Estados Unidos

 

El poder del lobby israelí: orígenes y desarrollo

Por Kathleen & Bill Christison [1]
CounterPunch, 16/06/06
Rebelión, 26/06/06
Traducido por Sinfo Fernández

Nota del editor: Hace diez años, incluso hace cinco, hubiera sido imposible llevar a cabo un debate público serio sobre la naturaleza y actividades del lobby israelí. Estaba verboten [1], al igual que el uso de la palabra Imperio para describir la magnitud global de los Estados Unidos. Mediante su desdén hacia los buenos modales habituales, observados de forma decorosa en el pasado por las administraciones republicana y demócrata, la administración Bush ha arrasado con muchas de las realidades de nuestro escenario político y económico. Si exploramos el New York Times o el Washington Post de los últimos tiempos, a lo mejor aparece alguna columna de opinión acerca del Lobby.

CounterPunch ha albergado algunas de las polémicas más enérgicas sobre el Lobby. El pasado mes de mayo le pedimos a dos de nuestros más preciados colaboradores, Kathy y Bill Christison, que ofrecieran su valoración del debate sobre el papel y el poder del lobby. Como nuestros lectores saben, tanto Bill como Kathy desarrollaron carreras importantes como analistas de la CIA. Bill era Oficial de la Inteligencia Nacional. Tras la tragedia de los ataques del 11–S, publicamos aquí su claro e influyente ensayo acerca de la “guerra contra el terror”. Kathy ha escrito para nuestra web de forma muy intensa sobre la cuestión palestina. Sobre el lobby, concretamente, contribuyeron con un espléndido ensayo acerca del tema de la “doble lealtad”, que puede consultarse en nuestra colección de CounterPunch: The Politics of Anti–Semitism [2]. (A.C./J.S.C.)

John Mearsheimer y Stephen Walt, politólogos de las universidades de Chicago y Harvard que publicaron en marzo del presente año un amplio y muy bien documentado estudio sobre el lobby pro–Israel y su influencia en la política de EEUU hacia Oriente Medio, han logrado ya el objetivo que pretendían. Han conseguido llamar la atención de forma efectiva sobre la frecuente y perniciosa influencia del lobby en la política. Sin embargo, por desgracia, el estudio ha provocado más críticas que debate, no sólo el tipo de crítica que uno podía haber previsto que provendría de los sospechosos habituales entre los mismos grupos del lobby que Mearsheimer y Walt describieron, sino también de un grupo de la izquierda del que se podía haber esperado que apoyara las conclusiones del estudio.

Las críticas han sido en parte ridículas, a menudo maliciosas y casi siempre completamente inoportunas. Puede fácilmente descartarse, por absurda, la crítica insustancial y ridícula representada por el comentario hecho, con toda seriedad, por el anterior consejero presidencial David Gergen al afirmar que, a lo largo de cuatro administraciones, nunca había observado una decisión del Despacho Oval que inclinara la las políticas a favor de Israel a costa de los intereses de EEUU. Gran parte de las críticas básicamente maliciosas, que vinieron sobre todo del núcleo duro de los partidarios israelíes que componen el propio lobby bajo sospecha dirigidos por un histérico Alan Dershowitz, han sido tan engañosas y tan de primer año de carrera, que podrían obviarse con total facilidad si no fuera precisamente por la atmósfera dominante de apoyo reflexivo hacia Israel y por el silenciado debate que Mearsheimer y Walt describen.

Más complicado e inquietante es desestimar las críticas al estudio efectuadas desde la izquierda, que venían principalmente de Noam Chomsky y Norman Finkelstein, y menos convincentemente inducidas por Stephen Zunes de Foreign Policy in Focus y Joseph Massad de la Universidad de Columbia. Esas críticas desde la izquierda defienden, desde la presunción de que la política exterior de EEUU ha sido monolítica desde la II Guerra Mundial, una progresión coherente en la adopción de decisiones que han ido dirigidas de forma infalible a hacer avanzar los intereses imperiales de EEUU. Todas las acciones de este país, sostienen esas críticas, son parte de una estrategia claramente trazada que raramente se ha desviado de su curso, sin importar qué partido estuviera en el poder. Creen que Israel ha servido en todas partes como un agente leal a EEUU, cumpliendo fielmente los planes de EEUU y sirviendo como base desde la que EEUU proyectara su poder por todo Oriente Medio. Zunes lo expresa más claramente, afirmando que Israel “todavía es, con mucho, el socio junior de la relación”. Esos críticos no discuten la existencia de un lobby, pero minimizan su importancia, afirmando que más que arrastrar a EEUU en políticas y aventuras exteriores que van contra los intereses nacionales reales de EEUU, como Mearsheimer y Walt afirman, EEUU es quien controla actualmente el poder en la relación con Israel y lleva a cabo una política consecuente, utilizando a Israel como agente suya allá donde le es posible.

Finkelstein resumió la posición de los críticos en un reciente artículo aparecido en CounterPunch (“The Israel Lobby, CounterPunch,1 de mayo de 2006), resaltando que la cuestión no radica en saber qué intereses priman, si los de EEUU o los del lobby, sino que más bien se ha dado una coincidencia entre los intereses israelíes y los de EEUU durante décadas y no que la mayor parte de la política fundamental de EEUU en Oriente Medio se haya visto afectada por el lobby. Chomsky mantiene que Israel cumple el mandato estadounidense en Oriente Medio en pos de los objetivos imperiales que Washington perseguiría incluso sin Israel, y que ha perseguido siempre también en áreas ajenas a Oriente Medio sin el beneficio de ningún lobby. Estos objetivos han incluido siempre el avance de la dominación política y los intereses corporativos militares mediante la supresión de nacionalismos radicales y el mantenimiento de la estabilidad en países ricos en recursos, especialmente productores de petróleo, de cualquier lugar del mundo.

En Oriente Medio, esto se consiguió principalmente mediante la victoria de Israel sobre el Egipto de Gamal Abdul Nasser y su nacionalismo radical árabe, que había amenazado la penetración estadounidense en los recursos petrolíferos de la región. Tanto Chomsky como Finkelstein examinan los fuertes lazos israelo–estadounidenses en la guerra de junio de 1967, por la que creen se estableció una estrecha alianza y marcó un punto de inflexión a partir del cual EEUU empezó a considerar a Israel como un activo estratégico y una base estable desde la que el poder estadounidense podría proyectarse por todo el Oriente Medio.

