Suburbios: la pobreza
oculta de Estados Unidos
Por Eyal Press
The
Nation, 11/04/07
Sin Permiso, 25/05/07
Los suburbios americanos evocan imágenes de casas de ensueño,
césped como de peluche y barbacoas vecinales; no trabajos precarios y
casas hipotecadas. Ahora, por primera vez, más americanos pobres
viven en los suburbios que en todas nuestras ciudades juntas.
Rockingham County, Carolina del Norte, nunca ha sido
conocido por su opulencia, pero hasta hace poco, la mayoría de sus
residentes no habría dudado en describirlo como de cómoda clase
media. Durante varias décadas el condado, un bloque de tierra
rectangular en el norte de la parte central del Estado, debió su
prosperidad a las fábricas textiles y tabacaleras, industrias que no
fueron siempre amigables a los sindicatos pero que, sin embargo,
facilitaron a la fuerza laboral local trabajos que pagaban lo
suficiente como para mantener a la familia y comprar una linda casa en
algún lugar.
Entre aquellos que lo hicieron estaba Johnny Price, un
afro-americano de 44 años que vive en un rancho de postigos verdes en
una calle llamada Sparrow, en una frondosa subdivisión residencial en
las afueras del centro de Eden. Dos altísimos robles dominan el patio
frontal de la casa de Price. En el camino de entrada también está
estacionada su ranchera azul marino. Para los niveles de algunos de
los suburbios recién construidos, el montaje es modesto, pero para
Price, el menor de diez hermanos cuyo padre murió cuando tenía seis
años y cuya madre trabajó como sirvienta doméstica, significa un
testimonio de las recompensas del trabajo duro y la perseverancia,
valores que él ha tratado de inculcar a sus dos hijos adolescentes,
que viven con él desde que se divorció de su mujer. Últimamente
esto ha exigido mucho más esfuerzo. En 2006 Price perdió el trabajo
que tuvo durante diecinueve años debido a unos despidos masivos en
Unified, un fabricante textil. Ahora él está luchando para arreglárselas
con los 1.168 dólares mensuales del seguro de desempleo y, como
muchas personas en Rockingham County -que ha sido devastado por el
cierre de fábricas en los últimos años- preguntándose cuánto
tiempo más podrá continuar pagando su hipoteca.
Las historias de la movilidad social descendente en los
suburbios americanos no han precisamente colmado los titulares de la
prensa durante la última década. Los barrios cerrados de casas soñadas,
mansiones cercadas por lagos artificiales y parques de oficinas en
forma de cubos de cristal: éstas son típicas imágenes evocadas por
las lujosas y enormes subdivisiones construidas durante el boom
tecnológico de los 90. Los empleos de bajo salario, casas bajo
ejecución hipotecaria, familias incapaces de afrontar la comida y la
atención médica no lo son. Pero aventúrate más allá de los límites
metropolitanos de cualquier gran ciudad actual, y encontrarás estos
atributos, tal vez en forma menos concentrada - y por lo tanto, menos
visible- que en nuestras ciudades de flacos bolsillos, pero con un
frecuencia que igualmente aumenta. En los tres condados que circundan
Greensboro, Carolina del Norte, la ciudad que está a media hora de
donde vive Johnny Price, la tasa de pobreza se ha disparado en los últimos
años. Ahora se encuentra en 14,4%, sólo un poco debajo del nivel de
Nueva Orleáns.
Greensboro, por su parte, no está solo. En diciembre
pasado la Brooking Institution publicó un informe mostrando que desde
Las Vegas hasta Boise y hasta Houston, la pobreza suburbana ha ido
creciendo durante los últimos siete años, en algunos lugares de
manera gradual, en otros tanto como el 33%. “Los constantes desafíos
sociales y fiscales para las ciudades que provienen de la gran pobreza
son crecientemente padecidos también por sus suburbios”, concluye
el informe. Este es un problema que podría explicarse por el
confinamiento a los contornos desiguales de los llamados suburbios del
“anillo interior” que directamente bordean las ciudades, sitios
donde la reserva de vivienda es antigua y desde los cuales muchos
residentes más ricos se han ido hace ya tiempo. Pero este no es el
caso. “En general… los primeros suburbios no sufrían lo peor de
la creciente pobreza suburbana de principios de 2000”, señala el
informe, el cual encuentra que la crisis económica se ha extendido
tanto a “terceros suburbios como a
los ‘barrios cerrados de gente acaudalada’”.
