El
poder del lobby israelí: orígenes y desarrollo
Por
Kathleen & Bill Christison [1]
CounterPunch,
16/06/06
Rebelión, 26/06/06
Traducido por Sinfo Fernández
Nota
del editor: Hace diez años, incluso hace cinco, hubiera
sido imposible llevar a cabo un debate público serio sobre la
naturaleza y actividades del lobby israelí. Estaba verboten [1], al
igual que el uso de la palabra Imperio para describir la magnitud
global de los Estados Unidos. Mediante su desdén hacia los buenos
modales habituales, observados de forma decorosa en el pasado por las
administraciones republicana y demócrata, la administración Bush ha
arrasado con muchas de las realidades de nuestro escenario político y
económico. Si exploramos el New York Times o el Washington Post de
los últimos tiempos, a lo mejor aparece alguna columna de opinión
acerca del Lobby.
CounterPunch
ha albergado algunas de las polémicas más enérgicas sobre el Lobby.
El pasado mes de mayo le pedimos a dos de nuestros más preciados
colaboradores, Kathy y Bill Christison, que ofrecieran su valoración
del debate sobre el papel y el poder del lobby. Como nuestros lectores
saben, tanto Bill como Kathy desarrollaron carreras importantes como
analistas de la CIA. Bill era Oficial de la Inteligencia Nacional.
Tras la tragedia de los ataques del 11–S, publicamos aquí su claro
e influyente ensayo acerca de la “guerra contra el terror”. Kathy
ha escrito para nuestra web de forma muy intensa sobre la cuestión
palestina. Sobre el lobby, concretamente, contribuyeron con un espléndido
ensayo acerca del tema de la “doble lealtad”, que puede
consultarse en nuestra colección de CounterPunch: The
Politics of Anti–Semitism [2]. (A.C./J.S.C.)
John
Mearsheimer y Stephen Walt, politólogos de las universidades de
Chicago y Harvard que publicaron en marzo del presente año un amplio
y muy bien documentado estudio sobre el lobby pro–Israel y su
influencia en la política de EEUU hacia Oriente Medio, han logrado ya
el objetivo que pretendían. Han conseguido llamar la atención de
forma efectiva sobre la frecuente y perniciosa influencia del lobby en
la política. Sin embargo, por desgracia, el estudio ha provocado más
críticas que debate, no sólo el tipo de crítica que uno podía
haber previsto que provendría de los sospechosos habituales entre los
mismos grupos del lobby que Mearsheimer y Walt describieron, sino
también de un grupo de la izquierda del que se podía haber esperado
que apoyara las conclusiones del estudio.
Las
críticas han sido en parte ridículas, a menudo maliciosas y casi
siempre completamente inoportunas. Puede fácilmente descartarse, por
absurda, la crítica insustancial y ridícula representada por el
comentario hecho, con toda seriedad, por el anterior consejero
presidencial David Gergen al afirmar que, a lo largo de cuatro
administraciones, nunca había observado una decisión del Despacho
Oval que inclinara la las políticas a favor de Israel a costa de los
intereses de EEUU. Gran parte de las críticas básicamente
maliciosas, que vinieron sobre todo del núcleo duro de los
partidarios israelíes que componen el propio lobby bajo sospecha
dirigidos por un histérico Alan Dershowitz, han sido tan engañosas y
tan de primer año de carrera, que podrían obviarse con total
facilidad si no fuera precisamente por la atmósfera dominante de
apoyo reflexivo hacia Israel y por el silenciado debate que
Mearsheimer y Walt describen.
Más
complicado e inquietante es desestimar las críticas al estudio
efectuadas desde la izquierda, que venían principalmente de Noam
Chomsky y Norman Finkelstein, y menos convincentemente inducidas por
Stephen Zunes de Foreign Policy in Focus y Joseph Massad de la
Universidad de Columbia. Esas críticas desde la izquierda defienden,
desde la presunción de que la política exterior de EEUU ha sido
monolítica desde la II Guerra Mundial, una progresión coherente en
la adopción de decisiones que han ido dirigidas de forma infalible a
hacer avanzar los intereses imperiales de EEUU. Todas las acciones de
este país, sostienen esas críticas, son parte de una estrategia
claramente trazada que raramente se ha desviado de su curso, sin
importar qué partido estuviera en el poder. Creen que Israel ha
servido en todas partes como un agente leal a EEUU, cumpliendo
fielmente los planes de EEUU y sirviendo como base desde la que EEUU
proyectara su poder por todo Oriente Medio. Zunes lo expresa más
claramente, afirmando que Israel “todavía es, con mucho, el socio
junior de la relación”. Esos críticos no discuten la existencia de
un lobby, pero minimizan su importancia, afirmando que más que
arrastrar a EEUU en políticas y aventuras exteriores que van contra
los intereses nacionales reales de EEUU, como Mearsheimer y Walt
afirman, EEUU es quien controla actualmente el poder en la relación
con Israel y lleva a cabo una política consecuente, utilizando a
Israel como agente suya allá donde le es posible.
Finkelstein
resumió la posición de los críticos en un reciente artículo
aparecido en CounterPunch (“The Israel Lobby, CounterPunch,1 de mayo
de 2006), resaltando que la cuestión no radica en saber qué
intereses priman, si los de EEUU o los del lobby, sino que más bien
se ha dado una coincidencia entre los intereses israelíes y los de
EEUU durante décadas y no que la mayor parte de la política
fundamental de EEUU en Oriente Medio se haya visto afectada por el
lobby. Chomsky mantiene que Israel cumple el mandato estadounidense en
Oriente Medio en pos de los objetivos imperiales que Washington
perseguiría incluso sin Israel, y que ha perseguido siempre también
en áreas ajenas a Oriente Medio sin el beneficio de ningún lobby.
Estos objetivos han incluido siempre el avance de la dominación política
y los intereses corporativos militares mediante la supresión de
nacionalismos radicales y el mantenimiento de la estabilidad en países
ricos en recursos, especialmente productores de petróleo, de
cualquier lugar del mundo.
En
Oriente Medio, esto se consiguió principalmente mediante la victoria
de Israel sobre el Egipto de Gamal Abdul Nasser y su nacionalismo
radical árabe, que había amenazado la penetración estadounidense en
los recursos petrolíferos de la región. Tanto Chomsky como
Finkelstein examinan los fuertes lazos israelo–estadounidenses en la
guerra de junio de 1967, por la que creen se estableció una estrecha
alianza y marcó un punto de inflexión a partir del cual EEUU empezó
a considerar a Israel como un activo estratégico y una base estable
desde la que el poder estadounidense podría proyectarse por todo el
Oriente Medio.