Joseph Massad (“Blaming the Israel Lobby”, CounterPunch, , CounterPunch, 25/26 de marzo) defiende argumentos similares, describiendo una serie de desarrollos en Oriente Medio y en todo el mundo que él considera que EEUU maquinó en su propio beneficio y que habría llevado a cabo incluso sin la ayuda de Israel. Basa su punto de vista, al igual que el de Chomsky, en defender que EEUU tiene una largo historial de derrocamientos de regímenes en América Central, en Chile, en Indonesia y en Africa, donde el lobby de Israel no estaba implicado y donde Israel como mucho ayudó a EEUU pero no se benefició directamente de nada. Va más allá que Chomsky al afirmar que, con respecto a Oriente Medio, Israel ha sido una herramienta tan esencial que su misma utilidad es la razón de la fortaleza del lobby. “Es de hecho la misma posición central de Israel para la estrategia de EEUU en Oriente Medio”, sostiene Massad con una especie de lógica periclitada, “lo que resulta importante, de forma parcial, para la fortaleza del lobby pro–Israel y no al revés.” (Uno se pregunta por qué, si éste fuera el caso, habría ninguna necesidad en absoluto de un lobby. ¿Cuál sería la función de un lobby si EEUU ya consideraba a Israel como una pieza central para su estrategia?

El problema principal que ofrecen esos argumentos desde la izquierda es que asumen que durante décadas ha existido una continuidad en la estrategia y política estadounidenses que, de hecho, no se ha dado nunca. La idea de que hay alguna estrategia definida que une la política de Eisenhower con la de Johnson con la de Reagan con la de Clinton está lejos de merecer más crédito que el que se merece el extremado carácter ad hoc de lo que es mío es tuyo de toda la política exterior estadounidense.

Obviamente, algún nivel de interés imperial ha dictado la política en cada administración desde la II Guerra Mundial y, evidentemente, también ha jugado un papel fundamental a la hora de determinar la política la necesidad de garantizar el acceso a recursos naturales vitales en todo el mundo, como el petróleo en Oriente Medio y en otros lugares. Pero más allá de esas evidencias, no especialmente significativas, puede decirse acertadamente la verdad: que, al menos en relación a Oriente Medio, ha sido rara la administración que ha tenido alguna vez una política exterior coherente, consistente y claramente definida y que, excepto el anticomunismo definido en términos generales durante la Guerra Fría, no se desarrolló estrategia pormenorizada alguna por parte de ninguna de las sucesivas administraciones.

No se puede sobrestimar tanto el carácter ad hoc del proceso de planificación política de cada administración. Además de la fuerte pero amorfa necesidad política sentida por los dos principales partidos de EEUU, y cultivada por el lobby israelí que “apoya a Israel”, que era vital para el propio futuro de cada partido, era notable la incoherente e incluso errabunda naturaleza de la política hacia Oriente Medio de las sucesivas administraciones. Esta carencia de un pensamiento estratégico claro en los niveles más elevados de varias administraciones distintas al llegar al gobierno aumentó el poder de individuos y grupos que tenían delante objetivos y planes claros tales como, por ejemplo el pro–israelí Dennis Roth tanto en la primera administración Bush como en la de Clinton, y los firmes defensores de Israel neo–cons de la actual administración Bush.

Los críticos desde la izquierda defienden que debido al hecho de que EEUU, sin que aparezca Israel implicado, tiene toda una historia de frecuentes enemistades y sabotajes o derrocamientos de gobiernos nacionalistas radicales por todo el mundo, cualquier situación en la que Israel actúe contra el nacionalismo radical en el mundo árabe es, por tanto, prueba de que Israel está haciendo el trabajo en nombre de EEUU. Los críticos creen por lo general, por poner un ejemplo, que la destrucción política de Nasser en Egipto, llevada a cabo por Israel en 1967, fue hecha para EEUU. La mayoría, si no todos, creen que la invasión del Líbano por Israel en 1982 fue emprendida a instancias de EEUU para destruir a la OLP.

Este tipo de argumentaciones da demasiado por hecho una presunción de coherencia política. Ciertamente, Lyndon Johnson aborrecía mucho a Nasser y no sintió ver en absoluto su derrota ni la de sus ambiciones pan–árabes, pero no hay absolutamente ninguna evidencia de que la administración Johnson planeara seriamente siquiera desalojar a Nasser, o formulara cualquier otro plan de acción contra Egipto o empujara a Israel en ningún plan de ataque. Johnson, aparentemente, dio luz verde a los planes de ataque de Israel una vez que este país los formuló, pero eso es muy diferente de iniciar los planes. Atascado ya con Vietnam, Johnson estaba muy preocupado de no dejarse arrastrar a una guerra iniciada por Israel y fue criticado por algunos partidarios israelíes por no actuar junto a Israel con la suficiente contundencia. En cualquier caso, Israel no necesitaba provocaciones para su ataque preventivo, en el que trabajaba desde hacía largo tiempo.

Efectivamente, lejos de funcionar Israel como el socio novato que lleva a cabo un plan estadounidense, está claro que, en 1967, las presiones se dirigieron a que EEUU acompañara los planes de Israel y que esa presión provino de Israel y sus agentes en EEUU. El lobby, en este caso, que fue definido por Mearsheimer y Walt como “la coalición, no muy cohesionada, de individuos y organizaciones que trabajan activamente para moldear la política exterior estadounidense en dirección favorable a Israel”, formaba parte, de hecho, de los objetivos del círculo íntimo de amigos y asesores de Johnson.

Ese círculo incluía al número dos de la embajada de Israel, un amigo personal muy cercano; a los hermanos Rostov, Walt y Eugene, firmes partidarios ambos de Israel, que formaban parte de la burocracia de la seguridad nacional en la administración; Abe Fortas, del Tribunal Supremo de Justicia; Arthus Goldberg, el Embajador ante las Naciones Unidas; y un grupo numeroso que pasaba temporadas con Johnson en su rancho de Texas y tenía acceso personal y tiempo libre para hablar con él, en un escenario informal, de sus preocupaciones por Israel e influirle en gran manera en su favor. Este círculo había empezado ya a trabajarse a Johnson mucho antes del ataque preventivo de Israel en 1967, por eso estaban muy bien situados para persuadirle de que se les uniera a pesar de los temores de Johnson de provocar a la Unión Soviética y verse implicado en un conflicto militar para el que los EEUU no estaban preparados.

Es decir, Israel era, de forma incuestionable, el socio poderoso en aquella iniciativa política particular; Israel tomó la decisión de ir a la guerra, habría ido a la guerra con o sin la luz verde de EEUU, y utilizó a los integrantes de su lobby para guiar la política de la administración Johnson en la dirección israelí. El ataque de Israel al buque estadounidense USS Liberty en medio de la guerra, un ataque dirigido a plena luz del día y que mató a 34 marineros estadounidenses, no fue el acto de un socio novato. Ni fue el encubrimiento de esta atrocidad por parte de EEUU el acto de un gobierno que dictaba los movimientos en esa relación.

