Elecciones, alianzas y el Imperio Norteamericano
Bush podría ser el mal menor
Por Gabriel Kolko (*)
CounterPunch
- Weekend Edition, 11/09/04
Las alianzas han constituido una importante causa de
guerras durante la historia moderna, al eliminar inhibiciones que de
otra manera podrían haber llevado a Alemania, Francia y a incontables
naciones a reflexionar de un modo mucho más cauteloso antes de
lanzarse hacia la muerte y la destrucción. La disolución de todas
las alianzas es una condición previa fundamental para lograr un mundo
sin guerras.
La fuerza de EEUU se ha basado, en gran parte, en su
capacidad de convencer a otras naciones de que la imposición del
papel global de EE.UU. beneficiaba sus intereses vitales. Con la pérdida
de esa capacidad habrá un cambio fundamental en el sistema
internacional, un cambio cuyas implicaciones y consecuencias podrían
ser en última instancia tan trascendentales como la disolución del
bloque soviético. El alcance del rol mundial de EE.UU. es ahora mucho
más peligroso y ambicioso que cuando existía el comunismo, pero fue
sólo el miedo ante la URSS lo que le dio a la OTAN su razón de ser y
facilitó a Washington la justificación para sus pretensiones
globales. Los enemigos han desaparecido y nuevos – muchos de ellos
antiguos aliados y estados afines – han tomado su lugar. Estados
Unidos, de un modo que no comprende, necesita alianzas. Pero es menos
probable que nunca que incluso naciones amigas se dejen incluir en
complacientes "coaliciones de los dispuestos".
Nada en la doctrina, extraordinariamente vaga, del
presidente Bush, promulgada el 19 de septiembre de 2002, de la
conducción unilateral de guerras "preventivas", si fuera
necesario, constituyó un punto de partida fundamentalmente nuevo.
Desde los años 90 del siglo XIX, no importa si eran republicanos o
demócratas los que ocupaban el gobierno, EE.UU. ha intervenido de
incontables maneras – enviando marines, instalando y apoyando a
tiranos amigos – en el hemisferio occidental para determinar los
destinos políticos de incontables naciones del sur. La administración
demócrata que estableció Naciones Unidas consideró explícitamente
al hemisferio como la esfera de influencia de EE.UU., y al mismo
tiempo creó el FMI y el Banco Mundial para vigilar la economía
mundial.
Por cierto, el Partido Demócrata fue el que creó la
mayor parte de los pilares de la política exterior de EE.UU. en la
posguerra, desde la doctrina Truman en 1947 y la OTAN, hasta la
institucionalización de la carrera armamentista y la ilusión básica
de que las armas y el poder de fuego constituyen una solución a
muchos de los problemas políticos del mundo. Por lo tanto los demócratas
comparten, en nombre de un consenso auténticamente ‘bipartidario’,
la misma responsabilidad tanto por el carácter como por los dilemas
de la estrategia exterior actual de EE.UU.. El presidente Jimmy Carter
inició la aventura afgana en julio de 1979, con la esperanza de que
empantanaría a los soviéticos en ese país, como sucedió a los
estadounidenses en Vietnam. Y fue Carter el primero en alentar a Sadam
Husein a confrontar el fundamentalismo iraní, una política
continuada por el presidente Reagan
En su libro de 2003 "The Roaring Nineties"
Joseph E. Stiglitz, presidente del Consejo de Asesores Económicos del
presidente de 1993 a 1997, argumenta que la administración Clinton
intensificó el "legado hegemónico" en la economía
mundial, y Bush sólo sigue por el mismo camino. Los años 90, escribe
Stiglitz, fueron "una década de influencia estadounidense sobre
la economía global sin paralelo" definida por los financieros
demócratas y los conservadores monetarios en puestos clave, "en
la que una crisis económica parecía seguir a la otra". EE.UU.
creó barreras comerciales y dio grandes subsidios a su propia
agroindustria, pero aconsejó y a menudo obligó a países con
dificultades financieras a que redujeran sus gastos y a que
"adoptaran políticas considerablemente diferentes de las que
nosotros mismos habíamos adoptado". La escala de la apropiación
interna y global por las administraciones Clinton y Bush podrá ser
discutible pero fueron enormes en ambos casos. En los asuntos
exteriores y militares, tanto la administración Clinton como la de
Bush sufrieron del mismo fetiche adquisitivo, creyendo que armas caras
son mejores que estrategias políticas realistas. Las mismas ilusiones
produjeron la Guerra de Vietnam – y el desastre correspondiente.
