Marxismo
y keynesianismo ante la crisis capitalista
Por
Juan Ignacio Ramos
La Haine, 14/07/06
A
partir de la aparición de gobiernos "progresistas", en
sectores de izquierda, tanto en el frente sindical como en algunos
partidos obreros, se aboga por políticas expansivas, gastos e
inversiones públicas y restablecimiento del papel del Estado en la
economía de mercado. Estas corrientes han abrazado el programa de
Keynes como una alternativa a la crisis, al desempleo masivo y al
desmantelamiento del Estado de Bienestar. Pero ¿son una alternativa
viable las recetas del keynesianismo para resolver la crisis
capitalista? ¿Constituyen el programa por el que la izquierda y el
movimiento obrero deben luchar?
La
crisis del Sudeste Asiático y, más recientemente, la recesión de la
economía japonesa han reabierto bruscamente el debate sobre las
perceptivas para el capitalismo. En un mercado mundial
interdependiente en el que las economías nacionales han alcanzado el
mayor grado de integración de toda la historia del capitalismo, la
crisis de sobreproducción en Asia amenaza el ciclo alcista de la
economía, tanto en Europa como en EEUU.
Voces
muy ponderadas se alzan previniendo sobre una recesión mundial, y no
esta descartado que pudiera transformarse en la caída más importante
de la economía desde la II Guerra Mundial.
También
en el movimiento obrero el debate está abierto. En sectores de
izquierda, tanto en el frente sindical como en los partidos obreros,
se aboga por políticas expansivas, gastos e inversiones públicas y
restablecimiento del papel del Estado en la economía de mercado.
Estas corrientes han abrazado el programa de Keynes como una
alternativa a la crisis, al desempleo masivo y al desmantelamiento del
Estado de Bienestar.
Pero
¿son una alternativa viable las recetas del keynesianismo para
resolver la crisis capitalista? ¿Constituyen el programa por el que
la izquierda y el movimiento obrero deben luchar? Ambas preguntas
abordan cuestiones teóricas, en concreto la naturaleza de la crisis
del capitalismo, y prácticas, la alternativa que debe levantar la
clase obrera para acabar con ella.
El
auge de la posguerra
La
característica más importante de la posguerra fue el largo período
de auge que se prolongó hasta finales de los años 60. Representó la
mayor explosión de inversión, producción, comercio, ciencia y técnica
de toda la historia de la Humanidad, y puso su sello en los
acontecimientos políticos de todo el mundo. El auge de los países
desarrollados superó los niveles de entreguerras y tuvo efectos en
relanzar las ilusiones en el capitalismo como sistema viable.
Todo
período de desarrollo que ha atravesado el capitalismo tiene rasgos
comunes y aspectos diferentes. El marxismo explica, y empíricamente
se ha demostrado, que el movimiento de la economía de mercado se
realiza a través de ciclos de booms y auges y también de recesiones
y depresiones.
Desde
el auge de 1871 a 1912 el capitalismo no experimentó un período de
crecimiento tan importante como el que se prolongó de 1948 hasta
principios de la década de los 70. Toda una serie de factores
influyeron en este proceso:
*
El fracaso de la revolución en Europa Occidental al final de la
guerra, especialmente en Francia, Italia y Grecia, donde los
trabajadores armados –partisanos y resistentes al nazismo– y
encuadrados en los partidos comunistas y socialistas pudieron haber
tomado el poder. Este desarrollo estabilizó políticamente la situación
y favoreció el auge: fue su precondición política.
*
Los efectos devastadores de la guerra, con la destrucción de una
cantidad formidable de fuerzas productivas, tanto bienes de capital
como de consumo, que crearon un gran mercado.
*
La actitud de EEUU respecto a Europa, muy diferente de la mantenida
tras la I Guerra Mundial con la firma del Tratado de Versalles. Ante
la amenaza del bloque soviético, los EEUU contribuyeron con el Plan
Marshall a relanzar la economía europea. Las fuerzas productivas de
EEUU se mantuvieron intactas durante la guerra.
*
El enorme aumento de la inversión en bienes de capital. El
surgimiento de nuevas industrias al calor de la guerra (aplicación
del plástico, aluminio, electricidad, energía atómica, informática).
*
Aplicación de los inventos desarrollados en el ámbito militar a la
producción civil. El rápido incremento de la producción en las
industrias más nuevas.
*
La sustitución del viejo patrón oro para el comercio, por el dólar
como moneda de cambio, impuesta por EEUU y, en menor medida, por Gran
Bretaña, condujo a una enorme expansión del crédito y del capital
ficticio.
