Nuestro amnésico
debate sobre la torturas
"¡Nunca
antes!"
Por Naomi Klein
Znet, febrero 2006
Traducido por Miguel Montes Bajo y revisado por Genoveva Santiago
Se trataba de la
“misión cumplida” del segundo mandato de George W. Bush, y un
anuncio de tal magnitud pedía un escenario con el dramatismo
apropiado. Pero, ¿cuál era el telón de fondo correcto para la
infame declaración de “nosotros no torturamos”? Con su audacia
característica, el equipo de Bush se instaló en Ciudad de Panamá.
Fue verdaderamente
atrevido. A una hora y media de coche de donde estaba Bush, el ejército
estadounidense organizó la conocidísima Escuela de las Américas
(School Of Americas, SOA) entre 1946 y 1984, una siniestra institución
educativa que, si tenía algún lema, debería haber sido “Nosotros
sí que torturamos”. Es aquí en Panamá, y después en la nueva
localización de la escuela, en Fort Benning (Georgia), donde se
pueden encontrar las raíces de los escándalos de tortura actuales.
De acuerdo con los manuales de entrenamiento desclasificados, los
estudiantes de la SOA (militares y oficiales de policía de todo el
hemisferio) se entrenaban en muchas de las mismas técnicas de
“interrogatorio forzado” que desde entonces han viajado a Guantánamo
y Abu Ghraib: detenciones a primera hora de la mañana para maximizar
la conmoción, encapuchamiento y vendado de ojos inmediato, desnudez
forzada, privación sensorial, saturación sensorial, “manipulación”
del sueño y la comida, humillación, temperaturas extremas,
aislamiento, posiciones forzadas… y peores. En 1996, la Junta de
Descuidos de Inteligencia del presidente Clinton admitió que algunos
materiales de entrenamiento producidos en EEUU toleraban “la ejecución
de guerrilleros, la extorsión, el maltrato físico, la coacción y el
encarcelamiento erróneo”.
Algunos de los
graduados de la escuela de Panamá volvieron a sus países a cometer
los crímenes de guerra más graves del último medio siglo en el
continente: los asesinatos de Arzobispo Oscar Romero y de seis
sacerdotes jesuitas en El Salvador, el rapto sistemático de bebés de
prisioneros “desaparecidos” argentinos, la masacre de 900 civiles
en El Mozote en El Salvador y golpes militares demasiado numerosos
para enumerarlos aquí. Basta con decir que elegir Panamá para
declarar que “nosotros no torturamos” es un poco como dejarse caer
por un matadero para declarar a los Estados Unidos una nación
vegetariana.
Aún así, al cubrir el
anuncio de Bush, ni un solo noticiero de los medios de comunicación
mayoritarios mencionó la sórdida historia de su localización. ¿Cómo
podrían? Hacerlo requeriría algo totalmente ausente del debate
actual: admitir que el abrazo de la tortura por parte de oficiales
estadounidenses es muy anterior a la administración Bush y ha sido,
de hecho, una parte esencial para la política exterior estadounidense
desde la guerra de Vietnam.
Es una historia
exhaustivamente documentada en una avalancha de libros, documentos
desclasificados, manuales de entrenamiento de la CIA, transcripciones
del parlamento y comisiones de investigación. En su próximo libro, A
Question of Torture, Alfred McCoy sintetiza este voluminoso conjunto
de evidencias, y es un informe indispensable y cautivador sobre cómo
experimentos creados por la CIA con pacientes psiquiátricos y
prisioneros en los años cincuenta se convirtieron en una plantilla
para lo que él llama “tortura sin contacto”, basada en la privación
sensorial y en el dolor autoinfligido. McCoy rastrea cómo esos métodos
fueron probados sobre el terreno por agentes de la CIA en Vietnam como
parte del programa Phoenix y fueron después importados a América
Latina y Asia con el pretexto de ser programas de entrenamiento de
policías.
No son sólo los
apologistas de la tortura los que ignoran esto cuando culpan de los
maltratos a “unas cuantas manzanas podridas”; también hacen lo
propio muchos de los oponentes a la tortura más prominentes.
Olvidando aparentemente todo lo que una vez supieron sobre los
contratiempos estadounidenses en la guerra fría, un alarmante número
ha empezado a apuntarse a una narrativa antihistórica en la que la
idea de torturar prisioneros se le ocurrió por primera vez a los
oficiales estadounidenses el 11 de Septiembre de 2001, cuando los métodos
de interrogatorio utilizados en Guantánamo aparentemente aparecieron,
en su forma actual, de lo más recóndito de los sádicos cerebros de
Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Hasta ese momento, nos dicen, Estados
Unidos combatió a sus enemigos mientras su humanidad seguía intacta.
