Alemania, año quince
Por Higinio Polo
La Insignia, España, 24/0904
Cuando se cumplen quince años del
desmantelamiento del muro berlinés, Alemania se enfrenta a un
conjunto de problemas que amenazan su estabilidad política y económica,
y cuyas repercusiones van marcar su futuro inmediato. A las
movilizaciones obreras, al chantaje empresarial que pretende, con el
pretexto de la competitividad y la globalización, imponer reducciones
salariales y aumentar las horas de trabajo, a las dificultades
financieras, se unen las reclamaciones obreras y ciudadanas en los
territorios de la antigua República Democrática Alemana. La chispa
de la protesta ha prendido en Alemania.
Varios asuntos están en el origen del extendido descontento. El
gobierno de coalición del SPD con los verdes ha impuesto una reforma
laboral (que denominan Hartz IV, por el nombre del jefe de personal de
la empresa automovilística Volkswagen que lanzó la propuesta), que
recorta el subsidio de desempleo. De hecho, con la excusa de la
reforma del Estado del bienestar -paso inevitable para su
mantenimiento, según defienden los portavoces del gabinete de Schröder-
el gobierno de coalición socialdemócrata-verde ha lanzado el más
duro golpe de los últimos treinta años contra las conquistas
sociales y contra las condiciones de vida de los trabajadores
alemanes. Como ha ocurrido en otros países, la socialdemocracia
alemana ha adoptado muchos de los puntos de vista liberales.
Mientras sindicatos y
organizaciones sociales debatían la inoportunidad de esa reforma, los
empresarios han coincidido en el lanzamiento de una ofensiva patronal
que pretende reducir los salarios en las fábricas. A las reducciones
salariales en Siemens, que han ido acompañadas de un aumento de las
horas de trabajo (de 35 a 40 horas, nuevamente, sin que ello comporte
aumento salarial alguno); a las exigencias de la dirección de
Volkswagen (que pretende una congelación salarial durante dos años,
y que, además, ha amenazado con que treinta mil empleos pueden estar
en peligro, si los obreros no aceptan los planes de la empresa); al
chantaje de Opel, la filial alemana de General Motors, que pretende
aumentar las horas de trabajo sin ningún incremento salarial, se unen
otras exigencias, en algunas casos ya impuestas, como la de introducir
salarios más bajos para los nuevos trabajadores y, a ese coro, se añaden,
además, voces empresariales que amenazan con trasladar fábricas a
Sudáfrica, al Este de Europa, o a Asia, como ya han hecho los
fabricantes de componentes para la industria automovilística.
Volkswagen ha anunciado, por ejemplo, la constgrucción de una planta
en el dictatorial emirato de Abu Dhabi. Son apenas unos ejemplos en
las grandes industrias. Como era de esperar, las protestas obreras de
las últimas semanas han sido multitudinarias: decenas de miles de
trabajadores de Daimler-Chrysler, por ejemplo, se han manifestado por
las calles de las ciudades alemanas, y la insatisfacción y el
descontento crecen.
La decepción ciudadana con la política
impulsada por la coalición gobernante, mal llamada rojiverde, está
llevando a una sangría de votos a la socialdemocracia, y aunque los
verdes no parecen acusar en igual medida el desgaste, no hay duda de
su complicidad con esa política contraria a los intereses obreros y
de claros tintes antipopulares, actitud, por otra parte, de la que
deberían tomar nota quienes en Cataluña postulan a los verdes
alemanes como un ejemplo acabado del progresismo político europeo. El
gobierno alemán responde a las protestas obreras entonando la
salmodia de la competitividad, de los riesgos de la globalización y
de los imperativos económicos: tretas para justificarse y para
sembrar el miedo entre la población. Hans Eichel, ministro de
Finanzas, lanzó a mediados de septiembre una advertencia pública al
declarar que, si no se aceptan las reformas sociales del gobierno,
Alemania puede sufrir un verdadero desastre financiero. "Si no se
aprueban las reformas, nos arruinamos", mantuvo el ministro, sin
advertir la ironía de que estaba hablando de unas "reformas
sociales" que nada tenían que ver con aquellas que, en la
historia del siglo XX europeo, eran sinónimo de avances progresistas.