Elegantes estrategias que prometían caminos tecnológicos hacia la
victoria nos han acompañado desde fines de los años 40, pero son
esencialmente ejercicios de relaciones públicas para impulsar más
pedidos para los fabricantes de armas, justificativos para mayores
presupuestos para los servicios militares rivales. Durante los años
Clinton, el Pentágono continuó inventando grandiosas estrategias,
exigiendo – y obteniendo – nuevas armas para implementarlas. Hay
muchas maneras de medir los gastos de defensa con el pasar del tiempo
pero – a pesar de pequeñas fluctuaciones anuales – el consenso
entre los dos partidos respecto a los presupuestos del Pentágono ha
florecido desde 1945. En enero de 2000 Clinton agregó 115.000
millones de dólares al plan quinquenal del Pentágono, mucho más de
lo que pedían los republicanos. Cuando Clinton dejó el poder, el
Pentágono tenía más de medio billón de dólares en el sistema de
compras de las principales armas, sin contar los sistemas de defensa
contra misiles balísticos, puro despilfarro que costó más de 71.000
millones de dólares hasta 1999. El dilema, como advirtieron
correctamente tanto funcionarios de la CIA como altos funcionarios de
Clinton, es que era más probable que terroristas atacaran el
territorio estadounidense que el que lo hiciera alguna nación contra
la cual los militares podrían tomar represalias. Esta disparidad
fundamental entre el armamento y la realidad ha existido
permanentemente y el 11 de septiembre de 2001 demostró cuán
vulnerable y débil llegó a ser EE.UU., un tema que los lectores
pueden estudiar en mi libro: "Another Century of War?".
La guerra en Yugoslavia en la primavera de 1999 llevó a
un punto crítico el futuro de la OTAN y de la alianza, y sobre todo
la creciente ansiedad de Washington por un posible papel independiente
de Alemania en Europa. Mucho antes de que Bush llegara al poder, la
administración Clinton decidió que nunca volvería a permitir que
sus aliados inhibieran o definieran su estrategia. Las políticas de
Bush, a pesar de la manera brutal en la que han sido expresadas o
implementadas, siguen directa y lógicamente esa decisión crucial. La
negativa de los miembros de la OTAN a contribuir soldados y equipos
esenciales para terminar con el régimen de los señores de la guerra
y permitir que se realicen elecciones correctas en Afganistán
(enviaron cinco veces más tropas a Kosovo en 1999), es la lógica
detrás del desdén bipartidario de EE.UU. hacia la alianza.
Pero el mundo actual es cada vez más peligroso para
EE.UU. y la desaparición del comunismo ha puesto fundamentalmente en
duda las premisas esenciales para el sistema de alianzas posterior a
1945. Más naciones poseen armas nucleares y medios para lanzarlas:
las armas pequeñas destructivas son mucho más abundantes (gracias a
las florecientes exportaciones de armas estadounidenses que crecieron
de un 32 por ciento del comercio mundial en 1987 a un 43 por ciento en
1997); hay más guerras locales y civiles que nunca antes,
especialmente en regiones como Europa oriental que no había vivido
ninguna durante casi medio siglo, y existe el terrorismo – el arma
de último recurso del pobre y del débil – en una escala jamás
vista. Aumentan las causas políticas, económicas y culturales de la
inestabilidad y de los conflictos, y las armas caras son irrelevantes
– salvo para los balances de los que las producen.
Mientras el futuro sea en gran parte – para parafrasear
al Secretario de Defensa Donald Rumsfeld –
"incognoscible", no es de interés nacional para los aliados
tradicionales de EE.UU. que se perpetúen las relaciones creadas de
1945 a 1990. A través de la torpeza y de una vaga ideología del
poder estadounidense que no reconoce límites a sus ambiciones
globales, la administración Bush se ha lanzado a iniciativas
unilateralistas y a un aventurerismo que descarta las consultas con
sus amigos, y mucho menos con Naciones Unidas. El resultado ha sido
una seria erosión del sistema de alianzas sobre el que se basó la
política externa de EE.UU. de 1947 en adelante. Con la proliferación
de armamentos destructivos y la creciente inestabilidad política, el
mundo se hace cada vez más peligroso – y lo mismo ocurre con la
membresía en las alianzas.