El resultado es un hito histórico que ha permanecido
misteriosamente ignorado: por primera vez, más americanos pobres
viven en los suburbios que en todas nuestras ciudades juntas.
Una razón de que este cambio no haya entrado en la
conciencia pública es que desde que los suburbios existen, los
americanos han tendido a imaginarlos como santuarios prístinos adonde
la gente se escapa para evitar rozarse con los pobres. El ejemplo histórico
más común –muy lamentado por una generación de progresistas que
vinieron a asociar la migración con los suburbios, con violencia
racial y decadencia urbana- es el éxodo masivo de la clase media
blanca de las principales ciudades de la nación, el cual se aceleró
con el despertar de los disturbios y el malestar social de la década
del 60. En años más recientes, se asumió a menudo, las fuerzas que
impulsan el crecimiento de los suburbios sólo han empeorado las cosas
–el panorama social más segregado, el gran crecimiento urbano, la
brecha cada vez más grande entre la gente que raramente pone un pie
en las ciudades y aquella que ocasionalmente las abandona.
El hecho de que muchos barrios urbanos hayan sido ocupados
por gente de alto poder adquisitivo -desde Brooklyn, pasando por San
Francisco, hasta Washington- ha forzado a salir a muchos residentes de
clase obrera. Es una inversión de la clásica historia migratoria:
muchos de estos residentes desplazados han huido hacia los suburbios,
atraídos en parte por el creciente flujo de trabajos,
fundamentalmente de baja remuneración –limpieza doméstica,
jardinería, restauración, pequeños centros comerciales y edificios
de oficinas-. Alan Berube, co-autor del estudio de la Brookings
Institution, dice que la “descentralización y el empleo de baja
remuneración” son uno de los principales factores que han elevado
las tazas de pobreza suburbana.
En algunos condados, gran parte de estos puestos laborales
son ocupados por inmigrantes, quienes cada vez en mayor medida van
derecho a los suburbios, más que a las ciudades, en busca de empleo.
En su libro On Paradise Drive (2004) David Brooks muestra un
alegre retrato del estupendo mosaico que ha generado el ingreso de
extranjeros en lo que antes era predominantemente un lugar de
americanos blancos. “Ahora verás pequeñas niñas taiwanesas en
cursos de patinaje artístico, niños ucranianos aprendiendo a lanzar
la bola de baseball”, escribe.
Lo que verás también son personas como los peones que se
reúnen cada mañana en los aparcamientos de Home Depots
[cadena norteamericana de grandes centros comerciales, N. del
T.] en Nassau County, Long Island, donde la renta familiar media es de
87.558 dólares y la tasa global de pobreza es bastante más baja,
pero donde la demanda de vales de comida se ha incrementado en un 40%
desde 2003. A pesar de que el salario en trabajos como la construcción
-que tienen estos peones- es de 10 dólares la hora, muchos no ven un
céntimo por ello: un estudio del año pasado realizado por
investigadores de la Universidad de California demostró que se les
retiene aproximadamente la mitad del salario. Un trabajador mexicano
con el que conversé en un glacial día de febrero me dijo que había
ganado 400 dólares por un trabajo de fontanería que había hecho hacía
unos días. Como la mayoría de los otros hombres que estaban junto a
él, vestía una sudadera con capucha, más que un abrigo, y arrimaba
los dedos a su boca para calentar sus manos desnudas. Una adecuada
ropa de invierno, evidentemente, es un lujo inalcanzable. Debido a que
el trabajo es estacional y esporádico, estos peones ganan más de
15.000 dólares al año. Más de la mitad de aquellos con accidentes
laborales no reciben la ayuda médica que necesitan.
