Cinco preguntas a Estados Unidos y una a Europa
Por
Norman Birnbaum (*)
El País,
Madrid, 19/01/07
Traducción de Pilar Vázquez
Hay amigos de Estados Unidos, amigos lúcidos y
comprensivos, que detestan su chovinismo y su etnocentrismo, equiparándolos
a veces con el destructivo nacionalismo europeo del pasado siglo.
Muchos ciudadanos estadounidenses que recuerdan la Declaración de la
Independencia de Jefferson y las llamadas Cuatro Libertades de
Roosevelt comparten esos mismos recelos. Por otro lado, también somos
muchos los estadounidenses que nos preguntamos si somos realmente una
nación. La mitad de nuestra ciudadanía no cree que nuestras
instituciones políticas merezcan la molestia de acudir a votar.
Diferencias de orden cultural, étnico, racial y religioso dividen
nuestra sociedad. Y estas diferencias son más esenciales para muchos
que la propia idea de una ciudadanía que nos incluya a todos. Las
brechas entre las clases adineradas, la clase media apremiada y los
pobres son cada vez más profundas y hacen imposible que pueda darse
una auténtica igualdad social. Esto genera un descontento que termina
conduciendo a la pasividad con respecto a la esfera pública. Pese a
que podamos tener impulsos generosos, vivimos en un mercado
gigantesco, en el que las opciones vitales e incluso los valores
morales se tratan como artículos de consumo. Estados Unidos está
dividido en comunidades que apenas se toleran, cuando no son
directamente hostiles las unas con las otras. Vivimos en unos cotos
socialmente cerrados que funcionan en parte como enclaves protegidos y
en parte como parques temáticos. ¿Quedan recursos políticos que
nos permitan reivindicar la promesa de nuestra historia más temprana?
No es el desastre de Irak lo que ha unido al
mundo en sus críticas contra Estados Unidos. Lo que se critica es la
visión imperial que nos llevó a Bagdad. El mundo (incluidos algunos
de sus elementos menos persuasivos) es implacable en su respuesta. La
función del dólar como divisa de reserva se está debilitando, y el
apoyo de unos aliados en su momento leales empieza a flaquear. En el
interior del país, una élite de dirigentes y especuladores, en la
academia, en la economía, en los medios de comunicación y en la
administración, defienden y explotan la idea de que somos un imperio.
Los ciudadanos que tienen que pagar el precio de serlo, con sus
impuestos y, aún peor, con la vida de sus hijos, han demostrado hasta
ahora una paciencia sin límites. En las últimas elecciones
expresaron sus dudas, pero el presidente no pareció inmutarse. Ni
siquiera quienes exigen una retirada inmediata de Irak se atreven a
poner en tela de juicio la idea del imperio. Y mientras tanto, la
denegación sistemática de los derechos constitucionales a aquellos
acusados de "terrorismo" empieza a extenderse a toda la
ciudadanía. ¿Podrá sobrevivir nuestra democracia de continuar la
escala y la estructura actuales de intervención global?
Quienes se han nombrado a sí mismos
preceptores del país a través de la prensa o la televisión
presentan por lo general un nivel ínfimo de conocimiento histórico o
de reflexión filosófica. Nosotros los enseñantes hemos de asumir
nuestras responsabilidades: hemos fallado claramente en nuestra función
de pedagogos. ¿Cómo explicarse si no esa incesante repetición de
frases vacías por parte de quienes fueron nuestros alumnos? Términos
como "centrismo" referido a la política interior o
"fuerza" con respecto a la exterior son eslóganes inútiles.
Es cierto que el electorado estadounidense no se para a pensar en
ideas complejas de justicia económica o social. Lo único que desean
muchos votantes es mantener o incluso ampliar su Estado de bienestar.
