Los
muros de la emigración
Por
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada, 04/06/06
Los coyotes y las
mafias trafican con carne humana. Las imágenes de subsaharianos en
pateras tratando de alcanzar las costas canarias son un calco de
camiones transportando salvadoreños, guatemaltecos o mexicanos, cuyo
deseo es pisar suelo yanqui. Para unos Europa, para otros Estados
Unidos. En ambos casos el ansia de vivir en una sociedad de consumo.
Romper el círculo de la precariedad. Sin embargo, quienes se
arriesgan no son los más pobres. Los que pagan a sus enganchadores
poseen propiedades, animales de labranza o riquezas en hijas. De lo
contrario no se pueden hipotecar, abandonar sus pueblos o ranchos. Es
una decisión meditada. Africanos, asiáticos y latinos están
preparados.
Resulta curioso
encontrarse con los "ilegales" de las pateras en los centros
de acogida llamando por sus teléfonos móviles informando que han
llegado bien. No son indigentes. Han vendido y han apostado con la
muerte. Todo, menos quedarse. Es legítimo. Muchos hablan dos idiomas,
efecto de la colonización inglesa, francesa o italiana. Otros son
profesionales o jefes con poderes tribales. Pero se produce una
ruptura con su entorno. Sus valores culturales se identifican con otro
mundo, el del capitalismo agresivo o simple capitalismo que vende la
televisión y proyecta una vida donde todo resulta color de rosa y las
depresiones se solucionan en los centros comerciales.
Los otros, los
condenados de la tierra. Los pobres de solemnidad, los parias que
viven la miseria no tienen como horizonte irse a Europa o Chicago,
sufren la sobrexplotación del gamonal y los caciques locales. Son la
solución cotidiana para las oligarquías, aportan el excedente en
horas de trabajo impagado, en comercio injusto, en expolio de sus
tierras comunales. Continúan bajo el ser del colonialismo interno.
Les aplican leyes antiterroristas o simplemente les envían
paramilitares.
Los ejemplos con los
pueblos indios en América Latina están a la orden del día. Qué
decir en Africa, donde las compañías trasnacionales esquilman todo
tipo de riquezas naturales, promueven guerras interétnicas y prueban
en niños, mujeres y varones virus y bacterias para fármacos de última
generación. Sin olvidar Asia, donde el gigante chino aplica la misma
lógica en su dinámica de acumulación y crecimiento económico. Los
que se quedan, desean pelear en sus países, no abandonan, resisten y
se enfrentan con lo que tienen y como pueden. El resultado es una
lucha desigual. Ejército invadiendo territorios, destruyendo milpas,
policías violando, matando y reprimiendo. Atenco, sin ir más lejos.
Hoy por hoy, los
defensores de la economía de mercado y el capitalismo se llenan la
boca con la libertad y la libre circulación de mercancías. Incluso,
existe para que el beneficio y el lucro circule libremente por todo el
mundo. Se premia a los máximos exponentes de la ganancia. Sin
embargo, lo único que no puede circular como mercancía libre en un
mundo de mercancías es la fuerza de trabajo. Una legislación
restrictiva por parte del capital la somete a condiciones de represión.
Usted puede importar o exportar cualquier producto, incluso trozos del
cuerpo humano: intestinos, corazones, hígados, páncreas, ojos o riñones.
La OMC lo avala. Pero las personas no pueden emigrar libremente. El
capitalismo lo impide, levanta muros.
No entiendo el pánico
de las elites políticas en Estados Unidos y Europa por evitar la
entrada de nuevos migrantes. Más aún cuando no son comunistas ni
terroristas. Se trata de gente adicta al capitalismo. Por sus venas
corre la ideología del dinero, la ganancia, el sacrificio, el
ascetismo ahorrador y el esfuerzo. La única peculiaridad: provienen
de países pobres. Comparten la meta del capitalismo originario:
convertirse en millonarios, en triunfadores. Quieren tener éxito. No
les importa ser explotados y comenzar desde abajo. Pero los
anfitriones piensan otra cosa, saben que no es real. No hay lugar ni
riqueza para tantos. De aquí su temor. Lo malo es que no se les puede
disuadir antes de su partida, hacerlo pondría en cuestión toda la
iconografía del capitalismo. Es mejor que mueran en el intento o
buscar soluciones aleatorias. Construir muros, sacar el ejército o
instruirlos en sus países de origen de la imposibilidad del disfrute
de los parabienes de la sociedad de consumo de masas. En otras
palabras, decirles que en el capitalismo no todos podrán llegar a ser
millonarios, tener éxito o ser banqueros.
Dentro del
capitalismo el número de migrantes, legales o ilegales, tiene límites.
Su racionalidad entra en crisis. Lo decía Celso Furtado en los años
60: la forma de vida que proyecta no es posible extenderla a toda la
población, hacerlo supondría su colapso. Ese es el problema real.
Explotados bajo el capitalismo, estén en Nueva York, Madrid,
Barcelona, París o Berlín y sean o no emigrantes no tienen
garantizadas las condiciones y calidad mínima de vida. Me refiero a
salud, trabajo, educación, vivienda o jubilación. No de otra manera
se entiende la gran revuelta en Francia. El capitalismo no resiste la
prueba: sus principios teóricos no son compatibles con su práctica.
La necesidad de
frenar la entrada de migrantes se ha transformado en una necesidad
perentoria si el capitalismo quiere sobrevivir como sistema. Sus olas
migratorias están sometidas a un escrupuloso criterio de explotación
y racionalidad. Más allá de ciertas cotas legales o ilegales, donde
se incorporan negros, blancos, mestizos o amarillos, se convierten en
un problema sin respuesta dentro de su dinámica de explotación. La
actual avalancha de emigración evidencia la irracionalidad de la
explotación capitalista del ser humano y de la naturaleza.
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