Joseph
Massad (“Blaming the Israel Lobby”, CounterPunch, , CounterPunch,
25/26 de marzo) defiende argumentos similares, describiendo una serie
de desarrollos en Oriente Medio y en todo el mundo que él considera
que EEUU maquinó en su propio beneficio y que habría llevado a cabo
incluso sin la ayuda de Israel. Basa su punto de vista, al igual que
el de Chomsky, en defender que EEUU tiene una largo historial de
derrocamientos de regímenes en América Central, en Chile, en
Indonesia y en Africa, donde el lobby de Israel no estaba implicado y
donde Israel como mucho ayudó a EEUU pero no se benefició
directamente de nada. Va más allá que Chomsky al afirmar que, con
respecto a Oriente Medio, Israel ha sido una herramienta tan esencial
que su misma utilidad es la razón de la fortaleza del lobby. “Es de
hecho la misma posición central de Israel para la estrategia de EEUU
en Oriente Medio”, sostiene Massad con una especie de lógica
periclitada, “lo que resulta importante, de forma parcial, para la
fortaleza del lobby pro–Israel y no al revés.” (Uno se pregunta
por qué, si éste fuera el caso, habría ninguna necesidad en
absoluto de un lobby. ¿Cuál sería la función de un lobby si EEUU
ya consideraba a Israel como una pieza central para su estrategia?
El
problema principal que ofrecen esos argumentos desde la izquierda es
que asumen que durante décadas ha existido una continuidad en la
estrategia y política estadounidenses que, de hecho, no se ha dado
nunca. La idea de que hay alguna estrategia definida que une la política
de Eisenhower con la de Johnson con la de Reagan con la de Clinton está
lejos de merecer más crédito que el que se merece el extremado carácter
ad hoc de lo que es mío es tuyo de toda la política exterior
estadounidense.
Obviamente,
algún nivel de interés imperial ha dictado la política en cada
administración desde la II Guerra Mundial y, evidentemente, también
ha jugado un papel fundamental a la hora de determinar la política la
necesidad de garantizar el acceso a recursos naturales vitales en todo
el mundo, como el petróleo en Oriente Medio y en otros lugares. Pero
más allá de esas evidencias, no especialmente significativas, puede
decirse acertadamente la verdad: que, al menos en relación a Oriente
Medio, ha sido rara la administración que ha tenido alguna vez una
política exterior coherente, consistente y claramente definida y que,
excepto el anticomunismo definido en términos generales durante la
Guerra Fría, no se desarrolló estrategia pormenorizada alguna por
parte de ninguna de las sucesivas administraciones.
No
se puede sobrestimar tanto el carácter ad hoc del proceso de
planificación política de cada administración. Además de la fuerte
pero amorfa necesidad política sentida por los dos principales
partidos de EEUU, y cultivada por el lobby israelí que “apoya a
Israel”, que era vital para el propio futuro de cada partido, era
notable la incoherente e incluso errabunda naturaleza de la política
hacia Oriente Medio de las sucesivas administraciones. Esta carencia
de un pensamiento estratégico claro en los niveles más elevados de
varias administraciones distintas al llegar al gobierno aumentó el
poder de individuos y grupos que tenían delante objetivos y planes
claros tales como, por ejemplo el pro–israelí Dennis Roth tanto en
la primera administración Bush como en la de Clinton, y los firmes
defensores de Israel neo–cons de la actual administración Bush.
Los
críticos desde la izquierda defienden que debido al hecho de que
EEUU, sin que aparezca Israel implicado, tiene toda una historia de
frecuentes enemistades y sabotajes o derrocamientos de gobiernos
nacionalistas radicales por todo el mundo, cualquier situación en la
que Israel actúe contra el nacionalismo radical en el mundo árabe
es, por tanto, prueba de que Israel está haciendo el trabajo en
nombre de EEUU. Los críticos creen por lo general, por poner un
ejemplo, que la destrucción política de Nasser en Egipto, llevada a
cabo por Israel en 1967, fue hecha para EEUU. La mayoría, si no
todos, creen que la invasión del Líbano por Israel en 1982 fue
emprendida a instancias de EEUU para destruir a la OLP.
Este
tipo de argumentaciones da demasiado por hecho una presunción de
coherencia política. Ciertamente, Lyndon Johnson aborrecía mucho a
Nasser y no sintió ver en absoluto su derrota ni la de sus ambiciones
pan–árabes, pero no hay absolutamente ninguna evidencia de que la
administración Johnson planeara seriamente siquiera desalojar a
Nasser, o formulara cualquier otro plan de acción contra Egipto o
empujara a Israel en ningún plan de ataque. Johnson, aparentemente,
dio luz verde a los planes de ataque de Israel una vez que este país
los formuló, pero eso es muy diferente de iniciar los planes.
Atascado ya con Vietnam, Johnson estaba muy preocupado de no dejarse
arrastrar a una guerra iniciada por Israel y fue criticado por algunos
partidarios israelíes por no actuar junto a Israel con la suficiente
contundencia. En cualquier caso, Israel no necesitaba provocaciones
para su ataque preventivo, en el que trabajaba desde hacía largo
tiempo.
Efectivamente,
lejos de funcionar Israel como el socio novato que lleva a cabo un
plan estadounidense, está claro que, en 1967, las presiones se
dirigieron a que EEUU acompañara los planes de Israel y que esa presión
provino de Israel y sus agentes en EEUU. El lobby, en este caso, que
fue definido por Mearsheimer y Walt como “la coalición, no muy
cohesionada, de individuos y organizaciones que trabajan activamente
para moldear la política exterior estadounidense en dirección
favorable a Israel”, formaba parte, de hecho, de los objetivos del círculo
íntimo de amigos y asesores de Johnson.
Ese
círculo incluía al número dos de la embajada de Israel, un amigo
personal muy cercano; a los hermanos Rostov, Walt y Eugene, firmes
partidarios ambos de Israel, que formaban parte de la burocracia de la
seguridad nacional en la administración; Abe Fortas, del Tribunal
Supremo de Justicia; Arthus Goldberg, el Embajador ante las Naciones
Unidas; y un grupo numeroso que pasaba temporadas con Johnson en su
rancho de Texas y tenía acceso personal y tiempo libre para hablar
con él, en un escenario informal, de sus preocupaciones por Israel e
influirle en gran manera en su favor. Este círculo había empezado ya
a trabajarse a Johnson mucho antes del ataque preventivo de Israel en
1967, por eso estaban muy bien situados para persuadirle de que se les
uniera a pesar de los temores de Johnson de provocar a la Unión Soviética
y verse implicado en un conflicto militar para el que los EEUU no
estaban preparados.
Es
decir, Israel era, de forma incuestionable, el socio poderoso en
aquella iniciativa política particular; Israel tomó la decisión de
ir a la guerra, habría ido a la guerra con o sin la luz verde de
EEUU, y utilizó a los integrantes de su lobby para guiar la política
de la administración Johnson en la dirección israelí. El ataque de
Israel al buque estadounidense USS Liberty en medio de la guerra, un
ataque dirigido a plena luz del día y que mató a 34 marineros
estadounidenses, no fue el acto de un socio novato. Ni fue el
encubrimiento de esta atrocidad por parte de EEUU el acto de un
gobierno que dictaba los movimientos en esa relación.