Si Bush es reelegido, el orden internacional podrá ser
muy diferente en 2008 de lo que es hoy en día, ni hablar de 1999. No
importa quién sea el próximo presidente, no existen motivos para
creer que las evaluaciones objetivos de los costos y consecuencias de
sus acciones alterará significativamente las prioridades de la política
exterior de EE.UU. en los próximos cuatro años. Si ganan los demócratas
intentarán, en nombre del "internacionalismo progresista",
reconstruir el sistema de alianza como existió antes de la guerra
yugoslava de 1999, cuando la administración Clinton se volvió contra
los poderes de veto especificados en la estructura de la OTAN. Existe
un importante apoyo bipartidario para la resurrección del
atlanticismo que Bush está destruyendo, y que fue mejor reflejado en
el banal informe de marzo de 2004 del Consejo de Relaciones Exteriores
sobre la "alianza trasatlántica", que Henry Kissinger ayudó
a orientar y que fue endosado tanto por influyentes líderes
republicanos como de Wall Street. Las elites tradicionales están
desesperadas por ver que se restaure a la OTAN y al sistema atlántico
a su antigua gloria. Su visión, basada en las suposiciones
expansionistas que han guiado la política externa de EE.UU. desde
1945, fue mejor articulada el mismo mes en un libro: "The Choice:
Global Domination or Global Leadership", de Zbigniew Brzezinski,
que fue el consejero nacional de seguridad de Carter. Brzezinski
rechaza la retórica contraproducente de la administración Bush que
aliena a antiguos y futuros aliados potenciales. Pero considera que el
poder de EE.UU. es central para la estabilidad en todas partes del
mundo y su visión global no es menos ambiciosa que la de la
administración Bush. Está a favor de que EE.UU. mantenga "una
ventaja tecnológica absoluta sobre todos sus potenciales
rivales" y llama a que se transforme "el poder prevaleciente
de EE.UU. en una hegemonía selectiva – en la que el liderazgo se
ejerza más a través de la convicción compartida con aliados
duraderos que por la dominación impetuosa". Precisamente porque
es mucho más vendible a aliados pasados o potenciales, esta visión
demócrata es mucho más peligrosa que la de la inepta, excéntrica,
mezcolanza que dirige ahora la política exterior estadounidense.
Pero el vicepresidente Richard Cheney, Donald Rumsfeld y
los neoconservadores y halcones eclécticos en la administración Bush
hacen caso omiso de las consecuencias de sus recomendaciones o de cómo
escandalizan a los amigos de EE.UU. en ultramar. Muchos de los
principales consejeros del presidente tienen visiones agresivas,
esencialmente geopolíticas y académicas que suponen un abrumador
poder militar y económico estadounidense. Las interpretaciones excéntricas
de las Sagradas Escritas inspiran aún a otros, incluyendo al propio
Bush. Muchos de estos cruzados emplean una retórica amorfa,
nacionalista Y MESIÁNICA que imposibilita que se pueda predecir
exactamente cómo Bush mediará entre influencias muy diversas, a
menudo extravagantes, aunque hasta ahora ha favorecido a los abogados
del uso gratuito del poderío militar de EE.UU. en todo el mundo.
Nadie próximo al presidente reconoce los límites de su poder – límites
que son políticos, y como lo demostraron Corea y Vietnam, también
militares.
Kerry votó por muchas de las principales medidas
exteriores e interiores de Bush y es, en el mejor de los casos, un
candidato mediocre. Sus declaraciones y entrevistas sobre asuntos
externos de los últimos meses han sido en su mayoría vagas e
incoherentes, aunque es explícita y ardientemente partidario de
Israel y explícitamente favorable al cambio de régimen en Venezuela.
Sus políticas para el Medio Oriente son idénticas a las de Bush y
esto impedirá por sí solo que se reconstruya la alianza con Europa.
