Un reflejo de la crisis de la administración Bush es el paso de muchos
de sus fervientes admiradores a posiciones críticas. En este caso, la
pirueta es doblemente significativa, ya que se trata del famoso
mercenario de la pluma, Bob Woodward. Después de ser adulador sin límites
de Bush, ahora ha publicado un libro aplastante contra el fracasado
Emperador del Mundo. Woodward sabe de donde sopla hoy el viento. Estas
dos notas, comentan su libro State of denial (Estado de negación),
que se ha convertido en un best seller. (SoB)
Bob Woodward, el periodista que destapó el escándalo de Watergate,
conmociona a Estados Unidos y al mundo al revelar la dimensión de las
mentiras de Bush
El gobierno mitómano
Revista Semana Nº 1275, 07/10/06
La Casa Blanca, ese enorme edificio en la avenida Pennsylvania rodeado
de jardines, es el centro del poder presidencial de Estados Unidos. El
lugar es motivo de un peregrinaje casi religioso de miles de
norteamericanos que saben que en su interior se producen decisiones
que pueden alterar el curso de la historia. Allí trabajan, o al menos
esa ha sido tradicionalmente la percepción popular, decenas de sabios
que dedican horas interminables a descubrir la mejor manera de
proteger los ideales norteamericanos, su bienestar perenne y, sobre
todo, su sacrosanta libertad.
Esa percepción se ha ajustado a la realidad en muchas ocasiones a lo
largo de la historia. Pero hoy vive su momento más oscuro. Un libro
del famoso periodista Bob Woodward, el reportero por excelencia del
poder en Estados Unidos, ha venido a dar la estocada a la imagen de
estadista del presidente George W. Bush. El autor de Todos los hombres
del Presidente, que hizo renunciar a Richard Nixon en 1973 cuando
destapó el escándalo de Watergate, volvió a las andadas con State
of denial (Estado de negación), en el cual expone las
incongruencias, los desacuerdos, las disputas internas, la enorme
ligereza y, sobre todo, las mentiras descaradas con que el gobierno
actual ha manejado su agresiva política guerrerista en el Oriente
Medio. El libro vino a sumarse a otras circunstancias, como el escándalo
sexual de congresista Mark Foley, copartidario republicano de Bush,
(ver recuadro) para conformar la peor semana para el Presidente en su
segundo período, a menos de 40 días de las cruciales elecciones
congresionales de mitaca. Unas elecciones en las que el Presidente
podría perder la mayoría al menos en una de las cámaras y, de paso,
buena parte de su capacidad de maniobra en el gobierno
Como han comentado varios medios, el libro de Woodward sorprende más
por los detalles que por el fondo del asunto, que ya venía gravitando
sobre la conciencia colectiva de los norteamericanos. Como dijo a
SEMANA Sydney Blumenthal, ex consejero del presidente Bill Clinton y
autor de Cómo gobierna Bush, crónicas de un régimen radical,
"el libro de Woodward ayuda al público a ser consciente de la
incompetencia de su administración. Sus revelaciones confidenciales
no son extraordinarias, pero la atención que despierta el autor y el
momento hacen daño a lo republicanos. Ellos estaban tratando de
restarle importancia a Irak y hablar del terrorismo, y en ese sentido,
el libro es devastador".
Es que el gobierno de George W. Bush atraviesa una crisis de
credibilidad tal, que ya no son pocos los observadores que se atreven
a decir, sin pudor alguno, que es el peor Presidente de los 43 que ha
tenido la Unión Norteamericana. Desde el final de su primer período
ya se habían alzado voces para cuestionar no sólo las capacidades
intelectuales del hombre más poderoso del planeta, sino una
preocupante liviandad a la hora de asumir sus responsabilidades. Esa
visión se hacía más dramática vista a la luz del momento histórico
por el que atraviesa el país. El 11 de septiembre de 2001, el peor
ataque de la historia de Estados Unidos, por cuenta de la organización
terrorista Al Qaeda, generó una respuesta que aún es la columna
vertebral de su política exterior: la guerra contra el terrorismo.
Pero esta campaña, que en su primera instancia, el ataque a Al Qaeda,
su jefe Osama Ben Laden y a sus anfitriones talibanes en Afganistán,
parecía plenamente justificada, se empantanó cuando el gobierno se
empeñó en un segundo capítulo. La invasión a Irak no sólo aisló
a Estados Unidos de la mayor parte de sus aliados originales, sino creó
una situación caótica que, hoy por hoy, es el caldo de cultivo del
terrorismo en el nivel mundial. Más de 3.500 muertos al mes, un país
completamente destruido y una creciente ira en el mundo musulmán son
un resultado que habla por sí solo, mientras el gobierno se empeña
en sostener, a plena conciencia de que miente, que tiene la situación
bajo control.