Es
igualmente clara la evidencia de que fue Israel el primero en mover
ficha en la invasión del Líbano de 1982 y de que metió a EEUU en
aquel lodazal, y no al contrario. Aunque Massad se refiere a EEUU como
el amo de Israel, en este caso, como en tantos otros, incluidos los
hechos de 1967, Israel fue absolutamente su propio amo. Chomsky
sostiene, en defensa de ese caso, que Reagan ordenó a Israel que
suspendiera la operación en agosto, dos meses después de ser
lanzada. Esto es verdad, pero de hecho Israel no hizo ningún caso; la
invasión continuó, y EEUU se vio cada vez más implicado.
Como
ocurrió en Líbano, cuando EEUU mete la pata en aventuras equivocadas
para apoyar a Israel o para rescatar a Israel o para favorecer los
intereses de Israel, supone un claro rechazo de la realidad decir que
Israel y su lobby no tienen gran influencia en la política
estadounidense hacia Oriente Medio. Incluso aunque no hubiera
abundancia de ejemplos, considerando tan sólo la actuación en Líbano
con sus implicaciones a largo plazo, se prueba la verdad de la
conclusión de Mearsheimer–Walt de que EEUU “ha dejado de lado su
propia seguridad para apoyar los intereses de otro estado” y que
“el eje central global de la política estadounidense en la región
está casi enteramente configurado por la política doméstica
estadounidense y especialmente por las actividades del ‘lobby de
Israel’”.
Como
proposición general, la argumentación de los críticos de izquierdas
es demasiado restrictiva. Aunque no hay duda de que la historia
moderna está repleta, como sostienen, de ejemplos en los que la
actuación estadounidense ha ido a defender intereses corporativos
derrocando gobiernos que se perciben nacionalistas que pueden suponer
una amenaza para los intereses económicos y comerciales de EEUU, como
en Irán en 1953, en Guatemala en 1954, en Chile en 1973 y en más
lugares, esta convergencia frecuente de los intereses corporativos con
los gubernamentales no significa que EEUU siempre actúe en función
de intereses corporativos.
El
hecho de una fuerte alianza gobierno–corporaciones en forma alguna
excluye situaciones (incluso en Oriente Medio, donde el petróleo es
obviamente un recurso corporativo vital) en las que EEUU actúa
fundamentalmente para beneficiar a Israel más que para servir a algún
propósito económico o corporativo. Debido a que tiene un aspecto
emocional profundo e implica lazos militares, políticos y económicos
diferentes a los que se mantienen con cualquier otra nación, la
relación de EEUU con Israel es única y no hay nada en la historia de
la política exterior estadounidense, nada en el enredo gubernamental
con el complejo de la industria militar, que impida que el lobby
ejerza una gran influencia en la política. Israel y los integrantes
de su lobby han hecho su propia “corporación” que, al igual que
la industria petrolífera (o Chiquita Banana o Anaconda Copper, en
otras áreas), es, de forma muy clara, un factor fundamental a la hora
de manejar la política exterior de EEUU.
No
se puede negar el intrincado entretejido del complejo industrial
militar de EEUU con los intereses militares industriales de Israel.
Chomsky admite que hay “mucha conformidad” entre la posición del
lobby y el vínculo corporaciones–gobierno de EEUU y que es muy difícil
desenredarlos. Pero, aunque trata de resaltar que EEUU es siempre el
socio poderoso y sugiere que la parte israelí no hace más que apoyar
lo que las industrias estadounidenses de armas, energía y financieras
definen como intereses nacionales de EEUU, en la actualidad el enredo
va mucho más allá de una relación entre iguales que la mera
fortaleza de las dos partes podría sugerir. La “conformidad”
apenas capta la magnitud de la relación.
Especialmente
en el campo de batalla de la defensa, Israel y su lobby y la industria
de armas estadounidense trabajan en equipo para fomentar sus
combinados y muy compatibles intereses. Las relativamente pocas y muy
poderosas y ricas familias que dominan la industria de las armas en
Israel son precisamente las interesadas en presionar hacia políticas
exteriores agresivamente militaristas de EEUU e Israel, como lo son
los CEO [3] de las corporaciones de armas de EEUU y, según la
globalización ha ido progresando, han conseguido que los lazos de
propiedad conjunta y estrecha cooperación financiera y tecnológica
entre las corporaciones de armas de los dos naciones crezcan aún más
estrechamente.
De
todas formas, las industrias militares de los dos países trabajan
juntas en armonía y de forma discreta para un fin común. La relación
es simbiótica y el lobby coopera con ahínco en mantenerla viva; los
integrantes del lobby pueden llegar hasta muchos congresistas y
decirles con toda credibilidad que si la ayuda a Israel se corta, se
perderán miles de puestos de trabajo en la industria de armas en sus
propios distritos. Eso es poder. El lobby no se limita a apoyar
pasivamente los deseos del complejo industrial militar estadounidense.
Está tratando de convencer de forma activa y con éxito absoluto,
tanto en el Congreso como en la administración, para perpetuar la
aceptación de una definición de “intereses nacionales” de EEUU
que muchos estadounidenses se tragan, como le ocurre al mismo Chomsky.
Evidentemente,
las ventajas de la relación van en ambas direcciones: Israel sirve a
los intereses de las corporaciones estadounidenses al utilizar, y a
menudo ayudar a desarrollar, las armas que la industria de EEUU
produce, y EEUU sirve a los intereses israelíes proporcionando un
flujo constante de equipamiento dotado de tecnología punta que
mantiene la inmensa superioridad de Israel en la región. Pero
simplemente porque EEUU se beneficie de esta relación no puede
decirse que EEUU es el amo de Israel, o que Israel hace lo que EEUU le
pide, o que el lobby, que ayuda a mantener esta alianza armada viva,
no tiene un poder significativo. Está en la naturaleza de una
simbiosis que beneficia a ambas partes y el lobby ha jugado claramente
un papel inmenso en el mantenimiento de la interdependencia.
Los
argumentos de la izquierda también tienden a ser demasiado
conspirativos. Por ejemplo, Finkelstein describe una supuesta
estrategia por la cual EEUU socava siempre la reconciliación árabo–israelí
porque no quiere un Israel en paz con sus vecinos, ya que Israel
perdería entonces su dependencia de EEUU y se convertiría en un
apoderado menos fiable. “¿Qué utilidad”, se pregunta, “tendría
para un Paul Wolfowitz un Israel viviendo pacíficamente con sus
vecinos árabes y menos deseoso de llevar a cabo los deseos de
EEUU?” Esto no sólo da a EEUU mucho más crédito de lo que nunca
se mereció en un esquema estratégico a largo plazo y le supone
capacidad para llevar a cabo una conspiración de ese calibre, sino
que además da por sentada una cuestión muy importante que ni
Filkelstein ni ningún otro crítico de izquierdas, en su tenaz
esfuerzo por ajustar todos los desarrollos a sus tesis nunca examinan:
¿qué mandato de EEUU está cumpliendo Israel en la actualidad?
