El
Gulag de Estados Unidos
Por
Thomas Wilner (*)
Los Angeles Times / Rebelión,
01/03/06
Traducido por Cubadebate
El campo de
prisioneros de Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo está en el
extremo sudeste de Cuba, una franja de tierra que los Estados Unidos
mantienen ocupada desde 1903. Hace tiempo estaba irrigada por los
lagos del otro lado de la Isla, pero el gobierno del Presidente Fidel
Castro le cortó hace años el suministro de agua. Así, hoy en día,
Guantánamo produce su propia agua en una planta de desalación del
agua. El agua tiene un color amarillento característico. Todos los
estadounidenses beben agua embotellada importada por aviones. Hasta
hace poco, los prisioneros tomaban el agua amarilla.
La prisión está
frente al mar, pero los prisioneros no pueden contemplar el océano.
Las torres de los guardias y las luces del estadio cubren todo el perímetro.
En mi última visita, fuimos escoltados por guardias militares jóvenes
y solemnes cuyas placas de identificación en sus camisas estaban
tapadas con cinta adhesiva para que los prisioneros no pudieran
identificarlos.
Muy pocas personas
ajenas son autorizadas a ver a los prisioneros. El gobierno ha
organizado algunos viajes cuidadosamente controlados por los medios de
comunicación y los miembros del Congreso, pero en repetidas ocasiones
se han negado a permitir que estos visitantes, representantes de las
Naciones Unidas, grupos de derechos humanos o médicos y psiquiatras
no militares se encuentren o hablen con los prisioneros. Hasta ahora,
los únicos de afuera que lo han hecho son los representantes del
Comité Internacional de la Cruz Roja, a quienes les está prohibido
por sus propias normas revelar lo que han visto, y los abogados de los
prisioneros.
Yo soy uno de esos
abogados. Represento a seis prisioneros kuwaitíes, cada uno de los
cuales actualmente ya ha pasado casi cuatro años en Guantánamo. A mí
me tomó dos años y medio (2 ½) lograr acceso a mis clientes, pero
ya he visitado el campo de prisión 11 veces en los últimos 14 meses.
Lo que he presenciado es un cruel y espeluznante infierno de hormigón
y alambres de púas que se ha convertido en la pesadilla diaria de las
casi 500 personas barridas después del 11/9, quienes han estado en
prisión sin cargos ni juicio durante más de cuatro años. Es
verdaderamente nuestro GULAG de Estados Unidos.
En mi viaje más
reciente hace tres semanas, después de firmar una planilla de entrada
y someter a revisión nuestro equipaje, mis colegas y yo fuimos
conducidos a través de dos grandes cercas metálicas hacia el
interior del campo de prisioneros.
Entrevistamos a
nuestros clientes en Camp Echo, uno de los varios campos donde se
interroga a los prisioneros. Entramos a una sala de aproximadamente 13
pies cuadrados y dividida a la mitad por un enrejado de acero grueso.
De un lado había una mesa donde el prisionero se sentaría para
nuestras entrevistas, sus pies encadenados a un ojete de acero
cementado al piso. Del otro lado había una ducha y una celda como en
las que comúnmente se confina a los prisioneros. En las celdas, los
prisioneros duermen en repisas metálicas contra la pared, y a los
lados se encuentran la taza de baño y el lavamanos. Se les permite un
fino colchón de espuma y una almohada de algodón gris.
Los expedientes del
Pentágono sobre los seis prisioneros kuwaitíes que representamos
revelan que ninguno fue capturado en el campo de batalla ni acusado de
participar en actividades hostiles contra los Estados Unidos. Los
prisioneros afirman que ellos habían sido detenidos por los caudillos
paquistaníes y afganos y fueron entregados a Estados Unidos por
recompensas que oscilan entre 5 000 y 25 000 dólares – afirmación
que fue confirmada por los informes de la prensa estadounidense. Hemos
obtenido copias de los panfletos de recompensa distribuidos en
Afganistán y Pakistán por las fuerzas estadounidenses que prometían
recompensas – “suficientes para alimentar a su familia toda la
vida” – por cualquier “terrorista árabe” que les entregaran.
