Grietas
en el pedestal de Uribe
Revista
Semana Nº 1273
Bogotá, 26/09/06
Un mes después de su
reelección, el gobierno no arranca, el Congreso está bloqueado y los
uribistas agarrados. ¿Cuánto tiempo podrá Uribe mantener su gran
popularidad?
No se han cumplido
dos meses del segundo período de Álvaro Uribe y ya aparecieron señales
prematuras de desgaste y descomposición que normalmente llegan en el
ocaso de los gobiernos. La euforia del histórico triunfo electoral se
esfumó y le abrió paso a una sensación de perplejidad y
desconcierto. Que frente al Presidente más popular de la historia
reciente se utilicen expresiones como las que hicieron boga entre sus
antecesores –"le llegó el sol a la espalda", "dónde
está el piloto", "se acabó la luna de miel"– da la
medida exacta de que las cosas no andan bien. En teoría, tiene tres
ases en la mano: 70 por ciento de imagen positiva, la economía
creciendo al 6 por ciento y siete millones de votos en el bolsillo.
Pero en la práctica hay señales inequívocas de que la
gobernabilidad se está agrietando.
Uribe debe estar tan
atónito como los ciudadanos que se preguntan qué está pasando. No
está haciendo nada diferente a lo que hizo durante cuatro años con
cifras cercanas al 70 por ciento de aprobación. No se ha salido del
libreto que le redactaron los electores con una victoria histórica en
las urnas. Y sin embargo, se ha visto acorralado en una situación en
la que recibe palo porque boga y porque no boga. Si la reforma
tributaria avanza, saltan todos los que se verían afectados por
mayores tributos y menos exenciones. Pero si se bloquea, se le
cuestiona que no invierta su capital político en la solución de los
grandes problemas estructurales.
Lo mismo pasa con la
discusión pública de ese complejo proyecto tributario: le han
cuestionado a Uribe que en los foros cambia, luego de debatir,
aspectos del texto. Pero también le darían fuete si se empeñara en
mantener como dogma una iniciativa sobre algo tan controvertido como
el aumento de impuestos. O en la política exterior: si pelea con Chávez,
es que le está haciendo el juego a Estados Unidos a costa de la
relación con el vecino, y si mantiene la alianza con Washington es
"qué pitos tocamos en Irak", como escribió en su columna
Daniel Samper Pizano. Al mandatario de teflón lo están atacando por
todos los flancos.
Las críticas ya no sólo
vienen de sus enemigos políticos, sino de sus propios seguidores. ¿Se
fueron los días en los que para quedar bien con la opinión pública
había que estar con Uribe? Se ha vuelto común que senadores
gobiernistas critiquen al gobierno en temas que van desde las reformas
económicas, el proceso de paz con los paramilitares y el acuerdo
humanitario con la guerrilla, hasta fustigaciones al jefe máximo
porque ya no ejerce el liderazgo omnipresente de otras épocas. El
lenguaje de senadores como Germán Vargas Lleras, jefe de Cambio
Radical, o Armando Benedetti de La U a veces parece más propio de la
oposición que de aliados políticos.
¿Qué está pasando?
¿Se precipitó el desgaste que nunca salió a flote en el primer
gobierno? ¿Resucitó el fantasma mítico que tiende a golpear a los
presidentes reelegidos? Son las preguntas que se hace todo el mundo. Y
que surgen de una cadena de noticias malas para el gobierno que han
puesto al Presidente contra las cuerdas.
La mayoría tienen
que ver con la situación política. La supuesta aplanadora uribista
del Congreso no funciona. A estas alturas, todo apunta a que la
legislatura será un fiasco. Y normalmente las primeras sesiones del
Congreso en cada cuatrienio son las más fructíferas. Pero en esta
ocasión los partidos gobiernistas no están alineados. Cada uno tiene
un proyecto distinto sobre reforma tributaria, todos son reticentes a
aprobar el crucial cambio de las transferencias del presupuesto
nacional a las reformas, y el apoyo para la modificación de la ley
100, de seguridad social, es muy débil. Sin un giro de 180 grados,
estas sesiones se van a ir en blanco. Al menos, en lo que se refiere a
las decisivas leyes económicas que están en la lupa de la comunidad
financiera internacional.
