Nadie
piensa en democracia al mandar soldados a Irak - Los estrategas
de Bush cultivan la discriminación - Las clases sociales más
desfavorecidas en EE.UU. son las que pelean en Bagdad
Son
a los pobres a los que mandan a la guerra
Por
Paul Kennedy (*)
Clarín, 06/02/07
Traducción de Cristina Sardoy
Desde que la administración Bush invadió Irak en la primavera de
2003, el debate entre los políticos y los intelectuales públicos que
lo asesoran en materia de asuntos externos ha sido extraño,
surrealista. Por "surrealista" entiendo simplemente la
aplicación de políticas que están cada vez más divorciadas de las
realidades internacionales, como si quienes las avalan hubieran
ingresado en un mundo mental propio.
Tomemos por ejemplo la respuesta de los neoconservadores al amargo
informe presentado recientemente por el Grupo de Estudio sobre Irak,
presidido en modo bipartito por James Baker y Lee Hamilton. Dicho
informe plantea con absoluta claridad que la estrategia en Irak no
está dando resultado. Las condiciones en el terreno empeoran. Hay
una guerra civil iraquí. Sin llegar a sugerir una política de
"largarse" ya mismo, el reporte Baker-Hamilton claramente
propicia una política de retiro calibrado.
Lo más lógico era que el informe fuera muy bien recibido por todos
los responsables políticos y los estrategas de sillón que nos
metieron en la guerra, para empezar. Sin embargo, después de un breve
período de tibias protestas, los halcones estadounidenses han vuelto
con su diario favorito, The Wall Street Journal, a la cabeza;
de hecho, después de la reunión del grupo de estudio con el
presidente Bush, el título del editorial más importante del diario
fue "El Grupo de la Confusión sobre Irak".
El informe Baker-Hamilton es un flan, dicen los archi-intervencionistas;
es obra de políticos nacidos para el compromiso. Ni hablar de
conciliación, ni de retiro, ni de capitulación. Tratándose como se
trata de una pelea a muerte, lo único que se puede hacer es
"mantener el rumbo", llegado el caso, con otro incremento más
de refuerzos de efectivos. Y, dado que éstos son los sentimientos que
el propio Bush comparte, no sorprende que haya anunciado una
"nueva" estrategia para enviar alrededor de 20.000 soldados
más a Irak, rechazando esencialmente las recomendaciones de Baker-Hamilton.
Son palabras de confrontación que prometen un plan de confrontación.
Pero ése es lamentablemente el problema. Según la mayoría de los
informes relativos al estado actual del Ejército estadounidense, sencillamente
no hay soldados suficientes para enviar a Irak y garantizar una
victoria militar firme in situ.
Como señala el experto en política de defensa Charles Pena, del
Independent Institute, la regla general del Ejército requiere dos
unidades en descanso, adiestramiento, reclutamiento o reorganización
por cada unidad en servicio activo, lo que significa que el barril
está prácticamente vacío. En términos de Pena, "los
152.000 efectivos en Irak requieren otros 304.000 para rotación, o
sea un total de 456.000 soldados, cifra precariamente cercana a la
dimensión total del Ejército en servicio activo".
Esto no incluye los despliegues de efectivos en servicio activo en
otros puntos neurálgicos como Afganistán y Corea, que probablemente
también requieran esta rotación. Las estratagemas engañosas, como
la de ordenar a los reservistas que vuelvan al servicio, o postergar
las licencias, no funcionarán. Por lo tanto, la política actual
es insostenible, dice Pena.
De todas maneras, insostenible o no, se mantiene la cuestión ética más
amplia que es necesario plantear respecto de la posición de
"mantener el rumbo" que defienden los neoconservadores
estadounidenses. ¿Quién exactamente debe "mantener" el
rumbo para seguir combatiendo en el centro de Tikrit y Fallujah y en
todas las autopistas repletas de bombas? ¿Los brillantes
intelectuales jóvenes y/o maduros de derecha con sus cómodos sueldos
y oficinas en sus laboratorios de ideas, acaso? Lo dudo.
Por desgracia, hoy Estados Unidos está combatiendo una guerra mucho
menos democrática que hace 60 años, y el hecho flagrante es que
el reclutamiento en los servicios armados refleja nuestra
distorsionada sociedad marcada por la diferencia de clases. Ningún
parlamentario renunció a su banca para ir a pelear al frente, como lo
hizo Winston Churchill en 1915. Y sólo algu nos pocos de sus hijos
saldrán de patrulla en Bagdad o cualquier otra ciudad iraquí esta
noche.
Y, lamentablemente pocos, si los hay, de los "distinguidos
profesores" de los institutos de derecha que sacan provecho de la
política de Washington se pondrán uniformes. En cuanto a los
banqueros y abogados, consultores y especialistas médicos sumamente
bien remunerados de los mejores suburbios de Los Ángeles y Long
Island, ¡olvídese! Su problema es echar mano a una nueva Ferrari
antes que su vecino.
No, los que están combatiendo esta guerra y a quienes ahora se les
pide que mantengan el rumbo vienen de otras clases sociales y
diferentes distritos postales. En una presentación conmovedora y a la
vez muy inquietante, el día de Año Nuevo, The New York Times
reprodujo fotografías de todos los hombres muertos en Irak desde
octubre de 2005, o sea, desde que perecieron los primeros 2.000. Los
muertos eran, según el artículo que acompañaba las fotografías,
"en su mayoría hombres blancos de zonas rurales, soldados tan jóvenes
que todavía tenían recuerdos frescos de las proezas del fútbol
escolar y de las escapadas adolescentes". También había un número
significativo de afroamericanos y estadounidenses hispanos.
Estados Unidos está muy desequilibrado en este sentido y la mayoría
de la gente probablemente lo sabe aunque no quiera decirlo por temor a
evocar una palabra tabú: el servicio militar.
Gobernar es tomar decisiones difíciles. Pero la dirigencia política
estadounidense no quiere eso, entonces vamos a pedirles a nuestros
cansados soldados que "aumenten" otra vez. Tal vez esto nos
valga la victoria, pero la búsqueda de esa victoria se hará de una
manera socialmente divisoria y éticamente inmoral, con las clases
altas de este país y nuestros patriotas intelectuales eludiendo hábilmente
las presiones de la guerra.
(*) Historiador de la Universidad de
Yale.
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