Los
gulags de Estados Unidos
Por
Tom Engelhardt Sin Permiso,
08/10/06
Traducción
de Daniel Escribano
El pasado mes
de agosto se desalojó un lugar de vergüenza compartida por Saddam
Hussein y George W. Bush. La cárcel de Abu Ghraib es el lugar en que
los funcionarios de Saddam torturaban (y a veces asesinaban) a muchos
de los enemigos de su régimen, tal y como han revelado muchas series
de célebres fotografías digitales, cometiendo lo que la prensa
estadounidense aún gusta de llamar abusos sobre los presos. Ahora no
hay presos de los que abusar y la propia cárcel se devolverá al
gobierno iraquí, bien para convertirla en museo, bien para que siga
siendo una cárcel para otro régimen cuyo trato a los presos sea
realmente horrible. El desalojo fue interpretado claramente como un
momento redentorio o, como sugería Nancy A. Youssef en el McClatchy
Newspapers, un «mojón» de una enorme estructura. Después de
que toda la mala prensa golpeara cada vez más al «prestigio»
americano en todo el mundo, Abu Ghraib finalmente se había acabado.
Evidentemente,
los presos, que estaban en ella generalmente sin cargos y sin acceso a
los tribunales iraquíes, no quedaron precisamente en libertad. Antes
bien, se redistribuyó a más de 3.000 en otras dos cárceles
estadounidenses, Camp Bucca, al sur de Irak, y Camp Cropper, en la
enorme base adyacente al Aeropuerto Internacional de Bagdad, una vez
destinada a presos de «alto valor» como Saddam Hussein y la cúpula
de oficiales de su régimen.
El propio
Camp Cropper constituye una historia interesante, pero con un
problema: mientras que el desalojo de Abu Ghraib fue motivo de noticia
en todas partes, la saturación de Camp Cropper no produjo noticia de
tipo alguno. Y todavía resulta que Camp Cropper, que empezó como un
puñado de tiendas de campaña, se ha convertido en una cárcel «puntera»
de 60 millones de dólares. La ampliación del escenario desde 2004 ha
acabado recientemente y apenas se ha escrito sobre ello. No tenemos
una idea real de en qué consiste o qué parece, a pesar de ser uno de
los escasos lugares de Irak que un reportero americano puede visitar
seguro, ya que está en una vasta base militar americana construida ,
como la cárcel, con dólares de los contribuyentes.
Si alguien le
hubiera prestado la mínima atención —que no sea el Pentágono, la
administración Bush o cualquier compañía o compañías que tenían
el contrato para construir las instalaciones—, todavía se habría
dado por descontado que Camp Cropper no era ningún negocio para los
estadounidenses comunes (e incluso para sus representantes en el
Congreso). A pesar de que los 60 millones de dólares que hicieron el
campamento «puntero» eran sin duda nuestros, nadie ha debatido o
discutido en Estados Unidos la ampliación. Tampoco se sometió a
seria consideración en el Congreso el aumento del dinero ni que el
Congreso o el pueblo americano estén de algún modo implicados en el
constante aumento de nuestras bases militares en Irak.
Mientras que
Irak y la futura política iraquí aparecen constantemente en las
noticias, casi todas las actuaciones americanas en los asuntos de ese
país —de las cuales Camp Bucca es una— se han llevado a cabo sin
consultar a la población estadounidense o, de algún modo serio, al
Congreso (o sometiéndolas al control de los tribunales).
Camp Bucca es
una historia que no puede leerse en ninguna parte, a pesar de que
puede ser, en cierto sentido, la historia americana más importante en
el derecho iraquí actual. Mientras aquí en casa las discusiones se
alargan indefinidamente en torno a la naturaleza de los «calendarios»
de la retirada y al recorte de quién y a la huida de qué, y a cuántas
tropas tendremos o no en el país en 2007, 2008 o 2009, en el fondo
prosigue un proceso que se ha convertido en el hazmerreír del debate
en Washington y en todo el país. Mientras que la «reconstrucción»
de Irak se ha asemejado cada vez más a su deconstrucción, la
construcción de un paisaje de imagen cada vez más americana en ese
país ha procedido rápidamente y con razonable eficiencia.
