Katrina,
con el neoliberalismo al cuello
El
Katrina, made in USA
Por Atilio
A. Borón (*)
Alia2.net/Página12
Buenos
Aires (Argentina), 12/09/05
El discurso oficial
de la Casa Blanca asegura que el Katrina es un “desastre natural”,
ante el cual las autoridades poco o nada pueden hacer. Sin embargo, un
análisis serio del asunto conduce a otras conclusiones.
El discurso oficial
de la Casa Blanca asegura que el Katrina es un “desastre natural”,
ante el cual las autoridades poco o nada pueden hacer. Sin embargo, un
análisis serio del asunto conduce a otras conclusiones.
En primer lugar, lo
ocurrido era previsible y prevenible, como las inundaciones de la
ciudad de Santa Fe. Sólo que en lugar de que la catástrofe se
abatiese sobre la periferia de la periferia tuvo lugar en el corazón
del sistema imperialista. Esto demuestra, tanto aquí como allá, a
quiénes sirve el estado y el gobierno de las mal llamadas
“democracias capitalistas”, que tienen casi nada de lo primero y
demasiado de lo segundo. El precio de tanta desprotección son miles
de vidas norteamericanas, en una cifra que ya se estima muy superior
al de las víctimas del 11-S, y que no por casualidad afecta a
regiones con predominio de poblaciones negras e hispanas que, como
todos saben, no son las que más preocupan al presidente Bush. ¡Tanto
es así que, en un gesto que lo pinta de cuerpo entero, enterado del
desastre este pobre personaje manifestó su compasión por la gente
“de esa parte del mundo,” lapsus que delata que esa parte no es la
suya.
El fenomenal
deterioro ambiental a que está sometido nuestro planeta tiene como
una de sus causas principales el recalentamiento de la atmósfera, a
la cual los Estados Unidos contribuye como ninguno con su criminal
despilfarro de combustibles fósiles. Ni bien iniciado su gobierno
Bush retiró la firma que en los últimos días de su mandato había
puesto Clinton en el Protocolo de Kyoto, un gesto inédito en los
anales de la diplomacia norteamericana.
Sin creer que tal
protocolo sea la solución -que no existe dentro del capitalismo dada
su naturaleza eminentemente predatoria- era por lo menos un paliativo.
Pero Bush dijo que perjudicaría la rentabilidad de las empresas
norteamericanas, por lo que fue rápidamente desahuciado.
Segundo, la indefensión
de los pobres que habitan esas zonas es producto de las prioridades
del gobierno “democrático” de los Estados Unidos. Lo más
importante es apoderarse del petróleo de Irak y garantizar para las
empresas que financiaron la carrera política de la elite gobernante
que sus beneficios no se verían menoscabados. El fenomenal déficit
fiscal que esto provoca es un asunto de poca importancia. Hay que
sostener a cualquier precio esa aventura imperialista con tropas,
pertrechos, alimentos, vehículos de todo tipo que, en realidad, deberían
estar en su propio territorio para enfrentar previsibles
acontecimientos como el Katrina y para garantizar salud y educación a
casi cuarenta millones de norteamericanos que carecen de ella. La
ambición imperial exige recortar presupuestos postergando obras públicas
imprescindibles, como el reforzamiento de los diques que protegían a
Nueva Orleans, reduciendo los programas asistenciales y dejando en el
desamparo a millones de personas. Claro que como pocos de ellos votan
en las amañadas elecciones no hay razones para preocuparse demasiado.
Salvo una catástrofe, claro.
Tercero y último, el
Katrina desnudó lo que los “perfectos idiotas latinoamericanos”
–los Vargas Llosas, Montaners y otros de su ralea- han tratado de
ocultar desde siempre: el modelo de sociedad que quieren vender al
resto del planeta, el “American way of life” basado en el más
desenfrenado egoísmo y el consumismo sin límites es, en realidad,
una siniestra utopía negativa. En muchos países del mundo
desarrollado han ocurrido catástrofes similares a la del Katrina,
como en Japón, con el terremoto de Kobe, y lo que invariablemente ha
ocurrido fue un florecimiento de la solidaridad social. En los Estados
Unidos, en cambio, la profunda patología social de ese país produjo
el efecto contrario: un feroz “sálvese quien pueda” que generó
saqueos en gran escala, violencia indiscriminada y bandas armadas
sueltas por las calles aterrorizando a sobrevivientes y a las
patrullas de rescate.
Tales aberraciones
nos hablan de una sociedad alienada y profundamente escindida, que si
no se desintegra en una horrorosa pesadilla hobbesiana de guerra de
todos contra todos es merced a su formidable aparato represivo: esos
millones de policías, guardias privados y destacamentos armados de
todo tipo, más un sistema carcelario que, medido en términos per cápita,
no tiene parangón en el mundo.
Una sociedad que, en
realidad, no es tal a causa de su exacerbado individualismo y total
falta de solidaridad. Por eso, ni bien la omnipresencia de los
aparatos represivos se relaja la descomposición moral de la sociedad
norteamericana -la que condena a millones a la drogadicción y exige
instalar detectores de metales en las entradas de las escuelas
primarias para evitar que los niños introduzcan armas de fuego o puñales-
aflora con la violencia de un volcán.
Los bien pagados
impostores que siguen proponiéndonos a los Estados Unidos como un
ejemplo, y que apenas ayer cantaban loas a Pinochet y Videla, quedaron
también ellos al desnudo, como los sufridos habitantes de Nueva
Orleans. Pero a diferencia de éstos, que gritan su rabia, aquellos
permanecen en un vergonzoso silencio, confesión inapelable de su
infamia.
(*)Sociólogo,
Director del Observatorio Social de América Latina, Presidente del
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (FLACSO)
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