Para el decidido gobierno rojiverde, que pervierte hasta el lenguaje,
las reformas sociales apenas son limitaciones y pérdida de derechos
obreros y ciudadanos.
A esa situación de ofensiva
empresarial y gubernamental, se ha unido la creciente evidencia de las
promesas incumplidas con los habitantes de la antigua RDA. Los
paisajes florecientes que prometió el canciller Kohl para forzar una
tramposa unificación de las dos Alemanias, son, quince años después,
en el Este del país, un compendio de desempleo, frustración y
mentiras. Porque el descontento de los ciudadanos de la antigua RDA es
inocultable para toda Alemania: según un reciente informe de la
Oficina Federal de Estadística, la mayoría de los habitantes del
Este está en desacuerdo con el sistema capitalista alemán, y se
muestran descontentos con su funcionamiento, al tiempo que un 76 por
ciento sigue pensando que el socialismo es una buena idea, aunque
fuera deficientemente aplicada. Así, no es extraño que, en las
regiones de la antigua RDA, decenas de miles de ciudadanos se
manifiesten cada lunes para protestar contra los planes del gobierno
Schröder. Las manifestaciones reproducen lo que sucedió en la RDA
hace quince años, pero ahora el destinatario de las protestas es el
contrario que entonces: ahora es el capitalismo.
Mientras eso ocurre, la prensa
sensacionalista alemana, con el Bild Zeitung a la cabeza, carga contra
las protestas de los ciudadanos, recurriendo a todos los tópicos de
la guerra fría, mientras lanza campañas en las que presenta a la
antigua RDA como una siniestra cárcel, sin reparar en que, quienes
protestan en las calles, saben perfectamente lo que era el Estado
socialista alemán. La prensa no se detiene ahí: restriegan en la
cara de los ciudadanos del Este las multimillonarias transferencias de
recursos financieros que cada año van desde el Oeste hacia el Este,
estimadas en más de 80.000 millones de euros. Pero los medios de
comunicación olvidan, interesadamente, que la destrucción de la
industria de la RDA, que está en el origen de la crisis actual, sólo
puede achacarse al viejo gobierno de Bonn, que estaba más interesado
en destruir la estructura social y productiva de la RDA que en
asegurar una vida digna a los ciudadanos; como olvidan que, quince años
después de aquellas promesas de Bonn, el Este de Alemania se enfrenta
a unas cotas de desempleo que se encuentran entre las más altas de
Europa, casi un 20 por ciento de la población, frente al pleno empleo
que imperaba en los años del socialismo real. Esa vergonzosa
manipulación de los medios de comunicación ha llevado al propio
Lafontaine, un dirigente socialdemócrata enfrentado hoy con Schröder,
a recordar que la política del gobierno de Bonn comportó la
destrucción de la industria de la RDA.
En esa situación de crisis abierta
y de temor ante el futuro, no es extraño el crecimiento del voto
comunista, que va unido al retroceso del SPD: ya en las últimas
elecciones al Parlamenteo Europeo, los socialdemócratas obtuvieron su
peor resultado de los últimos cincuenta años: un 21'5 por ciento de
los sufragios, y todo apunta a que los problemas de Schröder y del
capitalismo alemán van a aumentar. Hay que recordar que los
propagandistas de la mal llamada globalización, argumentaron durante
años que ese proceso sería beneficioso para el conjunto de la
población mundial: no está siendo así, y los trabajadore alemanes
lo están constatando. A las mentiras sobre la unificación alemana, a
la persecución de los comunistas en las instituciones del Estado, al
intento de acabar con la historia de la Alemania socialista (con el
proyecto, por ejemplo, de demoler el antiguo Palacio de la República,
sede de la presidencia de la república durante los años de la RDA),
se unen las mentiras de la globalización capitalista, que no implican
una mejora de las condiciones de trabajo sino una reducción de las
conquistas sociales. Al margen de la resolución momentánea de la
crisis y de la reforma laboral, una evidencia empieza a abrirse camino
en Alemania: hoy los manifestantes son miles; mañana, serán
millones.
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