El desorden de las
tropas uribistas no se limita al Congreso. La rivalidad entre Cambio
Radical y La U cada día se agudiza y produce más peleas y discursos
altisonantes, que desbordan el ámbito de las discusiones
parlamentarias. La sucesión de Uribe, las aspiraciones presidenciales
de Germán Vargas Lleras y Juan Manuel Santos y la rapiña por los
puestos los hacen actuar como enemigos y no como aliados. Vargas
Lleras llegó al extremo de cuestionar la credibilidad en la seguridad
que le provee el Estado por el hecho de que Santos ocupa el Ministerio
de Defensa.
El nuevo ministro del
Interior, Carlos Holguín, no ha arrancado. En el mejor de los casos,
porque no ha tenido tiempo. Pero hay quienes consideran que está
cansado y que por provenir de uno de los partidos de la coalición
gobiernista –el Partido Conservador– nunca será realmente
aceptado como líder de todas las fuerzas. Más que una gran alianza
comprometida con proyectos cruciales, el uribismo se ha comportado
como una colcha de retazos, descolorida por peleas internas y voraces
apetitos clientelistas. Que de paso les han quitado piso a las
intenciones de Uribe de reemplazar las impopulares e inconvenientes
cuotas burocráticas por una selección de funcionarios mediante
meritocracia. Lo cual es muy grave para un Presidente que ha sido
popular gracias a su imagen de antídoto contra la politiquería.
En el Palacio
Presidencial tampoco andan bien las cosas. La descoordinación entre
los ministros es tal, que los de Agricultura y Hacienda se enfrentaron
en público, en una sesión del Congreso, por una partida
presupuestal. Los jefes políticos del uribismo sienten que no tienen
interlocutores útiles en la Presidencia. Nadie ha sido capaz de
reemplazar a José Roberto Arango, un hombre que en el primer
cuatrienio hablaba con moderación y equilibrio, y con la autoridad
que da una cercanía absoluta con el jefe. Los consejeros recién
llegados –Jorge Mario Eastman, Óscar Iván Zuluaga, y en alguna
medida Fabio Valencia Cossio– no han agarrado todos los hilos que
dejaron sus antecesores ni tienen la familiaridad que estos alcanzaron
a tener con el pensamiento, costumbres y desordenado estilo del
presidente Uribe.
Lo anterior se ha
notado en el campo de las comunicaciones. El nombre de Jaime Bermúdez,
el consejero que acaba de viajar como embajador en Argentina, se
menciona mucho por estos días cuando se trata de averiguar qué está
pasando. El experto en opinión pública y manejo de medios ha hecho
falta para hacerles frente a situaciones tan críticas como el
despelote de la Fiscalía y las denuncias sobre montajes de atentados
falsos por miembros del Ejército. En el propio Palacio presidencial
hay un grupo que considera que la alocución de Uribe sobre este
escandaloso episodio fue contradictoria, débil y confusa. El
discurso, en el que el Presidente dijo que no había pruebas sobre la
participación de oficiales, fue además totalmente contradictorio con
la rueda de prensa que dio el comandante del Ejército, general Mario
Montoya, en la que afirmó exactamente lo contrario. También resultó
desconcertante la declaración del Presidente en el sentido de que el
gobierno pagaría por el rescate de Diego Rojas Coronel, un colombiano
secuestrado en Afganistán, rectificado después. Un editorial de El
Nuevo Siglo calificó estas declaraciones de "contradicciones
inverosímiles". ¿Y cómo calificar la manifestación del
director del DAS, Andrés Peñate, al echarle en cara a Germán Vargas
Lleras el costo de su sistema de seguridad personal? Imprudente e
innecesaria, sería lo mínimo. Igual que la poca diplomática
aseveración del embajador ante la OEA, Camilo Ospina, sobre la
existencia de fábricas de uranio en Venezuela.
