La Gran Mentira
Por Nicholas von Hoffman (*)
Bitácora TomDispatch, 21/05/04
Traducido por Juan Fernández y
revisado por Fernando Lasarte, ZNet
El temible tiburón que nada en el interior
del enorme acuario y nos enseña los dientes detrás de lo que parece
una gran sonrisa, no ve los rostros de las personas que le miran desde
el otro lado del cristal. El tiburón vive en su propio mundo, en su
propia realidad. Al igual que un tiburón, los estadounidenses no ven
a aquellos que se encuentran fuera del cristal. Es como si Estados
Unidos estuviese en un terrario de unos 5.000 kilómetros de ancho,
una inmensa biosfera que le aislase del mundo y le forzara a seguir un
camino propio en la senda de la historia. Para cuando el ejército
norteamericano entró en Irak, la diferencia entre la perspectiva que
tenía EE UU del mundo y la del resto de la humanidad, se había ido
agrandando hasta el punto de alcanzar el tamaño del agujero de la atmósfera
sobre el Polo Sur.
Una rocambolesca explicación de
estas dos realidades, es que EE UU es el plató de tamaño continental
para una reconstrucción a gran escala de la película El show de
Truman. El argumento de esta película gira en torno a un buen
intencionado pero inocente héroe que vive su rutina diaria sin
sospechar que, en realidad, toda su vida es una telenovela. El
director y el productor le han manipulado y controlado la existencia
desde su más temprana infancia y su ciudad natal es, de hecho, el
decorado para el culebrón televisivo. La aceptación entusiasta de la
mayoría de los ciudadanos de EE UU del asunto de Irak y de los
disparates procedentes de la Casa Blanca, sería más comprensible si
todos estuviésemos viviendo en un escenario en el que hubiese una
ciudad llamada Isla Libertad, que estuviese amenazada por otra llamada
Eje del Mal.
Los estadounidenses se lo creyeron,
como normalmente hacen cuando el Gobierno y la televisión les dicen
algo, pero el resto del mundo se reía cada vez que a George Bush,
Colin Powell, Dick Cheney o a Donald Rumsfeld se les ocurrían nuevos
motivos, a cuál más espeluznante, para invadir Irak. Las falsedades,
mal construidas y chapuceras, resultaban sorprendentemente
rudimentarias para provenir de personas que habían tenido años de práctica
en el arte del engaño de masas, y bastó que lanzaran la última de
sus invenciones para que sus compatriotas les aclamasen y para que el
resto del mundo no les creyera.
No es fácil mantener en pie la
Gran Mentira y George Bush ha fracasado; sin embargo, dicho sea a su
favor, tener éxito en una guerra de palo y zanahoria exige gran
habilidad y la puesta en práctica de artimañas, que, a veces, como
en este caso, pueden ser especialmente complicadas. Primero había que
usar el palo (el terrorismo), luego la zanahoria (las armas de
destrucción de masas), después otra zanahoria (matar al dictador), y
después, aún otra más (el cambio de régimen). Un político tiene
que ser un experto contador de cuentos chinos y mentirijillas absurdas
para lograr una jugada de este calibre. Incluso los maestros en la
utilización de los medios de evasión de masas fracasan a veces.
En septiembre de 1939, Adolf Hitler
cometió el error de agarrar a unos cuantos payasos mediocres,
disfrazarlos con uniformes polacos y hacerles "atacar" el
territorio del Tercer Reich. Lo hizo para demostrar a un mundo incrédulo
que la invasión de Polonia que seguiría inmediatamente a la fiesta
de disfraces de la frontera, era un contraataque justificado en
respuesta a una agresión no provocada. El mundo no le creyó, pero
eso a Hitler le daba igual. En su refugio de Obersalzberg, en las
montañas cerca de Munich, ya había anunciado, justo antes de
iniciarse el infierno que sería la Segunda Guerra Mundial, que
"La (...) destrucción de Polonia comienza el sábado temprano.
Dejaré que unas cuantas compañías vestidas con uniformes polacos
ataquen en la región de la Alta Silesia (...) El que el mundo lo crea
o no es indiferente. El mundo solo cree en resultados." Hitler,
el Grande entre los Grandes Mentirosos, tenía la
"profesionalidad" y el desdén que Geoge Bush, debajo de su
apariencia de vaquero duro de Texas no tiene. Esto puede parecer un
punto a su favor, pero sin profesionalidad y sin desdén, el asunto de
Irak iba camino de convertirse en un río de sangre. Si vas a contar
mal una Gran Mentira, estás obligado a culminar tu plan criminal con
éxito. Georges Bush no lo ha conseguido.