*
La expansión del crédito, utilizada para superar las limitaciones
reales del mercado.
*
El nuevo mercado para los bienes de capital en los países en vías de
desarrollo. El aumento de la demanda de materias primas en los países
avanzados por el desarrollo de la industria favoreció además el
crecimiento –también las desigualdades– en los países
subdesarrollados.
*
El aumento del comercio, especialmente de bienes de capital, entre los
países capitalistas avanzados actuó como un gran estímulo para la
actividad productiva.
*
El papel de la intervención del Estado en la economía.
Todos
estos factores interactuaron y favorecieron un desarrollo sin
precedentes del capitalismo. Pero si tenemos que destacar en este
proceso un factor, el decisivo, fue el aumento de la inversión de
capital, que es el principal motor del desarrollo capitalista.
Las
grandes inversiones en la industria, el giro hacia la mecanización y
la automatización, la productividad del trabajo, aumentaron
decisivamente, incrementándose al mismo tiempo la cantidad de capital
constante en proporción al capital variable, es decir la proporción
del capital invertido en maquinaria, edificios, plantas, etc., aumentó
en relación a la cantidad invertida en fuerza de trabajo, lo que más
tarde o temprano debía conducir a una caída en la tasa de
beneficios.
Inevitablemente,
la caída en la tasa de beneficios, que se aceleró durante la década
de los 70, tuvo su reflejo en la caída de la inversión y en la
recesión de los años 70.
Como
Marx explicó, la causa fundamental de la crisis es inherente a la
propia sociedad capitalista, y reside en la inevitable aparición de
sobreproducción, tanto en bienes de capital como de consumo. Lenin,
en su artículo Observación sobre el problema de los mercados,
combatió la idea de que las crisis eran originadas por la desproporción
entre la producción y la capacidad de consumo, asignando a este fenómeno
real (la existencia de un déficit de consumo) un lugar secundario,
como un hecho que sólo se refiere a un sector de toda la producción
capitalista. Para Lenin "este hecho no puede por sí solo
explicar las crisis, puesto que responde a una contradicción más
profunda y fundamental del sistema económico vigente: a la
contradicción existente entre el carácter social de la producción y
el carácter privado de la apropiación".
¿Y
el Estado?
La
tendencia innata de las fuerzas productivas a sobrepasar los límites
de la propiedad privada obliga al Estado a intervenir más y más en
la "regulación" de la economía. La intervención estatal
fue un factor que contribuyó al auge pero no fue el decisivo, de la
misma manera que no evitó la recesión en los años 70 ni actualmente
en Japón, a pesar de las gigantescas inversiones estatales realizadas
desde 1992.
El
aumento del papel jugado por el Estado en la moderna economía
capitalista se explica por el crecimiento de las fuerzas productivas,
de las multinacionales y el desarrollo del capital monopolista. Lenin
ya trató estos aspectos en su libro El imperialismo, fase superior
del capitalismo. La fusión del capital monopolista con el Estado, que
actúa como el agente directo de los grandes monopolios, no tiene nada
que ver con la "regulación" o la "planificación"
de la economía en el sentido socialista que toma el término bajo un
Estado obrero, ni tampoco, y esto es fundamental para contestar a
aquellos que tienen ilusiones en el papel del Estado en la economía
capitalista, supone la eliminación del papel dominante del mercado.
El
Estado, durante las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, se
hizo con el control de industrias que se habían convertido en poco
rentables, debido al desarrollo de nuevas ramas industriales y nuevas
técnicas de producción, y debido también a los grandes gastos de
capital que exigían su modernización cuya rentabilidad, por tanto, a
corto plazo no era atractiva para los capitalistas privados.
La
intervención del Estado en estos sectores no alteraba las leyes básicas
ni las contradicciones en que se mueve el capitalismo. Estos sectores
estatalizados de la economía (ferrocarriles, minería, siderurgia, eléctricas,
etc.) proporcionaban materias primas y servicios baratos a los
capitalistas privados que se beneficiaban de esta manera de los
subsidios y las inversiones estatales.
Pero
el factor clave del auge de posguerra fue el aumento de la inversión
de capital que ya hemos señalado anteriormente.
Al
comienzo de la década de los 60, el 10% de la economía de Gran Bretaña
estaba en manos del Estado, como una palanca para favorecer el
crecimiento del sector privado. Lo mismo se puede decir de Alemania,
Francia, Italia o el Estado español, donde la aparición del
Instituto Nacional de Industria (INI) jugó un papel similar.