El pedestal del
presidente Uribe también se está resquebrajando en uno de sus
cimientos fundamentales: la imagen positiva de la política de
seguridad democrática. La sensación de que las FARC estaban
acorraladas y todos los indicadores de homicidios y secuestros estaban
mejorando tiende a quedar eclipsada por el escándalo de los montajes
y los tropiezos en el proceso con las AUC. En especial, por las
interminables revelaciones sobre delitos cometidos por algunos de los
jefes paras después de su desmovilización, y por la infiltración de
narcos que buscan los beneficios contemplados en la Ley de Justicia y
Paz. Eso, sin hablar de otras papas calientes que por ahora están en
la lista de 'tareas pendientes', como las extradiciones solicitadas
por Estados Unidos contra algunos de ellos, o el embrollo de la
reinserción de 40.000 ex combatientes.
Esta sorprendente
cadena de hechos preocupantes pone en tela de juicio el optimismo que
han tenido los colombianos desde la llegada de Álvaro Uribe al poder,
cuatro añas atrás. La sensación de un Presidente a quien se le dañó
la brújula, la parálisis del Congreso y las graves críticas en
entidades de la trascendencia de la Fiscalía y el Ejército son un
desafío enorme para la credibilidad institucional. La inquietud es
tal, que las positivas imágenes de los últimos días, como el
crecimiento del segundo trimestre de casi 6 por ciento, y los
encuentros de Uribe en Nueva York con importantes líderes mundiales,
tuvieron menos impacto que los nuevos eslabones de la cadena del caos
político: una delegación de congresistas, encabezada por Dilian
Francisco Toro, tuvo problemas para estructurar una agenda coherente
en el Congreso estadounidense en Washington; la reelección de
alcaldes y gobernadores, prometida por Uribe en la campaña, se hundió.
¿Qué hay detrás de
todo? ¿Se cayó la estantería? ¿Un simple manejo equivocado de
casos aislados? Muchas de las escenas que han visto los colombianos en
el agitado panorama del gobierno en su arranque eran previsibles.
Tienen que ver con el estreno de la reelección: estos 45 días vienen
después de cuatro años con el mismo Presidente y el mismo gabinete.
Esta vez no hubo nuevo oxígeno, por iniciativas esperanzadoras o
renovación del equipo. Uribe considera que su agenda es la
continuidad de la del primer período. Y en lugar de posesionar a los
nuevos ministros el 7 de agosto, lo hizo a cuentagotas, según las
circunstancias de cada persona. Además dejó a la mayoría en sus
cargos. Se creó un clima de normalidad y no de renovación. De tedio
en vez de emoción por algo nuevo. Como un 31 de diciembre sin cambio
de año.
En el campo político,
el desorden tiene que ver con la debilidad de los partidos uribistas,
en especial el de La U. Cada día es más claro que su conformación
fue más adecuada para responder a las necesidades puramente
electorales de los políticos que se querían reelegir en el Congreso
(acercarse a la figura de Uribe y alcanzar el umbral exigido) que para
gobernar. Más que un partido, La U está demostrando que fue una
empresa electoral. Por otro lado, la oposición ha encontrado una
oportunidad dorada para buscar aire después de la apabullante derrota
electoral. En particular, el Partido Liberal está trabajando con una
disciplina y una coherencia que hace mucho tiempo no había tenido. La
férrea jefatura de César Gaviria y las fisuras del hasta hace poco
Presidente de teflón le han permitido hacer debates de control político
que en forma incipiente se están saliendo del acostumbrado tono
aburrido e intrascendente. Ahora generan noticia. Y no sólo los de
los liberales: también los del Polo, que no son el fruto de ajustados
métodos de trabajo colectivo. En todo caso, las sesiones de
interrogaciones a los ministros en las últimas dos semanas, sobre al
ajuste de cuentas al primer cuatrienio de Uribe y sobre los supuestos
montajes del Ejército, quedaron en la retina del público.
