El
negocio del terrorismo
Por
William D. Hartung (*)
Nación Árabe, agosto 2004
Todos
sabemos que Halliburton barre miles de millones de dólares con la
ocupación y la subsecuente reconstrucción de Irak emprendidas por el
Gobierno de George W. Bush. Pero a largo plazo puede resultar que los
mayores beneficiarios de la "guerra contra el terrorismo"
sean los "destructores", no quienes reconstruyen. Los tres
grandes fabricantes de armas de la nación -Lockheed Martin, Boeing y
Northrop Grumman- se hinchan de billetes con las políticas de Bush
relativas a los cambios de régimen en el extranjero y la vigilancia
en Estados Unidos. Paul Krugman, columnista del diario The New York
Times, dio en el blanco cuando sugirió que el lema "no dejemos
fuera a ningún niño", que Bush le robó al Child's Defense Fund
(un fondo de protección de la infancia), no es el que realmente
impulsa, pues el lema real del gobierno republicano parece ser
"no dejemos fuera a ningún contratista en asuntos de
defensa".
En
el año fiscal 2002, los tres grandes recibieron un total mayor a los
42 mil millones de dólares en contratos del Pentágono, de los que
Lockheed Martin obtuvo 17 mil millones, Boeing 16 mil 600 millones y
Northrop Grumman 8 mil 700 millones. Esto representa casi un tercio más
que en 2000, el año final del gobierno de Bill Clinton. Por proveer
todo lo imaginable, de rifles a cohetes, estas firmas sacan uno de
cada cuatro dólares de los pagos del Pentágono. En cambio, a la ley
No Dejemos Fuera Ningún Niño le faltan 8 mil millones de dólares
para lo que necesita, ya que los costos de la guerra y los recortes
fiscales se tragaron la ayuda adicional prometida a los distritos
escolares.
El
pan con mantequilla de los tres grandes son los sistemas de armamento
como el avión caza de ataque conjunto F-35 (Lockheed Martin), la
aeronave de combate F/A-18 E/F (Boeing/Northrop Grumman), el raptor
F-22 (Lockheed Martin/Boeing) y la aeronave de transporte (Boeing).
Northrop
Grumman también juega en grande en el área de buques de combate,
pues son de su propiedad los astilleros de Newport News, en Virginia y
Pascagoula, en Mississippi. Las tres empresas están muy bien
colocadas en el diseño y la producción de dispositivos de precisión
de tiro, equipo de armamento electrónico, sistemas de ataque a
distancia y municiones de precisión. Por ejemplo, Boeing fabrica el
equipo de ataque directo conjunto (JDAM, por sus siglas en inglés),
herramienta que puede convertir bombas "estúpidas" en
"inteligentes". El JDAM se utilizó en tan grandes
cantidades en las guerras de Irak y Afganistán que la compañía tuvo
que activar turnos duplicados de fabricación para cumplir con la
demanda de la fuerza aérea.
El
desarrollo nuclear del presidente Bush -grandes segmentos del cual son
financiados por el presupuesto del Departamento de Energía, no por el
Pentágono- significa buenas noticias para Lockheed Martin. La compañía
cuenta con un contrato por 2 mil millones de dólares anuales para
impulsar los Sandia National Laboratories, una instalación de diseño
e ingeniería de armas nucleares con sede en Albuquerque. Lockheed
Martin trabaja también en sociedad con Bechtel para desarrollar el
Nevada Test Site, enclave donde se somete a prueba las armas nucleares
mediante explosiones subterráneas -hoy a la espera debido a una
moratoria sobre pruebas nucleares a la que se sumó Estados Unidos- o
mediante simulaciones por computadora. A finales del año pasado, el
Congreso puso fin al prolongado veto que pesaba sobre la investigación
de los llamados mininukes, armas nucleares de menos de cinco
kilotones, casi un tercio del tamaño de la bomba de Hiroshima. También
se autorizaron fondos para estudiar un "aniquilador de refugios
blindados" (bunker busters, les llaman en inglés) y dinero para
desarrollar una fábrica de miles de millones de dólares para
construir disparadores de plutonio en la nueva generación de armas
nucleares. Estas nuevas inversiones serán presididas por Everet
Beckner, ex ejecutivo de Lockheed Martin que dirige el complejo de
armas nucleares de la National Nuclear Security Administration
(dependencia de seguridad nuclear nacional).