Aunque
los críticos izquierdistas hablen de Israel como de una base desde la
que se proyecta el poder estadounidense por todo Oriente Medio, no
explican claramente cómo funciona eso. Cualquier valor estratégico
que Israel tuviera para EEUU disminuyó drásticamente con el colapso
de la Unión Soviética. Pueden creer que Israel mantiene los recursos
petrolíferos de Arabia Saudí a salvo de los nacionalistas árabes o
de los fundamentalistas musulmanes o de Rusia, pero esas ideas son muy
cuestionables. Israel no nos hizo ningún bien en Líbano y EEUU hizo
lo que Israel le mandó y se manejó muy mal, pero eso no puede
significar que EEUU utilizara a Israel para proyectar su poder.
En
Palestina, el mismo Finkelstein reconoce que EEUU no saca nada de la
ocupación y los asentamientos israelíes, por esta misma razón no
puede decirse que Israel esté cumpliendo el mandato de EEUU. (Con
este reconocimiento, Finkelstein, quizá inconscientemente, socava de
forma seria su estudio contra la importancia del lobby, a menos que
crea de alguna manera que la ocupación tiene sólo una importancia
incidental, en cuyo caso socava la tesis de gran parte del cuerpo de
su obra.)
La
posesión de los consejeros políticos
En
medio del clamor levantado por el estudio de Mearsheimer–Walt, las
críticas provenientes tanto de la derecha como de la izquierda han
tratado de ignorar la lenta historia evolutiva de la política
estadounidense hacia Oriente Medio y de las relaciones de EEUU con
Israel. Los lazos con Israel, y anteriormente con el sionismo, se
retrotraen a más de un siglo, son anteriores a la formación de un
lobby y han permanecido firmes incluso en los períodos en que el
lobby decayó. Pero es también verdad que el lobby ha mantenido y
formalizado una relación que por lo demás se asienta en emociones y
compromisos morales. Debido a que los vínculos con Israel, que datan
de bastante antes del establecimiento formal de ese país, han ido
desarrollándose de forma continua y constante, es importante resaltar
que no hay un único punto destacable a partir del cual se pueda
establecer, por ejemplo, cuándo Israel se ganó los afectos de EEUU,
o cuándo empezó a ser considerado un activo estratégico, o cuándo
el lobby se convirtió en parte integral de la política
estadounidense.
Las
críticas de la izquierda en el estudio del lobby señalan la
administración Johnson como el principio de la alianza
israelo–estadounidense, pero casi cada una de las administraciones
anteriores a Johnson, hasta llegar a Woodrow Wilson, consideraron de
forma especial la relación y todos podrían, con total justificación,
declarar haber sido los progenitores del vínculo. Significativamente,
en casi todos los casos, los políticos actuaron en la forma en que lo
hicieron debido a la influencia de los integrantes del lobby
pro–sionista o pro–israelí: Wilson no habría apoyado la empresa
sionista con el alcance en que lo hizo si no hubiera sido por la
influencia de colegas sionistas como Louis Brandeis; ni Roosevelt;
Truman probablemente no habría apoyado tanto el establecimiento de un
estado judío sin la fuerte influencia de sus muy pro–sionistas
consejeros.
Tras
la administración Johnson, la relación continuó también creciendo
a pasos agigantados. El régimen Nixon–Kissinger podría declarar
que ellos fueron la administración que cimentó la alianza a causa
del incremento exponencial de la ayuda militar, que pasó de una media
anual por año inferior a 50 millones de dólares en créditos
militares a Israel durante los últimos años de la década de 1960 a
una media de casi 400 millones de dólares y, al año siguiente al de
la guerra de 1973, a 2.200 millones de dólares. No fue a costa de
nada por lo que los israelíes apodaron informalmente a casi cada
presidente desde Johnson, con las notables excepciones de Jimmy Carter
y George Bush padre, como “el presidente más pro–israelí”;
cada uno iba consiguiendo algún hito en el esfuerzo de agradar a
Israel.
El
vínculo entre Israel y EEUU se ha fundamentado siempre más en
emociones fáciles que en las duras realidades de la estrategia política.
Los académicos han descrito casi siempre esos lazos en unos términos
espirituales que nunca se han aplicado a los lazos con otras naciones.
Un académico palestino–francés describió la inclinación
pro–israelí de EEUU como una “predisposición”, una inclinación
natural que se antepone cualquier consideración basada en el interés
o en el coste. Israel, expuso, forma parte del propio “ser” de la
sociedad estadounidense y por tanto participa en su integridad y en su
defensa. Esta no es meramente la perspectiva sesgada de un palestino.
Otros académicos de inclinaciones políticas diversas han descrito
una identidad cultural y espiritual similar: EEUU se identifica con el
“estilo nacional” de Israel; Israel es esencial para el
“florecimiento ideológico” de EEUU; cada país ha injertado en sí
mismo la herencia del otro. Esto puede incluso aplicarse a los
aspectos menos positivos de la herencia de cada nación. Consciente o
inconscientemente, muchos israelíes ven, incluso hoy en día, la
conquista estadounidense de los indios americanos como algo
“bueno”, algo a emular y, lo que es peor, muchos estadounidenses
se sienten, también en el momento actual, contentos de aceptar los
“cumplidos” inherentes en el esfuerzo israelí por copiarnos.
Esta
no es una relación ordinaria estado a estado, y el lobby no funciona
como cualquier lobby ordinario. No es exagerado decir que el lobby no
podría haber prosperado sin haber sido el huésped servicial que era
y es, una serie de instancias políticas en EEUU que siempre han
estado encerradas en un pensamiento enfocado hacia Israel y sus
intereses y, al mismo tiempo, la política de EEUU hacia Oriente Medio
no hubiera posiblemente permanecido tan singularmente centrada e
inclinada hacia Israel si no hubiera sido por el lobby. Una cosa es
cierta: con las posibles excepciones de las administraciones de Carter
y el primero de los Bush, la relación se ha ido haciendo cada vez más
estrecha y más sólida con cada nueva administración, con una
correlación casi exacta entre el crecimiento en tamaño y presupuesto
y la influencia política del lobby pro–Israel.