Más que un
descalabro estructural, en síntesis, al gobierno Uribe lo sorprendió
su propia reelección. Minimizó la necesidad de mantener la
iniciativa y perdió el control de la agenda al mantener un programa
demasiado conocido y sin capacidad de conmover. No es una coincidencia
que el discurso de posesión haya causado desconcierto, por soso y
falto de iniciativas. Esta situación va en contravía de las
necesidades de los aliados políticos del gobierno.
La gran pregunta es
qué hará ahora el Presidente. Su carácter y su personalidad obligan
a descartar la hipótesis de que se quedará con los brazos cruzados o
se resignará al desgaste constante. Al cierre de esta edición, Uribe
preparaba la reunión de ministros pública y televisada que se llevó
a cabo el sábado. Sus asesores esperan que de allí salga claridad
sobre las prioridades del gobierno: el norte perdido sobre qué seguirá
igual y qué iniciativas nuevas se incorporarán. Todo indica que la
estrategia a seguir tendrá dos pilares: una rectificación de la
relación con el Congreso y una innovación de la agenda.
En cuanto a lo
primero, Uribe ha dejado ver su inconformidad con el papel de los
congresistas. Considera que son ellos los que no han entendido la
nueva realidad política, que surge de la reelección, la reforma política
y la ley de bancadas. Y tratará de recuperar la imagen de antipolítico.
La pregunta es cómo. No tiene la fortaleza de 2002, cuando habló de
cerrar el Congreso. Esa sería una receta exagerada y riesgosa. La
situación no es tan crítica como para justificar una acción de ese
tipo, u otras aún más audaces como la convocatoria de una
Constituyente. Según el ex ministro Rudy Hommes, en su columna de
Portafolio, "el Presidente puede estar dejando que se desgasten
los miembros de su coalición para entrar a ejercer el liderazgo que
se ha abstenido de ejercer". Las cartas que quedan se limitan a
ajustarles las tuercas a las fuerzas uribistas o eludir al Congreso
mediante políticas del Ejecutivo. Como por ejemplo, volver a retirar
la reforma tributaria –como lo hizo hace un año– y buscar otros
antídotos contra el déficit fiscal.
Y para diversificar
el discurso y ampliar el debate, es probable que el Presidente se
juegue por un diálogo con las FARC y el ELN. En el discurso ante la
ONU, la semana pasada dijo una frase que pasó casi inadvertida:
"Si hay un gesto de paz (de la guerrilla), el gobierno no será
obstáculo". En realidad es un nuevo indicio de que Uribe quiere
mover este frente y convertirlo en una prioridad de su segunda
presidencia. Los distintos ministros tienen también instrucciones muy
claras de promover los temas sociales para hacer más visibles los
avances y los proyectos.
Estos
giros no son fáciles, tienen riesgos, y falta ver si son suficientes
para curar la incertidumbre. Pero es un hecho que el gobierno necesita
un timonazo. Las grietas que le han aparecido a la sólida estatua del
Presidente más popular ya pusieron en tela de juicio la
gobernabilidad. Es decir, la capacidad de llevar a la práctica sus
planes y proyectos. Y si nada cambia, en el mediano plazo esa situación
puede llegar a debilitar también la alta popularidad que ha
conservado durante cuatro años. Sin un cambio, las escaramuzas de
estas semanas dejarían de ser los "pequeños errores de
manejo" que aceptan los gobiernistas y eventualmente podrían
conducir al "colapso de Uribe" que de manera acomodada
presagia la oposición.
