La hora de la verdad para EEUU
Por Joseph Stiglitz
Sin Permiso, 09/09/07
Traducción de Kena Nequiz
Parece que finalmente los pesimistas que durante
mucho tiempo han predicho que la economía de Estados Unidos estaría
en problemas tendrán razón.
Por supuesto, no hay alegría al comprobar que
los precios de las acciones se vienen abajo como resultado de la
explosión de las hipotecas no pagadas. Pero eso era muy predecible,
como lo son las posibles consecuencias tanto para los millones de
estadounidenses que se enfrentarán a problemas financieros como para
la economía global.
Todo se remonta a la recesión de 2001. Con el
apoyo del presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, el
presidente George W. Bush impulsó un recorte fiscal diseñado para
beneficiar a los estadounidenses más ricos, pero no para sacar a la
economía de la recesión que vino después de que se reventara la
burbuja de Internet. Ante ese error, la Reserva no tenía muchas
opciones si deseaba cumplir su mandato de conservar el crecimiento y
el empleo: tenía que rebajar los intereses, cosa que hizo de una
forma sin precedentes –hasta llegar a 1 por ciento–.
Funcionó, pero de una manera fundamentalmente
distinta a como funciona normalmente la política monetaria.
Generalmente, las tasas de interés bajas hacen que las empresas pidan
más préstamos para invertir, y el crecimiento del endeudamiento se
ve igualado con activos más productivos.
Pero dado que el exceso de inversión de los años
noventa fue parte del problema que provocó la recesión, las tasas de
interés reducidas no estimularon una gran inversión. La economía
creció, pero principalmente debido a que las familias estadounidenses
decidieron endeudarse más para refinanciar sus hipotecas y gastar
parte del excedente. Y, mientras los precios de las viviendas
aumentaron como resultado de las tasas de interés más bajas, los
estadounidenses pudieron ignorar su endeudamiento creciente.
De hecho, ni siquiera eso estimuló lo suficiente
a la economía. Para lograr que más personas pidieran préstamos, se
redujeron las condiciones de los créditos, lo que promovió el
crecimiento de las llamadas hipotecas basura. Además, se inventaron
nuevos productos que rebajaron los montos de los enganches, lo que
facilitó a las personas solicitar hipotecas mayores.
Algunas hipotecas incluso tenían amortización
negativa: los pagos no alcanzaban a cubrir los intereses, de forma que
cada mes la deuda crecía más. Las hipotecas fijas, a tasas de interés
del 6 por ciento, fueron sustituidas por hipotecas de tasa variable,
cuyos intereses estaban ligados a las letras del Tesoro de corto
plazo. Las llamadas “tasas señuelo” permitían pagos aun más
bajos durante los primeros años. Eran señuelos porque partían del
hecho de que muchos deudores no eran sofisticados financieramente, y
no entendían en realidad en lo que se estaban metiendo. Y Alan
Greenspan los alentó a que se arriesgaran promoviendo estas hipotecas
de interés variable.
El 23 de febrero de 2004, señaló que “en la
última década, muchos propietarios de viviendas podrían haberse
ahorrado miles de dólares si hubieran contratado hipotecas de tasa
variable en lugar de hipotecas de tasa fija”. Pero, ¿esperaba
realmente Greenspan que las tasas de interés se mantuvieran
permanentemente al 1 por ciento –una tasa de interés real
negativa–? ¿No pensó qué les sucedería a los estadounidenses
pobres con hipotecas de tasa variable si los intereses se elevaban,
como era casi seguro que lo harían?
Por supuesto, la conducta de Greenspan significó
que durante su administración la economía tuvo un mejor desempeño
del que habría tenido de otra forma. Pero solo era cuestión de
tiempo antes de que ese desempeño se hiciera insostenible.
Afortunadamente, la mayoría de los
estadounidenses no siguieron el consejo de Greenspan de cambiar a
hipotecas de tasa variable. Pero aun cuando las tasas de interés a
corto plazo comenzaron a aumentar, la hora de la verdad se pospuso, ya
que los nuevos deudores podían obtener hipotecas de tasa fija con
intereses que no estaban aumentando. Sorprendentemente, cuando las
tasas de interés a corto plazo aumentaron, las de plazo medio y largo
no lo hicieron, algo que resultó enigmático. Una hipótesis es que
los bancos centrales extranjeros que estaban acumulando billones de dólares
finalmente se dieron cuenta de que era probable que seguirían
teniendo esas reservas durante años y que podían situar al menos
parte del dinero a mediano plazo en bonos del Tesoro de Estados Unidos
que dieran (inicialmente) dividendos mucho mayores que los de las
letras del Tesoro.
La burbuja de los precios de la vivienda
finalmente se reventó y, con la caída de los precios, algunas
personas se han encontrado con que sus hipotecas son superiores al
valor de sus casas. Otros descubrieron que, con el aumento de los
intereses, sencillamente ya no podían hacer sus pagos.
Demasiados estadounidenses no crearon un colchón
en sus presupuestos y las compañías hipotecarias, concentradas en
los derechos que generaban las nuevas hipotecas, no los instaron a que
lo hicieran.
Así como fue predecible el colapso de la burbuja
inmobiliaria, también lo son sus consecuencias: la construcción de
viviendas y los precios de las existentes están disminuyendo y los
inventarios están aumentando. Según algunos cálculos, más de dos
terceras partes del aumento de la producción y el empleo en los últimos
seis años han estado relacionadas con los bienes raíces, lo que
refleja tanto las nuevas viviendas como los créditos obtenidos con
viviendas como garantía para utilizarlos en excesos de consumo.
La burbuja inmobiliaria indujo a los
estadounidenses a vivir con más de lo que tenían –el ahorro neto
ha sido negativo desde hace un par de años–. Al apagarse este motor
del crecimiento, es difícil imaginar que la economía estadounidense
no sufra una desaceleración. Un regreso a la salud fiscal será bueno
a largo plazo, pero reducirá la demanda agregada en el corto plazo.
Hay un viejo adagio que dice que los errores de
las personas perduran mucho después de que ellas ya no están. Eso es
muy cierto en el caso de Greenspan. En el de Bush, estamos empezando a
sentir las consecuencias incluso antes de que se vaya.
(*) Joseph Stiglitz es premio Nóbel de
Economía. Su último libro es Making Globalization Work ("Cómo
hacer que funcione la mundialización").
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