Conservadores de
EEUU con crisis de identidad
Análisis de Jim Lobe
Inter Press Service (IPS), diciembre de 2005
Washington. Después de
cuatro años de "guerra contra el terrorismo", debería
estar claro que la política del presidente estadounidense George W.
Bush difícilmente pueda calificarse de "conservadora", como
indican las convenciones periodísticas usuales.
El carácter
esencialmente radical de la política exterior, por ejemplo, fue
evidente casi desde el momento en que Bush se mudó a la Casa Blanca,
el 20 de enero de 2001.
En cuestión de
semanas, su gobierno dejó en evidencia su falta de interés en
participar en los esfuerzos multilaterales para combatir el
recalentamiento del planeta o para promover el desarme.
Al menos, Bush mostró
muy poco empeño en preservar el orden multilateral que Estados Unidos
había ayudado a promover durante el pasado medio siglo, y así se
arriesgó, incluso, a sembrar el enojo entre sus más cercanos aliados
europeos.
Aun así, en los
primeros nueve meses del gobierno, los halcones ––alianza de
neoconservadores, nacionalistas agresivos y la Derecha Cristiana––
estuvieron bajo el control de los denominados "realistas",
que habían dominado la política exterior durante 50 años.
Pero los atentados que
dejaron 3.000 muertos en Nueva York y Washington el 11 de septiembre
de 2001 rompieron las cadenas que restringían los movimientos de los
defensores de una visión unilateralista del mundo, quienes pudieron
así ensayar la creación de un "mundo unipolar".
En este nuevo
escenario, Washington haría las normas, las aplicaría con su
abrumador poder militar y las dejaría de lado cuando se saliera con
la suya.
Tal concepto del orden
mundial, ilustrado dramáticamente con la invasión y ocupación de
Iraq, provocó una rebelión en filas conservadoras.
Los "paleoconservadores"
y algunos "libertarios" fueron los primeros en desertar del
gobierno, acusándolo de desarrollar una política exterior
incompatible con los valores republicanos, por su intención de crear
un imperio de gran poder militar y fuerzas prestas a trasladarse a
cualquier lugar del planeta.
"Una república,
no un imperio": ése fue el título utilizado por el
paleoconservador Pat Buchanan para criticar, con un libro entero, la
política internacional del gobierno.
También expresaron
grandes reservas los realistas que dominaron la política exterior en
el gobierno de George Bush, padre del actual presidente (1989–1993),
quienes, sin embargo, no se rebelaron abiertamente para no quemar los
puentes hacia el joven Bush.
A pesar del poderío
militar dominante de Washington, argumentan, las ambiciones unipolares
suponen para el gobierno un riesgo de "exceso imperial", con
compromisos que sobrepasen la capacidad económica y política del país
para cumplirlos sin apoyo de otras naciones.
Estos compromisos también
amenazan el actual orden mundial y las instituciones que lo sostienen
––incluida, por ejemplo, la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN)––, de las cuales Estados Unidos fue el principal
creador y beneficiario. ¿Por qué los conservadores querrían
ponerlas en peligro?
Los conservadores también
tildan de peligrosa y utópica la insistencia del gobierno en ubicar
en la cúspide de su agenda internacional la exportación de la
democracia. Esta concepción, afirman, es la antítesis del
pensamiento conservador, que tradicionalmente destaca el rol de la
cultura y la historia en el desarrollo político de otros países.
Las posiciones
realistas son ampliamente compartidas tanto por los burócratas de la
seguridad nacional ––quienes, en tanto burócratas, tienden a ser
conservadores por naturaleza–– como por los defensores a ultranza
de la Constitución, la más conservadora de las normas de Estados
Unidos.
Para no manifestar sus
opiniones en público por temor a represalias de un gobierno que ha
demostrado afán de venganza y terquedad, estos funcionarios
profesionales del servicio exterior, los servicios de inteligencia y
las fuerzas armadas en actividad ––la mayoría de ellos del
Partido Republicano–– han ventilado sus críticas a través de sus
colegas retirados.