Otros inmigrantes en Long Island ejercen oficios cuyos
salarios y horarios traen a la mente ciertas características de las
maquilas urbanas, salvo que la explotación, como en otros tipos en
los suburbios, está más escondida y dispersa. “Hicimos una
encuesta sobre trabajadores domésticos aquí, y encontramos que la
gente está trabajando setenta horas semanales y cobrando, por término
medio, unos 4,03 dólares la hora”, dijo Nadia Marin-Molina,
directora de una organización para los derechos de los inmigrantes
llamada Workplace Project, en Nassau County. No mucho antes, tres
trabajadores se acercaron a su oficina desde un restaurante cercano
para denunciar que habían obtenido 20 dólares por un turno de doce
horas de trabajo, bien por debajo del salario mínimo aun después de
distribuir las propinas. En un almacén del centro de Garden City, un
rico enclave de enormes casas y tiendas de lujo, justo debajo la calle
donde está la modesta sede de Workplace Project, muchos otros fueron
despedidos simplemente por exigir que se les registraran sus pagas. El
pasado año, Workplace Project ayudó a inmigrantes en Nassau County a
recuperar 143.849 dólares de salarios en negro, algunos de
contratistas que les habían pagado con cheques sin fondo, otros de
empresas como Popeyes y D’Àngelo Pizzería que no les pagaron
siquiera las horas extra.
Que aterrizar en trabajos de servicio difícilmente
garantiza tener ingresos adecuados no es una novedad para los ex
trabajadores industriales en Carolina del Norte. Johnny Price está
actualmente matriculado en cursos en el Rockingham Community College,
-fundado bajo la Trade Adjustment Act-, con la esperanza de
convertirse en contador. Me dijo que no hay posibilidades de continuar
sus estudios con los 700 dólares que paga por la hipoteca y el apoyo
que brinda a sus hijos trabajando como dependiente en un lugar como
Wal-Mart, el principal empleador del lugar, con dos nuevas sucursales.
Price solía ganar 15 dólares por hora, con beneficios
sanitarios y días de vacaciones. Lo que él espera evitar es el
destino de gente como Jodi Wilmouth, a quien conocí en el Rockingham
County Red Cross, que abrió una despensa de alimentos varios años
atrás en un edificio bajo de ladrillos en Eden. Wilmouth. Gana 6,25 dólares
la hora como cajera en una tienda llamada Belk, lo cual, dijo, no son
suficientes para cubrir sus gastos básicos. Mientras ella estaba allí,
el presidente Bush estaba visitando la planta de Caterpillar en
Peoria, Illinois. Luego dijo que en la economía de hoy “los
trabajadores están ganando más dinero”.
Ada Wells, quien trabaja en la despensa de alimentos y
antes en una fábrica textil, ofreció un punto de vista diferente.
“Lo que tenemos ahora son trabajadores pobres [working poor].
“Cuando dejé mi fábrica en 1999, los trabajadores peor pagados
ganaban 9 dólares la hora, con seguro y días de vacaciones. Ahora
tenemos gente que no puede siquiera pagar sus facturas de luz con los
salarios que ganan”.
Existen ciertas ventajas comparativas para ser pobre en un
lugar diferente a las ciudades, como Cleveland o Detroit. Lo que sea
que pueda temer, Price no tiene que preocuparse porque sus hijos
crezcan en una calle repleta de envases de crack y graffitis de bandas
–donde vive hay césped perfectamente cortado y caminos de entrada
con aros de baloncesto-. La toxicidad peculiar de la pobreza urbana,
creen muchos académicos, descansa en su intensa concentración, el
desorden de problemas que estimulan el crimen, aumentando las tasas de
marginación, y un ambiente de desesperanza que envuelve cada
aspecto de la vida del barrio.
Pero los suburbios también tienen sus desventajas, entre
ellas el hecho de que ir a cualquier lugar generalmente requiere de un
coche. No hay sistemas de transporte público en la mayoría de las áreas
suburbanas periféricas, por lo que la gente que trabaja en la
proveeduría de alimentos en la Cruz Roja de Rockingham County a
menudo comparte coche para llegar hasta allí, abarrotándose unos
sobre otros desde cuatro a cinco familias en un solo vehículo para
abaratar combustible. Entonces, también, la novedad de la pobreza
suburbana significa que en muchos pueblos hay escasez de agencias de
servicios sociales que ofrezcan ayuda. Alrededor de 7.000 personas
fueron a la proveeduría el año pasado, siete veces la cifra de 2000.