En primer
lugar tenemos esas enormes bases militares que los oficiales
cuidadosamente nunca etiquetan como permanentes. (Durante algún
tiempo el Pentágono les dio el atractivo nombre de campos duraderos).
Apenas hubo quien se molestara en escribir sobre ellas entre la
corriente dominante durante un par de años, mientras se gastaban
literalmente miles de millones de dólares en ellas y se formaban con
la extensión de ciudades americanas, con líneas de autobuses,
instalaciones deportivas, Pizza Hut, metros, Burger King y campos de
minigolf. Siguen aumentando continuamente, igual de enormes como hasta
ahora. Actualmente parece que en una de ellas tenemos la primera «cárcel
americana permanente» de Irak, valorada en 60 millones de dólares.
Mientras tanto, la administración Bush está construyendo en el corazón
de Bagdad la que es probablemente la mayor y mejor fortificada «embajada»
del sistema solar, con sus propios complejos de apartamentos e
instalaciones de entretenimiento, destinada a una plantilla de 3.500
personas.
Si aquí en
casa uno se para a escuchar por un momento las discusiones, o incluso
las noticias, sobre Irak y sólo se concentra en la realidad ignorada
de los hechos en ese terreno, probablemente juzgará nuestro mundo de
manera algo diferente. Al fin y al cabo, esos hechos de fondo
—esencialmente políticas puestas en marcha sin ornamentaciones de
debate, democracia, cobertura mediática o controles y balances de
suerte alguna— es improbable que se alteren o detengan en algún
futuro previsible por debates o encuestas de opinión en nuestro país.
Todo lo que podría alterarlos son otros hechos de fondo: crecimiento
de la insurgencia, muerte de americanos e iraquíes en número cada
vez mayor, una región cada vez más sumergida en la confusión y quizás,
algún día de éstos, una escalada total en la reacción callejera de
los chiítas de Irak a la ocupación de su país por un poder
extranjero, intento de ir a ninguna parte que puede producirse en
cualquier momento próximo.
Un Triángulo
de las Bermudas de la injusticia
Recientemente,
hablando del deseo de la administración Bush de redefinir públicamente
y así abrogar las convenciones de Ginebra, el ex secretario de Estado
Colin Powell decía: «Sólo si se mira cómo se nos considera en el
mundo y el tipo de críticas que hemos recibido por Guantánamo, Abu
Ghraib y los traslados ilegales de detenidos, lo creamos o no, la
gente se está empezando a cuestionar si estamos cumpliendo nuestras
propias normas».
No es un
comentario infrecuente en el debate actual de Washington y
posiblemente refleja sentimientos del país. Los medios de comunicación
insisten en las valientes posiciones de los senadores republicanos
McCain, Graham y Warner de retrotraernos a esas «elevadas normas».
En el proceso desaparecen los detalles de cuánto o qué podemos
emplear para interrogar y qué modestas protecciones pueden o no
recibir los presos en nuestro sistema carcelario exterior. Pero no
importa lo que se decida sobre cualquiera de estas cuestiones, ya que
en el mundo real nuestras «elevadas normas» están muy por encima de
este punto —siendo éste la creación de un sistema penal
mundialmente subcontratado.
Por ejemplo,
el presidente anunció recientemente que Estados Unidos estaba
desalojando otras cárceles —las anteriormente no reconocidas
oficialmente «cárceles secretas» de alrededor del globo—, así
como a 14 presos de «alto valor» de Al Qaeda. «Actualmente no hay
terroristas en el programa de la CIA», dijo, si bien es poco probable
que sea realmente el caso.