Un libro explosivo
Woodward, una especie de ídolo del periodismo norteamericano, había
perdido parte de su aura con sus dos libros anteriores, La guerra de
Bush y Plan de ataque, porque en ellos parecía haber sucumbido a las
mieles de la cercanía del poder. Pero, según parece, esa aparente
renuncia a la crítica le multiplicó aun más su acceso a las fuentes
más altas de la Presidencia. El propio Bush, que había prohibido a
sus funcionarios hablar con la prensa, les dio vía libre para hablar
con un periodista que creía suyo. Como resultado, éste pudo
reivindicarse con creces con State of Denial.
El libro está lleno de escenas que muestran con sorprendente
minuciosidad la ligereza con que se tomaron decisiones cruciales,
pinta a Bush como un personaje que rechaza las malas noticias y acepta
sólo las buenas y que actúa con increíble superficialidad en medio
de un optimismo que supera los límites de lo irresponsable. Cuenta cómo
David Kay, el máximo funcionario de control de armas de Estados
Unidos, quedó impresionado porque Bush no le hizo ninguna pregunta
cuando le informó sobre la inexistencia de las armas de destrucción
masiva en Irak, el principal pretexto para invadir a ese país. Y
describe al secretario de Defensa Donald Rumsfeld como un funcionario
que desprecia al aparato estatal y los consejos de los expertos, en
función de sus propias ideas. Tanto, que el propio Bush tuvo que
indicarle, medio en broma, que le devolviera las llamadas a la
entonces consejera nacional de seguridad, Condoleezza Rice, quien se
quejaba de que no le pasaba al teléfono porque sabía de su posición
crítica.
Y al resto de los funcionarios, como la propia Rice, los describe como
consejeros que suprimen las malas noticias para no molestar al jefe y
se tragan sus opiniones negativas para no quedar por fuera del equipo,
marionetas incapaces de contradecir aun los mayores absurdos de la política
imperante. Woodward cita a George Bush padre cuando dijo que Rice no
estaba a la altura de su cargo, y a Kay cuando sostuvo que era
"probablemente la peor consejera de seguridad desde que el cargo
fue creado". Rice sale damnificada sobre todo cuando el libro
cuenta cómo el 10 de julio de 2001, es decir, dos meses antes del 11
de septiembre, George Tenet, entonces jefe de la CIA, y Cofer Black,
el subjefe antiterrorismo, se reunieron con la consejera y le
informaron que los indicios sobre un ataque terrorista de enormes
proporciones eran demasiados como para ser ignorados. Rice hoy niega
la acusación, pero más allá del debate, está comprobado que,
efectivamente, la reunión tuvo lugar.
"¿Quieres Irán?"
Woodward narra, por ejemplo, una reunión que tuvo lugar el 28 de
febrero de 2003, un mes antes de la invasión a Irak, en la Sala de
Situación de la Casa Blanca. Era la primera vez que el general
retirado Jay Garner, nombrado para dirigir las operaciones posteriores
a la invasión, se reunía con el Presidente y su gabinete, incluidos
Rumsfeld y Rice. El funcionario presentó un documento de 11 puntos en
el que demostraba que cuatro de las tareas asignadas a su dependencia
estaban más allá de las posibilidades de las fuerzas de invasión:
desmantelar las armas de destrucción masiva (que aún esperaban
encontrar), derrotar a los terroristas, reformar las fuerzas militares
iraquíes y redireccionar las otras dependencias de seguridad de ese
país. Narra Woodward que cuando el general terminó, nadie pronunció
una palabra, aunque sus informaciones indicaban que las mismísimas
tareas que justificaban la invasión estaban por fuera de su alcance.
Sólo habló Bush, para preguntarle: "¿Un momento, de dónde es
usted? ¿Por qué habla así?". Garner le contestó que de
Florida. "¡Estás adentro!", le contestó el Presidente,
con un dejo de aprobación, mientras los asistentes asentían en
silencio. Al salir, Bush le dijo: "Buena esa, Jay, si tienes algún
problema con el gobernador de Florida (su hermano Jeb), llámame".
En esa reunión Garner había hecho énfasis en que se requerirían al
menos 200.000 soldados del Ejército iraquí para controlar la situación.