“Es abrumador”, dijo Janna Novell, la directora de la proveeduría.
El día antes que yo la visitara, la despensa se quedó sin comida, un
problema que es bastante frecuente en muchos locales suburbanos.
“Hay una brecha espacial en aumento entre los proveedores y la gente
necesitada”, dice Alan Berube. “Los hospitales públicos, los
programas de asistencia nutricional, por ejemplo, siguen siendo
servicios principalmente urbanos. Tú ves operaciones a pequeña
escala en los suburbios que están desbordadas. No pueden lidiar con
la demanda”.
Un desafío
aun más problemático es encontrar un lugar asequible para vivir,
desde que la mayoría de las viviendas de bajo coste, o subsidiadas,
fueron construidas en las ciudades. ¿Adonde van los indigentes en los
suburbios? En Carolina del Norte, entre las pocas opciones, hay
lugares como el trailer gris pizarra que Barbara Hall, de 62 años,
llama ‘hogar’. Ella solía vivir en una casa de cuatro
habitaciones con su esposo e hijos. Esto fue antes de que se
divorciara y perdiera su trabajo. “Es humillante”, dice Hall, con
su largo cabello gris, ojos azules y un problema de espalda crónico
que le exige tomar medicamentos que normalmente no puede comprar.
Hay, por supuesto, gente más afortunada en los suburbios,
cuyas casas han doblado y triplicado su tamaño en los últimos años
–trabajadores de la industria tecnológica en la pujante área que
rodea el triángulo de investigación de Carolina del Norte, por
ejemplo-. Pero desde 1998 las ejecuciones hipotecarias han llegado
casi a triplicarse.
La tendencia se extiende más allá del sur –hubo 1,2
millones de ejecuciones hipotecarias en el país durante 2006, lo que
representa un incremento del 42% en relación al año anterior.- y está
entre las indicaciones que el numero de personas bajo coacción económica
en muchos suburbios excede el porcentaje oficial de pobres.
Comparada con Barbara Hall, que está desempleada y
sobreviviendo con cheques de invalidez, Rosa Melara, quien vive en
Montgomery County, Maryland, un área suburbana adyacente a
Washington, lo pasa mejor. Melara trabaja en un salón de belleza y
ganó 28.000 dólares el año pasado. También vive en un condado con
más viviendas baratas que la mayoría de los suburbios, gracias a políticas
de zonas inclusivas que durante décadas han requerido que se
construyan viviendas asequibles en desarrollos a gran escala. Melera
todavía alquila un garage convertido, sin calefacción, porque
la mayoría de los pisos y casas en Montgomery County siguen bastante
lejos de su alcance. Alrededor de la mitad de los feligreses en la
iglesia que ella atiende en el suburbio de Bethesda enfrentan
problemas similares, me dijo. Conocí a Melara en otra iglesia, en el
vecino Howard County, también en el corredor Washington-Baltimore y
durante muchos años considerado uno de los condados más ricos de los
Estados Unidos. El año pasado un equipo de trabajo sobre la vivienda
asequible designado por James Robey, el concejal del condado, advirtió
que “una innegable brecha” existe entre la necesidad de una
vivienda de bajo coste y su disponibilidad en esa área, y no sólo
para los pobres. El 70% de los trabajos en el condado, incluyendo los
puestos educativos de nivel básico en su celebrado sistema escolar público,
policías que patrullan las calles y bomberos que atienden las
emergencias, pagan menos de 50.000 dólares anuales. Mientras tanto,
el precio promedio de una casa unifamiliar es casi diez veces
superior, $485.500, y los alquileres han trepado aún más. El
resultado es que una parte cada vez más grande de la población
-servidores públicos, parejas jóvenes que quieren formar una
familia, jubilados, graduados universitarios recientes- no pueden
encontrar sitios asequibles para vivir, de acuerdo con el equipo de
trabajo: “Ellos son padres e hijos de los residentes del Condado”,
dice su informe, “los maestros y policías del Condado, los
camareros y camareras que sirven comidas, los trabajadores del centro
comercial, los trabajadores hospitalarios: gente que contribuye a la
calidad de vida en Howard County de manera incalculable”:
El dilema es bastante peor, por supuesto, para los
