Cuando
los socialistas hablan de la necesidad de transformar la sociedad, se
nos acusa con frecuencia de ser utópicos y poco realistas. Alan Maass
contesta a esas objeciones.
¿Es
posible una revolución en Estados Unidos?
Por
Alan Maas
Socialist Worker, 17/12/04
Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
Una
parte de los progresistas ha reaccionado a la victoria de George Bush
en las elecciones presidenciales de 2004 con desesperanza. “Puede
que en esta ocasión- comentaba amargamente la columnista de The
Nation, Katha Pollit- los votantes hayan elegido lo que realmente
quieren: nacionalismo, guerras preventivas, orden en lugar de
justicia, ‘seguridad’ a través de la tortura, contraofensiva
contra las mujeres y los gay, más desigualdad entre los ricos y los
desposeídos, generosidad del Gobierno hacia sus iglesias y el más
vale pájaro en mano que ciento volando del presidente”.
Garry
Wills, escritor liberal llegaba a la conclusión de que Estados Unidos
había renunciado a los “valores de la Ilustración” y que el voto
había apoyado al “fundamentalismo del electorado estadounidense”.
El editorial de la revista Progressive resaltaba que “el
complejo de superioridad estadounidense es una profunda afección que
distorsiona nuestras percepciones y permite que los presidentes
manipuladores den las órdenes de ponernos en marcha.
Semejante
razonamiento coincide con el de los medios informativos de las grandes
corporaciones sobre las elecciones, es decir que los remansos rurales
han podido con las ciudades, que la llamada de Bush a loa “valores
morales” y el conservadurismo social han sido el secreto de su éxito,
etc.etc.
Realmente,
esos razonamientos son en su mayoría equivocados. Por ejemplo, las
muy publicitadas estadísticas de que el 22 por ciento de los
electores afirman que los “valores morales” son su principal
preocupación resulta que son los mismos resultados de las últimas
tres elecciones presidenciales, según Los Angeles Times-
incluidas las dos ganadas por un demócrata. Y el mayor incremento de
votos de Bush respecto a las obtenidas en 2000 no ha venido de las
zonas rurales sino de los centros urbanos, es decir, los lugares donde
Kerry debería haber obtenido la mayoría de sus votos.
Ese
es el verdadero secreto del éxito de Bush, el hecho de que Kerry y
los demócratas no ofrecieron razones para que la gente les votara.
Todavía,
los resultados electorales van a hacer que mucha gente se pregunte si
el objetivo al que aspiran los socialistas- una revolución que cambie
el sistema de poder de una clase dominante minoritaria, y establezca
un nuevo sistema basado en la democracia y la igualdad- tiene cuando
menos que ser una aspiración futura, aunque se considere poco
realista.
Esto
pone de relieve algo que es más importante que el análisis del
resultado de las elecciones, y es el hecho de que las elecciones de
2004 es cualquier cosa menos una revolución por lo que extraer otras
conclusiones parece bastante inútil.
Las
elecciones de 2004 ofrecieron un debate anodino entre los candidatos
de dos partidos pro-capitalistas que tienen más en común que lo que
los separa. Una revolución socialista se basaría en un debate político
que afecte a todos los sectores de la sociedad, y en masas de gente
uniéndose para utilizar su poder colectivamente con el fin de
introducir nuevas prioridades. Comparar las dos opciones es como
hacerlo entre un bushel
de manzanas y un campo de naranjas.
Pero,
en primer término, ¿no es utópico hablar de revolución en Estados
Unidos? Es la objeción que los socialistas oímos siempre. En
realidad, la pregunta no es si una revolución puede tener
lugar en Estados Unidos. Más bien es si otra revolución puede
llevarse a cabo, porque Estados Unidos ya ha tenido dos.