Viajó a Irak poco después de la toma de Bagdad, pero se encontró
con que Rumsfeld había nombrado a Paul Bremer como administrador de
Irak, lo que lo dejaba a él efectivamente sin puesto. Encontró que
Bremer había hecho todo lo contrario de sus recomendaciones: sacó
del gobierno de Irak a todo el que tuviera vínculos con el partido
Baath, el de Saddam Hussein, con lo que dejó por fuera a 50.000
funcionarios necesarios. Desbandó el Ejército, con lo que sacó al
desempleo a miles de furiosos iraquíes acostumbrados a las armas.
Llamó a un grupo de ciudadanos prominentes para que actuaran como
asesores de la administración, pero se fueron cuando les dijo que sólo
él tendría el poder. Cuando Garner le reclamó a Bremer por lo que
era el desconocimiento de meses de planeación, éste le contestó que
los planes habían cambiado.
Garner regresó a Estados Unidos desconsolado. Cuando por fin se reunió
con Rumsfeld, éste le dijo que no había nada que hacer. "Porque
ya estamos donde estamos", le dijo. Pero lo peor se presentó
cuando por fin Garner pudo ver por segunda vez al Presidente. El
general retirado no fue capaz de hablarle de frente y sólo le mencionó
algunos detalles positivos. Bush le palmeó la espalda y le dijo
"¿Hey, Jay, quieres hacer Irán?" Le contestó que preferiría
Cuba. "Listo, le contestó el Presidente. Tienes Cuba".
"Bananas, manzanas y naranjas"
Woodward se enfoca también en Rumsfeld, un hombre de 75 años a quien,
según algunos, Bush nombró como una forma de desmarcarse de su
padre, quien lo detesta. Afirma que Rice; el jefe de gabinete, Andrew
Card Jr., y hasta la primera dama, Laura Bush, intentaron convencer al
mandatario de cambiar a Rumsfeld para el segundo período. Pero a
pesar de las alternativas que Card le presentó, todas con una
fundamentación política impecable, Bush no dio su brazo a torcer y
Rumsfeld sigue hoy en su puesto.
Las anécdotas sobre Rumsfeld también son impresionantes. Cuenta que
en mayo de este año, la división de inteligencia del Estado Mayor
conjunto circuló un memorando secreto que mostraba que las fuerzas
terroristas en Irak estaban avanzando. La insurgencia estaba ganando.
Los ataques eran ahora de 700 a 800 por semana. Los muertos civiles y
las bajas militares habían crecido exponencialmente. En julio, los
ataques habían crecido a más de 1.000 por semana, una cifra dramática
si se tiene en cuenta que habían pasado dos años de entrenamiento básico
de 263.000 nuevos soldados y policías iraquíes, a un costo de 10.000
millones de dólares.
Woodward narra que le preguntó a Rumsfeld si era cierto que los
ataques estaban aumentando. "Tal vez lo es", contestó.
También es probable que ahora tengamos mejores datos. Una ráfaga al
aire puede ser un ataque, y lo mismo uno que mate 50 personas. Así
que tenemos una canasta con cosas diferentes: una banana, una manzana
y una naranja". El autor dice que quedó sin palabras: "Aun
con el uso más irresponsable del lenguaje, no podía entender cómo
el secretario de Defensa podía comparar los ataques insurgentes con
una canasta de frutas. La información que Rumsfeld recibía hablaba
de categorías muy distintas, como bombas improvisadas, morteros,
combates y emboscadas".
Generales en problemas
En julio pasado, Woodward entrevistó de nuevo al secretario de Defensa
y le preguntó sobre el número de soldados desplegados en Irak, uno
de los temas clave, pues Rumsfeld siempre argumentó a favor de una
fuerza pequeña que haría un trabajo rápido. Su respuesta resultó
emblemática: "Es enteramente posible que hubiera muchas tropas
en un momento, y muy pocas en otro. En retrospectiva, no he visto ni oído
nada de otros opinadores que me sugiera que tengan algún motivo para
creer que ellos tenían razón y nosotros no. Ni puedo probar que
nosotros estábamos en lo cierto y ellos no. Lo único que puedo decir
es que ellos tienen mucha más seguridad que lo que mi conocimiento de
los hechos me permite tener".
El libro también describe la forma como los generales se sienten
atropellados por la autoridad omnímoda de Rumsfeld, y narra la
conversación que sostuvo en 2005 uno de ellos, el comandante de la
Otan, Jim Jones, con su amigo Pete Pace, a punto de convertirse en
jefe de Estado mayor. Jones le dijo a su amigo que "enfrentarás
un desastre y formarás parte de la debacle de Irak", y le pidió
que no se convirtiera en "el loro en el hombro del
secretario". "Las decisiones militares están siendo
influidas por el nivel político", le insistió. Y sostuvo que el
Estado mayor conjunto "ha sido emasculado sistemáticamente por
Rumsfeld". Pero según Woodward, cuando Pace llegó a su nuevo
puesto, negó tajantemente haber sostenido alguna vez esa conversación.