Respecto a Irak, incluso cuando aumentó la violencia en ese país y
Kerry tuvo por fin un tema crucial con el cual ganar las elecciones,
su posición ha sido indistinguible de la del presidente.
"Hasta" que una fuerza armada iraquí los pueda reemplazar,
Kerry escribió en el Washington Post del 13 de abril, los militares
estadounidenses tendrán que permanecer en Irak –
"preferentemente con ayuda de la OTAN"- "No importa quién
sea elegido presidente en noviembre, perseveraremos en esa misión"
de construir un Irak estable, pluralista – que, tengo que agregar,
nunca ha existido y es poco probable que emerja en el futuro
previsible. "Es un asunto de honor y confianza nacionales".
Ha prometido dejar a las tropas estadounidenses en Irak durante todo
su primer período si es necesario, pero es vago en cuanto a su
subsiguiente partida. Ni siquiera el escándalo por el tratamiento de
los prisioneros iraquíes evocó la crítica de Kerry, a pesar de que
ha alienado profundamente a un segmento políticamente decisivo del público
estadounidense.
Sus declaraciones sobre la política interna a favor de
la circunspección fiscal y de déficits más reducidos, de menos
concesiones fiscales para las grandes corporaciones, carecen en
extremo de atractivo para los votantes. Kerry se muestra como
conservador económico que también es fuerte en los gastos de defensa
– un clon de Clinton – porque es precisamente cómo se siente. Sus
asesores son los mismos banqueros de negocios que ayudaron a que
Clinton obtuviera la nominación en 1992 y que luego juntaron los
fondos para que saliera elegido y después definieron su política
económica. El más importante de ellos es Robert Rubin, que fue
Secretario del Tesoro, y él y sus compinches manejan la campaña de
Kerry y que, si gana, dictarán también su agenda económica. Son los
mismos hombres que Stiglitz ataca como defensores de los ricos y
poderosos.
Kerry es, integralmente, un patricio ambicioso educado en
escuelas de elite y no tiene nada de populista. No es ni articulado ni
impresionante como candidato, o como alguien que sea capaz de formular
una alternativa a las políticas externa y de defensa de Bush, que en
sí tienen todavía mucho más en común con las de Clinton que alguna
posible diferencia. Una actitud crítica hacia Bush es difícilmente
una justificación para hacerse ilusiones sobre Kerry, aunque cada
elección presidencial produce semejantes ilusiones.
A pesar de que desde 1947 los objetivos en las políticas
exterior y militar de demócratas y republicanos han sido
esencialmente consensuales tanto en cuanto a los objetivos como a los
diversos medios – desde la guerra clandestina a la abierta – para
lograrlos, ha habido diferencias importantes en la manera como han
sido expresadas. Esto ocurrió en mucho menor grado con los
presidentes y candidatos a la presidencia republicanos durante la
mayor parte del Siglo XX, y personas como Taft, Hoover, Eisenhower, o
Nixon fueron muy cuidadosos en comparación con Reagan o con los
actuales gobernantes en Washington. Pero el estilo puede ser
importante y, sin darse cuenta, las falsedades, la grosería y las
exigencias preventivas han comenzado a destruir un sistema de alianza,
que por el bien de la paz mundial debería haber sido abolido hace
tiempo. En este contexto, es mucho más probable que las naciones
aliadas en el pasado con EE.UU. se vean obligadas a subrayar sus
propios intereses y de emprender sus propios caminos. Es mucho menos
probable que los demócratas continúen ese proceso extremadamente
conveniente, un proceso que en última instancia contribuye mucho más
a la paz en el mundo. Perpetuarán el mismo aventurerismo y
oportunismo que comenzó hace generaciones y en el que Bush sólo se
ha basado, la misma dependencia de los medios militares para
solucionar las crisis políticas, la misma interferencia en todos los
rincones del globo como si EE.UU. tuviera una misión divina de
andarse metiendo en todos los problemas del mundo. El mayor
refinamiento de los demócratas en la justificación de esas políticas
es por ello más peligroso, porque las presentará como más verosímiles
y mantendrá vivas alianzas que sólo refuerzan la negativa de EE.UU.
de reconocer los límites de su poder. A la larga, la lucha de Kerry
por lograr esos objetivos agresivos terminará por conducir a una
renovación de la disolución de alianzas, pero a breve plazo intentará
reconstruirlas y los líderes europeos tendrán muchas más
dificultades para rechazar sus exigencias que si Bush permanece en el
poder – y ese hecho es deplorable.