Una
de las cuestiones más paradójicas en Estados Unidos es el hecho de
que sus líderes políticos estén comprometidos con el imperio de la
ley y el orden social, y regularmente celebran los orígenes de este
país que se basan en una sangrienta revolución con la que obtuvo la
independencia del dominio británico. La Revolución Estadounidense no
se terminó por la firma de la Declaración de Independencia, sino
gracias a la resistencia de las masas y a largos años de guerra de
liberación.
La
revolución terminó con el establecimiento de un nuevo sistema
radical de gobierno representativo y probablemente con la democracia más
desarrollada hasta entonces en el mundo. Los nuevos Estados Unidos no
eran un democracia consistente- después de todo los crímenes de
sangre y la esclavitud permanecieron intactos- pero fue un avance
revolucionario respecto a lo anterior.
Estados
Unidos experimentó otra revolución social 90 años después: la
Guerra Civil de 1861-65 que acabó con el sistema esclavista del Sur.
La importancia de esta guerra ha quedado encubierta hasta hoy por los
mitos sobre los generales que la dirigieron, y por otras trivialidades
sin sentido como la “cultura sureña”. La realidad es que al
liberar a los esclavos, la Guerra Civil supuso la mayor expropiación
de propiedad privada de cualquier época de la historia del mundo.
El
resultado de esta revolución se atribuye habitualmente a Abraham
Lincoln y quizás a unos cuantos generales del ejército pero se
ignora el papel desempeñado por un incontable número de personas,
entre ellas los propios esclavos negros que jugaron un papel crucial
en la lucha, como lo hicieron los agitadores del movimiento
abolicionista del Norte o los soldados del ejército norteño que
lucharon y murieron por defender la Confederación.
Esas
no fueron revoluciones socialistas porque ambas preservaron el sistema
capitalista de la propiedad privada pero nadie puede decir que la
Guerra de 1776 y la Guerra Civil no transformaran profundamente la
sociedad estadounidense, y no de forma gradual sino con grandes
convulsiones.
El
siglo y medio pasado desde entonces, también ha experimentado grandes
agitaciones. En 1919, por ejemplo, tras la carnicería de la Primera
Guerra Mundial y a pesar de la histeria de la ultraderecha contra los
inmigrantes y radicales, Estados Unidos se vio envuelto en una ola de
huelgas sin precedente que afectó a casi uno de cada cinco obreros.
El
punto álgido se alcanzó con la huelga general de Seattle de 1919.
Inspirada parcialmente en la revolución rusa de 1917, más de 100.000
obreros- en una ciudad de 250.000- secundaron la huelga general
convocada por el Consejo Central del Trabajo de Seattle para evitar
que los dueños de las grandes empresas navieras rompieran los
sindicatos. De repente, Seattle quedó paralizada y sus gobernantes se
vieron incapaces de restaurar el orden. Pero lo más impresionante fue
la manera en que los obreros se organizaron para suministrar los
servicios esenciales durante la huelga, de forma que dirigieron la
ciudad colectivamente por medio de un Comité General de Huelga
compuesto por representantes de los comités locales.
Hay
otros ejemplos en el siglo XX estadounidense. Los años treinta fueron
la década de la Gran Depresión, cuando millones de familias se
vieron sumidas en la pobreza y la desesperación pero fue también la
década en la que los obreros consiguieron implantar los sindicatos en
las industrias básicas.
Los
años 50 se recuerdan por el McCarthismo y la caza de brujas
anticomunista pero también fueron los años en que se iniciaron las
primeras luchas de los movimientos a favor de los derechos civiles. En
la década siguiente esos movimientos crecieron hasta echar abajo del
sistema de segregación de Jim Crow
en el Sur, e inspiraron otras luchas que afectaron el corazón de la
sociedad estadounidense, desde el movimiento contra la guerra en
Vietnam a los de las mujeres, y las de los derechos de gay y
lesbianas.
Muchas
de la opiniones acerca del profundo conservadurismo en Estados Unidos
y de su amplia extensión demográfica ya se habían escuchado con
anterioridad, especialmente durante la época del denominado Sueño
Estadounidense.