Tienen dificultades con la geografía y la historia. No comprenden que
no es muy probable que quienes más alzan la voz pidiendo
"determinación firme" sean los mismos que quienes se
alistan en las fuerzas armadas. En otras democracias occidentales se
considera normal el debate sobre el mercado y el Estado, sobre la política
exterior y las intervenciones militares. En Estados Unidos, el debate
se suele considerar ilegal. A muchos consejeros y funcionarios de
Washington les preocupa no estar en sintonía con los deseos
gubernamentales: temen quedarse sin trabajo. Hay algunas excepciones
honrosas, claro (la mayoría entre los estadistas de más edad, como
Brzezinsky y Haas). ¿Cuándo vamos a dejar atrás esta democracia
aletargada de hoy para volver a ser una democracia vital, en la que
los conflictos constituyan la razón misma de su existencia?
En una nación constituida por oleadas
sucesivas de inmigrantes es comprensible que los diferentes grupos étnicos
mantengan vínculos con sus países de origen. Vínculos de este tipo,
sin embargo, no impidieron que la elite británica originaria se
enfrentara bélicamente a la Corona en dos ocasiones y que después la
amenazara varias veces más. Cuanto más antigua se hace la nación, más
proliferan los grupos de presión étnicos. Algunos han sido
peculiares. Por ejemplo, el lobby chino que logró retrasar el
establecimiento de relaciones diplomáticas con la República Popular
de China desde 1949 hasta 1972, año del viaje de Nixon a Pekín, no
estaba formado por chinos. Se componía mayormente de misioneros
desencantados por el categórico rechazo de la sociedad china hacia el
cristianismo, de quienes consideraban que el Pacífico estaba
predestinado a ser un lago estadounidense y de los partidarios de la
guerra fría, quienes veían en la confrontación con China una fuente
permanente de empleo.
A veces los grupos de presión étnicos no están
tan faltos de realismo. El lobby polaco logró convencer a
varios gobiernos estadounidenses de que la Polonia comunista estaba en
realidad gobernada por una alianza católico–comunista, y a ellos se
debe en gran medida la racionalidad de las relaciones políticas
establecidas con el país centroeuropeo.
En la actualidad tenemos, entre otros, un lobby
cubano, que pretende el derrumbamiento de la revolución cubana, y un lobby
israelí, que exige que se considere a Israel como el quincuagésimo
primer Estado de la nación. Ninguno de ellos podría funcionar sin la
ayuda de otros grupos ideológicos o sin recurrir al sentido de misión
que se deriva de la moral protestante. ¿Cuándo alcanzará Estados
Unidos una autodeterminación nacional a este respecto?
Nuestros científicos no dejan de investigar y
de obtener premios Nobel para nuestro país, nuestros historiadores
escriben libros extraordinarios sobre el pasado americano, nuestros
dramaturgos y directores de cine, novelistas y poetas exploran la vida
contemporánea con un arte exquisito. Y, sin embargo, para la revista online
llamada Salon, leída por un alto porcentaje de la población
educada, el evento cultural más importante del año pasado está en
otro lado. Ciertas jóvenes más o menos famosas han desafiado la
represión sexual exhibiendo las partes más íntimas de su anatomía.
No deja de ser cierto, por otro lado, que un segmento de la nación no
es capaz de decir qué le asusta más, si la heterosexualidad o la
homosexualidad, y está obsesionado con ambas. ¿Es que el resto de
la sociedad tenemos una vida sexual tan poco satisfactoria que hemos
de estar luchando con ella no sólo de noche sino también de día?
La Unión Europea estrena presidencia, confiada
esta vez a una diligente canciller alemana y a un ministro de Asuntos
Exteriores de competencia poco usual. Puede que haya llegado el
momento de que los europeos examinen de cerca las imágenes
simplificadas que tienen de Estados Unidos. Quienes vieron por
televisión los funerales oficiales del presidente Ford entenderán
que la elite americana se cree asediada –y en peligro, tanto en el
exterior como en el interior–. En Europa hay un sector
pro–estadounidense, y hay grupos antiamericanos diversos y heterogéneos.
Todos emplean demasiadas energías preocupándose por las relaciones
de Europa con EE UU. Todos exageran el poder americano y minimizan
nuestra fragilidad y nuestra condición de nación aún por terminar
de formar. ¿Podrán modelar los europeos una política propia
dirigida a superar el caos injusto y criminal del nuevo siglo?
(*) Profesor emérito en la Facultad de Derecho
de Georgetown, y autor, entre otros libros, de Después del
progreso.
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