Lo que arriesga el mundo
Los críticos de la política exterior de EE.UU. no
gobernarán en Washington después de esta elección, no importa quién
gane. A pesar de lo peligroso que es, la reelección de Bush tiene más
probabilidades de producir la destrucción continua del sistema de
alianzas que es tan crucial a largo plazo para el poder
estadounidense. Los hechos no implican juicios morales si sólo los
identificamos. Uno no tiene que creer que "lo peor es
mejor", sino que tenemos que considerar sinceramente las
consecuencias para la política exterior de una renovación del
mandato de Bush, en parte porque es probable.
Las políticas de Bush han logrado alienar a innumerables
naciones. Incluso los aliados más firmes de EE.UU. – como Gran
Bretaña, Australia y Canadá – se ven obligados a preguntarse si la
extensión de cheques en blanco a Washington beneficia sus intereses
nacionales o si debilita la posición de los partidos en el poder. Los
asuntos exteriores, como lo demostró dramáticamente en marzo el
terrorismo en Madrid, son demasiado explosivamente volátiles para
permitir un endoso ciego de las políticas estadounidenses y los
partidos en el poder pueden pagarlo caro, como en España, donde el
pueblo estuvo siempre opuesto en su abrumadora mayoría a la
participación en la guerra y el partido gobernante sufrió una
inesperada derrota. Lo que es peor, en términos de costo y precio,
son las innumerables víctimas entre la gente. Las naciones que han
apoyado con entusiasmo la guerra de Irak, particularmente Gran Bretaña,
Italia, Holanda y Australia, han expuesto especialmente a su población
al terrorismo. Ahora tienen la costosa responsabilidad de tratar de
protegerlo.
El informe del Pew Research Center, de Washington, sobre
la opinión pública, publicado el 16 de marzo de 2004, mostró que
una gran mayoría, que va creciendo rápidamente, de franceses,
alemanes, e incluso británicos, quiere una política exterior europea
independiente, llegando a un 75 por ciento en Francia en marzo de 2004
en comparación con un 60 por ciento dos años antes. El "índice
de favorabilidad" de EE.UU. cayó a un 38 por ciento en Francia y
en Alemania. Pero incluso en Gran Bretaña cayó de un 75 a un 58 por
ciento y la proporción de la población británica que apoyó la
decisión de ir a la guerra en Irak cayó de un 61 por ciento en mayo
de 2003 a un 43 por ciento en marzo de 2004. La credibilidad interna
de Blair, después de que el Partido Laborista quedó tercero en las
elecciones locales del 10 de junio y en las elecciones europeos, se
encuentra en su punto más bajo. Inmediatamente después de las
elecciones en España, el presidente de Polonia, donde una mayoría
creciente del pueblo se ha opuesto permanentemente al envío de tropas
a Irak o a que continúen allí, se quejó de que Washington lo
"indujo a error" respecto a las armas de destrucción masiva
de Irak y dio a entender que Polonia podría retirar sus 2.400
soldados de Irak antes de lo previamente planificado. En Italia, en
mayo pasado, un 71 por ciento de la gente estaba a favor de retirar
los 2.700 soldados italianos de Irak antes del 30 de junio, y líderes
de la principal oposición ya habían declarado que los retirarán si
ganan las elecciones en la primavera de 2006 – una promesa que ellos
y otros partidos contra la guerra en Gran Bretaña y España
utilizaron en las elecciones al Parlamento Europeo a mediados de junio
para aumentar significativamente su poder. El tema es ahora si
naciones como Polonia, Italia o Holanda pueden permitirse el
aislamiento de las principales potencias europeas y de su propia opinión
pública para seguir formando parte de una "coalición de los
dispuestos" dirigida por EE.UU. cada vez más quijotesca y
unilateralista Las desventajas políticas de la continuación de la
cercanía con Washington son evidentes, las ventajas inexistentes.