verdaderos indigentes, al menos porque muchos habitantes de los
suburbios que podrían querer contratarlos como canguros o ser
servidos por ellos en restaurantes no necesariamente los quieren como
vecinos. En junio de 2005, las autoridades del pueblo de Brookhaven,
en Suffolk County (Long Island), lanzaron una serie de incursiones
para clausurar casas abarrotadas de gente en las que los inmigrantes
que carecían de otras opciones estaban alquilando habitaciones. El
concejal del condado, Steve Levy, demócrata, declaró que los
desalojos eran necesarios para “preservar los suburbios tal como los
conocemos”. En Berkshire Drive 196, una casa de listones azules que
fue asaltada, los inmigrantes protestaron levantando tiendas en el
patio trasero y durmiendo fuera. Otros que habían sido desalojados
terminaron durmiendo en los bosques sobre sábanas de plástico con
sus pertenencias guardadas bajo arbustos. En un informe especial sobre
vivienda en Long Island, Newsday comparó las habitaciones atestadas,
a menudo mugrientas, donde viven muchos inmigrantes –una docena de
huéspedes hacinados en un sótano inundado de aguas residuales,
adultos durmiendo en los armarios de casas que se encuentran sobre
calles arboladas en agradables vecindarios- con viviendas del fin de
siglo.
Otros condados han introducido leyes anti-medicidad para
alejar a los peones como los que conocí fuera de Home Depot en el
vecino Nassau County, otro signo de que ser pobre en los suburbios
viene con la carga añadida de sentir que no perteneces. Varios de los
trabajadores que conocí me dijeron que han sido llamados “parásitos”.
A algunos peones les han arrojado piedras. El hombre mexicano con el
que hablé se movió hacia un coche rojo circulaba por allí,
conducido, dijo, por un guardia de seguridad de Staples quien patrulla
el área para asegurarse que él y sus compañeros trabajadores
permanezcan en los límites del aparcamiento, así los clientes no
podrán ser molestados. En septiembre de 2000, dos inmigrantes fueron
levantados por personas que ellos creyeron eran contratistas, llevados
a una bodega abandonada y seguidamente asesinados. (Ellos
sobrevivieron lanzándose a la autopista de Long Island)
Incidentes como estos pueden ser vistos como producto del
racismo o de algo más: un sentido de incertidumbre sobre el futuro
que se extiende más allá de la categoría de pobres. “Creo que aquí
la gente de clase media se siente apretada, y si los líderes no
ofrecen soluciones, buscarán alguien a quién culpar”, dice Marin
Molina de Workplace Project. Como en Howard County, no es difícil
encontrar datos de esta inseguridad. En 2004 más del 40% de los
propietarios de viviendas de Long Island gastaron más de 1/3 de sus
ingresos (la definición convencional de “presión de costos”) en
vivienda, afirmó un informe publicado el año pasado por el fondo de
Adelphi Universidad. En los últimos años el típico primer trabajo
en la región se pagaba 44.000$, bastante menos que los 60.780$ que el
Instituto de Política Económica estimó que necesitaría una familia
de cuatro miembros para cubrir sus gastos básicos.
Desenredar el ovillo que relaciona suburbios con
prosperidad y algo más, comienza a quedar inacabado: la historia que
los republicanos han contado sobre cómo vive ahí la gente,
particularmente aquellos en las comunidades en crecimiento aún más
periféricas, son sus componentes naturales. “Los demócratas no son
bienvenidos en los barrios cerrados de ricos”, dijo el columnista
conservador Brooks unos años atrás, señalando las zonas comerciales
alrededor de Orlando, territorio de Jeb Bush, y de Mesa, Arizona, una
zona próspera al este de Phoenix. En estas comunidades que se van
haciendo cada vez más grandes, sitios donde los aparcamientos de las
megaiglesias se llenan cada domingo de lujosas camionetas, los
liberales no tienen ni idea de lo que le importa a la gente, dice
Brooks tácitamente. En la elección de 2004, pareció que él estaba
en lo cierto: los republicanos barrieron en esos lugares, consiguiendo
97 de los 100 condados en rápido crecimiento del país. En los círculos
demócratas sobrevino el pánico.