Es igualmente clara la evidencia de que fue Israel el primero en mover ficha en la invasión del Líbano de 1982 y de que metió a EEUU en aquel lodazal, y no al contrario. Aunque Massad se refiere a EEUU como el amo de Israel, en este caso, como en tantos otros, incluidos los hechos de 1967, Israel fue absolutamente su propio amo. Chomsky sostiene, en defensa de ese caso, que Reagan ordenó a Israel que suspendiera la operación en agosto, dos meses después de ser lanzada. Esto es verdad, pero de hecho Israel no hizo ningún caso; la invasión continuó, y EEUU se vio cada vez más implicado.

Como ocurrió en Líbano, cuando EEUU mete la pata en aventuras equivocadas para apoyar a Israel o para rescatar a Israel o para favorecer los intereses de Israel, supone un claro rechazo de la realidad decir que Israel y su lobby no tienen gran influencia en la política estadounidense hacia Oriente Medio. Incluso aunque no hubiera abundancia de ejemplos, considerando tan sólo la actuación en Líbano con sus implicaciones a largo plazo, se prueba la verdad de la conclusión de Mearsheimer–Walt de que EEUU “ha dejado de lado su propia seguridad para apoyar los intereses de otro estado” y que “el eje central global de la política estadounidense en la región está casi enteramente configurado por la política doméstica estadounidense y especialmente por las actividades del ‘lobby de Israel’”.

Como proposición general, la argumentación de los críticos de izquierdas es demasiado restrictiva. Aunque no hay duda de que la historia moderna está repleta, como sostienen, de ejemplos en los que la actuación estadounidense ha ido a defender intereses corporativos derrocando gobiernos que se perciben nacionalistas que pueden suponer una amenaza para los intereses económicos y comerciales de EEUU, como en Irán en 1953, en Guatemala en 1954, en Chile en 1973 y en más lugares, esta convergencia frecuente de los intereses corporativos con los gubernamentales no significa que EEUU siempre actúe en función de intereses corporativos.

El hecho de una fuerte alianza gobierno–corporaciones en forma alguna excluye situaciones (incluso en Oriente Medio, donde el petróleo es obviamente un recurso corporativo vital) en las que EEUU actúa fundamentalmente para beneficiar a Israel más que para servir a algún propósito económico o corporativo. Debido a que tiene un aspecto emocional profundo e implica lazos militares, políticos y económicos diferentes a los que se mantienen con cualquier otra nación, la relación de EEUU con Israel es única y no hay nada en la historia de la política exterior estadounidense, nada en el enredo gubernamental con el complejo de la industria militar, que impida que el lobby ejerza una gran influencia en la política. Israel y los integrantes de su lobby han hecho su propia “corporación” que, al igual que la industria petrolífera (o Chiquita Banana o Anaconda Copper, en otras áreas), es, de forma muy clara, un factor fundamental a la hora de manejar la política exterior de EEUU.

No se puede negar el intrincado entretejido del complejo industrial militar de EEUU con los intereses militares industriales de Israel. Chomsky admite que hay “mucha conformidad” entre la posición del lobby y el vínculo corporaciones–gobierno de EEUU y que es muy difícil desenredarlos. Pero, aunque trata de resaltar que EEUU es siempre el socio poderoso y sugiere que la parte israelí no hace más que apoyar lo que las industrias estadounidenses de armas, energía y financieras definen como intereses nacionales de EEUU, en la actualidad el enredo va mucho más allá de una relación entre iguales que la mera fortaleza de las dos partes podría sugerir. La “conformidad” apenas capta la magnitud de la relación.

Especialmente en el campo de batalla de la defensa, Israel y su lobby y la industria de armas estadounidense trabajan en equipo para fomentar sus combinados y muy compatibles intereses. Las relativamente pocas y muy poderosas y ricas familias que dominan la industria de las armas en Israel son precisamente las interesadas en presionar hacia políticas exteriores agresivamente militaristas de EEUU e Israel, como lo son los CEO [3] de las corporaciones de armas de EEUU y, según la globalización ha ido progresando, han conseguido que los lazos de propiedad conjunta y estrecha cooperación financiera y tecnológica entre las corporaciones de armas de los dos naciones crezcan aún más estrechamente.

De todas formas, las industrias militares de los dos países trabajan juntas en armonía y de forma discreta para un fin común. La relación es simbiótica y el lobby coopera con ahínco en mantenerla viva; los integrantes del lobby pueden llegar hasta muchos congresistas y decirles con toda credibilidad que si la ayuda a Israel se corta, se perderán miles de puestos de trabajo en la industria de armas en sus propios distritos. Eso es poder. El lobby no se limita a apoyar pasivamente los deseos del complejo industrial militar estadounidense. Está tratando de convencer de forma activa y con éxito absoluto, tanto en el Congreso como en la administración, para perpetuar la aceptación de una definición de “intereses nacionales” de EEUU que muchos estadounidenses se tragan, como le ocurre al mismo Chomsky.

Evidentemente, las ventajas de la relación van en ambas direcciones: Israel sirve a los intereses de las corporaciones estadounidenses al utilizar, y a menudo ayudar a desarrollar, las armas que la industria de EEUU produce, y EEUU sirve a los intereses israelíes proporcionando un flujo constante de equipamiento dotado de tecnología punta que mantiene la inmensa superioridad de Israel en la región. Pero simplemente porque EEUU se beneficie de esta relación no puede decirse que EEUU es el amo de Israel, o que Israel hace lo que EEUU le pide, o que el lobby, que ayuda a mantener esta alianza armada viva, no tiene un poder significativo. Está en la naturaleza de una simbiosis que beneficia a ambas partes y el lobby ha jugado claramente un papel inmenso en el mantenimiento de la interdependencia.

Los argumentos de la izquierda también tienden a ser demasiado conspirativos. Por ejemplo, Finkelstein describe una supuesta estrategia por la cual EEUU socava siempre la reconciliación árabo–israelí porque no quiere un Israel en paz con sus vecinos, ya que Israel perdería entonces su dependencia de EEUU y se convertiría en un apoderado menos fiable. “¿Qué utilidad”, se pregunta, “tendría para un Paul Wolfowitz un Israel viviendo pacíficamente con sus vecinos árabes y menos deseoso de llevar a cabo los deseos de EEUU?” Esto no sólo da a EEUU mucho más crédito de lo que nunca se mereció en un esquema estratégico a largo plazo y le supone capacidad para llevar a cabo una conspiración de ese calibre, sino que además da por sentada una cuestión muy importante que ni Filkelstein ni ningún otro crítico de izquierdas, en su tenaz esfuerzo por ajustar todos los desarrollos a sus tesis nunca examinan: ¿qué mandato de EEUU está cumpliendo Israel en la actualidad?