Lo que ha ocurrido en España es una presagio del futuro,
y aísla aún más al gobierno de EE.UU. en sus aventuras. Cuatro
naciones más de unas 30 que son miembros de la "coalición de
los dispuestos" han retirado ya sus tropas, y Ucrania – con sus
1.600 soldados – seguirá pronto su ejemplo. La administración Bush
trató de unir a las naciones para la Guerra de Irak con una mentira
pantagruélica – que Husein tenía "armas de destrucción
masiva" – y fracasó de manera espectacular. Mientras tanto, el
terrorismo se muestra más robusto que nunca y sus argumentos han
ganado en credibilidad en el mundo musulmán. La Guerra de Irak
vigorizó a al Qaeda y ha maniatado a EE.UU., dividiendo sus alianzas
como nunca antes. El conflicto en Irak puede escalar, como lo ha hecho
desde marzo, creando un conflicto armado prolongado con chiíes y sunníes
que podría durar muchos meses, incluso años. ¿Mantendrán allí
indefinidamente sus fuerzas las naciones que enviaron tropas, como
parece que Washington les solicitará que lo hagan? ¿Pueden
permitirse los dirigentes políticos las continuas concesiones a las
insaciables exigencias estadounidenses?
En otros sitios, Washington se opone a las principales
naciones europeas respecto a Irán, en parte porque los
neoconservadores y los realistas dentro de sus propias filas están
profundamente divididos, y lo mismo vale para sus relaciones con Japón,
Corea del Sur y China sobre cómo tratar a Corea del Norte. Los
esfuerzos de EE.UU. por imponer su superioridad ideológica y moral,
elementos cruciales en su hegemonía de la posguerra, fracasan –
estrepitosamente.
La justificación de EE.UU. para su ataque contra Irak
forzó a Francia y a Alemania a aumentar su independencia en su política
exterior, mucho antes de lo que pretendían, o estaban preparados
para, hacerlo. De una manera que hubiera sido inconcebible hace dos años,
el papel futuro de la OTAN está siendo puesto en duda. Hoy no se sabe
cuáles serán las futuras medidas de defensa de Europa, pero habrá
algún tipo de fuerza militar europea independiente de la OTAN y del
control estadounidense. Alemania y Francia se oponen enérgicamente a
la doctrina Bush de la guerra preventiva. Tony Blair, por más que
quiera continuar actuando como representante de EE.UU. en asuntos
militares, debe hacer volver a Gran Bretaña al proyecto europeo, y su
disposición desde fines de 2003 de subrayar el papel de su nación en
Europa, refleja las necesidades políticas. Si hiciera algo diferente
alienaría a sus vecinos, cada vez más poderosos, y arriesgaría
perder las elecciones.
Lo que es aún más peligroso, la administración Bush se
las ha arreglado para convertir lo que era a mediados de los años 90
una floreciente relación cordial con la antigua Unión Soviética en
una relación cada vez más tensa. A pesar de un compromiso
no-vinculante de 1997 de EE.UU. de no estacionar cantidades
importantes de tropas de combate en los territorios de los nuevos
miembros, la OTAN incorporó en marzo pasado a siete naciones europeas
orientales y se encuentra ahora en las fronteras mismas de Rusia y
Washington se encuentra en el proceso de establecer una cantidad
indefinida pero importante de bases en el Cáucaso y en Asia Central.
Rusia ha declarado repetidamente que el cerco por EE.UU. exige que
continúe siendo una superpotencia militar y que modernice sus
sistemas de lanzamiento para poder estar por lo menos a la altura del
cada vez más costoso y ambicioso sistema de defensa de misiles y de
armas espaciales que el Pentágono realiza actualmente. Tiene 5.286
ojivas nucleares y 2.992 misiles intercontinentales para lanzarlas.
Vemos en la actualidad una peligrosa y onerosa renovación de la
carrera armamentista.
