Ronda de Doha
Un nuevo fracaso
Por Juan Diego García
Argenpress, 27/07/06
La OMC ha debido posponer de forma indefinida la ronda de
negociaciones que debía concluir a finales de este año con un
tratado comercial cuyos beneficios supuestamente contribuirían a
disminuir la pobreza en el mundo. Las razones de este nuevo fracaso
son varias, pero se destaca una: la resistencia de la mayoría de los
países pobres a someterse a las imposiciones de los países ricos y,
sobre todo, a la negativa de éstos a terminar con las subvenciones
agrícolas.
Como declaraba el ministro de comercio de India, sr.
Kamal Nath (El País, Madrid, 25 de julio): "esta claro que todos
los países se han movido y han hecho contribuciones menos uno: los
Estados Unidos". En realidad, aunque la mayor culpa corresponde a
la arrogancia de los gringos también caben responsabilidades a la UE
y demás países ricos.
Mientras tanto, el comercio mundial de bienes, servicios
y capitales goza de excelente salud y la tendrá más en un futuro sin
controles, como augura este nuevo traspiés de un organismo que lejos
de representar realmente a las 149 naciones que lo integran está
reciamente controlado por los países ricos y de modo muy particular
por los Estados Unidos.
El fracaso de esta ronda es el triunfo de las políticas
neoliberales del moderno libre cambio que imponen los países ricos a
los demás mientras ellos se parapetan tras el más rudo de los
proteccionismos. En efecto, por mil mecanismos se induce a los países
de la periferia del capitalismo a la apertura indiscriminada de sus
mercados, prometiendo que el libre comercio aumentará la riqueza de
todos; al mismo tiempo, esta apertura obligada de los mercados del
mundo pobre no se corresponde con otra igual en los países ricos.
Los resultados naturales de esta relación desequilibrada
no son otros que el desmantelamiento del tejido económico nacional
incapaz de competir con los productos extranjeros y las espectaculares
migraciones a Europa y los Estados Unidos producto del desempleo
masivo que se genera.
Para muchos de estos países pobres (básicamente
rurales) un problema central es precisamente la competencia desleal de
los productos agrícolas extranjeros, altamente subvencionados. Esa ha
sido esta vez la razón coyuntural del fracaso en la llamada Ronda de
Doha. Pero para otros países, de mayor desarrollo relativo también
se trata de la competencia de productos industriales y de servicios,
cuyo componente tecnológico superior hace casi imposible un acceso al
mercado en pié de igualdad. Y cuando se logra salvar esta distancia
tecnológica, funcionan los mecanismos proteccionistas del mundo rico
que se levantan como barreras infranqueables.
Ni siquiera es una ventaja producir más barato. Cuando
no es la barrera arancelaria que impide el acceso a Europa o los
Estados Unidos, será el producto subvencionado de estos últimos que
invade el mercado local haciendo imposible un juego entre iguales
frente. Los beneficios del menor precio para el consumidor
("aprovecharse de la subvención" se argumenta) se diluyen
cuando el masivo desempleo termina por afectar a grandes colectivos y
el ingreso real del país disminuye o se concentra aún más. Estos países
carecen de medio reales para compensar a quienes la competencia
desleal arroja del mercado o para invertir en empresas nuevas.
Resulta por demás paradójico que los predicadores del
neoliberalismo fundamenten su propuesta en los beneficios de un
comercio libre, cuando la realidad es que el mercado mundial está
cada vez más alejado de la libre competencia. Grandes consorcios
comerciales controlan el precio de las materias primas, de suerte que
hasta los aumentos de éstas (como ocurre ahora con el cobre y el petróleo)
terminan por beneficiar más a los monopolios que dominan el mercado
mundial que a los países productores. Eso explica la agria reacción
frente a gobiernos "populistas" que nacionalizan estos
recursos o al menos exigen una participación más razonable en los
beneficios. Explica también la animadversión hacia organismos como
la OPEP que intentan romper esos monopolios o hacia los proyectos de
integración regional de los países pobres que desean unir esfuerzos
y ganar capacidad de negociación.