La Gran Mentira debe ser sencilla y
tiene que ser repetida hasta que resuene como la taladradora que
excava la calle delante de tu casa: un sonido que es imposible
ignorar. George Bush, ya sea por una torpe honradez, por inexperiencia
o por incompetencia, no mintió bien. Su elaborada y vergonzosa campaña
de propaganda previa con la que preparó la invasión de Irak, rompió
con todas las reglas de lo que debe ser un engaño efectivo.
A diferencia de un jefe de estado
con dominio de su oficio, Bush cometió el error del principiante. Él,
los hombres y mujeres que actúan como sus portavoces, sus hilanderos
y tejedores de la falsedad, sus propagandistas, todos cayeron en la
trampa de responder a las criticas, argumentar, retractarse y
continuar complicando más y más sus historias. En lugar de la Gran
Mentira, directa y sencilla, la explicación oficial del Gobierno de
los EE UU se hizo más barroca y complicada conforme se acercaba la
fecha que Bush había fijado para la invasión. En lugar de una sola
buena razón para declarar la Guerra, se dieron un sin fin de malas
razones, lo que no hizo más que ofrecer un buen material a los escépticos
de otros países con el que poder hacer pedazos los cuentos que habían
inventado.
Una condición fundamental para no
complicar las cosas es no intentar demostrar nada. Donde no hay
demostración no puede haber refutación. Bush, sin embargo, presumía
de tener almacenes llenos de pruebas, las cuales, en vista de lo
ocurrido, no eran más que toneladas de toallas de papel usadas y pañuelos
sucios. Una vez aireadas y sacadas a la luz, los remolques de pruebas
concluyentes se convirtieron en pruebas inconclusas; la a menudo
citada "pistola humeante", en referencia a la supuesta
demostración definitiva de la posesión de armas de destrucción
masiva por parte de Irak, resultó ser una pistola de agua goteante.
Cuantas más pruebas ponía por delante la última potencia mundial
superviviente, más bobo y más peligroso les parecía Bush a los
extranjeros, que lo veían, o como uno de esos muñecos que balbucean
y mueven la cabeza alocadamente de un lado a otro, o como una amenaza
internacional. En uno de las tardes más memorables de la ONU, el
mundo escuchó como el secretario de Estado norteamericano Colin
Powell, que un año antes había dicho que Saddam era inofensivo y
"no ha desarrollado de forma importante su capacidad respeto a
las armas de destrucción de masas," explicaba al Consejo de
Seguridad que una fotografía de lo que parecían un par de inocentes
camionetas de helados, oxidadas y abandonadas como estaban, eran, en
realidad, fábricas móviles de armas bacteriológicas para la guerra.
Las camionetas de helados, dijo a la audiencia mundial que le
escuchaba, muchos de los cuales debían estar revolcándose de risa
por el suelo, estaban fabricando armas biológicas de destrucción
masiva.
Para terminar de complicarlo todo,
el secretario de Estado sacó otra fotografía de su maletín. Esta
vez, dijo, se trataba de un avión iraquí sin piloto, listo para
despegar cargado con las armas bacteriológicas y con las sustancias
químicas letales de Saddam Hussein. Para la parte no estadounidense
de su audiencia, aquel objeto parecía más bien uno de esos aviones
de madera de balsa que los chicos montan con pegamento y hacen volar
en el parque. Tras los aviones modelo y las furgonetas de helados,
vinieron los tubos de aluminio para las inexistentes fábricas de
bombas atómicas, los documentos falsificados sacados de África, las
novelas de espías y agentes secretos reuniéndose en cafés de Viena;
era un goteo lento de inverosímiles y supersecretas pruebas, como se
las llamaba alegremente. Cuanto más se empeñaban Powell y Bush en
convencer al mundo, menos les creía la comunidad internacional.