Incluso
cuando la actividad económica de las empresas estatales supuso un
porcentaje importante del PIB, siempre fue una cifra insuficiente para
determinar el movimiento básico de la economía. No era la industria
estatal la que dictaba el movimiento de la industria privada sino a la
inversa.
El
papel del gasto público
¿Por
qué no puede el gasto público del Estado capitalista solucionar los
problemas de la economía capitalista? En la economía capitalista la
producción se realiza por y para el mercado. Una parte decisiva de
los recursos del Estado, vía impuestos, provienen del propio mercado:
o bien de los beneficios de los capitalistas o bien de los salarios de
los trabajadores. Si se aumentan los impuestos a los capitalistas se
reducirá su tasa de beneficios, con las implicaciones que tiene para
la inversión y la producción.
Por
el contrario, una mayor presión impositiva sobre el salario de los
obreros reduce el mercado de bienes de consumo. El Estado no puede
resolver esta contradicción por su carácter de clase y por eso los
capitalistas, en cuanto tienen oportunidad, reducen los impuestos que
les afectan, aumentando la presión sobre los trabajadores.
¿Cuál
era la solución keynesiana? Para Keynes y su escuela se podía
superar "el ciclo recesivo" alimentando la demanda aunque
fuera artificialmente. En este punto el papel del Estado era decisivo.
No importaba el déficit si esto suponía un incremento de la
actividad. En parte esto podía funcionar temporalmente durante una época
de auge de la economía, aunque fuese a costa de un endeudamiento agónico
del Estado.
Sin
embargo, la situación cambió dramáticamente cuando se produjo una
caída en la economía con la recesión de 1973. En ese momento el déficit
del Estado se transformó en una gran losa, inaceptable para los
capitalistas, que veían cómo al cólera del endeudamiento le acompañaba
la peste de la inflación –alimentada por la financiación del déficit–.
La
caída de la economía, como se comprobó traumáticamente, afectó y
arrastró a la industria pública. Lo que era una ventaja temporal
–la intervención del Estado en la economía– se transformó dialécticamente
en un factor extraordinariamente negativo para la economía
capitalista.
La
crisis de los 70 reveló el auténtico carácter de las
contradicciones del sistema. Primero, comenzando con una caída en la
tasa de beneficios que bajó durante un período de años en los que
continuaron las inversiones, hasta tal punto que no era compensada por
el aumento de la plusvalía, incluso en un período en el que hubo un
aumento sensible de la productividad del trabajo. Esta caída en la
tasa de beneficios indujo a su vez a una caída en la inversión,
posteriormente en la producción y, finalmente, provocó una explosión
del desempleo. La inflación y el déficit público alimentaron las
llamas del incendio.
Monetarismo
versus keynesianismo
Las
contradicciones surgidas entre el ascenso de las fuerzas productivas
por un lado y la propiedad privada de los medios de producción y el
Estado nacional por otro, condujeron a la crisis de sobreproducción y
al descrédito del keynesianismo por parte de todos los gobiernos,
tanto de derechas como de "izquierdas".
En
un proceso prolongado en el tiempo, empezando por EEUU y Gran Bretaña,
las viejas recetas del monetarismo, con sus presupuestos equilibrados
y las privatizaciones masivas de empresas públicas, dejaron un
reguero de miles de puestos de trabajo destruidos y provocaron el
desmantelamiento, en el caso británico, de la industria y la minería
pública. Estas recetas se completaron con la precarización del
mercado laboral y el incremento de los beneficios empresariales sobre
la base de la explotación extrema de la clase obrera, el ataque a los
gastos públicos y el expolio del Tercer Mundo.
Sin
embargo, la curva de desarrollo de la economía marca una clara
tendencia descendente desde 1973.
El
boom de los 80, que significó más explotación obrera en los países
avanzados y en los subdesarrollados, no evitó el incremento de los déficit
públicos y la expansión del crédito. Los grandes poderes
imperialistas, asustados ante la perspectiva de una recesión,
recurrieron entre 1985 y 1987 a medidas económicas que chocaban con
su propia experiencia. Para prolongar el boom coordinaron sus políticas
financieras, saquearon aun más a los países subdesarrollados y
recurrieron al crédito masivo o de nuevo al gasto público, haciendo
crecer el déficit y el endeudamiento.
Los
efectos fueron evidentes en el siguiente ciclo recesivo –1990–1991
para EEUU y Gran Bretaña y 1992–1993 para el conjunto de Europa–.