El libre cambio, la apertura económica, la
"globalización" deben ser asumidas por unos como verdades
incontestables, casi como leyes de la naturaleza que no deben ser
violentadas, mientras sus predicadores se parapetan tras el mismo
proteccionismo que condenan en los demás. Se levantar barreras para
la protección de lo propio mientras se acusa en los peores términos
a quienes intentan hacer lo mismo.
Esta no es en manera alguna una práctica nueva. Los
ingleses, por ejemplo, ejercieron un cerrado proteccionismo durante
siglos hasta que sus industrias y su agricultura alcanzaron la madurez
indispensable. Entonces si predicaron las bondades del libre cambio,
la necesidad "natural" de dejar circular libremente las
mercaderías, la justeza de permitir al consumidor local el ejercicio
del sagrado derecho a escoger el producto que más resultase de su
conveniencia. Al mismo tiempo condenaban como señal de atraso y
tradicionalismo todo intento de desarrollar industrias propias en
aquellos países con un grado de desarrollo menor, que se esforzaban
en proteger la producción nacional mediante el cierre de sus
fronteras o la imposición de altas tasas aduaneras.
Tampoco en aquella época el asunto fue tan inocente ni
tan pacífico. También entonces se intentó presentar los intereses
británicos como los mismos del resto de la humanidad. Impusieron a
los chinos, por ejemplo, el consumo de opio (que trajeron de Turquía)
con el objetivo de pagar a éstos con heroína y no con oro y plata
como exigían los emperadores del Imperio del Centro. Hasta que un
oficial patriota, en defensa de los intereses de su país, incendió
un buque británico y dio comienzo a la Guerra del Opio. La represión
fue horrible, con intervención de "la comunidad
internacional" de entonces y con "efectos colaterales"
como consecuencia de la diplomacia de las cañoneras, justificada –¡
como no !– con el argumento de siempre: los occidentales solo
deseaban llevar a China el progreso y la civilización.
Pero este fracaso de la OMC se está ya compensando
sobradamente por una nueva estrategia. Renunciando a un acuerdo global
– por complicado y difícil – los países ricos se decantan por
acuerdos bilaterales, con la evidente ventaja que proporciona el trato
entre un fuerte y un débil. Los estados Unidos la han ensayado con
mucho éxito en América Latina, negociando tratados de libre comercio
país a país o al menos con pequeños grupos, para terminar
imponiendo las mismas condiciones que deseaban alcanzar con el ALCA.
No todo ha sido un camino de rosas para Washington pero al menos ha
logrado someter a sus condiciones a una parte del continente y no
abandona la posibilidad de infiltrarse en el MERCOSUR y otras
iniciativas de integración regional con las cuales estos países
intentan defender sus intereses.
Porque en el fondo, se trata de eso, de intereses. En los
países pobres, por ejemplo, también existen clases sociales o grupos
de intereses para los cuales es un buen negocio vender la soberanía
nacional abandonando la defensa del interés nacional como un exotismo
impracticable (eso es algo que solo se lo pueden permitir los países
ricos) y dejando a su suerte a sus conciudadanos. Son los aliados de
Washington que firman alborozados los tratados de libre comercio.
Y en los países ricos, los beneficios tampoco van a
todos. Las subvenciones a la agricultura, por ejemplo, favorecen en
modesta medida a pequeños agricultores, por lo general bastante
tradicionalistas, conservadores y votantes cautivos de los partidos de
la derecha más tradicional, pero la mayor parte van al bolsillo de
grandes propietarios territoriales y de multinacionales que controlan
la producción de cereales, carnes, aceites y otros productos.
Solo un cambio político en la actual correlación
mundial de fuerzas podría propiciar un comercio mundial diferente que
sí contribuya a disminuir la pobreza y a combatir la miseria. Para
ello sería indispensable que se democratizaran las instancias
mundiales que supuestamente representan a todos pero que en realidad
están bajo el control de unos pocos. La OMC, para comenzar. Y mucho más
importante sería que los países pobres se integrasen formando
bloques que faciliten la negociación multilateral. La estrategia de
individualizar las negociaciones –el llamado bilateralismo– es
evidentemente un suicidio. Solo la unidad regional puede cambiar la
correlación actual de fuerzas. Nadie apuesta por la autarquía; pero
cualquiera convendrá que es por lo menos poco prudente la práctica
alegre del libre cambio si los demás no hacen lo propio.
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