Gravísimas
denuncias por la participación del Ejército en atentados
atribuidos a las FARC
Montajes
Revista
Semana Nº 1271
Bogotá, 12/09/06
Hace mucho tiempo no
se sentía un ambiente de indignación general como el que produjo la
noticia de que un coronel, un mayor, un capitán y un teniente del Ejército
participaron en siete actos terroristas. Las expresiones oscilaron
entre el dolor, la ira y la estupefacción. Más aun cuando no es el
primer escándalo que afecta a la institución militar, sino el último
de una serie larga y vergonzosa. En uno de los ataques inventados murió
José Antonio Vargas, un humilde reciclador que caminaba por una calle
cercana a la carrera 45 con calle 75, en el barrio Gaitán de Bogotá,
cuando explotó un carro bomba que en principio estaba dirigido contra
una patrulla de soldados miembros del Batallón de Policía Militar número
15 que iba hacia el Cantón Norte. La explosión dejó heridos también
a un suboficial y a nueve soldados. ¿Qué pueden sentir ahora estos
damnificados, o los familiares de Vargas?
La mayoría de los
actos terroristas se llevó a cabo en la capital en los días previos
a la segunda posesión de Uribe. Cuatro años atrás, las FARC habían
atentado contra el Palacio de Nariño en el momento de la transmisión
del mando, y ese antecedente hacía prever que este año intentarían
algo semejante. Bajo el clima de temor, los autores de los actos
falsos pensaron que sería posible culpar al grupo guerrillero y
cobrar la desactivación de carros bomba y otros atentados. La prensa
y la opinión pública no dudaron en achacarle la oleada terrorista a
las FARC. Incluso hubo comentarios en el sentido de que su bajo nivel,
comparado con el de 2002, era producto de los éxitos de la política
de seguridad democrática.
Todo era un engaño
colectivo. Al menos eso dijeron las primeras versiones, corroboradas
por un comunicado leído por el general Mario Montoya el jueves en la
noche. Las investigaciones apenas comienzan, y el fiscal general,
Mario Iguarán, habló de la posibilidad de que la autoría recayera
en manos de miembros de las FARC infiltrados en el Ejército. Bajo
esta alternativa, la responsabilidad de los militares sería menor.
Pero cualquiera de
las hipótesis es preocupante. Si los atentados fueron una farsa, las
secuelas serían gravísimas desde los puntos de vista ético, militar
y político. El Ejército es la institución en la que recae la
confianza de todo un país para combatir a sus enemigos. Que aparezcan
oficiales inmersos en las mismas conductas que precisamente deben
perseguir pone en juego su prestigio y su credibilidad y genera una
profunda desazón. Los atentados fueron torpes y no se entiende que su
desactivación se considerara más importante que la evidencia de que
las FARC no podían repetir la ofensiva de hace cuatro años gracias a
la política de seguridasd democrática.
Nadie cree que estos
hechos hayan sido ordenados por la cúpula. Son individuales. Pero son
tan frecuentes y desconcertantes, que producen inquietudes sobre la
eficacia de las Fuerzas Armadas en momentos en que ha crecido el
optimismo sobre la posibilidad de ganarles la guerra a las FARC y de
derrotar al terrorismo. Peor aun cuando se han presentado otros casos
recientes de características semejantes (ver recuadro).
Los militares se
ganaron, después de un trabajo sostenido durante varios años, el
apoyo de la comunidad internacional y el respeto de los colombianos.
Durante la década de los 80 la ayuda de Estados Unidos se dirigió a
la Policía y se limitó a la lucha contra el narcotráfico porque
existía desconfianza sobre el compromiso del Ejército con los
derechos humanos. Esa situación cambió desde mediados de los 90. El
Plan Colombia ha incluido ayudas financieras cercanas a los 4.000
millones de dólares para las Fuerzas Armadas. En el plano interno,
las encuestas indican que por primera vez los militares ascendieron a
los primeros lugares de favorabilidad entre todas las instituciones.