Enfocado de
otra forma, sin embargo, el sistema secreto de detención de la CIA
parece consistir en instalaciones provisionales, compartidas o
prestadas alrededor del mundo y situadas en lugares siempre dispuestos
para su uso. No se va a ningún lugar y en el más básico de los
sentidos probablemente no puedan cerrarse. Tampoco parece que vayan a
lugar alguno los casi 14.000 presos que tenemos en Irak, los 500 (o más)
en Afganistán y los cerca de 500 en Guantánamo. Incluso con Abu
Ghraib y el sistema de cárceles secretas oficialmente desalojadas,
Estados Unidos tiene a cerca de 15.000 presos básicamente
incomunicados, la mayoría fuera del control de cualquier sistema de
justicia y del alcance de cualquier juez o jurado. En muchos casos,
como en el de Bilal Hussein, fotoperiodista iraquí galardonado con un
Premio Pulitzer, que estuvo retenido, probablemente en Camp Cropper,
sin cargos ni juicio por «sospechoso de colaborar con insurgentes»
durante los últimos cinco meses, careciendo incluso de los derechos más
elementales, como saber exactamente por qué se le retiene y con qué
cargos.
Cualquier
discusión en Washington puede consistir en qué «instrumentos» o «técnicas
de interrogatorio» debe utilizar la CIA o cómo serán juzgados los
14 detenidos de Al Qaeda recientemente trasladados a Guantánamo. Este
conjunto de hechos de fondo se suma a nuestro propio Triángulo de las
Bermudas de la injusticia global, en que un sinnúmero de seres
humanos puede simplemente desaparecer. La «joya de la Corona» de
nuestro minigulag es evidentemente Guantánamo. Y, de nuevo, aquí
cualquier discusión virulenta puede versar sobre los «métodos» de
Guantánamo o sobre qué tipo de comisiones o tribunales pueden
finalmente designarse (si se designa alguno) para los vulgares presos
de allí. Un hecho de fondo nos apunta hacia la situación real del país.
Actualmente la marina estadounidense está acabando un escasamente
publicitado módulo de máxima seguridad de 30 millones de dólares en
Guantánamo, igual que el de la cárcel americana en la base aérea de
Bagram en Afganistán, donde se ha realizado una ampliación.
En todos los
mundos —también reales— más allá de nuestro alcance todo tiende
a la permanencia. Puede haber cualquier discusión, cualquier cuestión
puede parecer absorber la atención de Washington o de la nación,
cualquiera que se vea en la televisión o se lea en los periódicos.
Sigue sin pausa, control ni equilibrio por parte del Congreso o los
tribunales, pero muy claramente sostenida por la bandera «por la que
se sostiene», la construcción, ampliación, expansión y
atrincheramiento en todas partes de un nuevo sistema mundial de
encarcelamiento, que no admite parangón con ningún otro que los
estadounidenses hubieran imaginado previamente.
Contratistas
y mercenarios
Y no debe
imaginarse que sea ello una anomalía sólo aplicable al
encarcelamiento en el extranjero. Casi dondequiera que se mire, los
hechos de fondo cuentan historias que no se compadecen con lo
importante y real, tal y como los americanos nos lo imaginamos.
Tomemos, por ejemplo, lo que actualmente se conoce como Comunidad de
Inteligencia (IC), un conjunto de al menos 16 agencias, desde la
Agencia Central de Inteligencia y la NSA hasta la Agencia Nacional de
Inteligencia Geoespacial. Considérese luego el reciente artículo
sobre la IC de Greg Miller en Los Angeles Times, intitulado «Spy
Agencies Outsourcing to Fill Key Jobs» (‘Agencias de espionaje
subcontratan para cubrir empleos clave’).
Tal y como
indica Miller, el presupuesto total de inteligencia ha subido a cerca
de diez mil millones de dólares anuales durante los últimos años, y
para ello se ha producido un incremento (o al menos un engrosamiento)
de casi todas esas agencias más una completamente nueva, extendiendo
la capa de la burocracia de inteligencia encabezada por John
Negroponte, nuestro zar de inteligencia, quien dirige la nueva oficina
del director de inteligencia nacional (ni siquiera incluida en dicha
suma). Miller informa asimismo de otro interesante hecho de fondo:
cifras enormes de contratistas privados inundan la IC.