La caída fue la más importante desde los años 70 y en algunos
casos, como en Europa Occidental, superior en términos de destrucción
de empleo, caída de la inversión y la producción.
Desde
entonces la burguesía ha sintonizado un programa de ataques a los
salarios, desregulación del mercado de trabajo, aumento de la plusvalía
absoluta y relativa y guerra sin cuartel al déficit público, con el
consiguiente desmantelamiento del estado del bienestar en Europa. El
capitalismo, enfermo y decadente, está sosteniendo su crecimiento
consumiendo una parte fundamental de las reservas sociales creadas en
el período precedente, lo que conducirá a nuevas contradicciones y
explosiones de la lucha de clases.
Una
crisis orgánica del sistema capitalista
No
hace tanto que el FMI, en su reunión de Hong Kong en septiembre de
1997, predecía un crecimiento sostenido de las economías asiáticas
y sorprendentemente vaticinaban que Japón y la UE relevarían a EEUU
y Gran Bretaña como líderes de la recuperación.
La
crisis del Sudeste Asiático (SA) ha devuelto realismo a las
previsiones delirantes de los gurús del FMI y del BM. No cabe duda
que el crecimiento que los "Tigres" experimentaron durante
la segunda mitad de los 80 y primera de los 90, permitió amortiguar
la recesión en Occidente y proveer de mercados para los bienes de
producción a las grandes economías capitalistas. No obstante, el
desarrollo de los "Tigres", especialmente China, alimentó
nuevas contradicciones, creando competidores poderosos en el mercado
mundial para las economías de EEUU, Europa y Japón.
Las
grandes inversiones en capital, que durante décadas se realizaron en
Corea, Indonesia o Tailandia, chocaron con los límites del mercado
mundial y de nuevo la sobreproducción hizo su aparición. Demasiada
abundancia de chips, ordenadores, cemento, petróleo, plástico y, por
supuesto, de bienes de consumo baratos. La crisis de la economía real
se combinó y agudizó con el crash financiero, provocando la
devaluación histórica de sus monedas y el endeudamiento masivo de
estas economías –y en correspondencia un grave problema para los
bancos occidentales que prestaron el dinero para financiar el
crecimiento–, la caída de la producción, quiebra de empresas y
explosión del desempleo. La recesión más importante de la historia
de estos países, que se agudizará aun más por las recetas salvajes
del FMI.
En
Indonesia la "estanflación" ha hecho su aparición: el alza
de los precios alcanzó un 52% interanual en mayo de este año, el
mayor nivel en 23 años, y la contracción del PIB puede alcanzar este
año un –10%. En Tailandia la inflación supero en mayo el 10.2%
interanual, la cifra más alta en los últimos 17 años y la contracción
del PIB se situará entre el 4,5% y el 5%. En Corea del Sur, el PIB en
el primer trimestre de este año registró una caída del 3,8%, la
primera contracción en 18 años.
Las
consecuencias políticas y sociales de esta recesión no han tardado
en manifestarse. En Indonesia la subida de los precios de los
productos básicos, la escasez y el desempleo desataron una oleada de
protestas que se transformaron en un auténtico movimiento
revolucionario contra la dictadura. La caída de Suharto no es más
que el primer acto del proceso. En Corea del Sur se han organizado
tres huelgas generales contra los despidos masivos en los chaebols
(conglomerados industriales), a pesar de los primeros intentos de
llegar a pactos sociales entre el gobierno y las direcciones
sindicales.
Como
siempre, los capitalistas quieren poner la carga de la crisis sobre la
espalda de los trabajadores.
Japón
en recesión
La
recesión en la economía japonesa es una advertencia seria, muy
seria, de la gravedad de la crisis. Japón es la segunda potencia económica
mundial y domina casi un tercio del comercio mundial. La crisis del
Sudeste Asiático ha acelerado la caída que ya venía incubándose
por las propias contradicciones de la economía japonesa desde los años
80.
"Hace
escasas semanas" citaba Pablo Bustelo en un artículo de El País
(25/5/98) "el presidente de la compañía Sony, Ohga Norio,
declaró que la economía japonesa estaba al borde del
colapso…".