Porque considera las ambiciones de EE.UU. en el antiguo
bloque soviético como una provocación, Rusia amenazó en febrero de
este año con retirarse del crucial Tratado de Fuerzas Convencionales
en Europa, que aún no ha entrado en vigor. "Quisiera recordar a
los representantes de [la OTAN]", declaró el ministro de defensa
Sergei Ivanov ante una conferencia de seguridad en Munich en febrero
pasado, "que con su expansión están comenzando a operar en la
zona de intereses vitalmente importantes de nuestro país". A
fuerza de insistir en sus abusos cada vez más unilaterales, sin
autoridad de la ONU, donde el poder de veto de Rusia en el Consejo de
Seguridad es, en las nostálgicas palabras de Ivanov – uno de los
"principales factores para asegurar la estabilidad global",
EE.UU. ha hecho que las relaciones internacionales se hayan hecho
"muy peligrosas". (Véase:
Wade Boese, "Russia, NATO at Loggerheads Over Military
Bases," Arms Control Today, March 2004; Los Angeles Times, 26 de
marzo de 2004. ) La
pregunta que los aliados de Washington se formularán es si sus
alianzas tradicionales involucran más riesgos que beneficios – y si
son necesarias en la actualidad.
En el caso de China, los principales consejeros de Bush
asignaron públicamente la mayor prioridad a la confrontación con su
floreciente poder militar y geopolítico desde el momento mismo en que
llegaron al poder. Pero el presupuesto militar de China aumenta rápidamente
– en un 12 por ciento el año venidero – y la Unión Europea
quiere levantar su embargo de armas de hace 15 años y obtener una
parte de su atractivo e inmenso mercado. La administración Bush,
desde luego, se opone enérgicamente a toda relajación de la
prohibición de exportaciones. El establecimiento de bases en las
fronteras occidentales de China es la consecuencia lógica de sus
ambiciones.
Al instalar bases en pequeñas o débiles naciones
europeas orientales y centroasiáticas Estados Unidos no está tan
implicado en una "proyección del poder" contra un
terrorismo de descripción amorfa sino en una nueva confrontación con
Rusia y China en un contexto sin fin. Semejantes confrontaciones
pueden tener consecuencias extremadamente serias y prolongadas que ni
los aliados de EE.UU. ni su propio pueblo están inclinados a apoyar.
Incluso algunos analistas del Pentágono (Véase por ejemplo: "Toward
a New U.S. Strategy in Asia," U.S. Army Strategic Studies
Institute, del doctor Stephen J. Blank, del 24 de febrero de 2004) han
advertido contra esta estrategia porque todo intento estadounidense de
salvar a estados fracasados en el Cáucaso o en Asia Central, implícito
en sus nuevas obligaciones, arriesgará el agotamiento de lo que son
en última instancias sus limitados recursos militares. La crisis política
que ahora convulsiona a Uzbekistán hace que este temor sea muy real.
No hay forma de predecir qué emergencias surgirán o lo
que esos compromisos implican, sea para EE.UU. o para sus aliados,
sobre todo porque – como lo demostró Irak el año pasado y Vietnam
mucho antes – la inteligencia de EE.UU. sobre las capacidades e
intenciones de posibles enemigos contra los que truena con su
disposición de "acción preventiva" es tan extremadamente
defectuosa. Sin información exacta un estado puede creer y hacer
cualquier cosa, y éste es el predicamento en el que se encuentran los
aliados de la administración Bush. Simplemente no sirve su interés
nacional, mucho menos los intereses políticos de los que se
encuentran actualmente en el poder o la seguridad de sus pueblos,
seguir políticas exteriores basadas en una aceptación ciega,
indiscriminada, de ficciones o de un aventurerismo extravagante basado
en falsas premisas e información. Una semejante aceptación es
demasiado incondicional, tanto en cuanto al tiempo que puede durar y a
los posibles costos políticos involucrados. Si Bush es reelegido, los
aliados y amigos de EE.UU. tendrán que confrontar esas difíciles
alternativas, un proceso que redefinirá y probablemente hará
estallar las alianzas existentes. Muchas naciones, incluyendo las más
grandes y poderosas, preferirán políticas exteriores independientes,
realistas, y los dramáticos eventos en España han reforzado esta
probabilidad.
Pero Estados Unidos será más prudente, y el mundo será
mucho más seguro, sólo si es forzado por la falta de aliados y
aislado. Y eso es lo que está ocurriendo.
(*) Este ensayo del historiador Gabriel Kolko ha sido
extraído del nuevo libro publicado por CounterPunch Dime's Worth
of Difference: Beyond the Lesser of Two Evils. Kolko es uno de los
más importantes historiadores de la guerra moderna. Es autor de Century of War:
Politics, Conflicts and Society Since 1914 y de Another Century
of War?.
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