El presidente mexicano Vicente Fox
y el primer ministro canadiense Jean Chrétien no se tragaron ninguna
de las enormes bolas de George Bush. El Reino Unido, el otro socio en
The Coalition of the Willing (algo así como la Coalición de la Buena
Voluntad, una frase que a sus autores, allí en la Casa Blanca, ya les
encantaría que se nos olvidara) se vio arrastrado a la aventura iraquí,
contra la protesta de millones de sus indignados súbditos, por un
primer ministro cuya consagración a la "relación especial"
con EE UU casi está por destruir su carrera. Cuando llegó la hora de
que los políticos extranjeros prestaran su apoyo a la causa de los EE
UU, había pocos con los que Bush podía contar, aunque tuviese el
apoyo de Ariel Sharon, un hombre que no ha visto nunca un árabe al
que no quisiese estrangular, y de Silvio Berlusconi, el hombre de
negocios y presidente del Gobierno italiano al que toda Europa rechaza
y trata como un delincuente y un criminal de cuello blanco.
No obstante, el locuaz Silvio sabía
como expresar los pensamientos para los que Geoge Bush no acababa de
encontrar las palabras adecuadas: "Debemos ser conscientes de la
superioridad de nuestra civilización, un sistema que ha garantizado
el bienestar, el respeto por los derechos humanos y, a diferencia de
los países islámicos, el respeto por los derechos políticos y
religiosos; un sistema que tiene como valores la comprensión de la
diversidad y la tolerancia," dijo el entusiasta mandatario
italiano, quien, en otra ocasión, al explicar la diferencia entre
Saddam Hussein y uno de sus predecesores en el cargo, señalaba que
"Mussolini nunca mató a nadie...Cuando Mussolini quería
encerrar a alguien, lo mandaba de vacaciones; lo desterraba a pequeñas
islas tales como Ponza y Magdalena, que ahora son complejos turísticos
de lujo." Esto no quiere decir que la gente en Italia se lanzara
corriendo a enarbolar la bandera. Ni allí, ni en ninguna otra parte
fuera de EE UU, se creyeron la idea de que Saddam Hussein era una
amenaza inmediata para nadie, excepto para su propio pueblo.
Hay algo distante y abstracto
acerca de un término como "armas de destrucción de masas".
Está claro que el miedo a que pudieran existir llevó a mucha gente a
conceder el beneficio de la duda a George Bush y a los agoreros que
tenía por acompañantes. Después de todo, ¿quien podía estar
seguro de que Saddam, siendo el cerdo asesino que era, no tuviese unos
cuantos cohetes de gas venenoso capaces de matar en Israel o incluso más
lejos?
Pero para la mayor parte del mundo,
tales consideraciones y sospechas eran insignificantes y no
justificaban la invasión. La pregunta entonces es porqué los
ciudadanos de EE UU cayeron en el engaño y aceptaron la ridícula
afirmación de que Saddam Hussein, por muy malvadas que fuesen sus
intenciones y por nauseabundos que hubiesen sido sus actos en el
pasado, era un terrorífico y poderoso dictador capaz de asestar un
golpe significativo contra EE UU.
No hacia falta ser un general
retirado para saber que eso no era posible. Las fuerzas armadas de EE
UU habían destrozado el ejercito iraquí 12 años atrás. Lo habían
hecho en 100 horas de bombardeo, cañonazos y disparos contra el ejército
de Saddam, que sí que respondió a los ataques. Previamente a las 100
horas de masacre, la aviación de EE UU había estado varios días
destruyendo la red eléctrica y los servicios públicos y de
transporte iraquíes. Tras las 100 horas de guerra, si es que se
quiere dignificar la escaramuza de 1991 con ese nombre, una comisión
de la ONU había destruido el gas venenoso de Saddam, sus armas biológicas,
sus desvencijados e imprecisos misiles y los pobres inicios de un
programa de armas nucleares. Desde entonces, unas veces de forma
ininterrumpida, otras veces de forma periódica, EE UU y el Reino
Unido habían estado bombardeando cualquier cosa que le quedara a
Saddam en forma de fuerzas de combate.
El dictador derrotado, aunque fuese
siempre un marrullero, no disponía de los medios para reconstruir la
fuerza interior destruida en 1991, cuando se le expulsó de Kuwait.