Todas
las críticas que han estudiado el lobby han fracasado a la hora de
fijarse en un punto crítico durante la administración Reagan, el del
desastre en Líbano, momento a partir del cual se puede decir de forma
razonable que la política sufrió un vuelco desde una situación en
la que EEUU era con más frecuencia el agente controlador de la relación
a una en la que Israel y sus partidarios en EEUU determinaron cada vez
más el curso y el ritmo de los desarrollos. El organizado lobby, es
decir el AIPAC [4] y las diversas organizaciones formales judías
estadounidenses, se convirtieron realmente en tales durante los años
de Reagan, con una expansión masiva de sus miembros, presupuestos,
actividades de propaganda y contactos dentro del Congreso y del
gobierno, y fue consolidando su poder e influencia durante el último
cuarto del pasado siglo, por eso actualmente el definido en términos
generales como lobby, incluidos todos aquellos que trabajan para
Israel, se ha convertido en parte integral de la sociedad
estadounidense y de la política de EEUU.
La
situación durante la administración Reagan demuestra muy claramente
la estrechez del vínculo. Los sucesos de esos años ilustran cómo en
EEUU un pensamiento ya muy enfocado hacia Israel, que se estuvo
desarrollando durante décadas, se transformó en una relación
concreta e institucionalizada con ese país mediante los buenos
oficios de los partidarios y agentes de Israel en EEUU.
El
evento seminal en el crecimiento del AIPAC y del lobby organizado fue
la batalla ante la venta de aviones AWACS propuesta por la
administración a Arabia Saudí en 1981, el primer año de Reagan en
el poder. De forma paradójica, aunque el AIPC perdió esta batalla en
una lucha frontal con Reagan y la administración, y la venta a los
saudíes se llevó a cabo, el AIPAC y el lobby ganaron la guerra en última
instancia en el terreno de la influencia. Reagan estaba decidido a que
la venta se realizara; consideraba la transacción como una parte
importante de un intento mal concebido de construir un consenso árabe–israelí
en Oriente Medio en oposición a la Unión Soviética y, lo que quizá
era incluso más importante, veía la batalla en el Congreso como una
prueba de su propio prestigio. Al ganar la batalla, demostró que
cualquier administración, al menos hasta ese punto, podría ejercer
suficiente presión para sacar adelante una cuestión a la que se oponía
Israel a través del Congreso, pero la batalla demostró también cuán
agotadora y políticamente costosa una lucha de ese calibre podía
llegar a ser, y nadie alrededor de Reagan deseó verse metido de nuevo
en una historia semejante. En realidad, a pesar de que el AIPAC perdió,
la lucha mostró precisamente hasta qué punto el lobby limitaba la
libertad de un político, incluso más que hace veinte años, en
cualquier operación que afectara a Israel.
El
embrollo de los AWACS galvanizó al AIPAC para lanzarse a la acción,
y precisamente en el momento en que la administración se sentía
hundida por agotamiento, y con un dirigente agresivo y enérgico, el
anterior asistente del Congreso Thomas Dine, el AIPAC cuadruplicó su
presupuesto, incrementó inmensamente sus bases de apoyo, y expandió
enormemente sus esfuerzos propagandísticos. Además de esto último,
quizá se consiguió el logro más importante cuando Dine estableció
una unidad de análisis dentro del AIPAC que publicaba análisis en
profundidad y documentos de toma de posición para congresistas y
consejeros políticos. Dine creía que cualquiera que pudiera
proporcionar a los consejeros políticos libros y documentos centrados
en el valor estratégico de Israel para EEUU “poseería” de hecho
a los consejeros políticos.
Con
el poder e influencia crecientes del lobby, y tras la debacle de EEUU
en Líbano que empezó con la invasión israelí de ese país en 1982
y terminó para EEUU con la retirada de su contingente de marines a
principios de 1984, después de que los marines se hubieran implicado
en los combates para proteger a las fuerzas invasoras israelíes y 241
militares estadounidenses murieran en un atentado con camión bomba,
la administración Reagan puso, de hecho, en manos de Israel y de sus
partidarios estadounidenses las iniciativas políticas sobre Oriente
Medio.
Israel
y sus agentes empezaron, con sorprendente presuntuosidad, a quejarse
de que el fracaso de EEUU a la hora de limpiar el Líbano estaba
interfiriendo allí con sus propios planes y como la arrogancia de
Reagan y compañía estaba en sus estertores finales, con una
asombrosa lógica retorcida, defendieron que el único camino para
restaurar la estabilidad era mediante una alianza más estrecha con
Israel. Como resultado, en el otoño de 1983, Reagan envió una
delegación a pedir a los israelíes lazos estratégicos más
estrechos, y poco después se forjó una alianza formal estratégica
con Israel con la firma de un “memorandum de entendimiento sobre
cooperación estratégica”. En 1987, EEUU nombró a Israel “aliado
importante fuera de la OTAN”, dándole así acceso a la tecnología
militar que no podría conseguir de otra forma. El planteamiento de
pedir concesiones a Israel a cambio de ese estatus preferente, por
ejemplo que se moderara un tanto en la construcción de asentamientos
en Cisjordania, fue expresamente rechazado. Los EEUU sencilla,
deliberada y abyectamente, se batieron en retirada hasta llegar a la
inactividad política, dejando a Israel a su libre albedrío para que
hiciera lo que se le antojara y de la forma en que le viniera en gana
en Oriente Medio y, particularmente, en los territorios palestinos
ocupados.
Incluso
Israel, según se cuenta, se sorprendió por esa prueba de la
incapacidad de EEUU para ver más allá de los intereses israelíes.
El Primer Ministro Menachem Begin había intentado desde los comienzos
de la administración Carter promocionar la idea de que Israel podía
ser un activo estratégico para EEUU durante la Guerra Fría pero,
debido a que Israel no desempeñaba un papel estratégico importante
para EEUU y era, en muchos sentidos, un incordio más que un activo,
Carter nunca prestó mucha atención a las propuestas israelíes.
Begin temía que el compromiso moral y emocional de EEUU con Israel
podría, en última instancia, no ser suficiente para mantener la
relación durante posibles tiempos difíciles y por eso intentaba
presentar a Israel como un aliado estratégicamente indispensable y
una buena inversión para la seguridad de EEUU, un movimiento que
cambiaría esencialmente los papeles de las dos naciones, alterando la
relación desde el endeudamiento de Israel hacia EEUU a otra por la
cual EEUU estaba en deuda con Israel debido a su papel estratégico
vital.
Carter
no se lo tragó, pero la idea de una cooperación estratégica germinó
en Israel y entre sus partidarios en EEUU hasta que llegó el momento
oportuno durante la administración Reagan. Cuando finalizó el lío
del Líbano, la idea de que EEUU necesitaba de la amistad de Israel
estaba tan asumida entre los reaganitas que, como un anterior ayudante
de la seguridad nacional observó con una impresionante inversión de
la lógica, empezaron a considerar establecer lazos estratégicos más
estrechos como medio necesario para “restaurar la confianza israelí
en la fiabilidad estadounidense”. El Secretario de Estado George
Shultz escribió años más tarde en sus memorias sobre la necesidad
de EEUU “de levantar los albatros del Líbano desde el cuello de
Israel”. Recuerden, ya que Shultz no fue capaz de recordarlo, que la
deuda aquí era precisamente de Israel: Israel puso los albatros
alrededor de su propio cuello y EEUU tropezó en Líbano después de
Israel y no al revés.