Los expedientes
contienen solamente endebles acusaciones o habladurías que cualquier
tribunal desestimaría. El expediente de uno de los prisioneros señalaba
que había sido visto hablando con dos sospechosos de ser miembros de
Al Qaeda en el mismo día – en lugares que están a miles de millas
de distancia. La “evidencia” fundamental contra otro era que,
cuando fue capturado, usaba un reloj Casio particular, “que muchos
terroristas usan”. Curiosamente, el mismo reloj lo estaba usando un
capellán militar estadounidense, musulmán, en Guantánamo.
Cuando me encontré
por primera vez con mis clientes, ellos no habían visto ni hablado
con sus familiares desde hacía más de tres años, y habían sido
interrogados cientos de veces. Varios de ellos sospechaban de
nosotros; me dijeron que habían sido interrogados por personas que
afirmaban que eran sus abogados, pero resultó que no lo eran. De modo
que llevamos un DVD donde sus familiares les dijeron quiénes éramos
y que podían confiar en nosotros. Varios de ellos lloraron al ver a
sus familiares por primera vez después de años. Uno se había
convertido en padre después de ser detenido y nunca había visto a su
hijo. Uno observó que su padre no estaba en el DVD, y tuvimos que
decirle que su padre había fallecido.
La mayoría de los
prisioneros están apartados, aunque algunos pueden comunicarse a través
de la cerca metálica o paredes de hormigón que separan sus celdas.
Ellos hacen ejercicios solos, algunos sólo de noche. No vieron la luz
del sol durante meses – una táctica especialmente cruel en un clima
tropical. Un prisionero me dijo: “En los últimos tres años, he
pasado casi todo y el tiempo y he comido cada comida en esta pequeña
celda que es mi baño”. Aparte del Corán, los prisioneros no tienen
nada que leer. Como resultado de nuestras protestas, a algunos se les
han dado libros.
Cada prisionero que
he entrevistado afirma que han sido golpeados duramente y sometidos a
un tratamiento que los estadounidenses sólo podrían calificar de
tortura, desde el primer día de cautiverio estadounidense en Pakistán
y en Afganistán. Dijeron que fueron colgados por las muñecas y
golpeados, colgados por los tobillos y golpeados, los dejaron desnudos
y tuvieron que pasar por delante de las guardias mujeres, y les
aplicaron choques eléctricos. Por lo menos tres afirmaron haber sido
golpeados de nuevo después de llegar a Guantánamo. Uno de mis
clientes, Fayiz Al Kandari, actualmente de 27 años, dijo que le habían
roto las costillas durante un interrogatorio en Pakistán. Yo sentí
la hendidura en sus costillas. “Golpéenme todo lo que quieran, pero
denme una vista ante un tribunal”, dice que le dijo a sus
interrogadores.
Otro prisionero,
Fawzi Al Odah, de 25 años, es maestro quien partió de Ciudad Kuwait
en 2001 para trabajar en las escuelas de Afganistán, entonces
paquistaníes. Después del 11/9, él y otros cuatro kuwaitíes fueron
invitados a una cena por el líder tribal paquistaní y luego fueron
vendidos por él y puestos en cautiverio, según sus relatos, que
luego fueron confirmados por Newsweek y ABC News.
El 8 de agosto de
2005, Fawzi, desesperado, inició una huelga de hambre para reafirmar
su inocencia y protestar porque había estado prisionero durante
cuatro años sin cargos. Dijo que quería defenderse contra sus
acusaciones o morir. Me dijo que había escuchado que congresistas
estadounidenses habían regresado de los recorridos por Guantánamo
diciendo que era un lugar de descanso caribeño con muy buena comida.
“Si yo como, apruebo esas mentiras”, dijo Fawzi.