En
los años que siguieron a la II Guerra Mundial, hubo algo de esto.
Para la mayoría de los trabajadores del país- no para todos pero sí
para la mayoría- el sistema parecía que les proporcionaba modestos
aumentos del nivel de vida y prometía una vida mejor para ellos y
para sus hijos. Pero hoy el Sueño Estadounidense ha terminado.
En los últimos 25 años se ha producido un enorme cambio en la
distribución de los ingresos a favor de los muy ricos, y desde que
empezó a la recesión en 2001, en estos cuatro años, los ingresos
familiares medios se han reducido una vez deducida la inflación.
Para
los que tienen los más bajos salarios, las condiciones han empeorado.
Los afro-estadounidenses siguen teniendo un índice de paro de más
del doble de la media nacional, al mismo tiempo que sufren el
incremento de encarcelaciones de la política de ley y orden. Mientras
tanto, muchas de las reformas conseguidas como resultado de los
movimientos por los derechos civiles y del poder negro- desde la
discriminación positiva para vencer la segregación a los programas
de ayuda a la pobreza que daban migajas a los más vulnerables- están
siendo desmantelados con rapidez.
Habida
cuenta de todo ello, sería absurdo afirmar que los trabajadores
estadounidenses están contentos con el deterioro de sus niveles de
vida, y mucho menos con el mundo violento, lleno de guerras y
contaminado en el que viven.
Las
encuestas de opinión muestran que los estadounidenses medios están
muy lejos de sentirse contentos con las prioridades de la administración
Bush. Una de ellas, realizada por el Wall Street Journal, por
ejemplo, evidencia que más de la mitad de los encuestados estaría
dispuesto a pagar 2.000 $ más de impuestos al año para que se
garantizara la asistencia sanitaria a quienes no tienen acceso a ella
y lo mismo ocurre con las inversiones en educación pública.
En
cuanto a los desatinos de la ultraderecha cristiana, una considerable
mayoría de los estadounidenses creen que el aborto debe seguir siendo
legal y más de la mitad apoya alguna forma de reconocimiento oficial-
bien sea matrimonio bien uniones civiles- para los gay y lesbianas.
Este último asunto- los derechos de gay y lesbianas- tiene especial
relevancia porque representa un cambio radical de actitud en los últimos
diez años, a pesar de los retrocesos continuos en el debate político
en Washington tanto durante los mandatos de Bill Clinton como en el de
Bush.
No
existe razón para creer que la gente trabajadora haya sido engañada
para que acepte que baje el nivel de vida, y la realidad es que esas
condiciones cada vez más van a peor en lugar de mejorar sin que
existan previsiones de que la tendencia vaya a cambiar.
Por
nuestra parte, existe el potencial para ponernos en acción en muchos,
muchos asuntos. Pero lo que determina el nivel de lucha es la
confianza y la organización y en las últimas décadas se ha
producido un retroceso de los movimientos obreros, de la lucha por los
derechos de los afro-estadounidenses y por otras causas progresistas.
Todo ello ha tenido su repercusión en cómo la gente se
organiza para la lucha, o incluso si se dispone a comprometerse en
ella.
Los
sindicatos, por ejemplo, han sufrido los ataques de las corporaciones
estadounidenses desde finales de los 70, lo que ha producido que la
proporción de trabajadores sindicatos haya disminuido rápidamente
hasta el 13 % actual, e incluso menos en el sector privado. Una de las
principales razones ha sido la pasividad de los directivos sindicales
ante esa ofensiva. Los líderes de los trabajadores sindicados creen
que las huelgas y las acciones militantes- especialmente cuando son
ilegales-son métodos del pasado que producen más daño que bien. En
su lugar, han invertido sus esfuerzos en procurarse el favor de
Washington.