Aunque los críticos izquierdistas hablen de Israel como de una base desde la que se proyecta el poder estadounidense por todo Oriente Medio, no explican claramente cómo funciona eso. Cualquier valor estratégico que Israel tuviera para EEUU disminuyó drásticamente con el colapso de la Unión Soviética. Pueden creer que Israel mantiene los recursos petrolíferos de Arabia Saudí a salvo de los nacionalistas árabes o de los fundamentalistas musulmanes o de Rusia, pero esas ideas son muy cuestionables. Israel no nos hizo ningún bien en Líbano y EEUU hizo lo que Israel le mandó y se manejó muy mal, pero eso no puede significar que EEUU utilizara a Israel para proyectar su poder.

En Palestina, el mismo Finkelstein reconoce que EEUU no saca nada de la ocupación y los asentamientos israelíes, por esta misma razón no puede decirse que Israel esté cumpliendo el mandato de EEUU. (Con este reconocimiento, Finkelstein, quizá inconscientemente, socava de forma seria su estudio contra la importancia del lobby, a menos que crea de alguna manera que la ocupación tiene sólo una importancia incidental, en cuyo caso socava la tesis de gran parte del cuerpo de su obra.)

La posesión de los consejeros políticos

En medio del clamor levantado por el estudio de Mearsheimer–Walt, las críticas provenientes tanto de la derecha como de la izquierda han tratado de ignorar la lenta historia evolutiva de la política estadounidense hacia Oriente Medio y de las relaciones de EEUU con Israel. Los lazos con Israel, y anteriormente con el sionismo, se retrotraen a más de un siglo, son anteriores a la formación de un lobby y han permanecido firmes incluso en los períodos en que el lobby decayó. Pero es también verdad que el lobby ha mantenido y formalizado una relación que por lo demás se asienta en emociones y compromisos morales. Debido a que los vínculos con Israel, que datan de bastante antes del establecimiento formal de ese país, han ido desarrollándose de forma continua y constante, es importante resaltar que no hay un único punto destacable a partir del cual se pueda establecer, por ejemplo, cuándo Israel se ganó los afectos de EEUU, o cuándo empezó a ser considerado un activo estratégico, o cuándo el lobby se convirtió en parte integral de la política estadounidense.

Las críticas de la izquierda en el estudio del lobby señalan la administración Johnson como el principio de la alianza israelo–estadounidense, pero casi cada una de las administraciones anteriores a Johnson, hasta llegar a Woodrow Wilson, consideraron de forma especial la relación y todos podrían, con total justificación, declarar haber sido los progenitores del vínculo. Significativamente, en casi todos los casos, los políticos actuaron en la forma en que lo hicieron debido a la influencia de los integrantes del lobby pro–sionista o pro–israelí: Wilson no habría apoyado la empresa sionista con el alcance en que lo hizo si no hubiera sido por la influencia de colegas sionistas como Louis Brandeis; ni Roosevelt; Truman probablemente no habría apoyado tanto el establecimiento de un estado judío sin la fuerte influencia de sus muy pro–sionistas consejeros.

Tras la administración Johnson, la relación continuó también creciendo a pasos agigantados. El régimen Nixon–Kissinger podría declarar que ellos fueron la administración que cimentó la alianza a causa del incremento exponencial de la ayuda militar, que pasó de una media anual por año inferior a 50 millones de dólares en créditos militares a Israel durante los últimos años de la década de 1960 a una media de casi 400 millones de dólares y, al año siguiente al de la guerra de 1973, a 2.200 millones de dólares. No fue a costa de nada por lo que los israelíes apodaron informalmente a casi cada presidente desde Johnson, con las notables excepciones de Jimmy Carter y George Bush padre, como “el presidente más pro–israelí”; cada uno iba consiguiendo algún hito en el esfuerzo de agradar a Israel.

El vínculo entre Israel y EEUU se ha fundamentado siempre más en emociones fáciles que en las duras realidades de la estrategia política. Los académicos han descrito casi siempre esos lazos en unos términos espirituales que nunca se han aplicado a los lazos con otras naciones. Un académico palestino–francés describió la inclinación pro–israelí de EEUU como una “predisposición”, una inclinación natural que se antepone cualquier consideración basada en el interés o en el coste. Israel, expuso, forma parte del propio “ser” de la sociedad estadounidense y por tanto participa en su integridad y en su defensa. Esta no es meramente la perspectiva sesgada de un palestino. Otros académicos de inclinaciones políticas diversas han descrito una identidad cultural y espiritual similar: EEUU se identifica con el “estilo nacional” de Israel; Israel es esencial para el “florecimiento ideológico” de EEUU; cada país ha injertado en sí mismo la herencia del otro. Esto puede incluso aplicarse a los aspectos menos positivos de la herencia de cada nación. Consciente o inconscientemente, muchos israelíes ven, incluso hoy en día, la conquista estadounidense de los indios americanos como algo “bueno”, algo a emular y, lo que es peor, muchos estadounidenses se sienten, también en el momento actual, contentos de aceptar los “cumplidos” inherentes en el esfuerzo israelí por copiarnos.

Esta no es una relación ordinaria estado a estado, y el lobby no funciona como cualquier lobby ordinario. No es exagerado decir que el lobby no podría haber prosperado sin haber sido el huésped servicial que era y es, una serie de instancias políticas en EEUU que siempre han estado encerradas en un pensamiento enfocado hacia Israel y sus intereses y, al mismo tiempo, la política de EEUU hacia Oriente Medio no hubiera posiblemente permanecido tan singularmente centrada e inclinada hacia Israel si no hubiera sido por el lobby. Una cosa es cierta: con las posibles excepciones de las administraciones de Carter y el primero de los Bush, la relación se ha ido haciendo cada vez más estrecha y más sólida con cada nueva administración, con una correlación casi exacta entre el crecimiento en tamaño y presupuesto y la influencia política del lobby pro–Israel.