El propagador principal
de este relato (lo que Garry Wills denominó “ausencia de pecado
original”) es el Senador John MCain. McCain, en un escrito reciente
en el Newsweek sobre la necesidad de abolir la tortura, dice que
cuando era prisionero de guerra en Hanoi, se agarró rápidamente a la
creencia de que “nosotros éramos diferentes de nuestros enemigos…
que nosotros, si se intercambiaran los papeles, no nos deshonraríamos
cometiendo o aprobando tales maltratos hacia ellos”. Es una
imponente distorsión histórica. En la época en que McCain fue hecho
prisionero, la CIA ya había puesto en marcha el programa Phoenix y,
según escribe McCoy, “sus agentes dirigían cuarenta centros de
interrogación en Vietnam del Sur en los que se asesinó a más de
veinte mil sospechosos y se torturó a miles más”, una denuncia que
respalda con páginas de citas de reportajes de prensa así como de
investigaciones del Congreso y el Senado.
¿Disminuye de alguna
manera los horrores del presente el admitir que no es ésta la primera
vez que el gobierno de EEUU ha utilizado la tortura para quitar del
camino a sus adversarios políticos, que ha tenido prisiones secretas
con anterioridad, que ha apoyado activamente regímenes que han
intentado eliminar la izquierda arrojando a estudiantes desde aviones?
¿Que en casa se cambiaban y vendían fotografías de linchamientos
como si fueran trofeos y advertencias? Parece que muchos así lo
creen. El 8 de noviembre, el congresista demócrata Jim McDermott
realizó ante la Cámara de los Representantes la asombrosa afirmación
de que “nunca se ha cuestionado la integridad moral de América,
hasta ahora”. Molly Ivins, expresando su conmoción porque los
Estados Unidos tuvieran un gulag, escribió que “se trata
simplemente de esta administración… y de entre ellos, parece que se
trata sobre todo del Vicepresidente Dick Cheney”. Y en la entrega
del mes de noviembre de Harper’s, William Pfaff argumenta que lo que
separa en realidad a la administración Bush de sus predecesores es
“la instalación de la tortura como parte sustancial del ejército
estadounidense, y las operaciones clandestinas”. Pfaff reconoce que
mucho antes de Abu Ghraib había quienes denunciaban que la Escuela de
las Américas era una “escuela de la tortura”, pero dice que se
“inclina a dudar que en realidad lo fuera”. Quizá es hora de que
Pfaff eche un vistazo a los libros de texto de la SOA que enseñan técnicas
de tortura ilegales, todos fácilmente disponibles en español e inglés,
así como a la creciente lista de graduados de la SOA.
Otras culturas
solucionan un legado de torturas con la declaración “¡Nunca más!”.
¿Por qué hay tantos estadounidenses que insisten en despachar la
crisis de las torturas actual gritando “¡Nunca antes!”? Sospecho
que tiene que ver con un deseo sincero de comunicar la gravedad de los
crímenes de esta administración. Y el abrazo abierto de la
administración Bush a la tortura no tiene, de hecho, precedentes,
pero dejemos claro qué es lo que no tiene precedentes: no es la
tortura, sino lo abierto que es el abrazo. Otras administraciones
mantuvieron tácitamente sus “operaciones negras” en secreto; se
sancionaron los crímenes, pero se practicaron en la sombra,
denunciados y condenados oficialmente. La Administración Bush ha roto
este acuerdo: tras el 11 de septiembre, demandó el derecho a torturar
sin vergüenza, legitimado por nuevas definiciones y nuevas leyes.
A pesar de todo lo
hablado sobre las torturas infligidas por extranjeros, la verdadera
innovación de la administración Bush han sido las torturas
infligidas desde dentro, con prisioneros que han sufrido malos tratos
por parte de ciudadanos de EEUU en prisiones dirigidas por EEUU y
transportados a terceros países por aviones de EEUU. Es este abandono
de la etiqueta clandestina, más que los crímenes reales, lo que ha
puesto a la comunidad militar y de inteligencia en pie de guerra: al
atreverse a torturar impunemente y a campo abierto, Bush impide que
nadie niegue las torturas con credibilidad.
Para aquellos que se
pregunten nerviosamente si es la hora de empezar a usar palabras
alarmistas como totalitarismo, este cambio es enormemente
significativo. Cuando la tortura se aplica de modo encubierto pero
repudiada oficial y legalmente, aún existe la esperanza de que si las
atrocidades se conocen, la justicia prevalezca. Cuando la tortura es
pseudo–legal, y cuando los responsables meramente niegan que eso sea
tortura, lo que muere es lo que Hannah Arendt llamó “la persona jurídica
personificada”; así, las víctimas no se preocupan más de buscar
justicia, tan seguros están de la futilidad (y el peligro) de esa búsqueda.
Esta impunidad es una versión masiva de lo que pasa dentro de la cámara
de tortura, cuando se les dice a los prisioneros que pueden gritar
todo lo que quieran porque nadie puede oírlos y nadie los va a
salvar.