«En el
Centro Nacional de Contraterrorismo —la agencia creada hace dos años
para prevenir ataques como los del 11 de septiembre— más de la
mitad de los empleados no son analistas o expertos en terrorismo del
gobierno estadounidense. Antes bien, son contratistas externos. En los
cuarteles de la CIA en Langley, Virginia, los oficiales superiores
dicen que es rutina para los oficiales de carrera vigilar alrededor de
la mesa durante las reuniones sobre operaciones secretas, que son
cercadas por los denominados placas verdes (empleados externos que
llevan unos documentos identificativos de colores especiales)».
Miller
informa de que en algunos puestos clandestinos de la CIA en el
extranjero, como los de Islamabad o Bagdad, los contratistas privados
pueden ocupar tanto como tres cuartas partes de los empleados,
mientras que el número estimado de contratistas privados de la CIA en
casa actualmente excede de 17.500. Concluye que «los oficiales
superiores de inteligencia americana dicen que la dependencia de los
contratistas es tan profunda que las agencias no podrían funcionar
sin ellos. “Si se fueran los contratistas de apoyo, habría que
precintar el edificio y cerrarlo”, afirma un ex oficial de la CIA
que fue responsable de supervisión de contratos antes de abandonar la
agencia este mismo año».
Lo mismo podría
afirmarse, por supuesto, del ejército, literalmente incapaz de
existir sin sus contratistas privados, como KBR de Halliburton, y de
proseguir sus guerras sin la proliferación de pistolas alquiladas
—mercenarios—, que actualmente son un hecho en cualquier situación
semejante. Esta transformación del ejército, primero totalmente de
voluntarios, después crecientemente privatizado tanto como
externalizado y, actualmente, convertido en una institución cada vez
más mercenaria, es otro hecho de fondo, otro bloque en construcción
de nuestro futuro.
Una
realidad construida sobre el miedo
Alrededor de
todo ese tipo de «hechos» surgen, evidentemente, grupos de interés
cada vez más atrincherados y expansivos: compañías para organizar
los contratos privados, negociar las subcontratas o encargar contratos
y trabajos de construcción, por no hablar del mundo de consultores,
especialistas y grupos de presión. Ésta es la realidad que ninguna
administración futura ni ningún Congreso autorizado podrá revertir
ni borrar en ningún tiempo próximo. No importan los detalles de las
discusiones sobre el espionaje de la NSA. Por ejemplo, en lo esencial
es un hecho que la Agencia Nacional de Seguridad seguirá creciendo,
haciéndose cada vez más accesible de maneras cada vez más
ingeniosas y circulando cada vez más extensamente a través de
comunicaciones de todo tipo. Esos son los hechos de fondo, mientras en
Washington se discute sobre los detalles (a veces importantes) y los
medios de comunicación centran en ellos su atención, como si fueran
la principal noticia del día.
Considérese,
por ejemplo, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), otra
burocracia extensiva, mal organizada e ineficiente establecida después
del 11-S y que probablemente no hará nada más que entrometerse en
nuestras vidas. Alrededor de ella ha aflorado una industria de
antiterrorismo y seguridad nacional (¡gracias, Osama Bin Laden!) de
proporciones asombrosas. «Hace siete años», escribe Paul Harris en The
British Guardian, «había nueve compañías con contratos
federales de seguridad nacional. En 2003 había 3.512. Actualmente hay
33.890».
Piénsese
sobre ello. Hay una tarta de terrorismo/seguridad para dividir que
desde el año 2000 da como resultado 130.000 millones de dólares en
contratos y que actualmente, según el USA Today, es un negocio
de un total de 59.000 millones de dólares anuales basado en ese éxito
editorial asegurado, el miedo, cuyo único cliente es, por supuesto,
el DHS.