Al final el pánico fue prematuro. En las elecciones de
mediados del año pasado la ventaja del Partido Republicano en los
lujosos barrios cerrados se estrechó considerablemente. Los Demócratas
ganaron el 60% de los votos en los suburbios interiores, 55% en el
siguiente cordón, y la mayoría de voto suburbano total. No controlarían
ni la Casa Blanca ni el Senado si no fuese por estos incrementos.
En parte, el cambio refleja la amplia desilusión con la
guerra en Irak. Pero también puede significar que los republicanos no
tienen ideas cuando necesitan descifrar las preocupaciones de los
habitantes de los suburbios. La presumida ventaja del Partido
Republicano sobre estos votantes descansaba en el supuesto de que los
nuevos centros de crecimiento suburbano se estaban llenando de prósperos
profesionales de clase media que, sobre todo, se preocupan por los
bajos impuestos y por que los dejen criar solos a sus hijos. Muchos
suburbios ahora parecen estar llenándose de un tipo social diferente:
padres estresados, preocupados por su asistencia sanitaria, la
instrucción universitaria y pagando sus hipotecas. El científico político
Jacob Hacker se ha referido a esta gente como los “populistas de
oficina”, padres que “no están necesariamente comprando los
discursos antisistema contra el libre comercio y la inmigración…[pero]
son escépticos sobre las promesas corporativas y preocupados por su
seguridad.
Apuntar a las preocupaciones de tales personas no es
necesariamente, por supuesto, sinónimo de simpatizar con los reclamos
de los pobres suburbanos. (Como los asaltos contra inmigrantes en
Nassau County muestran, el populismo suburbano puede cortar dos
caminos). Ni la afiliación partidaria de los suburbanitas de bajos
ingresos es necesariamente tan fácil de predecir. En Carolina del
Norte conocí mucha gente que estaba furiosa con el salario mínimo
escandalosamente bajo o con el Tratado de Libre Comercio de América
del Norte (TLCAN) [NAFTA, North American Free Trade Agreement], pero
luego me dijeron que eran Republicanos. Otros se quejaban del costo
exorbitante de la asistencia sanitaria –y sobre cómo el gobierno se
la está otorgando de manera gratuita a los mexicanos indocumentados-.
Pero había otros que asentían con la cabeza cuando se les preguntó
sobre la afirmación de John Edwards de que hoy existen dos Américas.
“Tenemos dos Américas”, dijo Ada Wells de Rockingham County, “y
ellas no se entienden la una a la otra”. Muchos suburbanitas con los
que he hablado parecen interesados en temas –vivienda asequible,
salarios mínimos más altos, seguridad sanitaria universal- que los
Demócratas progresistas han señalado que deben estar en el centro de
la agenda del partido, y que tanto los “populistas de oficina” de
Hacker como la gente que limpia esas oficinas para vivir tienen interés
en ello. Obviamente, los ricos ingenieros informáticos que llegan a
los suburbios podrían seguir más preocupados por los bajos
impuestos. Pero más de la mitad de la gente de los suburbios en
crecimiento no tiene una licenciatura. La población afro-americana en
tales sitios aumentó un 50% en la década de los 90. “Si miras a
los suburbios emergentes, verás que rápidamente se están
diversificando”, dice el encuestador Demócrata Ruy Teixeira“. Y
están llenos de gente que no gana mucho dinero”.