El
AIPAC y los neo–cons que aumentaron su poder durante los años de
Reagan jugaron un papel importante en la construcción de la alianza
estratégica. Especialmente el AIPAC se convirtió, desde mediados de
la década de 1980, en socio, en cualquier sentido de la palabra, de
EEUU a la hora de forjar la política de Oriente Medio. Se plasmaba la
visión de Thomas Dine de “poseer” a los políticos facilitándoles
documentos de posición destinados a que los intereses de Israel
marcharan a pleno rendimiento. En 1984, el AIPAC se convirtió en un
think tank, el Washington Institute for Near East Policy, que sigue
siendo uno de los think tanks más importantes de Washington y que ha
metido sus análisis en los trabajos políticos de varias
administraciones. Dennis Ross, el antiguo consejero para Oriente Medio
en las administraciones de George H.W. Bush y de Bill Clinton, provenía
del Washington Institute y allí volvió cuando salió del gobierno.
Martin Indyk, el primer director del Instituto, entró desde allí con
un puesto de consejero experto en la administración Clinton.
En
la actualidad, John Hannah, que ha servido en el gabinete de seguridad
nacional del Vicepresidente Cheney desde 2001 y al que le sucedió
Lewis Libby el pasado año como director consejero de seguridad
nacional, proviene del Instituto. El AIPAC también continúa haciendo
sus propios análisis además de los del Washington Institute. Un
reciente perfil, aparecido en el Washington Post, de Steven Rosen, el
anterior analista experto del AIPAC en política exterior que está a
punto de ser sometido a juicio junto a un colega por recibir y pasar a
Israel información reservada [5], apuntó que hace dos décadas Rosen
empezó a realizar prácticas de influencia también en la rama
ejecutiva, en vez de concentrarse simplemente en el Congreso, como
medio, según las palabras del artículo del Post, de “alterar la
política exterior estadounidense” al “influir en el gobierno
desde dentro”. Con el paso de los años, “tuvo mucho que ver en la
puesta en marcha de varias políticas que favorecían a Israel”.
En
los años de Reagan, los documentos de toma de posición del AIPAC
fueron especialmente bienvenidos en una administración que ya más o
menos estaba convencida del valor estratégico de Israel y obsesionada
con impedir el avance soviético. A fin de asegurar la travesía, los
consejeros políticos empezaron a negociar con el AIPAC antes de
presentar legislación en el Congreso, y éste también consultaba al
lobby sobre la legislación pendiente. El Congreso abrazó
gustosamente casi todas las iniciativas políticas propuestas por el
lobby y empezó a depender de la información del AIPAC en todos los
temas referidos a Oriente Medio.
La
estrecha cooperación entre la administración y el AIPAC empezó
pronto a ahogar el discurso dentro de la burocracia. Los expertos en
Oriente Medio en el Departamento de Estado y en otras agencias del
gobierno tenían casi completamente anulada la capacidad de decisión,
y funcionarios de diversas instancias del gobierno empezaron a
mostrarse cada vez más renuentes a la hora de proponer políticas o
lanzar análisis que pudieran provocar la oposición del AIPAC o del
Congreso. Un funcionario anónimo se quejó de que “muchos análisis
reales ni siquiera salen de las mesas de la gente por temor a lo que
el lobby pueda hacer”; estaba hablando con el corresponsal del New
York Times, porque de otra manera sus quejas hubieran caído en saco
roto.
Este
tipo de influencia dominante, una convulsión en el discurso interno
así como en los consejos políticos externos, no necesita la clase de
decisiones limpias y concretas a favor de Israel en el Despacho Oval
que David Gergen inocentemente pensó que habría presenciado si el
lobby tuviera alguna influencia real. Ese tipo de influencias, que
utilizan la persuasión amistosa, además de la presión directa
necesaria, con una amplia gama de consejeros políticos, legisladores,
comentaristas de los medios y activistas de base para dar una impresión
en todo el espectro, no puede definirse en términos de reducidos
mandatos políticos concretos, pero se convierte en un pensamiento
inmutable que no se puede desafiar, en un entorno sentimental que
restringe el debate, que limita el pensamiento y que determina
acciones y políticas como seguramente no podría hacer ningún mando
superior.
Cuando
los partidarios de Israel, los miembros de sus lobbys en EEUU se
convierten en una parte integrante del aparato político, como han
hecho especialmente desde los años de Reagan y como claramente han
estado haciendo durante la actual administración Bush, no hay forma
de separar los intereses del lobby de las políticas estadounidenses.
Además, debido a que los objetivos estratégicos de Israel en la región
están más claramente definidos y son más urgentes que los de EEUU,
son los intereses de Israel los que dominan muy a menudo.
El
mismo Chomsky reconoce que el lobby juega un papel importante a la
hora de moldear un entorno político en el que el apoyo hacia Israel
se convierte en algo automático e incuestionable. Incluso Chomsky
cree que lo que él denomina como clase política intelectual es un
componente fundamental, y quizá el más influyente, del lobby, porque
estas elites determinan la información y la configuración de las
noticias en los medios y en el sector académico. Por otra parte,
sostiene que debido a que el lobby ya incluye a la mayor parte de esa
clase política intelectual, la tesis del poder del lobby “pierde
gran parte de su contenido”. Pero, por el contrario, justo este
hecho podría probar ese punto, no lo socava. El hecho de la penetración
del lobby, lejos de reducir su poder, magnifica su importancia hasta
extremos incontrolables.
Efectivamente,
este es el quid de todo el debate. Precisamente es una de las
capacidades del lobby continuar formando y moldeando el pensamiento y,
lo que es quizá más importante, inculcando el temor a las
desviaciones, que hace que esa clase política intelectual se una con
la firme determinación de trabajar para Israel. ¿No hay un impacto
fuerte en la política hacia Oriente Medio cuando, por ejemplo, el
lobby tiene poder para forzar la derrota electoral de congresistas de
larga trayectoria como ocurrió con el Representante Paul Findley en
1982 y el Senador Charles Percy en 1984, tras desviarse ambos de lo
políticamente correcto al manifestarse a favor de la negociación con
la OLP?