El
apoyar a los demócratas ha sido desastrosamente ineficaz para los
sindicatos. Pero la actitud defensiva de los sindicatos es una
predicción auto cumplida. En cualquier enfrentamiento de los
sindicatos con la patronal cuando ante un solo aviso de confrontación
o sin él los sindicatos agachan la cabeza fortalece a los empresarios
y nos debilita a nosotros. Esas son las circunstancias que llevan a la
gente a creer que no es posible vencer y son las que conducen a hacer
concesiones para conservar el puesto de trabajo en lugar de
arriesgarse a presionar más.
Pero
el decir esto no significa que debamos aceptar el estereotipo de que
los trabajadores en Estados Unidos son apáticos y conservadores. El
nivel de lucha de clases se mantiene bajo pero en todas las ciudades
de Estados Unidos se producen ofensivas con muchos motivos:
huelgas, protestas contra la violencia policial, manifestaciones a
favor del matrimonio gay, o de oposición a los ataques contra los
inmigrantes.
El
ejemplo más evidente es la oposición a la guerra y ocupación de
Irak por Washington. Cuando la pandilla de Bush estaba preparando su
invasión a principios de 2003, millones de personas salieron a
manifestarse y protestar en todo el país, sin mencionar las
realizadas en el resto del mundo, lo que llevó al New York Times
a declarar que “puede que todavía existan dos superpotencias en el
planeta: Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
Desgraciadamente,
las elecciones estadounidenses supusieron un freno a las acciones
contra la guerra, en gran medida porque los líderes del movimiento se
volcaron en el apoyo a John Kerry a pesar de que estaba a favor de la
guerra. Pero ello no quiere decir que la administración de Bush haya
conseguido que su guerra y ocupación sean populares. Todo lo
contrario, la brutalidad de la ocupación- y el creciente número de víctimas
entre los soldados estadounidenses- ha puesto los cimientos para que
el movimiento se vuelva a poner en marcha.
Cuando
las luchas emergen y se relacionan pueden desarrollarse con notable
rapidez. Ese fue el caso, por ejemplo, de los camioneros cuando fueron
a la huelga contra la UPS en 1997. En medio del llamado “milagro
económico” los medios de comunicación principales tuvieron que
dejar sus cuentos felices e investigar el asunto de la codicia de las
empresas y el descenso del nivel de vida que la huelga llevó a primer
plano.
A
escala mayor, algo parecido se puede decir de los momentos álgidos de
enfrentamientos en la historia de EE.UU. Las grandes insurrecciones de
trabajadores de los años 30 habían sido precedidas por las de los años
20, cuando la clase dominante pasó a la ofensiva, y los sindicatos
establecidos pareció que se batían en retirada y estaban en trance
de desaparición. De la misma manera, el radicalismo de lo años 60
había sido precedido por el conservadurismo de los 50.
Es
importante recordar que la lucha por los derechos civiles de los años
60 había aparecido años antes con batallas menos conocidas en las
que se implicaron un modesto número de personas, y que se iniciaron
durante un periodo profundamente conservador. Para los individuos que
estaban dispuestos a que se escuchara su voz no existía garantía
alguna de que pudieran siquiera derrotar a Jim Crow. Muy al
contrario, el sistema racista que parecía tan poderoso y tan capaz de
afrontar cualquier desafío fue derrotado y la historia siguió
adelante.
Los
ideólogos que defiende el statu quo están siempre dispuestos
a proclamar “el fin de la historia” cuando se produce un periodo
de calma social y de conservadurismo. Pero una sociedad cimentada en
la injusticia y la desigualdad nunca estará pacificada por completo.
Esa es la lección que ofrecen los estados policiales más brutales, y
es también la realidad de sociedades como la estadounidense que
presentan una barniz de democracia y libertad.
Cuando
emergen las luchas siempre comienzan poco a poco, pero esas batallas
iniciales son cruciales para la formación de las ideas en las gentes
que se unirán para dar pasos más importantes. Por ejemplo, los
estudiantes negros de secundaria que se unieron al movimiento por los
derechos civiles a principios de los años 60 estaban motivados por
ideas relativamente conservadoras sobre el derecho a ocupar su lugar
en el sistema capitalista.
