa” (idem).
Es por eso que el programa de DS cree que “es posible favorecer el
avance hacia el socialismo incluso a partir de administraciones
municipales y de gobiernos estatales: este es uno de los mensajes más
significativos de la experiencia de Porto Alegre” (p. 23).
Lo
que en realidad demuestra “la experiencia de Porto Alegre” es que
el “socialismo vía la democracia ciudadana”, sin revolución,
muere antes de nacer. Y de muerte nada trágica sino más bien ridícula:
el PT y DS perdieron las elecciones tanto en la alcaldía de Porto
Alegre como en el estado de Rio Grande do Sul, tras lo cual el nuevo
gobernador se dispuso a desmantelar sin más trámite el Presupuesto
Participativo. Aún circulan por la Web los amargos plañidos de Pont
al respecto, junto con un patético llamado a Lula a que instaure el
Presupuesto Participativo en todo Brasil...
Lo
que el gobierno de Lula y la política brasileña están poniendo de
manifiesto no puede ser más claro para los socialistas
revolucionarios: la adaptación a la democracia capitalista,
incluso en América Latina, es la vía regia para el abandono de la
perspectiva de la revolución. El curso de DS y la izquierda del PT no
hace más que continuar un proceso que ya tuvo lugar con el propio PT.
Así lo señalan varios analistas. Según el brasileño Marco Aurélio
Nogueira, “el mejor modo de reflejar la realidad del PT no es
siguiendo el camino que va de la izquierda al centro. A lo que estamos
asistiendo hoy es a la transfiguración de un partido que se
insertaba de modo casi exclusivo en los movimientos y las luchas
sociales, en un partido que se dispone a echar raíces
consistentes en el Estado y en el conjunto de las instituciones políticas
(...) La opción de la izquierda por lo institucional no tiene por qué
traducirse en falta de combatividad y moderación, pero eso se dará
en la medida en que ella pierda sus raíces sociales. Lo social y
lo institucional funcionan (...) como las dos caras de un único
rostro” (Jornal da Tarde, diciembre 2002). Lo mismo señala el
sociólogo francés Alain Touraine: lo que más le impresiona del
triunfo del PT “es la complementariedad de un movimiento
basado en la voluntad de transformación social profunda con la
democracia, los límites de la institucionalidad e incluso con los
principios de la política económica internacional” (La Jornada).
La
“institucionalidad democrática” ya afeitó en Brasil las barbas
del PT y de su ala izquierda (“trotskistas” incluidos”). Los
marxistas revolucionarios del continente tienen que sacar las debidas
lecciones de esto, a riesgo de tener que poner sus propias barbas en
remojo.
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