El
AIPAC alardeó abiertamente de haber derrotado a ambos hombres, ambos
republicanos que sirvieron durante la administración del republicano
Reagan, que habían estado en el Congreso durante 22 y 18 años,
respectivamente. De forma similar, ¿no tiene un impacto inmenso en la
política el silencio de los medios acerca de las represivas medidas
de Israel en los territorios ocupados, así como los concertados, y
abiertamente reconocidos, esfuerzos de virtualmente todas las
organizaciones pro–israelíes en EEUU para suprimir la información
y anular el debate sobre el conflicto palestino–israelí? En la
actualidad, incluso los más francos anfitriones y comentaristas de
las radios de izquierdas, tales como Randi Rhodes, Mike Mally y ahora
Cindy Sheehan, casi siempre evitan hablar y escribir sobre esta cuestión.
¿No
tiene un impacto inmenso sobre la política el esfuerzo masivo llevado
a cabo por el AIPAC, el Washington Institute y una miríada de otras
organizaciones similares que dan de comer con cucharilla información
selectiva y análisis escritos a políticos y congresistas sólo desde
la perspectiva de Israel? Al final, incluso Chomsky y Finkelstein
reconocen el poder del lobby al suprimir la discusión y el debate
sobre la política hacia Oriente Medio. La movilización de la opinión
pública, escribe Finkelstein, “puede tener un impacto real en la
forma de actuar políticamente y es por eso por lo que el Lobby
invierte tanta energía en suprimir la discusión”. Es difícil leer
una exposición de opiniones, tan sólo se puede encontrar cierto
reconocimiento sonoro del poder principal y masivo del lobby a la hora
de controlar el discurso y a la hora de controlar las acciones políticas
respecto a los problemas más importantes de Oriente Medio.
Intereses
intercambiables
El
problema principal del análisis de los críticos de la izquierda es
que es demasiado rígido. No hay duda que Israel ha servido a los
intereses del gobierno estadounidense y del complejo industrial
militar en muchas zonas del mundo ayudando, por ejemplo, a algunos de
los regímenes derechistas de América Central, burlando los embargos
comerciales y de armas contra el apartheid de Sudáfrica y China
(hasta que los neo–cons le cerraron el grifo a China y, en un extraña
discrepancia con Israel, le obligaron a ponerle fin), y ayudando
durante la Guerra Fría, al menos indirectamente, a mantener
controlado el radicalismo árabe. No hay duda también de que, sin
importar qué partido esté en el poder, EEUUU ha ido desarrollando
también durante décadas una agenda política global y comercial
esencialmente conservadora en zonas lejanas de Oriente Medio, sin
referencias con Israel o con el lobby. EEUU desalojó del poder a
Mossadegh en Irán, a Arbenz en Guatemala y a Allende en Chile, además
de otros muchos, en función de sus propios objetivos políticos y
corporativos, como las críticas de izquierda señalan, y no utilizó
a Israel.
Pero
esos hechos no minimizan el poder que el lobby ha ejercido en
innumerables instancias a lo largo de décadas, y especialmente en los
últimos años, para meter a EEUU en situaciones que Israel inició,
en cuya planificación EEUU no había tenido arte ni parte y que dañaron,
tanto por separado como acumulativamente, los intereses
estadounidenses. Uno/a sólo necesita preguntarse si se habrían
adoptado esas políticas concretas en ausencia de presiones por parte
de algunas organizaciones o personas influyentes que trabajaban en
nombre de Israel para ver cuán a menudo Israel o sus partidarios en
EEUU, más que los propios EEUU o incluso las corporaciones
estadounidenses, fueron quienes iniciaron esas políticas. Las
respuestas proporcionan evidencias claras de que el lobby, en la
amplia definición que le dieron Mearsheimer y Walt, jugó un papel
fundamental y cada vez más influyente, según iban transcurriendo las
décadas, en la forma de hacer política.
Por
ejemplo, ¿habría ayudado tanto Harry Truman al establecimiento de
Israel como estado judío si no hubiera estado tan presionado por
quienes eran entonces un grupo muy impreciso de fuertes sionistas con
influencia considerable en los círculos políticos? Puede
argumentarse de forma razonable que entra dentro de lo posible que no
hubiera apoyado en absoluto la estatalidad judía, e incluso que lo más
probable hubiera sido que sus propios consejeros en la Casa Blanca,
todos ellos firmes partidarios sionistas, no hubieran convencido a las
Naciones Unidas, en 1947, para asegurar el voto a favor de la partición
de Palestina si esos miembros del lobby no hubieran formado parte del
círculo político de Truman.
El
mismo Truman no apoyaba inicialmente la idea de fundar un estado
basado en una religión, y todas las agencias de la seguridad nacional
del gobierno, civiles y militares, se opusieron firmemente a la
partición de Palestina ante el temor a que ese hecho condujera a una
guerra en la cual los EEUU podrían tener que intervenir, que serviría
para fortalecer la posición soviética en Oriente Medio y haría
peligrar los intereses petrolíferos estadounidenses en la zona. Pero
incluso frente a esta oposición unida en el propio interior de su
gobierno, Truman se encontró con que las presiones de los sionistas
entre sus más cercanos consejeros y entre amigos influyentes de la
administración y del Partido Demócrata eran demasiado abrumadoras
para poder resistir sin ceder.
En
cada administración presidencial se han planteado cuestiones como ésta.
Por ejemplo, ¿habría abandonado Jimmy Carter su búsqueda de una
solución para el problema palestino si el lobby israelí no le
hubiera presionado de la forma tan intensa en que lo hizo? Carter fue
el primer presidente en reconocer la necesidad palestina de tener algún
tipo de “patria”, como la calificó, e hizo numerosos esfuerzos
para llevar a los palestinos a un proceso de negociación y también
trató de detener las construcciones de asentamientos por parte de
Israel, pero la oposición de Israel y las presiones del lobby fueron
tan fuertes que al final acabó harto y derrotado.
Es
también imposible imaginar a EEUU apoyando las acciones de Israel en
los territorios palestinos ocupados sin las presiones del lobby. Esas
acciones no benefician ningún interés nacional estadounidense,
incluso en la propia óptica miope de EEUU de apoyo a la
espantosamente opresiva política israelí desplegada en Cisjordania y
Gaza; además, ese apoyo implica peligrosas responsabilidades. Como
Mearsheimer y Walt señalan, la mayoría de las elites extranjeras
consideran la tolerancia estadounidense de la represión israelí como
“moralmente obtusa y una desventaja en la guerra contra el
terrorismo”, y esa tolerancia supone precisamente una causa
importante a la hora de generar más terrorismo, tanto contra EEUU
como contra Occidente.
El
impulso para la opresión contra los palestinos viene y ha venido
siempre, claramente, de Israel y no de EEUU y el ímpetu para apoyar a
Israel y facilitar esa opresión ha venido, de forma evidente y
directa, del lobby, que hace todo lo posible para justificar la
ocupación y defender, en su nombre, las políticas que ejecuta
Israel.
