No es lo que nos
cuentan
Por Carlos Taibo (*)
Rebelión, 27/01/05
Quienes
se han entregado a la defensa del tratado constitucional de la UE
gustan de repetir un argumento que tiene su miga: la razón primera
para respaldar el texto en cuestión la aporta, a sus ojos, el hecho
de que la Unión es un islote de prosperidad, de derechos y de
libertades en un mar proceloso. Olvidemos lo que en otras
circunstancias habría de ocupar nuestra atención: semejante forma de
razonar, que esquiva cualquier consideración sobre el tratado en sí,
se asienta en la frágil intuición de que éste --de la mano de
mercaderes y fortalezas envueltos en retórica hueca-- tiene que
ratificar, por su rica gracia, las virtudes reseñadas.
Mayor
enjundia tiene el cometido de examinar si esas virtudes son tales, y
de hacerlo a sabiendas de que, de siempre, la UE ha escapado de los
discursos genuinamente críticos. Y es que sobran los motivos para
concluir que la Unión no es ese dechado de venturas que tantos
aprecian. La generosa autopercepción que emite mucho le debe a la
soterrada invención de una tradición que dibuja sin rebozo un
permanente progreso, se desentiende de los desatinos que han marcado
el devenir europeo, arrincona las excepcionalidades --una celtibérica
televidente, que ignoraba al parecer el apoyo de EEUU al general
Franco, se preguntaba hace poco cómo "los europeos"
podemos odiar al gigante norteamericano y olvidar lo que hizo por
nosotros con ocasión de las dos guerras mundiales...-- y emplea la
paz labrada tras 1945 como un arma arrojadiza dirigida contra quienes
demandan algo más de imaginación, de ciudadanía consecuente y de
justicia, y algo menos de mercado.
Con
esos mimbres se han forjado varios mitos. El primero bebe de una vieja
distinción que sugiere que hay un modelo de capitalismo "europeo"
vinculado con los Estados del bienestar y afortunadamente diferente
del patrón norteamericano. Hora es de preguntarse en qué ha quedado
nuestro capitalismo de vocación social luego de dos decenios de
neoliberalismo floreciente: asistimos a una progresiva fusión de los
patrones invocados, en manifiesto provecho, claro, del estadounidense.
Si entre nosotros perviven elementos vertebradores de los Estados del
bienestar --nadie en su sano juicio lo negará--, ello es así antes
en virtud de una inercia del pasado que de resultas de un proyecto
estrictamente contemporáneo. En modo alguno puede sorprender,
entonces, que la UE se regocije con una globalización desbocada
similar al que alientan los gobernantes norteamericanos, como lo
revelan, al amparo de una apuesta por un paraíso fiscal de escala
planetaria, el derrotero de la cumbre que la OMC celebró en Cancún
en 2003 y ese lamentable fiasco desregulador que es el Acuerdo General
sobre el Comercio y los Servicios.
Aunque,
en comparación con lo que ocurre a su alrededor, el balance de la UE
en materia de derechos y libertades es más saludable, no faltan
tampoco los borrones, engrosados al amparo de las secuelas de los
atentados del 11-S. Ahí están las nuevas leyes antiterroristas y el
tratamiento elocuentemente represivo del "problema"
de la inmigración, palpables, por doquier, de un tiempo a esta parte.
En la trastienda despunta un pertinaz déficit democrático --curioso
eufemismo éste, forjado con el lenguaje de la economía-- que no hay
mayor interés en aminorar: nuestros gobernantes poco más demandan de
la ciudadanía, emisora de molestos ruidos, que una callada aceptación
de lo que llega de arriba. Así lo testimonia, sin ir más lejos, el
malhadado referéndum que tenemos entre manos.
Pongamos
sobre la mesa un tercer mito: para muchos la UE es, por su cara
bonita, un agente internacional abiertamente comprometido con la paz,
la justicia y la solidaridad. Basta con echar una ojeada a la condición
de tantos de nuestros dirigentes --Durão Barroso, por ejemplo-- para
percatarse de que algo chirría en el argumento. A la hora de formular
un juicio sobre la política exterior de la Unión, más provechosa es
la evaluación crítica de lo que Francia y el Reino Unido hacen,
respectivamente, en el África subsahariana y en Irak; de la liviandad
objetiva de las ayudas al desarrollo, acompañada de una sórdida
racanería con los socios recién llegados; de la doble moral que, en
relación con la justicia penal internacional, ha acabado por exhibir
la UE en Afganistán, o del designio de mirar hacia otro lado ante lo
que sucede en Palestina o en Chechenia. La misma instancia que retira
presurosa privilegios comerciales a países del Tercer Mundo anegados
por draconianos programas de ajuste los mantiene incólumes, en
cambio, en el caso de Israel.
Un
cuarto mito que adoba a la UE viene a afirmar que en su seno se
aprecia un irreductible propósito de contestar la hegemonía
norteamericana. Qué difícil es apuntalar esa percepción cuando han
amainado los espasmos de independencia que Francia y Alemania
blandieron dos años atrás al tiempo que todos los miembros de la UE
reclaman hoy para sí, con singular empeño, la condición de aliados
de EEUU. Aunque hay que prestar oídos a la confrontación que
mantienen el euro y el dólar, y a la presunta condición productiva
que impregna al capitalismo propio de la UE, por lo que cuentan menos
atraído por pulsiones especulativas, nada sería más ingenuo que
concluir que al amparo de la moneda comunitaria se barruntan filantrópicos
designios. Digámoslo con claridad: siendo saludable que aparezcan
contrapesos en el camino de la hegemonía norteamericana, hay que
calibrar con tino la naturaleza precisa de aquellos, no vaya a ser
que a su amparo emerjan elementos tan ruines como los que distinguen
el comportamiento planetario de EEUU. La principal de las taras que,
dicen, acosan a la diplomacia de la UE --la división que arrastran
sus miembros-- bien puede ser un elemento de contención, no en vano
desdibuja el horizonte de una imaginable defensa de intereses tan
obscena como la avalada por los gobernantes norteamericanos.
El
lector, que no está obligado a hacer propias las consideraciones
anteriores, debe preguntarse, aun así, si gobernantes y medios no han
abrazado entre nosotros una visión de la UE infelizmente lastrada por
lugares comunes y ejercicios de autocomplacencia. Y es que, no sin
paradoja, los valores que menciona el título primero del tratado
constitucional --una filigrana retórica-- sólo encuentran reflejo
cristalino en la actitud de quienes, con espíritu contestatario,
prefieren disentir, y hacerlo de manera franca, en estas horas.
(*)
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma
de Madrid y firmante del manifiesto "Para construir otra Europa
digamos no al tratado constitucional".
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