¿Es
bueno Israel para los judíos?
Por
Norman Birnbaum El País, Madrid / Jerusalemites.org, 15/08/06
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Los ciudadanos
estadounidenses de origen judío podemos estar seguros de que
numerosas organizaciones judías dicen hablar en nuestro nombre sin
que nadie se lo haya pedido. También podemos estar seguros de que, si
discrepamos del artículo de fe fundamental de la comunidad judía en
EE UU –que Israel no se equivoca nunca–, nos machacan. Cuando
nuestros compatriotas gentiles expresan algunas dudas, se les acusa de
antisemitismo. A los que somos judíos se nos acusa de odiarnos a
nosotros mismos. ¿Es posible que la obligación suprema de los judíos
estadounidenses sea utilizar nuestra considerable influencia para
lograr que la política de Estados Unidos coincida con la de Israel?
Las organizaciones
judías nos dicen que no existe ningún conflicto de lealtades o
responsabilidades: ambos países comparten unos valores y unos
objetivos comunes. Se trata de una frase absurda, pero el hecho de que
se repita contradice un estereotipo sobre los judíos: nuestra
supuesta inteligencia. Suele ir acompañada de la afirmación de que
no hay ningún grupo de presión israelí, sólo ciudadanos
estadounidenses que expresan de forma espontánea unas opiniones a sus
representantes electos y al Gobierno.
La fructífera campaña
del lobby israelí, coordinada con la embajada de Israel, para
convencer al Congreso de que respalde la decisión de la Casa Blanca
de dar carta blanca a Israel en Líbano, se puede interpretar como un
epílogo involuntario de otra campaña. Esta primavera, los profesores
John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, y Stephen Walt, de
Harvard, publicaron en The London Review of Books y en un trabajo de
la Escuela de Gobierno J. F. Kennedy un análisis del "poder
absoluto" que ejercen sobre la política de Estados Unidos los
defensores incondicionales de Israel. Éstos reaccionaron con sonoras
denuncias en las que tacharon a los autores de perversamente
antisemitas o (en las críticas más suaves) intelectualmente
incompetentes.
La asimilación de
los inmigrantes judíos de Europa del Este (entre ellos, mi abuelo)
que llegaron a finales del siglo XIX y principios del XX ha cambiado
enormemente sus posiciones. Hoy en día, con judíos que destacan en
los negocios y las finanzas, las artes y las profesiones, la ciencia y
la educación, los medios de comunicación y la política, se ha
olvidado cuánto antisemitismo declarado había en EE UU hace sólo 50
años, tanto en las capas más altas de la sociedad como en sus
rincones más oscuros. Del lado gentil, el sentimiento de culpa por el
Holocausto y el filosemitismo del protestantismo calvinista
norteamericano hicieron que los judíos empezaran a ser aceptables.
Asimismo, la idea de los puritanos del siglo XVII de que América era
un nuevo Israel preparó el terreno para que sus descendientes
consideraran el Estado de Israel como una nación hermanada espiritual
y políticamente con la nuestra.
Mientras tanto, el
ascenso económico y la aceptación social de los judíos
estadounidenses es un triunfo tanto colectivo como social. La verdad
es que la idea de que Estados Unidos es una cultura totalmente
individualista es simplista; los avances sociales son obra de grupos
étnicos y religiosos muy organizados. Los judíos han sabido utilizar
muy bien su ascenso desde su condición de trabajadores inmigrantes y
vendedores callejeros hasta ejecutivos de Wall Street y rectores de
universidades para lograr no sólo la integración en el país, sino
un gran poder político y cultural.
La capacidad de
disfrutar de nuestro éxito se ha visto disminuida por la mala
conciencia de no haber podido ayudar a los judíos europeos durante el
Holocausto. Esa experiencia, junto al recuerdo imborrable del
genocidio, es un factor importantísimo en la identidad de los judíos
estadounidenses, que hoy está centrada en la defensa incondicional
del Estado de Israel. Muchos de ellos consideran que a Jehovah, por
supuesto, hay que oírle con respeto, pero que los primeros ministros
y jefes de gabinete de Israel hablan directamente en nombre del Señor
de los Ejércitos.
La clase dirigente
norteamericana agradece el compromiso de los judíos con Israel.
Durante la Guerra Fría y su derivación bastarda, la guerra contra el
terror, Israel ha servido los intereses de Estados Unidos en Oriente
Próximo. Y la transformación de un grupo importante de
comentaristas, intelectuales y estudiosos judíos que antes se
mostraban críticos y propugnaban valores universales y ahora
defienden la superioridad moral y el dominio mundial de Estados
Unidos, ha sido muy conveniente para nuestros líderes y ha ofrecido
trabajos lucrativos a los oportunistas.