Es
tentador, y no está en absoluto fuera de lo posible, imaginar a Bill
Clinton forjando un acuerdo de paz final palestino–israelí si no
hubiera sido por la influencia de sus notablemente pro–Israel
consejeros. En la época en que Clinton subió al poder, el lobby se
había convertido ya en parte del aparato político en las personas de
los partidarios israelíes Dennis Ross y Martin Indyk, quienes
entraron al servicio del gobierno desde organizaciones del lobby.
Asimismo, al final de la administración Clinton, ambos volvieron a
las organizaciones que defienden a Israel: Ross al Washington
Institute e Indyk al Brooking Institutions’s Saban Center for Middle
East Policy, que está financiado por un benefactor notablemente pro
israelí que le da nombre.
El
alcance de la infiltración del lobby en los consejos políticos de
gobierno durante la actual administración Bush no tuvo nunca
precedentes similares. Algunos de los críticos de izquierda descartan
que los neo–cons tengan lealtad alguna con Israel; Finkelstein
piensa que resulta ingenuo atribuirles cualquier convicción ideológica,
y Zunes afirma que no les interesa beneficiar a Israel porque no son
judíos religiosos (como si sólo a los religiosos judíos les
preocupara Israel). Sencillamente, ignoran la realidad al negar los
muy estrechos lazos de los neo–cons, tanto ideológicos como pragmáticos,
con el ala derechista de Israel.
Tanto
Finkelstein como Zunes fracasan de forma manifiesta al no mencionar
que el documento estratégico que varios neo–cons escribieron a
mediados de la década de 1990 para un primer ministro israelí,
contenía un plan para atacar Iraq, plan que esos mismos neo–cons
llevaron a cabo más tarde una vez que Bush se hizo con la
administración. La estrategia se diseñó tanto para asegurar el
dominio regional israelí en Oriente Medio como para aumentar la
hegemonía global de EEUU. Uno de esos autores, David Wurmser,
permanece en el gobierno como consejero para Oriente Medio de Cheney,
uno entre tantos miembros del lobby en el interior del gallinero.
El
plan, lanzado abiertamente a bombo y platillo y pulido por los
neo–cons, destinado a transformar Oriente Medio derrocando a Saddam
Husein, en la idea, abiertamente vendida también, de que el camino a
la paz en el conflicto palestino–israelí pasaba por Bagdad, nació
de la preocupación primordial de los neo–cons por Israel. Tanto
Finkelstein como Zunes fallan también a la hora de advertir la larga
relación de apoyos prestados que casi todos los neo–cons, en nombre
de Israel (Paul Wolfowitz, Richard Perle, Douglas Feith, David
Wurmser, Elliott Abrams, John Bolton y sus animadores en las líneas
laterales, tales como William Bristol, Robert Kagan, Norman Podhoretz,
Jeane Kirkpatrick, y numerosos think tanks derechistas pro–israelíes
en Washington), han acumulado durante años. El hecho de que estos
individuos y organizaciones sean todos también partidarios de la
hegemonía global estadounidense no disminuye sus lealtades hacia
Israel o su deseo de asegurar la hegemonía regional israelí en
alianza con Estados Unidos.
La
proclamada intercambiabilidad de los intereses estadounidenses e
israelíes, y el hecho de que ciertos individuos cuyo objetivo
fundamental es hacer progresar los intereses de Israel residan ahora
dentro de los consejos de gobierno, prueban la verdad de la conclusión
principal de Mearsheimer–Walt de que lobby ha logrado convencer a la
mayor parte de los estadounidenses que, contrariamente a la realidad,
hay una identidad esencial entre los intereses de EEUU y de Israel y
que el lobby ha triunfado por esta razón al forjar una relación de
una intimidad sin igual. El “impulso global de la política” hacia
Oriente Medio, observan con mucha precisión, es “casi
enteramente” atribuible a las actividades del lobby. El hecho de que
EEUU actúe en ocasiones con independencia de Israel en zonas fuera de
Oriente Medio, y que Israel sirva en alguna ocasión a los intereses
de EEUU más que al revés, no invalida la importancia de esa conclusión.
La
tragedia de la situación actual estriba en que separar los intereses
israelíes de los supuestos intereses estadounidenses –no de los que
deberían ser realmente los intereses nacionales estadounidenses– se
ha convertido en algo imposible debido a los propios “intereses
nacionales” egoístas y autodefinidos del complejo militar–político–corporativo
que domina la administración Bush, el Congreso y los dos principales
partidos políticos. Los grupos específicos que dominan ahora el
gobierno de EEUU son las industrias globalizadas financieras, armamentísticas
y energéticas, y todos los establecimientos militares de los grupos
en EEUU y en Israel que literalmente tienen totalmente secuestrado al
gobierno y han eliminado de él la mayor parte de los vestigios de
democracia.
Esta
convergencia de “intereses” manipulados tiene profundos efectos en
las opciones políticas de EEUU en Oriente Medio. Cuando un gobierno
es incapaz de distinguir entre sus propias necesidades reales y las de
otro estado, ya no se puede seguir diciendo que actúa siempre en
nombre de aquéllas o que no daña con frecuencia de forma grave sus
propios intereses. Si una nación define sus opciones en función de
las demandas de otra nación, el sistema de estado–nación soberano
ha desaparecido. Aceptar una convergencia de intereses israelíes y
estadounidenses significa que EEUU nunca podrá actuar en nombre
propio, nunca examinará sus políticas y actuaciones completamente
desde la posición de defender sus propios intereses a largo plazo y,
por tanto, nunca sabrá por qué está ideando y poniendo en práctica
una determinada política. El fracaso a la hora de reconocer esta
realidad es donde los críticos de izquierdas subestiman el poder del
lobby y es especialmente peligrosa su aceptación de la política
estadounidense en Oriente Medio como mera parte inmutable de la
estrategia de siempre.
N.
de la T.:
[1]
verboten: en lengua alemana en el texto original, significa prohibido.
[2]
Sobre la publicación de ese libro, véase:
http://www.easycarts.net/ecarts/CounterPunch/CP_Books.html
[3]
CEO: Chief Executive Officer: presidente ejecutivo.
[4]
AIPAC: American Israeli Public Affairs Committee
[5]
Véase en Rebelión el artículo de James Petras “La tiranía de
Israel sobre EEUU”:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=26238
.– Kathleen Christison
era anteriormente analista política de la CIA y lleva trabajando
30 años en temas de Oriente Medio. Es
autora de Perceptions of Palestine y The Wound of
Dispossession. Bill Christison es un antiguo
funcionario de la CIA. Trabajó como oficial nacional de
inteligencia y como director de la Oficina de la CIA de Análisis
Regional y Político. Ha colaborado en Imperial Crusades,
un libro de CounterPunch sobre las guerras de Iraq y
Afganistán. Se puede contactar con ambos en:
kathy.bill@christison–santafe.com. Sinfo Fernández es miembro
del colectivo de Rebelión.
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