A finales de agosto,
después que Fawzi se desmayó en su celda, los guardias comenzaron a
alimentarlo a la fuerza a través de tubos que le pasaban por la nariz
hasta el estómago. Al principio, le introducían los tubos cada vez
que lo alimentaban y después se los retiraban. Fawzi me dijo que eso
era muy doloroso. Cuando trató de sacarse los tubos, lo amarraron con
una correa a la camilla mientras muchos guardias le aguantaban la
cabeza, lo que fue todavía más doloroso.
Hacia mediados de
septiembre, la alimentación forzosa se tornó más humana. Le dejaban
puestos los tubos de alimentación y le bombeaban la fórmula. Sin
embargo, cuando vi a Fawzi, le sobresalía un tubo de la nariz. Le caían
gotas de sangre mientras hablaba. Se las limpiaba con una servilleta.
Solicitamos la
historia clínica de Fawzi para poder vigilar su peso y su salud.
Denegado. La única forma de poder saber cómo estaba Fawzi era visitándolo
cada mes, lo cual hicimos. Cuando lo visitamos en noviembre, su peso
había bajado de 140 a 98 libras. Los especialistas en alimentación
integral nos dijeron que el continuo descenso del peso y otros síntomas
indicaban que la alimentación estaba siendo realizada de manera
incompetente. Solicitamos que Fawzi fuera transferido a un hospital.
De nuevo, el gobierno se negó.
Cuando vimos a Fawzi
en diciembre, su peso se había estabilizado en 110 libras
aproximadamente. Le habían cambiado las fórmulas y la alimentación
forzosa la estaba dirigiendo el personal médico y no los guardias.
Cuando me encontré
con Fawzi hace tres semanas, le habían desentubado la nariz. Le dije
que estaba muy agradecido de que al cabo de cinco meses hubiese
terminado su huelga de hambre. Me miró con tristeza y dijo: “Nos
torturaron para que paráramos”. Al principio, dijo, lo castigaron
privándolo de sus “comodidades” una por una: su frazada, su
toalla, sus pantalones, sus zapatos. Después lo aislaron. Cuando esto
no logró persuadirlo para que pusiera fin a la huelga de hambre,
dijo, el 9 de enero se le presentó un oficial para anunciarle que
todo detenido que se negara a comer iría a “la silla”. El oficial
le advirtió que los prisioneros recalcitrantes serían amarrados con
cuerda en un aparato metálico que les halaba la cabeza hacia atrás,
y que les meterían y sacarían los tubos a la fuerza en cada
alimentación. “Vamos a romper esta huelga de hambre”, le dijo el
oficial.
Fawzi dijo que escuchó
al prisionero de al lado gritándole y diciéndole que dejara la
huelga. Él decidió que no iba a “estar en huelga para ser
torturado”. Dijo que los que continuaron en la huelga de hambre no sólo
fueron amarrados en “la silla”, sino que los dejaron allí durante
horas; él cree que los guardias no sólo los alimentaban con
nutrientes sino también les introducían diuréticos y laxantes para
hacer que se defecaran y orinaran en la silla.
En menos de dos
semanas con este tratamiento, se acabó la huelga. De los más de 80
huelguistas que había a finales de diciembre, Fawzi dijo que
solamente quedaban tres o cuatro. Sin embargo, como resultado de la
huelga, los prisioneros ahora reciben una exigua ración de agua
embotellada.
Fawzi dijo que comer
era el único aspecto de la vida en Guantánamo que él podía
controlar; obligarlo a poner fin a la huelga de hambre lo privó del
último recurso que tenía para protestar por su injusto
encarcelamiento. Dice que ahora se siente “desesperado”. El
gobierno continúa negando que exista alguna injusticia en Guantánamo.
Pero yo sé la verdad.
(*) Thomas Wilner es
socio de la Shearman & Sterling, que ha estado representando a los
prisioneros kuwaitíes en Guantánamo desde principios de 2002.
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