Ahora bien, ¿es
bueno todo esto para los judíos? El hecho de que Israel dé por
sentado el papel de EE UU como policía en Oriente Próximo no
garantiza, desde luego, la supervivencia del Estado israelí. La tan
celebrada "asociación estratégica" no es necesariamente
permanente. Si los dirigentes estadounidenses decidieran que unos
intereses estratégicos más generales imponen la necesidad de sujetar
o incluso abandonar a Israel, no dudarían en hacerlo. A las protestas
de los judíos estadounidenses se respondería evocando la cuestión
de la doble lealtad, sobre la que los líderes judíos son ahora tan
complacientes.
Los judíos
estadounidenses quizá harían mejor servicio a los israelíes si
evitaran la identificación total con Israel y asumieran una postura más
reflexiva. Jerusalén ha cambiado de manos decenas de veces desde la
conquista romana. Las políticas de Israel, que combinan la brutalidad
y el desprecio hacia los árabes, suscitarán otro cambio, y más bien
pronto. Se suponía que el Estado judío tenía que proteger a la diáspora,
pero ahora es la diáspora la que protege al Estado judío. Sin
embargo, la diáspora estadounidense ha superado ya sus límites. Su
capacidad de ayudar indefinidamente a Israel es discutible.
En EE UU, los
principales aliados de los judíos solían ser los protestantes
liberales, los católicos modernos, cuyo máximo triunfo fue el
Concilio Vaticano II, y los progresistas laicos. Ahora, los judíos
están aliados con otros que no hace mucho eran antisemitas
encarnizados. Los protestantes fundamentalistas piensan que la creación
de Israel significa que la conversión de los judíos es inminente. ¿Y
si los fundamentalistas exigen a los judíos estadounidenses que
adelanten el final de los tiempos y empiecen ya a convertirse? Algunos
han acogido la crisis de Líbano como el comienzo del Apocalipsis.
Mientras tanto, luchan contra el pluralismo de la esfera pública, que
es indispensable para que los judíos posean derechos permanentes en
nuestro país.
Estados Unidos corre
peligro de convertirse en una nación que no se defina por la ciudadanía,
sino por las conexiones entre comunidades étnicas y religiosas en
apuros a las que une un imposible proyecto de dominar el mundo. ¿Podrán
los premios Nobel y la habilidad para los negocios, además de las imágenes
bíblicas del siglo XVII según las cuales América era un nuevo
Israel, proteger a la minoría judía a medida que se desintegre
nuestro proyecto imperial? Ese final podría engendrar unas tensiones
internas que desemboquen en una nueva corriente de antisemitismo.
En el New Deal de F.
D. Roosevelt y la Great Society de Johnson, los judíos tuvieron un
papel importante dentro de las alianzas para reconstruir la sociedad.
Volver a dirigir las energías judías hacia esos proyectos es una
forma más eficaz de asegurar la supervivencia de los judíos
estadounidenses que formar coaliciones con quienes rechazan las raíces
de nuestro país en la Ilustración. E, indirectamente, puede ser
también muy beneficioso para Israel: un Estados Unidos con una visión
más realista de sí mismo sería más mesurado respecto a su papel en
el mundo y tendría una opinión más equilibrada sobre sus
responsabilidades.
La imparcialidad en
Oriente Próximo no perjudicaría a Israel sino que le ayudaría, al
reducir la agresividad y el militarismo que dominan hoy la cultura política
israelí. El otro día, un general israelí hizo una valoración de
largo alcance al declarar que Israel lleva en guerra 6.000 años.
Tanto la población actual de Israel como los pueblos vecinos preferirían
empezar los próximos 6.000 años con unos decenios de paz.
Estados Unidos podría
ayudar empleando su gran influencia y sus recursos para obligar a
Israel a reanudar unas negociaciones serias con los palestinos. La
belicosidad de muchos judíos norteamericanos por persona interpuesta
es destructiva. La historia no juzgará con benevolencia a quienes la
fomentan.
La obsesión de los
judíos estadounidenses con Israel como centro de su vida no estaba
tan clara en las primeras décadas de existencia del Estado israelí.
De hecho, los dirigentes de la comunidad judía dijeron a los israelíes
que la patria de los judíos estadounidenses era Estados Unidos, y no
Israel. Lo curioso es que, a medida que el Holocausto se aleja más en
el tiempo, su presencia en la imaginación de los judíos, tanto en
Estados Unidos como en Israel, parece aumentar y revivir toda una
serie de fantasmas.
Ha llegado el momento
de hacer una valoración más seria de las dimensiones históricas del
presente. Eso solo ya es suficientemente difícil.
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Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho
de la Universidad de Georgetown, EEUU.
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