En América Latina, las
revelaciones de la tortura estadounidense en Irak no se han recibido
con conmoción e incredulidad, sino con un poderoso deja vu y con
miedos resucitados. Héctor Mondragón, un activista colombiano que
fue torturado en los 70 por un oficial entrenado en la Escuela de las
Américas, escribió: “Fue difícil ver las fotos de la tortura en
Irak porque yo también fui torturado. Me vi a mí mismo desnudo con
los pies pegados y las manos atadas a mi espalda. Vi mi propia cabeza
tapada con una bolsa de tela. Recordé mis sensaciones: la humillación,
el dolor”. Dianna Ortiz, una religiosa estadounidense que fue
torturada brutalmente en una cárcel guatemalteca, dijo “ni siquiera
puedo mirar esas fotografías… Muchas de las cosas de las fotografías
también me las hicieron a mí. Fui torturada con un perro terrorífico
y también con ratas. Y ellos filmaban todo el rato”.
Ortiz ha testificado
que los hombres que la violaron y la quemaron con cigarros más de
cien veces se sometían a un hombre que hablaba español con acento
estadounidense al que llamaban “Jefe”. Es una de tantas historias
contadas por prisioneros de América Latina sobre misteriosos hombres
de habla inglesa entrando y saliendo de sus salas de tortura,
proponiendo preguntas, dando propinas. Algunos de estos casos están
documentados en el poderoso nuevo libro de Jennifer Harbury: Truth,
Torture, and the American Way.
Algunos de los países
que fueron malheridos por regímenes torturadores respaldados por EEUU
han intentado reparar su tejido social a través de comisiones de
investigación y juicios por crímenes de guerra. En la mayoría de
los casos, la justicia ha sido escurridiza, pero los maltratos del
pasado han entrado en la historia oficial y sociedades enteras se han
hecho preguntas no sólo sobre la responsabilidad individual, sino
sobre la complicidad colectiva. Estados Unidos, a pesar de ser un
participante activo en estas “guerras sucias”, ha atravesado un
proceso de introspección nacional sin precedentes.
El resultado es que la
memoria de la complicidad estadounidense en crímenes lejanos es frágil,
sobrevive en artículos de periódicos viejos, libros descatalogados y
tenaces iniciativas de base como las protestas anuales en la puerta de
la Escuela de las Américas (que ha cambiado de nombre, pero que en
gran medida continúa sin cambiar). La terrible ironía del actual
debate antihistórico sobre la tortura es que en nombre de erradicar
futuros maltratos, esos maltratos pasados se están borrando de la
historia. Cada vez que los estadounidenses repiten el cuento de hadas
sobre su inocencia pre–Cheney, esas ya borrosas memorias se
oscurecen aún más. La cruda evidencia sigue existiendo, por
supuesto, cuidadosamente archivada en las decenas de miles de
documentos desclasificados disponibles en el Archivo de Seguridad
Nacional. Pero en la memoria colectiva de EEUU, los desaparecidos
vuelven a desaparecer una y otra vez.
Esta amnesia fortuita
hace un flaco favor no sólo a las víctimas de esos crímenes, sino
también a la causa de intentar apartar la tortura del arsenal político
de EEUU de una vez por todas. Ya hay signos de que la Administración
se encargará del actual alboroto de torturas volviendo al modelo de
la guerra fría de negación plausible. La enmienda McCain protege a
cada “individuo bajo la custodia o bajo el control físico del
Gobierno de los Estados Unidos”; no dice nada sobre el entrenamiento
para torturar o la compra de información a la industria de la extorsión
de interrogadores interesados. Y en Irak el trabajo sucio ya se ha
encargado a escuadrones de la muerte iraquíes, entrenados por
comandantes de EEUU como Jim Steele, que se preparó para el trabajo
estableciendo unidades ilegales similares en El Salvador. El papel de
EEUU en entrenar y supervisar al Ministro del Interior iraquí se ha
olvidado, sobre todo recientemente, con el descubrimiento de 173
prisioneros en una mazmorra del Ministerio, algunos torturados de tal
manera que su piel se caía a cachos.
“Miren, es un país
soberano. El gobierno iraquí existe”, dijo Rumsfeld. Sonó igual
que cuando el agente de la CIA William Colby fue preguntado en una
comisión del Congreso en 1971 sobre los miles de personas asesinados
bajo el programa Phoenix (un programa que él ayudo a lanzar) y replicó
que ahora era “un programa enteramente sudvietnamita”.
Y ése es el problema
de hacer creer que la Administración Bush inventó la tortura. “Si
no comprendes la historia, y la profundidad de la complicidad
institucional y pública”, dice McCoy, “entonces no puedes empezar
a emprender reformas significativas”. Los legisladores responderán
a la presión eliminando una pieza pequeña del aparato de tortura:
cerrando una prisión, acabando con un programa, incluso pidiendo la
dimisión de una auténtica manzana podrida como Rumsfeld. Pero, según
dice McCoy, “preservarán la prerrogativa de torturar”.
El Centro para el
Progreso Estadounidense acaba de lanzar una campaña publicitaria
llamada “Torture is not US” [Juego de palabras entre Torture is
not us (Nosotros no torturamos) y Torture is not US (La tortura no es
estadounidense). N. del T.] . La cruda realidad es que al menos
durante cinco décadas lo ha sido. Pero no tiene por qué serlo.
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