Joseph E. Stiglitz: ¿el opio de los globalizados?
Por Alfredo
Jalife-Rahme
La Jornada, 24/12/06
Pese a las evidencias cada vez más prístinas, existe un
segmento de economistas superinfluyentes quienes han alcanzado cumbres
legendarias de reconocimiento mundial y que infructuosamente intentan
suavizar y reformar la presente globalización perniciosa, a fin de
transformarla en una “globalización democrática” (una verdadera
antinomia), como es el caso del israelí-estadounidense Joseph E.
Stiglitz, quien colaboró activamente en la expansión del modelo en
su fase radiante: la década de los 90, que vivió las turbulencias
financieras en los “mercados emergentes/detergentes”, benficiando
unidireccionalmente a la banca israelí-anglosajona.
Fue justamente durante esta etapa aciaga que Stiglitz,
paradójicamente un icono intocable de los críticos de la globalización
totalmente desinformados, colaboró en la cúspide del poder que
controla el modelo globalizador como jefe del Consejo de Asesores Económicos
de Clinton (1995-1997) y vicepresidente senior del Banco Mundial
(1997-2000).
Sus valiosas críticas pecan de ciclopía y parcialidad,
y se ejercen a posteriori de sus funciones ejecutivas cuando la
globalización había entrado ostensiblemente en crisis y adquiere
notoriedad mundial con su libro La globalización y sus descontentos,
un año después a la obtención de su Premio Nobel de Economía
compartido, que cautivó a un segmento importante de altermundistas
muy cándidos, quienes no entendieron que simboliza una corrección y
ajuste del modelo, pero no su extinción deseada.
A nuestro juicio, Stiglitz representa el opio intelectual
que los globalizadores administran a los globalizados ingenuos y
desinformados para atenuar el dolor incoercible que provoca la
globalización, mediante sus críticas muy selectivas hacia los
disfuncionales organismos multilaterales (FMI, Banco Mundial y OMC)
que controla Estados Unidos con la ayuda del G-7.
Stiglitz no ataca el fondo: la patología cancerígena de
la globalización como fenómeno antihumano. Su libro La globalización
y sus descontentos significa una meritoria crítica, pero se queda en
la superficie y en la tangencialidad, y acaba por crear una hoja de
parra para intentar tapar lo inocultable: las atrocidades
“invisibles” de la globalización financiera.
Amén de que nunca aborda en forma extraña a la
“globalización financiera” y su ominosa desregulación (el arma
letal del modelo) con su parafernalia de “cuentas invisibles” (off-balance
sheet), “paraísos fiscales” (off-shore) y megabancos, afronta más
bien algunas excrecencias de la globalización económica.
Las “reformas” que propone para mejorar a la
irremediable globalización son muy etéreas, por lo que en su
reciente libro Hacer que funcione la globalización desemboca en cul-de-sac,
en una verdadera aporía, sin aportar una solución para un modelo que
gobierna en forma desequilibrada a más de 6 mil millones de seres
humanos. Nadie ha dicho que no funciona, pero en beneficio exclusivo
de una plutocracia oligopólica, en detrimento de 80 por ciento de la
humanidad que ha sido marginada de su maná financiero ultraselectivo,
lo cual ha desquiciado la armonía planetaria.
Critica el sistema al que perteneció, pero nunca reniega
de él. Supone que la globalización puede ser una “fuerza
positiva” para los pobres, siempre y cuando los organismos
internacionales se regeneren (¡cómo no!): “quienes vilipendian la
globalización muy seguido pasan por alto sus beneficios”. ¿Cuales?
Beneficios existen y a raudales para el G-7, extensivo al G-10/11. ¿Y
los demás?
La dislocación humana que ha producido la
“deslocalización” ha sido peor que el beneficio que ha conseguido
la plutocracia oligopólica, gracias a la instauración unilateral de
un modelo que rememora el feudalismo.
Los organismos internacionales, establecidos en Bretton
Woods por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, tampoco operan
en el vacío y reflejan el control del poder de los vencedores sobre
los vencidos.
Pese a su crítica feroz de los organismos
internacionales, asevera que en los años recientes han promovido la
“estabilidad (¡súper-sic!) financiera mundial”, la prosperidad y
el librecomercio, lo cual pudo haber sido cierto hasta 1971, cuando
Nixon en forma unilateral desacopló el dólar del patrón-oro e hizo
entrar al mundo a la flotación de las divisas que provocó la
inherente inestabilidad financiera del sistema.
Como George Soros, su aliado político bajo la férula
del ex presidente Bill Clinton, fustiga el “fundamentalismo del
mercado”. Pero, ¿cómo podría tener vigencia la globalización sin
la dictadura del mercado que controla el G-7? ¿No son, acaso, antinómicos
“mercado” y “humanismo”?
A su juicio, la globalización económica ha rebasado
tanto las estructuras políticas como la sensibilidad moral que se
requieren para asegurar un mundo justo y ambientalmente sustentable.
¿No es todo lo que ha destruido la globalización depredadora del
medio ambiente y devastadora de la armonía social? ¿Cómo puede
existir un libre mercado sin regulación, cuando los recursos en el
planeta son finitos y la población sigue multiplicándose, mientras
fomenta el individualismo egoísta por encima de los mejores valores
civilizatorios humanistas de solidaridad y filantropía universales?
El peor defecto de la globalización es que no aporta civilización
alguna.
Las muy plausibles medidas que propone, como la disminución
de las deudas nacionales, el retorno a empréstitos contra-cíclicos,
la implantación de leyes internacionales de quiebra y la
restructuración del inestable sistema financiero agobiado por las
enormes deudas de Estados Unidos, son tardías y han quedado rebasadas
por la realidad de los desequilibrios especulativos.
¿Qué hacer con la acumulación “virtual” de
capitales y sus flujos irrestrictos desregulados que maneja la banca
israelí-anglosajona y supuestamente controlan los bancos centrales
del G-7 adictos al monetarismo?
Propone más globalización, pero con mejor regulación
(no dice qué tanto, ni expone cómo, ni por quién), para paliar sus
excesos, y soslaya las estructuras reales de poder que la impusieron
para su exclusivo beneficio unidireccional: la unipolaridad geoestratégica
de Estados Unidos.
La globalización no ha funcionado y no vemos cómo las
“reformas” puedan crear una “globalización equitativa (¡súper-sic!)”
cuando los mismos organismos internacionales se encuentran en vías de
extinción. Hoy China dispone alrededor de cuatro veces más de
reservas en divisas que el FMI y los países preferirán mejores empréstitos
sin las castrantes “condicionalidades”.
Stiglitz sucumbe en flagrantes reduccionismos de corte
economicista sin abordar su paraguas geoestratégico, y es traicionado
por sus afinidades afectivas, por lo que se le escapa que la
globalización es “inequitativa” por antonomasia: es el espejo del
unilateralismo y la “guerra preventiva” de la “doctrina Bush”,
y antes de la “doctrina Clinton” su patrón, pero, sin duda,
mucho más inteligente para impulsar el pernicioso modelo antihumano
con una amplia sonrisa.
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