Los golpes que ha recibido su imagen en los últimos meses son un
atentado contra estos importantes logros estratégicos.
Basta recordar el
clima que reinaba en las principales ciudades del país en vísperas
al 7 de agosto. En Bogotá, el alcalde Luis Eduardo Garzón convocó
varios consejos de seguridad para monitorear los esfuerzos preventivos
contra el terrorismo de las FARC. Las calles se militarizaron. La
ciudadanía padeció retenes, requisas, restricciones en las ciclovías
y ley seca. El regreso del terrorismo, o la repetición de los
atentados de 2002, invadió el ambiente colectivo.
Hubo otras
consecuencias de mayor alcance. En su momento circularon versiones de
que el presidente Álvaro Uribe anunciaría en su discurso de posesión
una generosa oferta de paz para la guerrilla, tanto de las FARC como
del ELN. A última hora, las noticias sobre la ola de atentados con
que supuestamente se saludaba su segunda administración habría
obligado a un cambio del texto. Sólo hubo alusiones generales, de
tono escéptico y contenido ambiguo, sobre las posibilidades de abrir
una negociación de paz. La confirmación de que los actos terroristas
fueron inventados con participación de miembros de las Fuerzas
Armadas significaría que el Presidente de la República –el
Comandante en Jefe– habría tenido que modificar su política por
culpa de ilícitos cometidos por sus propios subordinados. Una
barbaridad inconcebible.
No menos
significativo fue el efecto de las informaciones sobre estos atentados
en la comunidad internacional. Las medidas de seguridad para proteger
a las delegaciones extranjeras que asistieron a la posesión,
comenzando por la de Estados Unidos, fueron extremas y les dieron
origen a despachos y crónicas de la prensa internacional que cubrió
al evento. En todos se mencionaba la ofensiva de las FARC para
'recibir' el segundo cuatrienio de Álvaro Uribe. ¿Todo era un vil
engaño? ¿Cómo puede un Presidente decidido a terminar el conflicto
liderar a un Ejército que viola principios tan esenciales? ¿Cómo se
ha llegado a una situación que permite semejantes despropósitos?
Las respuestas no son
fáciles, pero hay varios indicios. En los últimos años se ha
consolidado la cultura de los 'positivos'. Entre los generales y los
mandos medios se ha incrementado la necesidad de mostrar a toda costa
éxitos en la guerra. En parte, por la exigencia del propio presidente
Uribe, que llama directamente a los comandantes en el terreno para
mantener su presión. Y también porque se paga dinero y se reconocen
los méritos. Otro factor es la expectativa que existe sobre el nuevo
comandante del Ejército, general Mario Montoya, para que sostenga las
'cifras' de su antecesor. No se tiene en cuenta que en la medida en
que hay progresos en la guerra, los 'positivos' deben disminuir. De
hecho, llegan a cero en el momento de la victoria definitiva, porque
el enemigo pierde toda su capacidad de acción. Este obsoleto concepto
ha producido casos atroces como la desaparición de Tiberio García Cuéllar
cerca de Chaparral, Tolima, sobre el cual hay investigaciones contra
miembros de la Fuerza Pública; el montaje del secuestro de seis
comerciantes por el Gaula del Ejército en Atlántico, y ejecuciones
extrajudiciales por las que se acusa a la IV Brigada, en Antioquia,
cuyas víctimas fueron presentadas como guerrilleros.
Un elemento clave de
la política de seguridad democrática era el de cambiar la manera de
cuantificar los éxitos de las Fuerzas Armadas en la guerra.
Reemplazar indicadores como el número de muertos por otros más
modernos como los resultados en términos de una mejor seguridad para
la población civil. La reducción, por ejemplo, de homicidios,
secuestros y desplazados. Lamentablemente, los casos mencionados
indican que no se ha producido este cambio, sino que, por el
contrario, se ha incrementado el apego al infame 'body count'
(contabilización de muertos) que en el mundo se comenzó a desterrar
después de su abuso en la guerra de Vietnam.