Entre ellos figuran
figuras de fuste como el ex comandante en jefe del Comando Central de
Estados Unidos, general Anthony Zinni, el ex director de la Agencia
Nacional de Seguridad, general William Odon, y una creciente cascada
de críticos.
Todos estos
conservadores disidentes ––libertarios, realistas,
paleoconservadores y burócratas–– han demostrado la certeza de
sus preocupaciones acerca del radicalismo de la política exterior.
Pero la falta de interés del público por los asuntos internacionales
le ha restado impacto a sus cuestionamientos.
De hecho, los votantes
republicanos, que tienden a ser más provincianos y menos educados que
los demócratas e independientes, se han inclinado por darle la razón
al gobierno, pues creen que la política exterior de Bush sólo tiene
impacto fuera de fronteras.
En ese sentido, Bush,
el vicepresidente Dick Cheney y los halcones del Congreso legislativo
han tenido un acceso mucho mayor a los medios masivos de comunicación
que los conservadores disidentes.
En las últimas
semanas, eso parece haber cambiado, pues comenzaron a notarse más las
implicancias domésticas de la política exterior, y no sólo en lo
que refiere al costo del mantenimiento de las tropas en Iraq y la
reconstrucción de ese país.
La última gran crisis
en filas republicanas surgió por la revelación de que el gobierno
había ordenado, en secreto, intervenir las comunicaciones entre
ciudadanos estadounidenses y personas en el exterior sin el aval del
tribunal especial a cargo de supervisar esas operaciones.
La defensa de esas
acciones por parte de Bush y Cheney empeoró la percepción del público,
al afirmar que el presidente tiene poderes virtualmente ilimitados en
su carácter de comandante en jefe en tiempos de guerra.
De acuerdo con esas
declaraciones, la presidencia podría pasar por alto leyes aprobadas
por el congreso, lo que causó consternación entre legisladores
conservadores que hasta ahora habían seguido con fidelidad la línea
dictada por el gobierno.
Según el punto de
vista del gobierno, un presidente en tiempos de guerra puede hacer las
leyes, aplicarlas e ignorarlas si se interponen en su camino, concepción
que contradice el sistema de pesos y contrapesos que establece
controles recíprocos entre los poderes del Estado.
Y la división de
poderes está en el corazón conservador de la constitución
estadounidense.
Frente a las cámaras
de televisión, el analista republicano Bruce Fein acusó a Bush de
atribuirse "más poder que el rey Jorge (de Inglaterra) en
tiempos de la Revolución" que culminó con la independencia de
Estados Unidos.
"El presidente
Bush representa un peligro claro para el estado de derecho",
volvió a advertir, en una columna publicada por el diario conservador
The Washington Times.
La también columnista
conservadora Anne Applebaum, del diario The Washington Post, advirtió
que "el estado de derecho es más fundamental para el éxito
nacional que la democracia o la libertad, pues sin él las otras no
pueden existir".
"No hay democracia
si el presidente, una vez elegido, puede cambiar las normas",
rezongó Applebaum.
Para el ex consejero de
inteligencia de la Casa Blanca y ex senador republicano Warren Rudman,
la vigilancia de los ciudadanos son la correspondiente autorización
es "causa de gran preocupación".
Al discutirse la
extensión de la Ley Patriótica antiterrorista a fines de este mes,
el senador republicano John Sununu citó al padre del conservadurismo
estadounidense, Benjamin Franklin: "Aquellos que renuncian a las
libertades esenciales para comprar un poco de seguridad temporal no
merecen ni la libertad ni la seguridad."
Aún está por verse si
estos cuestionamientos florecerán en una investigación legislativa más
amplia sobre la visión presidencial de las facultades del Poder
Ejecutivo.
Pero la naturaleza
radical de las ideas que prevalecen en la política exterior del
actual gobierno deberían obligar, al menos a los periodistas, a
revisar a quienes califican de conservadores y a quiénes no.
|