Todas las críticas que han estudiado el lobby han fracasado a la hora de fijarse en un punto crítico durante la administración Reagan, el del desastre en Líbano, momento a partir del cual se puede decir de forma razonable que la política sufrió un vuelco desde una situación en la que EEUU era con más frecuencia el agente controlador de la relación a una en la que Israel y sus partidarios en EEUU determinaron cada vez más el curso y el ritmo de los desarrollos. El organizado lobby, es decir el AIPAC [4] y las diversas organizaciones formales judías estadounidenses, se convirtieron realmente en tales durante los años de Reagan, con una expansión masiva de sus miembros, presupuestos, actividades de propaganda y contactos dentro del Congreso y del gobierno, y fue consolidando su poder e influencia durante el último cuarto del pasado siglo, por eso actualmente el definido en términos generales como lobby, incluidos todos aquellos que trabajan para Israel, se ha convertido en parte integral de la sociedad estadounidense y de la política de EEUU.

La situación durante la administración Reagan demuestra muy claramente la estrechez del vínculo. Los sucesos de esos años ilustran cómo en EEUU un pensamiento ya muy enfocado hacia Israel, que se estuvo desarrollando durante décadas, se transformó en una relación concreta e institucionalizada con ese país mediante los buenos oficios de los partidarios y agentes de Israel en EEUU.

El evento seminal en el crecimiento del AIPAC y del lobby organizado fue la batalla ante la venta de aviones AWACS propuesta por la administración a Arabia Saudí en 1981, el primer año de Reagan en el poder. De forma paradójica, aunque el AIPC perdió esta batalla en una lucha frontal con Reagan y la administración, y la venta a los saudíes se llevó a cabo, el AIPAC y el lobby ganaron la guerra en última instancia en el terreno de la influencia. Reagan estaba decidido a que la venta se realizara; consideraba la transacción como una parte importante de un intento mal concebido de construir un consenso árabe–israelí en Oriente Medio en oposición a la Unión Soviética y, lo que quizá era incluso más importante, veía la batalla en el Congreso como una prueba de su propio prestigio. Al ganar la batalla, demostró que cualquier administración, al menos hasta ese punto, podría ejercer suficiente presión para sacar adelante una cuestión a la que se oponía Israel a través del Congreso, pero la batalla demostró también cuán agotadora y políticamente costosa una lucha de ese calibre podía llegar a ser, y nadie alrededor de Reagan deseó verse metido de nuevo en una historia semejante. En realidad, a pesar de que el AIPAC perdió, la lucha mostró precisamente hasta qué punto el lobby limitaba la libertad de un político, incluso más que hace veinte años, en cualquier operación que afectara a Israel.

El embrollo de los AWACS galvanizó al AIPAC para lanzarse a la acción, y precisamente en el momento en que la administración se sentía hundida por agotamiento, y con un dirigente agresivo y enérgico, el anterior asistente del Congreso Thomas Dine, el AIPAC cuadruplicó su presupuesto, incrementó inmensamente sus bases de apoyo, y expandió enormemente sus esfuerzos propagandísticos. Además de esto último, quizá se consiguió el logro más importante cuando Dine estableció una unidad de análisis dentro del AIPAC que publicaba análisis en profundidad y documentos de toma de posición para congresistas y consejeros políticos. Dine creía que cualquiera que pudiera proporcionar a los consejeros políticos libros y documentos centrados en el valor estratégico de Israel para EEUU “poseería” de hecho a los consejeros políticos.

Con el poder e influencia crecientes del lobby, y tras la debacle de EEUU en Líbano que empezó con la invasión israelí de ese país en 1982 y terminó para EEUU con la retirada de su contingente de marines a principios de 1984, después de que los marines se hubieran implicado en los combates para proteger a las fuerzas invasoras israelíes y 241 militares estadounidenses murieran en un atentado con camión bomba, la administración Reagan puso, de hecho, en manos de Israel y de sus partidarios estadounidenses las iniciativas políticas sobre Oriente Medio.

Israel y sus agentes empezaron, con sorprendente presuntuosidad, a quejarse de que el fracaso de EEUU a la hora de limpiar el Líbano estaba interfiriendo allí con sus propios planes y como la arrogancia de Reagan y compañía estaba en sus estertores finales, con una asombrosa lógica retorcida, defendieron que el único camino para restaurar la estabilidad era mediante una alianza más estrecha con Israel. Como resultado, en el otoño de 1983, Reagan envió una delegación a pedir a los israelíes lazos estratégicos más estrechos, y poco después se forjó una alianza formal estratégica con Israel con la firma de un “memorandum de entendimiento sobre cooperación estratégica”. En 1987, EEUU nombró a Israel “aliado importante fuera de la OTAN”, dándole así acceso a la tecnología militar que no podría conseguir de otra forma. El planteamiento de pedir concesiones a Israel a cambio de ese estatus preferente, por ejemplo que se moderara un tanto en la construcción de asentamientos en Cisjordania, fue expresamente rechazado. Los EEUU sencilla, deliberada y abyectamente, se batieron en retirada hasta llegar a la inactividad política, dejando a Israel a su libre albedrío para que hiciera lo que se le antojara y de la forma en que le viniera en gana en Oriente Medio y, particularmente, en los territorios palestinos ocupados.

Incluso Israel, según se cuenta, se sorprendió por esa prueba de la incapacidad de EEUU para ver más allá de los intereses israelíes. El Primer Ministro Menachem Begin había intentado desde los comienzos de la administración Carter promocionar la idea de que Israel podía ser un activo estratégico para EEUU durante la Guerra Fría pero, debido a que Israel no desempeñaba un papel estratégico importante para EEUU y era, en muchos sentidos, un incordio más que un activo, Carter nunca prestó mucha atención a las propuestas israelíes. Begin temía que el compromiso moral y emocional de EEUU con Israel podría, en última instancia, no ser suficiente para mantener la relación durante posibles tiempos difíciles y por eso intentaba presentar a Israel como un aliado estratégicamente indispensable y una buena inversión para la seguridad de EEUU, un movimiento que cambiaría esencialmente los papeles de las dos naciones, alterando la relación desde el endeudamiento de Israel hacia EEUU a otra por la cual EEUU estaba en deuda con Israel debido a su papel estratégico vital.

Carter no se lo tragó, pero la idea de una cooperación estratégica germinó en Israel y entre sus partidarios en EEUU hasta que llegó el momento oportuno durante la administración Reagan. Cuando finalizó el lío del Líbano, la idea de que EEUU necesitaba de la amistad de Israel estaba tan asumida entre los reaganitas que, como un anterior ayudante de la seguridad nacional observó con una impresionante inversión de la lógica, empezaron a considerar establecer lazos estratégicos más estrechos como medio necesario para “restaurar la confianza israelí en la fiabilidad estadounidense”. El Secretario de Estado George Shultz escribió años más tarde en sus memorias sobre la necesidad de EEUU “de levantar los albatros del Líbano desde el cuello de Israel”. Recuerden, ya que Shultz no fue capaz de recordarlo, que la deuda aquí era precisamente de Israel: Israel puso los albatros alrededor de su propio cuello y EEUU tropezó en Líbano después de Israel y no al revés.

