Por
Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 15/11/06
Traducción de Jorge Anaya
"
¡Grandes
noticias en Estados Unidos!", exclamó al verme la dueña de la
librería a la que asisto en Beirut una mañana reciente, alzando los
pulgares. "De seguro mejorarán las cosas luego de estas
elecciones, ¿no?" Por desgracia no, le dije.
Por desgracia no. Las
cosas van a empeorar en Medio Oriente aun si dentro de dos años
Estados Unidos es bendecido con un presidente demócrata. Porque ahora
los desastrosos filósofos que orquestaron el baño de sangre en Irak
se lavan las manos de toda la tragedia y gritan "¡nosotros
no!" con el mismo entusiasmo que la dama libanesa de la
librería, mientras los expertos de la prensa dominante en la costa
este de Estados Unidos preparan el terreno para nuestro retiro del
país árabe... culpando de todo a esos iraquíes ambiciosos,
sedientos de sangre, anárquicos, depravados e intransigentes.
Debo admitir que lo
que Richard Perle entiende por un mea culpa de veras me
quitó el aliento. He allí al ex presidente del Comité Asesor en
Política de Defensa del Pentágono –el que alguna vez nos dijo que
"Irak es un muy buen candidato a la reforma democrática"–
aceptando que había "subestimado la depravación" iraquí.
Por supuesto, hace responsable al presidente, y lo único que reconoce
es que –y ahora, lector, respire hondo–, "si yo hubiera sido
vidente y hubiera visto dónde estamos ahora, y la gente preguntara:
'¿debemos ir a Irak?', probablemente yo habría dicho: 'No,
consideremos otras estrategias...'"
Tal vez ese mea
culpa odioso y farisaico me parezca todavía más objetable
porque lo hace el mismo hombre que hace dos años, en una
comunicación por radio en Bagdad, me insultó a gritos, me condenó
por afirmar que Estados Unidos iba perdiendo la guerra en Irak y me
acusó de ser "partidario del sostenimiento del régimen baazista".
Su mentira, debo añadir, era particularmente maliciosa porque yo
informaba de los secuestros y ejecuciones masivas de Saddam en la
prisión de Abu Ghraib (y por eso me negaban la visa iraquí) cuando
Perle y sus cohortes callaban ante las perversidades del dictador
iraquí y cuando Donald Rumsfeld, amigote de aquellos, estrechaba de
buena gana la mano del monstruo en Bagdad en un intento por reabrir la
embajada estadounidense en Irak.
Perle, claro, no
está solo. Kenneth Adelman, neoconservador del Pentágono que
también sonó los tambores de guerra, ha declarado a Vanity Fair
que "la idea de usar nuestro poder para hacer el bien moral en el
mundo" ha muerto. Y David Frumm, colega de Adelman y autor de
algunos discursos de Bush, ha llegado a la conclusión de que el
presidente "no absorbía las ideas" que escribía para él.
Y me temo que esto no es lo peor que vamos a oír de quienes nos
alentaron a invadir Irak y emprender una guerra que ha costado la vida
a quizá 600 mil civiles.
Un nuevo fenómeno
invade las páginas de The New York Times y todos esos otros
grandes órganos del poder estadounidense. A los periodistas que
apoyaron la guerra no les basta con denostar a Bush. No, ahora tienen
otra bandera que ondear: los iraquíes no nos merecen. David Brooks
–quien alguna vez nos dijo que los neoconservadores como Perle no
tuvieron nada que ver con la decisión del presidente de invadir Irak–
ha estado rebuscando con afán en el ensayo escrito en 1970 por Elie
Kedourie sobre la ocupación británica de Mesopotamia en 1920. ¿Y
qué descubrió? Que "los británicos trataron sin éxito de
promover un liderazgo responsable", y cita la conclusión de un
oficial británico de aquella época, según la cual los chiítas
iraquíes "no tienen motivo para contenerse de sacrificar los
intereses de Irak a los que conciben como propios".
Pero el artículo de
Brooks en el New York Times también inspira espanto. Nos
informa que hoy Irak padece una "completa desintegración
social" y que los "errores estadounidenses" fueron
exacerbados por "los mismos viejos demonios iraquíes: codicia,
sed de sangre y una exasperante falta de disposición a transigir,
incluso al punto de la autoinmolación". Brooks ha concluido que
Irak "vacila al borde de la futilidad" (sea eso lo que
fuere) y, si las tropas estadounidenses no pueden restaurar el orden,
"será hora de poner fin efectivo al país", reduciendo la
autoridad al nivel de "el clan, la tribu o la secta", que
son –esperen a oír esto– "las únicas comunidades que son
viables".
Para quienes crean
que el artículo de Brooks representa una voz solitaria, he aquí a
Ralph Peters, colaborador de USA Today y oficial retirado del
ejército. Apoyó la invasión, dice, porque estaba "convencido
de que Medio Oriente se encontraba tan corroído política, social,
moral e intelectualmente que teníamos que arriesgarnos a invadir, o
enfrentaríamos terrorismo y tumultos por generaciones". Pese a
todos los errores de Washington, afirma, "dimos a los iraquíes
una oportunidad única de construir una democracia bajo el imperio de
la ley".
Sin embargo, parece
que esos exasperantes iraquíes "prefirieron seguir con sus
viejos rencores, violencia confesional, criminalidad étnica y su
cultura de corrupción". ¿La conclusión de Peters? "Las
sociedades árabes no pueden sostener la democracia como la
conocemos." En consecuencia, "es su tragedia, no la nuestra.
Irak era la última oportunidad del mundo árabe de subir al tren de
la modernidad, de dar un futuro a la región..." Aunque parezca
increíble, al final expresa su convicción de que "si el mundo
árabe e Irak se embarcan en una orgía de baños de sangre, la cruda
verdad es que podríamos ser los beneficiarios", porque Irak
habrá "consumido" a los "terroristas" y Estados
Unidos "seguirá siendo la más grande potencia sobre la
tierra".
Lo que hace a estos
hombres indignos de prestarles mayor atención no es su descaro –¿acaso
ninguno conoce la vergüenza?–, sino la presunción racista de que
la hecatombe en Irak es culpa de los iraquíes, de su atraso
intrínseco, sus vicios y su incapacidad de apreciar los frutos de
nuestra civilización. En ningún momento se preguntan si el hecho de
que Estados Unidos sea "la más grande potencia sobre la
tierra" pudiera formar parte del problema. Ni si los iraquíes
que soportaron los peores años de la dictadura –cuando Saddam
tenía el apoyo de Estados Unidos–, que fueron sancionados por la
ONU al costo de medio millón de vidas de niños y luego brutalmente
invadidos por nuestros ejércitos, tal vez no estuvieran en realidad
tan terriblemente ansiosos de todas las maravillas que fuimos a
ofrecerles. A muchos árabes, como he escrito antes, les gustaría un
poco de nuestra democracia, pero también les gustaría otra clase de
libertad: liberarse de nosotros.
Pero ya me entienden
ustedes. Estamos preparando nuestras disculpas para emprender la
retirada. Los iraquíes no nos merecen. Que se jodan. Esa es la grava
que estamos extendiendo en el suelo del desierto para ayudar a
nuestros tanques a salir de Irak.