Más allá de alterar los patrones de voto, la dispersión
de la pobreza hacia los suburbios tiene el potencial de refutar una
idea más extendida: que los intereses de los suburbanitas y los
habitantes de las ciudades son diametralmente opuestos. Esta ha sido
la principal –a menudo tácita- premisa que guió el desarrollo
regional durante décadas, una que jugó un importante papel en la
extensión y segregación residencial. Pero si las ciudades y los
suburbios enfrentan cada vez en mayor medida los mismos problemas, ¿no
tendría sentido para ellos actuar juntos?
David Rusk, ex alcalde de Albuquerque y antiguo militante
por un desarrollo regional más equitativo, es de esta opinión.
“Para enfrentarse a los problemas de pobreza y crisis económica que
afectan a muchas ciudades y suburbios, hay conseguir estados que
establezcan directivas fuertes orientadas a equilibrar el desarrollo
inmobiliario y alguna forma de coparticipación regional de
impuestos”, dice. Para ilustrar por qué, Rusk cita el caso de la
parte sur de New Jersey, en particular el área que circunda Camden.
“Esta es una zona de aproximadamente 1,75 millones de personas, y
los diez municipios con más rápido crecimiento, en términos de
empleo, representan todo el tercer cordón de suburbios”, dice.
“Ellos vieron la creación de alrededor de 42.000 puestos de trabajo
en la década del 90, pero la construcción de sólo 1.200 viviendas
de bajo costo. Mientras tanto, las 10 áreas que fueron las mayores
perdedoras de empleos presenciaron la desaparición de 25.000 puestos
de trabajo, pero se construyeron 16.000 viviendas con precio
controlado. Es un espejo opuesto de lo que se necesita: donde la
oferta de trabajo está creciendo, no hay vivienda asequible para la
clase trabajadora. Donde ésta desaparece, la oferta de vivienda
aumenta”.
Rusk ha acuñado un lema que un importante numero de grupos
de apoyo y líderes regionales están comenzando a adoptar: “si eres
lo suficientemente bueno para trabajar aquí, eres lo suficientemente
bueno para vivir aquí”. Es con este principio en mente que los
reformadores de New Jersey están reunidos detrás de la idea de
revocar una desagradable práctica conocida como Acuerdo de Contribución
Regional [Regional Contribution Agreement], un inocuo y rimbombante término
para los negocios maquiavélicos que permite un municipio -típicamente
un opulento suburbio de gran crecimiento- para sortear su obligación
de construir viviendas de bajo precio dentro de sus límites pagando a
otra municipalidad (normalmente una pobre ciudad muy necesitada de
dinero) para construir unidades residenciales en su lugar. El no muy
sutil propósito es permitir a los suburbios prevenir que se mude un
tipo de gente “equivocado”. El nuevo gobernador de New Jersey, Jon
Corzine ha dicho que piensa que el Acuerdo es perjudicial pero él ya
ha aprobado la legislación introducida en el Senado estatal que la
aboliría.
Aun si Corzine mejorara, tal vez seria ingenuo imaginar que
tales prácticas cesarán del todo: los suburbios fueron creados,
después de todo, precisamente para erigir barreras espaciales entre
ricos y pobres. Esto es seguramente una parte de la razón por la que
los nuevos siguen surgiendo en áreas aún más remotas, lejos del
crimen y la miseria (léase, negros y mulatos pobres). Pero es también
un hecho que menos gente rica está encontrando, lenta pero
seguramente, su camino en los suburbios. Jonathan Lange, un
organizador con la Fundación de Áreas Industriales [Industrial Areas
Foundation], trabaja en dos de las áreas más ricas del país: los
condados de Maryland’s Howard y Montgomery. La pobreza en ambos
sitios es “discreta, difícil de ponerle las manos encima y
extremadamente difícil de organizar”, dice. Sin embargo, está ahí.
No mucho tiempo atrás, un pastor que Lange conoce descubrió que hay
decenas de chicos sin hogar en Oakland Mills, la escuela secundaria de
Howard County. Algunos de ellos duermen en coches, otros en moteles
baratos, le dijo el pastor, una experiencia inimaginable para muchos
de sus compañeros de clase, tal vez, pero crecientemente emblemático
de la población suburbana del día de hoy.
(*) Eyal Press es un colaborador de The Nation.
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