Unos
pocos años después, muchos miembros del SNCC
(Comité de Coordinación de Estudiantes No Violentos) se consideraban
revolucionarios. Habían estado presentes en las marchas por la
libertad para acabar con la segregación en los líneas de autobuses
interestatales, contra el asesinato de obreros a favor de los derechos
civiles durante el Verano de la Libertad
por el proyecto de registro de votantes negros en 1964, y contra la
traición del Partido Demócrata al no aceptar delegados a favor de
los derechos civiles en su convención nacional de 1964. Esas
experiencias les convencieron de que la lucha contra la injusticia
racial sólo podía ganarse uniéndola a la lucha contra otras
injusticias, y peleando al mismo tiempo por otro tipo de sociedad.
Esta
transformación se repitió en los 60 y a principios de los 70. Los
estudiantes que actuaron como voluntarios en el Verano de la Libertad
se sirvieron de los métodos aprendidos en los movimientos por los
derechos civiles para organizar las protestas contra la guerra de
Vietnam, y los veteranos del movimiento contra esta guerra, a su vez,
lanzaron la lucha por los derechos de las mujeres, incluido el del
aborto. Los movimientos modernos de gay y lesbianas surgieron en 1969
con la creación del Frente de Liberación Gay, una organización que
tomó su nombre del Ejército de Liberación de Vietnam.
Hoy,
a los medios de comunicación les gusta hablar de forma despectiva de
los movimientos de los años sesenta. Sin embargo aquellos movimientos
son la prueba de que las ideas pueden cambiar con enorme rapidez. En
momentos de semejante ebullición social, millones y millones de
personas que habían centrado su energía en otros asuntos de pronto
concentraron su atención en la transformación de la sociedad.
Esto
es lo que hace posible una revolución con masiva participación. La
caricatura de la revolución que presentan muchos historiadores es la
de un pequeño grupo de fanáticos armados que se hacen con el control
del Gobierno y se sirven de él para enriquecerse, pero no tiene nada
que ve con el auténtico socialismo. El momento decisivo en cualquier
revolución llega cuando, como escribía el revolucionario ruso Leon
Trosky, las masas “rompen las barreras que les excluyen del
escenario político, dejan de lado a sus representantes tradicionales
y crean sus propios órganos de relación en un nuevo régimen”.
Ese
momento constituye el acto final de una revolución, el clímax de un
periodo mucho más largo de luchas en el cual los dirigentes de una
sociedad se enfrentan a una crisis creciente, al mismo tiempo que los
trabajadores cada vez son más conscientes de su propia fuerza. Al
principio del proceso, los objetivos del cambio pueden ser modestos,
quizás unas pocas reformas en la manera en que funciona el sistema,
pero la lucha plantea cuestiones más serias, y la gente comienza a
percibir las conexiones en la que se encuentran implicados, y la
propia naturaleza del sistema.
Obviamente,
estamos a años de distancia de semejantes revueltas. En efecto, la
dificultad hoy estriba en que la organización y las iniciativas para
la lucha tienen que surgir de las bases. Pero habida cuenta de la
historia de este país, sería una estupidez afirmar que la revolución
es imposible, a pesar de la imagen de pasividad social que ofrecen los
medios de comunicación.
La
revolución no sólo es posible en Estados Unidos sino que es
absolutamente necesaria y sentida como urgente para acabar con la
pobreza, la guerra y la opresión, y para crear una nueva sociedad
basada en la justicia y la libertad.
Notas:
[1]
Medida equivalente a unos 35 kilos.
[2]
Jim Crow es la personificación de la lucha contra la esclavitud y
la segregación. No fue un personaje real.
[3]
The Student Nonviolent Coordinating Committee, or SNCC (Comité de
Coordinación de Estudiantes No Violentos).
[4]
Movimiento de rebelión de los estudiantes negros de escuelas
secundarias del Estado de Mississippi contra la segregación
racial.
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