El AIPAC y los neo–cons que aumentaron su poder durante los años de Reagan jugaron un papel importante en la construcción de la alianza estratégica. Especialmente el AIPAC se convirtió, desde mediados de la década de 1980, en socio, en cualquier sentido de la palabra, de EEUU a la hora de forjar la política de Oriente Medio. Se plasmaba la visión de Thomas Dine de “poseer” a los políticos facilitándoles documentos de posición destinados a que los intereses de Israel marcharan a pleno rendimiento. En 1984, el AIPAC se convirtió en un think tank, el Washington Institute for Near East Policy, que sigue siendo uno de los think tanks más importantes de Washington y que ha metido sus análisis en los trabajos políticos de varias administraciones. Dennis Ross, el antiguo consejero para Oriente Medio en las administraciones de George H.W. Bush y de Bill Clinton, provenía del Washington Institute y allí volvió cuando salió del gobierno. Martin Indyk, el primer director del Instituto, entró desde allí con un puesto de consejero experto en la administración Clinton.

En la actualidad, John Hannah, que ha servido en el gabinete de seguridad nacional del Vicepresidente Cheney desde 2001 y al que le sucedió Lewis Libby el pasado año como director consejero de seguridad nacional, proviene del Instituto. El AIPAC también continúa haciendo sus propios análisis además de los del Washington Institute. Un reciente perfil, aparecido en el Washington Post, de Steven Rosen, el anterior analista experto del AIPAC en política exterior que está a punto de ser sometido a juicio junto a un colega por recibir y pasar a Israel información reservada [5], apuntó que hace dos décadas Rosen empezó a realizar prácticas de influencia también en la rama ejecutiva, en vez de concentrarse simplemente en el Congreso, como medio, según las palabras del artículo del Post, de “alterar la política exterior estadounidense” al “influir en el gobierno desde dentro”. Con el paso de los años, “tuvo mucho que ver en la puesta en marcha de varias políticas que favorecían a Israel”.

En los años de Reagan, los documentos de toma de posición del AIPAC fueron especialmente bienvenidos en una administración que ya más o menos estaba convencida del valor estratégico de Israel y obsesionada con impedir el avance soviético. A fin de asegurar la travesía, los consejeros políticos empezaron a negociar con el AIPAC antes de presentar legislación en el Congreso, y éste también consultaba al lobby sobre la legislación pendiente. El Congreso abrazó gustosamente casi todas las iniciativas políticas propuestas por el lobby y empezó a depender de la información del AIPAC en todos los temas referidos a Oriente Medio.

La estrecha cooperación entre la administración y el AIPAC empezó pronto a ahogar el discurso dentro de la burocracia. Los expertos en Oriente Medio en el Departamento de Estado y en otras agencias del gobierno tenían casi completamente anulada la capacidad de decisión, y funcionarios de diversas instancias del gobierno empezaron a mostrarse cada vez más renuentes a la hora de proponer políticas o lanzar análisis que pudieran provocar la oposición del AIPAC o del Congreso. Un funcionario anónimo se quejó de que “muchos análisis reales ni siquiera salen de las mesas de la gente por temor a lo que el lobby pueda hacer”; estaba hablando con el corresponsal del New York Times, porque de otra manera sus quejas hubieran caído en saco roto.

Este tipo de influencia dominante, una convulsión en el discurso interno así como en los consejos políticos externos, no necesita la clase de decisiones limpias y concretas a favor de Israel en el Despacho Oval que David Gergen inocentemente pensó que habría presenciado si el lobby tuviera alguna influencia real. Ese tipo de influencias, que utilizan la persuasión amistosa, además de la presión directa necesaria, con una amplia gama de consejeros políticos, legisladores, comentaristas de los medios y activistas de base para dar una impresión en todo el espectro, no puede definirse en términos de reducidos mandatos políticos concretos, pero se convierte en un pensamiento inmutable que no se puede desafiar, en un entorno sentimental que restringe el debate, que limita el pensamiento y que determina acciones y políticas como seguramente no podría hacer ningún mando superior.

Cuando los partidarios de Israel, los miembros de sus lobbys en EEUU se convierten en una parte integrante del aparato político, como han hecho especialmente desde los años de Reagan y como claramente han estado haciendo durante la actual administración Bush, no hay forma de separar los intereses del lobby de las políticas estadounidenses. Además, debido a que los objetivos estratégicos de Israel en la región están más claramente definidos y son más urgentes que los de EEUU, son los intereses de Israel los que dominan muy a menudo.

El mismo Chomsky reconoce que el lobby juega un papel importante a la hora de moldear un entorno político en el que el apoyo hacia Israel se convierte en algo automático e incuestionable. Incluso Chomsky cree que lo que él denomina como clase política intelectual es un componente fundamental, y quizá el más influyente, del lobby, porque estas elites determinan la información y la configuración de las noticias en los medios y en el sector académico. Por otra parte, sostiene que debido a que el lobby ya incluye a la mayor parte de esa clase política intelectual, la tesis del poder del lobby “pierde gran parte de su contenido”. Pero, por el contrario, justo este hecho podría probar ese punto, no lo socava. El hecho de la penetración del lobby, lejos de reducir su poder, magnifica su importancia hasta extremos incontrolables.

Efectivamente, este es el quid de todo el debate. Precisamente es una de las capacidades del lobby continuar formando y moldeando el pensamiento y, lo que es quizá más importante, inculcando el temor a las desviaciones, que hace que esa clase política intelectual se una con la firme determinación de trabajar para Israel. ¿No hay un impacto fuerte en la política hacia Oriente Medio cuando, por ejemplo, el lobby tiene poder para forzar la derrota electoral de congresistas de larga trayectoria como ocurrió con el Representante Paul Findley en 1982 y el Senador Charles Percy en 1984, tras desviarse ambos de lo políticamente correcto al manifestarse a favor de la negociación con la OLP?