No es
sorprendente que alrededor de esas 33.000 compañías haya aflorado
una verdadera red de grupos de presión vinculados a Washington
(incluida la empresa de nuestro ex fiscal general, el Group Ashcroft),
una plétora de conferencias de seguridad y revistas comerciales; en
suma, la panoplia entera de un próspero mundo de negocios. Al menos
90 oficiales han abandonado ya el Departamento de Seguridad Nacional
para convertirse en miembros de grupos de presión o consultores en
negocios que lo rodean, incluido Tom Ridge, el máximo responsable del
departamento. Después de sólo cinco años, el negocio de la
seguridad nacional ha eclipsado ya, según USA Today, «a
sectores maduros como el cine o la industria musical en beneficios
anuales».
Esos son los
verdaderos factores de fondo y no es probable que ninguna discusión
sobre la seguridad nacional en Washington los airee demasiado. Un
buscador de industrias, la Investigación de Seguridad Nacional,
indica el camino de un posible futuro que los estadounidenses nunca
podrán votar. «Una ataque mayor en Estados Unidos, Europa o Japón
podría incrementar el mercado mundial en 2015 a 730.000 millones de dólares,
más que un incremento doce veces mayor».
O considérese
el Northcom (Mando Septentrional de Estados Unidos) del Pentágono,
actualmente responsable de «los Estados Unidos continentales, Alaska,
Canadá, Méjico y las aguas circundantes hasta aproximadamente 500
millas», incluido el Golfo de Méjico y el Estrecho de Florida. Antes
del 1 de octubre de 2002 no existía. Menos de cuatro años después
no solamente existe y funciona, sino que tiene también múltiples
misiones. Se está preparando para el próximo huracán (desde ahora
sabemos que la FEMA no puede realizar ya esta tarea), despliega
efectivos para combatir incendios en el oeste y se está preparando
para la gripe aviaria. Y que no se piense que donde aparece una
institución (especialmente cuando cuenta con el sustento
presupuestario del Pentágono) no surge también un mundo de
realidades de fondo. Tan pronto como ello sucede, el Pentágono
redivide sus dominios imperiales mediante la creación de otro
Africacom o Mando Estadounidense en África, supuestamente para «el
asentamiento de las fuerzas estadounidenses en el continente africano».
Una decisión que se presentará como si estuviera basada en el «terrorismo
que amenaza la seguridad», pero que lo estará básicamente en los
suministros energéticos y el petróleo. Cada nueva estructura como ésta,
cada decisión, resultará en nuevos hechos de fondo, nuevos flujos
monetarios y nuevos grupos de contratistas privados.
Ésas son
cada vez más las realidades cruciales de nuestro mundo. Y no es el
mundo de una república. No es un mundo donde incluso un cambio de
mayorías en una o ambas cámaras del Congreso en noviembre resulte
factor determinante. No es un mundo donde la gente ahí fuera esté
simplemente «empezando a cuestionarse si estamos siguiendo nuestras
propias elevadas normas». No es ciertamente el mundo que a los
americanos nos gustaría imaginar, pero es el mundo en que
lamentablemente estamos. Es el mundo creado no solamente por una
presidencia comandante en jefe, sino también por un gobierno dominado
por el Pentágono en jefe y por un estilo de gobierno imperial de una
corporación en jefe.
Es un mundo
que quiere permanecer, lo cual no significa que sea permanente, ni en
Irak ni aquí. Pero podría ser útil que empezáramos a retener no sólo
la última ráfaga de cualquier cosa que pasa por noticia, sino también
los hechos de fondo que cada minuto, cada hora, cada día transforman
nuestras vidas y nuestro planeta.
.- Tom
Engelhardt, que
dirige el Nation Institute’s Tomdispatch.com (“un buen
antídoto contra los medios mayoritarios”) es cofundador del America
Empire Project, autor de The End of Victory Culture,
una historia del triunfalismo americano en los tiempos de la
Guerra Fría, The Last Days of Publishing, una novela, y en
otoño, Mission Unaccomplished (Nation Books), la primera
compilación de entrevistas del Tomdispatch.
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