Jones, en cambio, la confirmó en su totalidad.
También cuenta cómo en marzo de este año, el general John Abizaid,
comandante para el Oriente Medio, testificó ante el Comité de
Servicios Armados del Senado, y describió una situación optimista en
Irak. Pero cuando se sentó a solas con el congresista John Murtha,
dijo que quería hablar francamente y le pintó una situación
completamente diferente. "Estamos lejos", le dijo.
Los efectos
El libro de Woodward fue lanzado en el peor momento para Bush. Hace dos
semanas, un documento habitual titulado National Intelligence Estimate
(Previsiones de inteligencia nacional), preparado por los organismos
del ramo, fue filtrado a la prensa, con la información de que la
situación de Irak es mala en 2006 y lo será aun más en 2007. Y la
semana pasada, el escándalo sexual del congresista republicano Mark
Foley vino a sumarse a la debacle del gobierno, pues puso en mala
situación electoral a su partido. Lo malo no sólo es que los
problemas se hayan presentado al mismo tiempo, sino que todos están
basados en hechos reales y los desmentidos han sido escasos y débiles.
Todo ello tiene la capacidad de producir efectos tanto nacionales como
mundiales. En el nivel nacional, podría llevar a que las elecciones
del 7 de noviembre se conviertan en una catástrofe para los
republicanos, lo que convertiría a Bush, en el mejor de los casos, en
un "lame duck", un Presidente irrelevante. Porque en el
peor, podría incluso llevar a consecuencias aun mayores. Como dijo a Semana
Francis A Boyle, experto de la Universidad de Illinois, "Bush está
preocupado porque si los demócratas obtienen el control del Congreso,
tratarán de adelantar el proceso de 'impeachment' (destitución). Los
demócratas lo niegan a estas alturas, para que no sea un tema
electoral, pero sería una prioridad en su agenda".
Y aun si esta situación extrema no se llegara a presentar, los actores
internacionales han adquirido la percepción de que tienen enfrente a
un Presidente norteamericano que no las tiene todas consigo. Es el
caso de la crisis entre Georgia, un cercano aliado de Estados Unidos
en el Cáucaso, que enfrenta una dura crisis con Rusia, cuyo
presidente, Vladimir Putin, se ha sentido en libertad de ejercer una
presión que sería impensable si el gobierno norteamericano no
atravesara esta crisis. No sería descabellado pensar que la creciente
asertividad de Irán, y hasta la amenaza de Corea del Norte de hacer
una prueba nuclear, se basaran en la debilidad que sus líderes
perciben en la Casa Blanca de Bush.
Lo malo es que la realidad gobierna a la percepción. Hoy se puede dar
la mayor paradoja de todas: sólo un golpe de dimensiones históricas,
como la captura o la muerte de Osama Ben Laden, el líder de Al Qaeda,
podría salvar a su mayor enemigo del mayor desastre político de su
carrera.
Los republicanos se encaminan hacia una
derrota electoral en la que la guerra en Irak vuelve a colocarse en el
espejo de la de Vietnam.
EEUU: todas las culpas las carga el presidente
Por Oscar
Raúl Cardoso
Clarín, 21/10/06
Algo pasa cuando un panegirista entusiasta se vuelve detractor obcecado
y la emprende con el asesinato biográfico de la misma
personalidad a la que antes casi rindió culto. Y sobre todo cuando
esa mutación se convierte en metáfora de un fenómeno político más
amplio cuyas implicancias futuras aún es difícil estimar.
Dos nombres contiene esa metáfora: los del presidente de los EE.UU.,
George W. Bush, y del reputado periodista Bob Woodward cuyo tercer y más
reciente libro —"Estado de Negación"— acaba de
ser publicado. Bush no necesita introducción especial y Woodward casi
tampoco para el lector razonablemente interesado en la política de
ese país.
Woodward es uno de dos cronistas —el otro es Carl Bernstein— del
escándalo de Watergate de mediados de los años 70 cuyos artículos
en The Washington Post obligaron a Richard Nixon a abortar su
segundo mandato presidencial con una renuncia, la primera en su clase
en la historia institucional de esa nación.
Aquel trabajo les valió a ambos autores un codiciado Premio Pulitzer y
el mote de "perros guardianes" de la democracia
estadounidense. Aunque Bernstein salió luego de la pantalla de
radar de la opinión pública, Woodward perseveró en su rol de
periodista investigativo estrella y en la carrera empresaria en su
diario.