El AIPAC alardeó abiertamente de haber derrotado a ambos hombres, ambos republicanos que sirvieron durante la administración del republicano Reagan, que habían estado en el Congreso durante 22 y 18 años, respectivamente. De forma similar, ¿no tiene un impacto inmenso en la política el silencio de los medios acerca de las represivas medidas de Israel en los territorios ocupados, así como los concertados, y abiertamente reconocidos, esfuerzos de virtualmente todas las organizaciones pro–israelíes en EEUU para suprimir la información y anular el debate sobre el conflicto palestino–israelí? En la actualidad, incluso los más francos anfitriones y comentaristas de las radios de izquierdas, tales como Randi Rhodes, Mike Mally y ahora Cindy Sheehan, casi siempre evitan hablar y escribir sobre esta cuestión.

¿No tiene un impacto inmenso sobre la política el esfuerzo masivo llevado a cabo por el AIPAC, el Washington Institute y una miríada de otras organizaciones similares que dan de comer con cucharilla información selectiva y análisis escritos a políticos y congresistas sólo desde la perspectiva de Israel? Al final, incluso Chomsky y Finkelstein reconocen el poder del lobby al suprimir la discusión y el debate sobre la política hacia Oriente Medio. La movilización de la opinión pública, escribe Finkelstein, “puede tener un impacto real en la forma de actuar políticamente y es por eso por lo que el Lobby invierte tanta energía en suprimir la discusión”. Es difícil leer una exposición de opiniones, tan sólo se puede encontrar cierto reconocimiento sonoro del poder principal y masivo del lobby a la hora de controlar el discurso y a la hora de controlar las acciones políticas respecto a los problemas más importantes de Oriente Medio.

Intereses intercambiables

El problema principal del análisis de los críticos de la izquierda es que es demasiado rígido. No hay duda que Israel ha servido a los intereses del gobierno estadounidense y del complejo industrial militar en muchas zonas del mundo ayudando, por ejemplo, a algunos de los regímenes derechistas de América Central, burlando los embargos comerciales y de armas contra el apartheid de Sudáfrica y China (hasta que los neo–cons le cerraron el grifo a China y, en un extraña discrepancia con Israel, le obligaron a ponerle fin), y ayudando durante la Guerra Fría, al menos indirectamente, a mantener controlado el radicalismo árabe. No hay duda también de que, sin importar qué partido esté en el poder, EEUUU ha ido desarrollando también durante décadas una agenda política global y comercial esencialmente conservadora en zonas lejanas de Oriente Medio, sin referencias con Israel o con el lobby. EEUU desalojó del poder a Mossadegh en Irán, a Arbenz en Guatemala y a Allende en Chile, además de otros muchos, en función de sus propios objetivos políticos y corporativos, como las críticas de izquierda señalan, y no utilizó a Israel.

Pero esos hechos no minimizan el poder que el lobby ha ejercido en innumerables instancias a lo largo de décadas, y especialmente en los últimos años, para meter a EEUU en situaciones que Israel inició, en cuya planificación EEUU no había tenido arte ni parte y que dañaron, tanto por separado como acumulativamente, los intereses estadounidenses. Uno/a sólo necesita preguntarse si se habrían adoptado esas políticas concretas en ausencia de presiones por parte de algunas organizaciones o personas influyentes que trabajaban en nombre de Israel para ver cuán a menudo Israel o sus partidarios en EEUU, más que los propios EEUU o incluso las corporaciones estadounidenses, fueron quienes iniciaron esas políticas. Las respuestas proporcionan evidencias claras de que el lobby, en la amplia definición que le dieron Mearsheimer y Walt, jugó un papel fundamental y cada vez más influyente, según iban transcurriendo las décadas, en la forma de hacer política.

Por ejemplo, ¿habría ayudado tanto Harry Truman al establecimiento de Israel como estado judío si no hubiera estado tan presionado por quienes eran entonces un grupo muy impreciso de fuertes sionistas con influencia considerable en los círculos políticos? Puede argumentarse de forma razonable que entra dentro de lo posible que no hubiera apoyado en absoluto la estatalidad judía, e incluso que lo más probable hubiera sido que sus propios consejeros en la Casa Blanca, todos ellos firmes partidarios sionistas, no hubieran convencido a las Naciones Unidas, en 1947, para asegurar el voto a favor de la partición de Palestina si esos miembros del lobby no hubieran formado parte del círculo político de Truman.

El mismo Truman no apoyaba inicialmente la idea de fundar un estado basado en una religión, y todas las agencias de la seguridad nacional del gobierno, civiles y militares, se opusieron firmemente a la partición de Palestina ante el temor a que ese hecho condujera a una guerra en la cual los EEUU podrían tener que intervenir, que serviría para fortalecer la posición soviética en Oriente Medio y haría peligrar los intereses petrolíferos estadounidenses en la zona. Pero incluso frente a esta oposición unida en el propio interior de su gobierno, Truman se encontró con que las presiones de los sionistas entre sus más cercanos consejeros y entre amigos influyentes de la administración y del Partido Demócrata eran demasiado abrumadoras para poder resistir sin ceder.

En cada administración presidencial se han planteado cuestiones como ésta. Por ejemplo, ¿habría abandonado Jimmy Carter su búsqueda de una solución para el problema palestino si el lobby israelí no le hubiera presionado de la forma tan intensa en que lo hizo? Carter fue el primer presidente en reconocer la necesidad palestina de tener algún tipo de “patria”, como la calificó, e hizo numerosos esfuerzos para llevar a los palestinos a un proceso de negociación y también trató de detener las construcciones de asentamientos por parte de Israel, pero la oposición de Israel y las presiones del lobby fueron tan fuertes que al final acabó harto y derrotado.

Es también imposible imaginar a EEUU apoyando las acciones de Israel en los territorios palestinos ocupados sin las presiones del lobby. Esas acciones no benefician ningún interés nacional estadounidense, incluso en la propia óptica miope de EEUU de apoyo a la espantosamente opresiva política israelí desplegada en Cisjordania y Gaza; además, ese apoyo implica peligrosas responsabilidades. Como Mearsheimer y Walt señalan, la mayoría de las elites extranjeras consideran la tolerancia estadounidense de la represión israelí como “moralmente obtusa y una desventaja en la guerra contra el terrorismo”, y esa tolerancia supone precisamente una causa importante a la hora de generar más terrorismo, tanto contra EEUU como contra Occidente.

El impulso para la opresión contra los palestinos viene y ha venido siempre, claramente, de Israel y no de EEUU y el ímpetu para apoyar a Israel y facilitar esa opresión ha venido, de forma evidente y directa, del lobby, que hace todo lo posible para justificar la ocupación y defender, en su nombre, las políticas que ejecuta Israel.