El comandante del Ejército,
general Mario Montoya, en el comunicado que leyó el jueves pasado
para dar a conocer el escándalo, reiteró que los hechos fueron
cometidos por "personas inescrupulosas entre las que se
encuentran dos oficiales". Un explicable énfasis en la
responsabilidad individual y no institucional. Y aunque es cierto que
no existe una política oficial, la repetición de la la infame práctica
de inventar atentados genera una gran preocupación. La contundente
declaración del ministro de Defensa, en el sentido de que estos crímenes
son "hechos aislados" choca contra la percepción de que su
número y frecuencia tienden a convertirlos en una conducta sistemática.
Por momentos, la
reacción de la cúpula descubre una mayor preocupación por la
imagen, que por enfrentar la realidad. El general Montoya salió a los
medios con un comunicado de seis puntos para adelantarse a las
informaciones que preparaban SEMANA y El Tiempo para denunciar los
montajes. El objetivo era quitarle fuerza a la noticia y divulgarla en
los términos oficiales. Una praxis de dudosa ética que ya había
sido utilizada cuando se destaparon las torturas a que fueron
sometidos 21 soldados del Batallón Patriotas en el municipio de
Piedras, Tolima, en febrero pasado. Estas reacciones dejan la percepción
de que importa más tapar llas irregularidades que llegar al fondo de
las investigaciones.
Y hay problemas
graves con aspectos tan cruciales como el alcance del control civil
del manejo militar. Un precepto constitucional fundamental en una
democracia, que en Colombia se profundizó desde cuando se
reemplazaron los ministros de Defensa militares por civiles. Aunque
esta medida ha servido para mejorar el debate sobre los asuntos
castrenses y para mantener a los oficiales al margen de la política,
todavía hay un largo camino que recorrer. La salida de Martha Lucía
Ramírez de la cartera de Defensa tuvo que ver con el malestar que
generaron en las Fuerzas sus intenciones de asumir el manejo de la
contratación por parte del Ministerio. Otras áreas han sido
impenetrables: esta es la hora en que los informes de los inspectores
militares no llegan al despacho ministerial. Y para enfrentar la
profunda crisis de la justicia penal militar, el ministro Santos tuvo
que nombrar como directora de esa jurisdicción a Luz Marina Gil, la
primera civil que llega a esa posición.
Pero se necesitan
otras reformas. "El rápido crecimiento en el pie de fuerza en
los últimos años no ha estado acompañado de la reingeniería
necesaria para mejorar los controles internos", dice la ex
ministra Martha Lucía Ramírez. También hay problemas de liderazgo.
El relevo de oficiales respetados por la tropa, como los generales
Reynaldo Castellanos y Carlos Alberto Ospina, ha dejado vacíos. También
se necesita una revisión de la estrategia de pagos de recompensa para
evitar el estímulo al logro de 'positivos' a cualquier precio. Y,
agrega Martha Lucía Ramírez, "la formación de los soldados
debe ser más integral: agregar una mejor educación en derechos
humanos y ética, y no limitarse exclusivamente a lo militar".
Falta ver a dónde
conducen las investigaciones sobre los atentados previos al 7 de
agosto. ¿Tiene validez la hipótesis del fiscal Iguarán según la
cual fueron las FARC las que impulsaron estos actos? ¿A esa conclusión
conduce el material probatorio? En todo caso, una es la realidad
procesal y otra la preocupación creciente por la protuberante
existencia de fallas estructurales en las fuerzas. Y este punto, pase
lo que pase con las investigaciones sobre los actos terroristas de
agosto, no se puede dejar a la deriva –ni sin una respuesta
convincente– en un país en guerra.
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