Seguir
fingiendo que los enemigos de Gran Bretaña desean destruir "lo
que tanto apreciamos" fomenta el racismo
Cuando
Blair se unió a la 'guerra' de Bush
Por Robert Fisk
The Independent, Londres, 08/07/05
Reproducido
por La Vanguardia, Barcelona
Traducción
Juan Gabriel López Guix
"Si
atacáis con bombas nuestras ciudades, nosotros atacaremos con bombas
las vuestras", afirmó Ossama Bin Laden en uno de sus últimos vídeos.
Estaba claro que Gran Bretaña se iba a convertir en objetivo desde el
momento en que Tony Blair decidió unirse a la "guerra contra el
terror" de Bush y a su invasión de Iraq. Como suele decirse, estábamos
avisados. Resulta evidente que la cumbre del G–8 se eligió con gran
antelación como día del atentado que ayer sufrió Londres.
Y
de nada sirve que Blair diga como dijo ayer que "nunca conseguirán
destruir lo que tanto apreciamos". No intentan destruir "lo
que tanto apreciamos". Intentan conseguir que la opinión pública
fuerce a Blair a retirarse de Iraq, que abandone su alianza con
Estados Unidos, que abandone su adhesión a las políticas de Bush en
Oriente Medio. Los españoles pagaron el precio de su apoyo a Bush
–y la posterior retirada española de Iraq demostró que los
atentados de Madrid consiguieron sus objetivos–; los australianos
sufrieron ese precio en Bali.
Es
fácil para Blair calificar de bárbaros los atentados de ayer –lo
son, por supuesto–, pero ¿qué son las muertes civiles de la invasión
angloestadounidense de Iraq, los niños destrozados por las bombas de
racimo, los innumerables iraquíes inocentes abatidos en los controles
militares estadounidenses? Cuando ellos mueren, se llama “daño
colateral”; cuando morimos nosotros, se llama “bárbaro
terrorismo”
Si
combatimos la insurgencia en Iraq, ¿qué nos hace creer que la
insurgencia no vendrá a nosotros? Una cosa es segura: si Tony Blair
consideraba de verdad que "combatiendo el terrorismo" en
Iraq podía proteger de modo más eficaz Gran Bretaña –combatirlos
en su terreno en lugar de dejar que se acerquen al nuestro, como
repite sin cesar Bush–, ahora resulta que el razonamiento ya no es válido.
Hacer
coincidir los atentados con la cumbre del G–8, con los ojos del
mundo puestos en Gran Bretaña, no ha sido un gran golpe de genio. No
hace falta un doctorado para elegir un nuevo apretón de manos entre
Bush y Blair para crear el caos en una capital con explosivos y
asesinar a más de 30 de sus habitantes. La cumbre del G–8 se anunció
con tanta antelación que los autores del atentado tuvieron todo el
tiempo del mundo para hacer los preparativos. Un sistema coordinado de
atentados como el que vimos ayer exige semanas de preparación
(olvidemos la estúpida fantasía de que se planearon para coincidir
con la decisión olímpica). Ossama Bin Laden y sus partidarios no
organizarían una operación como ésa por si Francia no veía elegida
su sede olímpica. Al Qaeda no juega al fútbol.
No,
algo así ha exigido meses: elegir pisos francos, preparar los
explosivos, garantizar la seguridad, designar a los autores
materiales, la hora, el minuto, planificar las comunicaciones (los teléfonos
móviles son delatores). La coordinación y la planificación
sofisticada, así como la absoluta indiferencia a las vidas de los
inocentes, son características de Al Qaeda.
Y
ahora reflexionemos sobre el hecho de que el día de ayer –la
inauguración del G–8, un día tan crítico, un día tan
sangriento– representó un fracaso absoluto de nuestros servicios de
seguridad, de los mismos expertos de inteligencia que afirmaron que
había armas de destrucción masiva en Iraq cuando no era así y que
han fallado estrepitosamente a la hora de descubrir un plan para
asesinar a londinenses desarrollado a lo largo de muchos meses.
Trenes,
aviones, autobuses, autocares, metros. El transporte parece ser la
ciencia de las artes oscuras de Al Qaeda. Nadie puede inspeccionar a
tres millones de viajeros londinenses al día. Nadie puede detener a
todos los turistas. Algunos pensaron que el tren Eurostar podía
convertirse en objetivo de Al Qaeda –a buen seguro que lo han
estudiado–, pero ¿por qué buscar el prestigio cuando ahí se tiene
el metro o el autobús?
Y
luego están los musulmanes de Gran Bretaña, a la espera desde hace
tiempo de esta pesadilla. Ahora todos y cada uno de nuestros
musulmanes se convierten en sospechosos habituales, el hombre o la
mujer de ojos marrones, el hombre de barba, la mujer del pañuelo, el
muchacho con la sarta de cuentas, la joven que afirma haber sufrido
una agresión racial. Recuerdo que, cruzando el Atlántico el 11 de
septiembre del 2001 –mi avión dio la vuelta frente a Irlanda cuando
Estados Unidos cerró su espacio aéreo–, el sobrecargo y yo
recorrimos las cabinas para ver si identificábamos a algún pasajero
sospechoso. Yo encontré a una docena; por supuesto, hombres
completamente inocentes, pero que tenían ojos marrones, barbas largas
o que me pareció que me miraban con hostilidad. Efectivamente, en
unos pocos segundos, Ossama Bin Laden convirtió al agradable, liberal
y afable Robert en un racista antiárabe.
Y
esto parte de lo que se pretende con las bombas de ayer: dividir a los
británicos musulmanes de los británicos no musulmanes (no
mencionemos el nombre cristianos), fomentar el mismo tipo de racismo
que Tony Blair afirma que aborrecer.
Y
aquí está el problema. Seguir fingiendo que los enemigos de Gran
Bretaña desean destruir "lo que tanto apreciamos" fomenta
el racismo; estamos ante un ataque específico, directo y centralizado
contra Londres como consecuencia de una "guerra contra el
terror" en la que nos ha embarcado lord Blair de Kut al Amara.
Justo antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, Bin
Laden preguntó: "¿Por qué no hemos atacado a Suecia?".
Afortunada Suecia. No tiene a ningún Bin Laden. Ni tampoco a ningún
Tony Blair.
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