Es tentador, y no está en absoluto fuera de lo posible, imaginar a Bill Clinton forjando un acuerdo de paz final palestino–israelí si no hubiera sido por la influencia de sus notablemente pro–Israel consejeros. En la época en que Clinton subió al poder, el lobby se había convertido ya en parte del aparato político en las personas de los partidarios israelíes Dennis Ross y Martin Indyk, quienes entraron al servicio del gobierno desde organizaciones del lobby. Asimismo, al final de la administración Clinton, ambos volvieron a las organizaciones que defienden a Israel: Ross al Washington Institute e Indyk al Brooking Institutions’s Saban Center for Middle East Policy, que está financiado por un benefactor notablemente pro israelí que le da nombre.

El alcance de la infiltración del lobby en los consejos políticos de gobierno durante la actual administración Bush no tuvo nunca precedentes similares. Algunos de los críticos de izquierda descartan que los neo–cons tengan lealtad alguna con Israel; Finkelstein piensa que resulta ingenuo atribuirles cualquier convicción ideológica, y Zunes afirma que no les interesa beneficiar a Israel porque no son judíos religiosos (como si sólo a los religiosos judíos les preocupara Israel). Sencillamente, ignoran la realidad al negar los muy estrechos lazos de los neo–cons, tanto ideológicos como pragmáticos, con el ala derechista de Israel.

Tanto Finkelstein como Zunes fracasan de forma manifiesta al no mencionar que el documento estratégico que varios neo–cons escribieron a mediados de la década de 1990 para un primer ministro israelí, contenía un plan para atacar Iraq, plan que esos mismos neo–cons llevaron a cabo más tarde una vez que Bush se hizo con la administración. La estrategia se diseñó tanto para asegurar el dominio regional israelí en Oriente Medio como para aumentar la hegemonía global de EEUU. Uno de esos autores, David Wurmser, permanece en el gobierno como consejero para Oriente Medio de Cheney, uno entre tantos miembros del lobby en el interior del gallinero.

El plan, lanzado abiertamente a bombo y platillo y pulido por los neo–cons, destinado a transformar Oriente Medio derrocando a Saddam Husein, en la idea, abiertamente vendida también, de que el camino a la paz en el conflicto palestino–israelí pasaba por Bagdad, nació de la preocupación primordial de los neo–cons por Israel. Tanto Finkelstein como Zunes fallan también a la hora de advertir la larga relación de apoyos prestados que casi todos los neo–cons, en nombre de Israel (Paul Wolfowitz, Richard Perle, Douglas Feith, David Wurmser, Elliott Abrams, John Bolton y sus animadores en las líneas laterales, tales como William Bristol, Robert Kagan, Norman Podhoretz, Jeane Kirkpatrick, y numerosos think tanks derechistas pro–israelíes en Washington), han acumulado durante años. El hecho de que estos individuos y organizaciones sean todos también partidarios de la hegemonía global estadounidense no disminuye sus lealtades hacia Israel o su deseo de asegurar la hegemonía regional israelí en alianza con Estados Unidos.

La proclamada intercambiabilidad de los intereses estadounidenses e israelíes, y el hecho de que ciertos individuos cuyo objetivo fundamental es hacer progresar los intereses de Israel residan ahora dentro de los consejos de gobierno, prueban la verdad de la conclusión principal de Mearsheimer–Walt de que lobby ha logrado convencer a la mayor parte de los estadounidenses que, contrariamente a la realidad, hay una identidad esencial entre los intereses de EEUU y de Israel y que el lobby ha triunfado por esta razón al forjar una relación de una intimidad sin igual. El “impulso global de la política” hacia Oriente Medio, observan con mucha precisión, es “casi enteramente” atribuible a las actividades del lobby. El hecho de que EEUU actúe en ocasiones con independencia de Israel en zonas fuera de Oriente Medio, y que Israel sirva en alguna ocasión a los intereses de EEUU más que al revés, no invalida la importancia de esa conclusión.

La tragedia de la situación actual estriba en que separar los intereses israelíes de los supuestos intereses estadounidenses –no de los que deberían ser realmente los intereses nacionales estadounidenses– se ha convertido en algo imposible debido a los propios “intereses nacionales” egoístas y autodefinidos del complejo militar–político–corporativo que domina la administración Bush, el Congreso y los dos principales partidos políticos. Los grupos específicos que dominan ahora el gobierno de EEUU son las industrias globalizadas financieras, armamentísticas y energéticas, y todos los establecimientos militares de los grupos en EEUU y en Israel que literalmente tienen totalmente secuestrado al gobierno y han eliminado de él la mayor parte de los vestigios de democracia.

Esta convergencia de “intereses” manipulados tiene profundos efectos en las opciones políticas de EEUU en Oriente Medio. Cuando un gobierno es incapaz de distinguir entre sus propias necesidades reales y las de otro estado, ya no se puede seguir diciendo que actúa siempre en nombre de aquéllas o que no daña con frecuencia de forma grave sus propios intereses. Si una nación define sus opciones en función de las demandas de otra nación, el sistema de estado–nación soberano ha desaparecido. Aceptar una convergencia de intereses israelíes y estadounidenses significa que EEUU nunca podrá actuar en nombre propio, nunca examinará sus políticas y actuaciones completamente desde la posición de defender sus propios intereses a largo plazo y, por tanto, nunca sabrá por qué está ideando y poniendo en práctica una determinada política. El fracaso a la hora de reconocer esta realidad es donde los críticos de izquierdas subestiman el poder del lobby y es especialmente peligrosa su aceptación de la política estadounidense en Oriente Medio como mera parte inmutable de la estrategia de siempre.


N. de la T.:

[1] verboten: en lengua alemana en el texto original, significa prohibido.

[2] Sobre la publicación de ese libro, véase:

http://www.easycarts.net/ecarts/CounterPunch/CP_Books.html

[3] CEO: Chief Executive Officer: presidente ejecutivo.

[4] AIPAC: American Israeli Public Affairs Committee

[5] Véase en Rebelión el artículo de James Petras “La tiranía de Israel sobre EEUU”:

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=26238

[1].– Kathleen Christison era anteriormente analista política de la CIA y lleva trabajando 30 años en temas de Oriente Medio. Es autora de Perceptions of Palestine y The Wound of Dispossession. Bill Christison es un antiguo funcionario de la CIA. Trabajó como oficial nacional de inteligencia y como director de la Oficina de la CIA de Análisis Regional y Político. Ha colaborado en Imperial Crusades, un libro de CounterPunch sobre las guerras de Iraq y Afganistán. Se puede contactar con ambos en: kathy.bill@christison–santafe.com. Sinfo Fernández es miembro del colectivo de Rebelión.