"La
economía japonesa está atravesando su peor momento del último
cuarto de siglo (…) En primer lugar, se trata de una recesión
fuertemente deflacionaria, que a la caída de la producción suma un
descenso considerable de los precios de bienes (…) La merma en los
beneficios empresariales (–45% en el año fiscal de 1997) ha
provocado una menor inversión un estancamiento de los salarios y, por
vez primera, un incremento sustancial de la tasa de desempleo, que
alcanzó un 3,9% en marzo [4,1% en abril], máximo histórico desde
1953. En suma, la economía japonesa está inmersa en un círculo
vicioso: la escasa demanda interna hace caer la producción y los
precios, pero, al desanimar la inversión, impide un aumento
suficiente de los salarios reales y destruye puestos de trabajo, lo
que deteriora aun más el consumo privado".
El
35% de las exportaciones de productos manufacturados japoneses se
destinaba a Asia, por lo que la crisis del SA ha tenido efectos
directos en los beneficios y la producción. Igual ocurre con el
sistema bancario: cerca de 30 billones de pesetas –según fuentes
oficiales, según otras fuentes serían 100 billones– tienen los
bancos japoneses comprometidos en créditos de dudoso cobro.
La
crisis japonesa se hunde en las mismas causas de siempre:
sobreproducción, burbuja financiera, endeudamiento del sistema
bancario, límites del mercado mundial y en el hecho decisivo de la
enorme interpenetración de la economía mundial. ¿Cómo se puede
afirmar que la recesión japonesa no afectará a EEUU ni a la Unión
Europea? ¿Por qué entonces tanto miedo a que continúe la caída del
yen y a una posible devaluación del yuan chino? La explicación no es
tan difícil. EEUU ha visto caer sus exportaciones en el primer
trimestre un 3% y además sabe perfectamente cómo empezó el crash
del 29: recesión de la economía agraria e industrial combinada con
devaluaciones competitivas y crash bursátil.
Evidentemente,
cuando Clinton viaja a China nueve días no es sólo para hacer
turismo en la Gran Muralla, algo tendrá que ver el afán de los
capitalistas americanos para obtener de los dirigentes estalinistas
chinos un compromiso firme de que no devaluarán el yuan y evitar así
una guerra comercial, que bien podría ser el accidente que desatase
una recesión mundial.
En
cualquier caso, el neokeynesianismo no salvó a Japón. Desde 1992 se
han inyectado 70 billones de pesetas por parte del Estado en la economía
japonesa, orientados especialmente a salvar de la quiebra el sistema
bancario, y en obras públicas, con el objetivo de reactivar la
demanda interna. No sirvió de mucho, porque el movimiento real de la
economía de mercado está sometida a contradicciones que el Estado
capitalista no puede evitar.
Una
alternativa socialista
Si
el keynesianismo fracasó, la política monetarista y neoliberal está
fracasando, produciendo efectos todavía más perniciosos. Basar el
crecimiento en la sobreexplotación de la clase obrera, el
empobrecimiento de la sociedad, la precarización del mercado laboral,
el desmantelamiento de los servicios sociales (sanidad, educación,
subsidios de desempleo y a los marginados), y el paro masivo, sólo
preparan una reacción aún más enérgica de las masas hacia la
izquierda, pero no evitarán la crisis, en todo caso aumentarán su
profundidad y violencia.
Los
marxistas rechazamos que el keynesianismo o el monetarismo sean una
alternativa para los trabajadores. Obviamente defendemos todas las
conquistas de la clase obrera: la sanidad y la educación públicas,
gratuitas y universales, las viviendas sociales, le empresa pública y
los puestos de trabajo, logros que hoy son atacados sin escrúpulos. Y
subrayamos que la única forma de defenderlas consecuentemente es con
la movilización más amplia, masiva y decidida de la clase obrera,
los parados y los jóvenes, tarea que es responsabilidad de los
sindicatos de clase y de las organizaciones políticas de los
trabajadores. Al mismo tiempo, señalamos que estas conquistas chocan
hoy con los intereses del capital y con la crisis de su sistema.
Una
sociedad con pleno empleo, en la que aplicando los enormes avances
tecnológicos al proceso productivo hiciese posible la reducción de
la jornada laboral a 30, 25, 20 o menos horas semanales, con vivienda
accesible, con sanidad y educación dignas, es absolutamente posible a
condición de que nos liberemos del control reaccionario que un
reducido número de monopolios, bancos y grandes capitalistas ejercen
sobre la riqueza del mundo; y eso pasa por luchar por un programa
socialista, por la nacionalización de la banca, los monopolios y los
latifundios bajo control obrero y sin indemnización salvo en caso de
necesidad comprobada, para planificar la economía en beneficio de la
Humanidad, y acabar de una vez por todas con las crisis del
capitalismo.
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