Los
tres grandes pueden también obtener grandes ganancias del plan del
presidente Bush para colonizar la Luna y enviar una misión tripulada
a Marte, que son los arietes de una carrera armamentista en el
espacio. Boeing y Lockheed Martin estaban ya posicionadas en el campo
de un espacio exterior militarizado, por los enormes contratos
relativos a lanzamientos espaciales, por el trabajo de defensa con satélites
y misiles y por estar en sociedad para operar la Alianza Unida del
Espacio (United Space Alliance), empresa conjunta a cargo del
lanzamiento de los transbordadores espaciales. Northrop Grumman
adquirió intereses en el área al hacerse de TRW, importante compañía
contratista en asuntos espaciales y guerra de las galaxias. La nueva
comisión presidencial encargada de detallar esta visión del espacio
al estilo Bush la dirige Edward Pete Aldridge, anterior subsecretario
de Defensa para adquisiciones del Pentágono y miembro de la junta
directiva de Lockheed Martin. En tanto, en la fuerza aérea el
subsecretario encargado de adquirir bienes espaciales es Peter Teets,
antes jefe de operaciones de Lockheed Martin. Su puesto fue creado de
acuerdo con las recomendaciones de la comisión nacional estadunidense
para asesorar la organización y manejo de la seguridad en el espacio
(Commission to Assess US National Security Space Management and
Organization), panel consultor que publicó sus propuestas para la
militarización del espacio justo cuando Bush asumió la presidencia.
El grupo, que incluía representantes de ocho contratistas del Pentágono,
fue presidido por Donald Rumsfeld hasta que asumió su puesto en el
gobierno de Bush como secretario de Defensa. Desde entonces, Rumsfeld
acata e instrumenta las recomendaciones de dicha comisión.
Los
tres grandes tienen conexiones con otras numerosas fuentes de
contratación federal para todo, desde seguridad aeroportuaria hasta
vigilancia doméstica, en nombre de lo que hoy la Casa Blanca nombra
GWOT (Global War on Terrorism), guerra global contra el terrorismo. El
excedente total de 20 mil millones de dólares que Lockheed Martin
recibe anualmente es más de lo que se gasta en un año promedio en el
más vasto proyecto de bienestar social federal, el programa de
asistencia temporal a familias necesitadas (Temporary Assistance for
Needy Families), que intenta proporcionar apoyo en forma de ingresos a
varios millones de mujeres y niños estadunidenses que viven por
debajo de la línea de la pobreza. Con Bush y compañía, el bienestar
de las corporaciones atropella el bienestar hu-mano vez tras vez.
Uno
pensaría que con el presupuesto militar de 400 mil millones de dólares
-que sigue subiendo a partir de los 300 mil millones asignados cuando
Bush asumió el cargo- todo estaría asentado en la tierra de los
gigantes industriales militares, especialmente cuando el presupuesto
del Pentágono es uno de tantos. (El presupuesto del Departamento de
Seguridad Patria -Department of Homeland Security- es de 40 mil
millones de dólares, y crece; además, las guerras de Afganistán e
Irak suman a la fecha 200 mil millones de dólares en gastos de
emergencia, mucho más que las asignaciones del Pentágono.) No
obstante, en mis discusiones con los representantes de la industria en
junio de 2003, durante la muestra aérea de París, y en su
comportamiento reciente, he detectado un sentido indiscutible de
desesperación. Parece que incluso este amasamiento de riquezas no es
suficiente para es-tabilizar compañías tan enormes.
En
el frente de los desesperados, Boeing está muy por encima de sus
rivales. Después de perder el tan anunciado "contrato del
siglo" -programa de 300 mil millones de dólares para lanzar el
caza de ataque conjunto F-35- ante su rival Lockheed Martin, lo que
ocurrió en 2001, la compañía recibió un gran golpe en su negocio
de aerolíneas comerciales cuando los viajes aéreos se redujeron en
la resaca de los ataques del 11 de septiembre de 2001.
La
situación imponía un "rescate" y la compañía buscó
fabricar uno mediante un trato por el cual la fuerza aérea rentaría
cien Boeing 767 para usarlos como tanques aé-reos de abastecimiento
de combustible. Se-gún los cálculos iniciales, el trato habría
costado 26 mil millones de dólares en 10 años, 5 mil millones más
que comprar los aviones. Tras el negocio se hallaba un grupo que incluía
al senador Ted Stevens -que utilizó su influencia como coordinador
del Comité de Asignaciones del Senado para insertar una enmienda al
presupuesto del Pentágono que específicamente requería este arreglo
de renta-; al secretario de la Fuerza Aérea, James Roche, antes
vicepresidente de Boeing y socio alguna vez de Northrop Grumman; al
vicepresidente de operaciones de Boeing en Washington, Ru-dy de Leon,
funcionario de alto nivel en el Pentágono durante el gobierno de
Clinton, y al vocero Dennis Hastert.
Como
casi todos los enjuagues, el negocio era una mezcla de pensamiento
estratégico e interés propio. Roche no tuvo pelos en la lengua para
decir que parte del punto era arrojarle algo de dinero a Boeing para
que se mantuviera saludable. Lo que ustedes y yo veríamos como
"rescate" la gente del Pentágono le llamaba "mantener
la base industrial para la defensa".