En algún momento, sin embargo, Woodward encontró que era más
funcional a su objetivo abandonar la condición de "perro guardián"
para convertirse en mascota faldera de los poderosos. Lo hizo
durante los años de Ronald Reagan, consagrando en biografías
aduladoras a personajes como William Casey, una de las figuras más
oscuras de la inteligencia estadounidense, que en los 80 condujo la
CIA. El cambio no importó demasiado, sus libros siguieron siendo éxitos
de librería y, además, se vio beneficiado por un acceso directo y
privilegiado a las fuentes más exclusivas.
Pero no fue sino hasta la llegada del actual mandatario que perfeccionó
su nuevo estilo no crítico de narración en dos volúmenes "Bush
en Guerra" (2002) que narra el inicio del conflicto declarado
por Bush contra el terrorismo después del 11/S y "Plan de
Ataque" (2004) que da cuenta de la planificación de la invasión
a Irak y la ocupación de ese país.
Baste con decir que de esos libros, Bush emerge casi con la dimensión
de un estadista y, ya que no como un intelectual, como un hombre de
ideas profundas y sólidas.
Que este Bush haya sido distinto del que todos conocen al cabo de seis
años —empujado por la ideología antes que por la realidad, con una
adicción casi patológica por la mentira como política pública
y tan inculto como para confundir dos países de Europa, no ya del
Africa— importó poco a los fines del cronista. Tan elogiosas fueron
estas publicaciones que los hombres de relaciones públicas de la
administración rutinariamente incluían a "Plan de Ataque"
en la lista de lecturas recomendadas sobre su jefe.
En este tercer volumen aquel Bush idílico es redibujado, patas para
arriba. El personaje deja de dar respuestas elaboradas para ser
reducido a frases simplonas (como por ejemplo "¿Y qué me
importa Corea del Norte?" en una reunión en la que sus asesores
se demoraban en detalles sobre el plan nuclear norcoreano), deja de
lado su carisma de líder para seguir dócilmente las belicosas
consignas de su vicepresidente, Dick Cheney, respecto de Irak y hasta
se muestra como un patético adolescente de 55 años al que
gratifica más empeñarse en un concurso de flatulencias con su alter
ego político, Karl Rove, que atender las complejas cuestiones que
llegan hasta el despacho oval de la Casa Blanca.
Desastres de la guerra
Un libro más que denueste a Bush tampoco es, a esta altura, un evento
singular. Ni siquiera la hipótesis central de "Estado de Negación"
es demasiado destacable: Bush mintió al país para invadir Irak y
sigue empeñado en esconder la verdad.
Difícilmente Woodward pueda reclamar estar siquiera entre los primeros
diez millones de personas que se han dado cuenta de lo que a esta
altura es apenas una verdad de Perogrullo. Una de las más
recientes encuestas conocidas (The New York Times/CBS) muestra que el
83% de los compatriotas de Bush está convencido de que mintió o
tiene algo que esconder respecto de Irak, un descreimiento que sigue
escalando, aun cuando los niveles de aceptación sobre Bush se hayan
recuperado algo. Hay, sin embargo, una pregunta posible sobre el
cambio en alguien como Woodward y tiene que ver con qué potenciales
"permisos" puede tener un escriba del sistema de poder —no
un crítico veterano— para emprenderla contra Bush. ¿Qué ha
vuelto tan vulnerable al presidente? ¿La necesidad de algunos
sectores de comenzar a desembarazarse de él?
Son buenas preguntas para hacerse, cuando las elecciones en la que los
republicanos pueden perder el control de una o ambas cámaras del
Congreso están a días de consumarse y los sondeos de opinión
muestran que nunca, desde 1992, el poder legislativo tuvo menos
consenso (16%) en la población.
La guerra en Irak se ha convertido en una carga tan pesada que no pocos
candidatos republicanos temen ahora que Bush acuda a sus actos de
campaña para respaldarlos. Y el desastre de la guerra en Irak es ya
de tal magnitud que hasta Bush ha aceptado la comparación del
conflicto con la Guerra de Vietnam y en especial la ofensiva
norvietnamita que en 1968 marcó el punto de inflexión para la
voluntad estadounidense de proseguir con la guerra. Aquel momento
hundió a Lyndon Johnson en el descrédito y lo obligó a renunciar a
los planes de una reelección.
Aun si Bush pierde la mayoría en una o en las dos cámaras, el
resultado de superficie será menos espectacular; la mejor
diferencia en número será mínima, con seguridad. Pero su último
bienio en la Casa Blanca puede verse castrado.
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