Tras la Primera Guerra del Golfo, EE UU, a través de la ONU, controló
la venta del petróleo iraquí, que, aparte de las alfombras, constituía
la única fuente importante de ingresos del país. EE UU, de nuevo
mediante la ONU, decidía qué y cuanto podía comprar Irak con las
escasas sumas que se le asignaron. La comida y la medicina eran
permitidas a duras penas. En cuanto a las armas, Dios nos libre.
Embargos y sanciones aparte, no había dinero para pagar la maquinaria
de guerra que, EE UU insistía, Saddam mantenía oculta entre los
camellos. Como innumerables visitantes informaban al volver a casa
tras haber visto a los niños hambrientos de Bagdad, la nación iraquí
estaba de rodillas. Era absurdo suponer que el dictador y sus dos sádicos
hijos comportaran una amenaza para nadie más que para aquellos con la
bastante mala suerte como para ser ciudadanos iraquíes.
Lo que resultaba obvio a otros, no
lo era para EE UU. Sus ciudadanos pensaban que los pueblos del resto
del mundo quizá no considerarían a Saddam Hussein como un tirano
inofensivo, que ahora se ha visto que eso exactamente es lo que era,
si el 9 de septiembre les hubiese ocurrido a ellos. Si los franceses y
los alemanes hubiesen visto 3000 de sus ciudadanos asesinados de un
solo golpe, si hubieran tenido una experiencia personal con el terror,
eso les habría hecho menos indulgentes con un hombre como la Bestia
de Bagdad. Un hombre que, cualquiera que fueran las pruebas, o la
falta de ellas, algo tenía que ver con la destrucción del World
Trade Center; un hombre que, seguro, estaba conchabado con Al Quaeda;
un hombre que, con absoluta certeza, estaba dando dinero a los fanáticos
militantes musulmanes; un hombre que en la primavera de 2003 podía
dar una orden de ataque inmediato contra EE UU y, 45 minutos después,
los misiles alcanzarían territorio norteamericano. Lo que era
recibido como especulación subjetiva en Europa, era una verdad
absoluta en EE UU. Estados Unidos y el resto de la humanidad iban en
direcciones diferentes.
Aunque el horror del 11 de
septiembre había sido recibido en el extranjero con enorme simpatía
hacia EE UU, el resto de pueblos del mundo no perdió la cabeza. Es
cierto que ningún estado había visto como morían de golpe tres mil
personas por ataques terroristas, pero el sentimiento estadounidense
de exclusividad de lo que su país había sufrido no era tomado por
otros como una licencia para perder los estribos y actuar como un toro
salvaje, lanzando coces con sus patas traseras y echando chispas por
las narices en todas las direcciones a lo largo del planeta. Ni
siquiera la no musulmana India dio su aprobación, a pesar de que
durante años ha soportado amenazas y ataques terroristas que
rivalizan o sobrepasan el sufrimiento de EE UU. Los rusos, implicados
en una batalla en la que a sus hombres se les resiste con un
terrorismo tan horrible como cualquier tipo de terrorismo, tampoco podían
ponerse de acuerdo en cuanto a la invasión de Irak. ¿Por que Estados
Unidos era incapaz de entenderlo? ¿Y por qué rara vez se hace esta
pregunta?
(*) El anterior es un extracto del
nuevo libro de Nicholas von Hoffman, Hoax, Why Americans Are Suckered
by White House Lies (traducción aproximada en español, "El engaño,
o como la Casa Blanca embauca a sus ciudadanos a partir de
mentiras" ) cuya dedicatoria dice así: "A mi hijo, el
sargento Aristodemos von Hoffman, Ejército de Estados Unidos,
actualmente de servicio activo en Irak." Reproducido con permiso
de Nation Books. Todos los derechos reservados. Copyright C2004 Nicholas von Hoffman.
Nicholas von Hoffman, escritor
perdedor del premio Pulitzer, ha tenido una larga y agitada carrera en
periodismo, durante la cual ha sido despedido más de unas cuantas
veces por directores de periódicos y ejecutivos de televisión, que
tienen una tolerancia limitada por los cascarrabias. Durante años
escribió una columna que aparecía en diversos medios pertenecientes
a The Washington Post, y que terminó en una situación de "o te
vas o te linchamos". Ha escrito 13 libros, el más conocido de
los cuales es Citizen Cohn (Ciudadano Cohn), varias obras de teatro y
el libreto para una ópera. Actualmente es columnista del semanario
The New York Observer.
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