¿Adónde
va Cuba? (II y última parte)
Por
Guillermo Almeyra (*)
La
Jornada, 22/03/09
La
primera parte de este texto puede verse en: ¿Adónde va
Cuba? (parte I)
La
crisis del capitalismo mundial sorprendió a Cuba cuando
estaba recuperándose del golpe sufrido en los años 90 por
el derrumbe del Came (o Comecon), dirigido por la Unión
Soviética, al cual estaba profundamente integrada. A una
durísima crisis de dos décadas se agrega ahora la mayor
crisis del sistema capitalista mundial y el efecto
devastador de los huracanes que desolaron la isla. El grave
empeoramiento de las economías china y rusa, así como la
reducción a la mitad del precio del barril de petróleo
venezolano, que recorta las posibilidades del gobierno de
Hugo Chávez de mantener sus políticas de asistencia y sus
planes de inversión, son otra pesada hipoteca para Cuba,
que necesita desesperadamente inversión externa.
Peor
aún, el turismo de clase media italiano, español, mexicano
o canadiense, tan importante para Cuba, se reducirá y
gastará menos; el precio del níquel que exporta se derrumbó,
y la isla debe, sin embargo, mantener e incluso ampliar sus
importaciones de alimentos debido al efecto combinado de los
huracanes y la crisis crónica de su agricultura.
La
liberalización por Obama de los viajes de los
cubano–estadounidenses podría aportar, es cierto, unas
decenas de millones de dólares, pero esto sólo representará
–cuando funcione– una bocanada de oxígeno. El resultado
social de esta combinación de desastres es muy grave. La
juventud cubana actual creció en la crisis constante y, en
su gran mayoría, está atraída por el consumo de tipo
capitalista que jamás tuvo, sin darse cuenta plenamente de
que el mismo no está asegurado ni siquiera en Estados
Unidos, donde crece el flagelo del desempleo.
Los
salarios reales han caído en Cuba más de cuatro por ciento
y, si bien mejoró un poco el transporte urbano que
arruinaba la vida de todos, siguen vigentes la escasez de
alimentos y su poca variedad, la grave crisis en la
vivienda, el burocratismo y una prensa oficial que es un
insulto diario a la inteligencia y la cultura de los
cubanos.
Esa
juventud siente, pues, un descontento sordo. Una parte
minoritaria más activa y consciente utiliza el campo
cultural para discutir y abrirse espacios creativos y políticos;
otra, muy pequeña, se hunde en la delincuencia en las
ciudades, y el grueso busca sobrevivir como sea,
“inventando”, y aunque no deja de ser antimperialista y
de defender la soberanía nacional, se aleja de la política
y desea elevar sus consumos de todo, de lo necesario y de lo
superfluo, porque no concibe necesidades alternativas.
Las
diferencias que estallaron en el gobierno y en el partido,
que demostraron la existencia de diversas “almas” u
opiniones que no discuten abiertamente entre ellas pero de
todos modos se oponen, expresan simplemente el reflejo de
esas diferencias entre los sectores rural y urbano, entre la
juventud y los adultos formados en el periodo anterior a la
crisis de la década de los 90, y entre los cubanos “de a
pie” y la burocracia.
Como
el partido es único, en su seno se concentran todas estas
presiones y hay tendencias en formación. Gobierna hoy la
alianza entre la clase burocrático–militar y la
conservadora, mayoritaria en el partido; y los voluntaristas
del aparato, inspirados por el ejemplo de Fidel y de Chávez,
así como los partidarios de una democratización
autogestionaria y consejista de la vida política cubana
como base para la reorganización económica, ahora deberán
remar mucho contra la corriente.
Las
fuerzas armadas no pueden gobernar la economía con sus métodos.
Es posible organizar militarmente el abastecimiento a las
ciudades, escogiendo zonas productivas cercanas a ellas,
enviando soldados a arar y cosechar, y poniendo los
transportes militares como fleteros de la producción. Pero
la producción y la productividad de los campesinos actuales
y de quienes vuelvan al campo sólo pueden aumentar si ellos
obtienen precios remunerativos, si son protagonistas de las
decisiones sobre qué producir y si les reducen las
imposiciones burocráticas.
Por
otra parte, las tierras, obviamente, no deben incorporarse
al mercado, pero sí es posible ampliar los márgenes para
el mercado de sus productos mediante cooperativas o
asociaciones de campesinos productores, apoyándolos
puntualmente, lo cual aumentaría la cantidad, calidad y
variedad de los productos alimenticios en los mercados
urbanos. Lo mismo puede hacerse con la vivienda si se da a
grupos de trabajadores materiales, insumos y apoyo técnico
para la autoconstrucción de sus casas o para mejorarlas.
El
problema mayor en Cuba consiste en que ha triunfado la
tendencia que quiere centralizar el poder mediante un Estado
fuerte apoyado en las fuerzas armadas, que controla el
partido asfixiándolo y sometiéndolo a sus necesidades, y
anula la vida democrática de base. Esta tendencia, como en
Vietnam o en China, quiere una apertura al mercado, pero con
la mano estatal en el freno y encauzando el proceso.
Como
la crisis económica equivale a una guerra, responde con métodos
de centralización militar y ni siquiera encara la
posibilidad de hacer experimentos de autogestión, de
permitir que en ciertos sectores los
productores–consumidores determinen sus necesidades
prioritarias libremente y elaboren sus planes productivos y
distributivos, o que practiquen una democracia de base con
autonomía de los aparatos estatal y partidario.
Vamos,
por tanto, a una “institucionalización” mayor, como
dice Raúl Castro, y no a una democratización, a un
reforzamiento, a la vez, del mercado y de los controles para
capear la crisis, y no a una profundización de la lucha por
el socialismo. Eso, por lo menos para mí, es lo que revela
el caso Lage–Pérez Roque, primero “compañeros”,
después “indignos”, y ahora de nuevo “compañeros”
(pero de base), en un tira y afloja de nunca acabar. El
estalinismo no tiene nada que ver con lo que pasa en Cuba;
mucho menos aún, el socialismo.
(*)
Guillermo Almeyra, historiador, nacido en Buenos Aires en
1928 y radicado en México, doctor en Ciencias Políticas
por la Universidad de París, es columnista del diario
mexicano La Jornada y ha sido profesor de la Universidad
Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma
Metropolitana, unidad Xochimilco. Entre otras obras ha
publicado Polonia: obreros, burócratas, socialismo (1981),
Ética y Rebelión (1998), El Istmo de Tehuantepec en el
Plan Puebla Panamá (2004), La protesta social en la
Argentina (1990–2004) (Ediciones Continente, 2004) y
Zapatistas–Un mundo en construcción (2006).
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