Boeing
hizo uso de todas las palancas posibles para lograr el negocio. En
Seattle la compañía recibió a una persona que levantaba fondos para
el senador Stevens y los ejecutivos de Boeing le dieron 22 mil dólares
para las arcas de su campaña. Enrolaron a Hastert, que había
encandilado a la compañía a mudar su sede a su estado natal,
Illinois, de modo de que pesara directamente en Bush. El representante
Todd Tiahrt, en cuyo distrito (Wichita) se hallaba la planta de Boeing
que remodelaría los 767 para servir de tanques, sacaba a relucir el
punto tan frecuentemente ante Bush, que el presidente lo apodó Tanker
Tiahrt. Los miembros del estado de Washington, sede del principal
complejo de producción de la Boeing, también cabildearon fuerte.
Richard Perle, miembro de la Junta de Políticas de Defensa y amigo de
Rumsfeld, escribió un artículo en favor del trato para el Wall
Street Journal, pero sólo después de que Boeing invirtiera 20
millones en Trireme, empresa de inversiones de Perle. En 2001, Boeing
pa-trocinó la comida anual del Instituto Judío de Asuntos de
Seguridad Nacional, reducto neoconservador con el que tuvo vínculos
cercanos el subsecretario de Defensa, Douglas Feith, antes de ingresar
al gobierno republicano de Bush. Los invitados de ho-nor fueron los
secretarios de tres ramas militares: Roche, de la fuerza aérea; el
se-cretario de Marina, Gordon England (antes en la empresa General
Dynamics), y el secretario del Ejército, Thomas White (antes en Enron).
El anfitrión de la noche fue el jefe de la oficina de Boeing en
Washington: Rudy de Leon.
Pero
tal vez este tráfico de influencias se frustre. El famoso contrato
sigue pendiente gracias al cuestionamiento incesante del se-nador John
McCain, que lo denunció desde el principio por "hacer negocio
con la guerra", y gracias también a la presión de grupos en
favor de un buen gobierno. La gota que derramó el vaso fue la
revelación de que Boeing ofreció trabajo a la funcionaria de
adquisiciones de la fuerza aérea, Darleen Druyun, mientras negociaba
el contrato de renta con la compañía.
Boeing
no es la única compañía de armamento corrupta; es únicamente la
que está tan desesperada por lograr ganancias de corto plazo que no
puede cubrir las huellas de sus acciones. Que Rumsfeld tenga propensión
hacia ejecutivos e ideólogos de la industria del tipo de Perle/Feith
ha creado un ambiente sordo en lo político y muy cuestionable en lo
ético que requiere abrirse a escrutinio y reforma por parte del público
en general.
Ya
se toman algunas medidas. El inspector general del Pentágono está
investigando todos los contratos de Boeing en los cuales haya estado
involucrada la funcionaria Druyun. El comité del Senado relativo al
servicio armado sostendrá audiencias en torno al contrato de la
Boeing, y McCain promete otras audiencias en torno a la "puerta
giratoria" que existe entre la industria y el De-partamento de
Defensa.
Se
requiere hacer mucho más. En el clímax de la Segunda Guerra Mundial
el senador Harry Truman se hizo famoso por destapar los negocios y el
fraude de algunas compañías que abastecían los esfuerzo para ese
conflicto armado. Dados los enormes riesgos políticos y económicos
de la guerra contra el terrorismo, urge una investigación comparable
ahora. Sea que la tarea se lleve a cabo en Irak, en Washington o en
los puntos intermedios, deben someterse a concurso real todos los
contratos que impliquen la seguridad nacional de Estados Unidos. Las
ganancias deben tener límite, y la contabilidad de los contratistas
que hacen negocios públicos debe abrirse y estar disponible para su
inspección. Los políticos y los burócratas que se llenan los
bolsillos con el pretexto de combatir el terrorismo deben enfrentar
cargos criminales, no multas simbólicas. El pueblo debería exigir
que todos los candidatos a la presidencia y al Congreso renuncien a
toda contribución de campaña que provenga de las compañías
involucradas en la reconstrucción de Irak, en la guerra de Afganistán
o en cualquier otro puesto que abandere la guerra contra el terrorismo
impulsada por Bush.
Debemos
poner fin a la cultura del compadrazgo que permite que los ejecutivos
de la industria armamentista obtengan paquetes de compensaciones
multimillonarias en dólares, mientras se oculta a los veteranos de
guerra en pabellones hospitalarios provisionales. Sacarnos de encima a
George W. Bush y a toda su pandilla de arribistas neoconservadores sería
un excelente comienzo. Pero sólo un comienzo.
(*)
Investigador del Instituto de Política Mundial en la Universidad New
School de Nueva York.
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