Ex periferia soviética
Bailando con lobos
Por Higinio Polo
El Viejo Topo, España, enero 2006
La llegada de Bush a Corea del sur, para asistir
a la cumbre de los países del foro de Cooperación Económica para
Asia y el Pacífico, acompañada antes por encuentros en Tokio y,
después, en Pekín y Ulan Bator, muestra el interés de Estados
Unidos por la emergente Asia Oriental, centrada en el creciente poder
chino: muchas acciones norteamericanas se explican por una política
de contención hacia China que, aunque no ha sido declarada, no es por
ello menos evidente. Estados Unidos se mueve entre el pragmatismo, las
necesidades económicas (China posee una gran cantidad de Bonos del
Tesoro estadounidenses), y la añeja política que busca la hegemonía
propia mientras planifica un equilibrio entre potencias secundarias,
cuya lejana inspiración la encontramos en el imperio británico del
siglo XIX. La visita a Mongolia, y el objetivo de instalar allí bases
militares norteamericanas, es revelador de las intenciones de
Washington para completar un cordón sanitario alrededor de China. Sin
embargo, aunque esa gigantesca región de Asia oriental es la más
importante preocupación estratégica de Washington, no es la única.
Unas semanas antes de ese viaje del presidente norteamericano, la
gira, más discreta, de Condoleezza Rice por algunas de las antiguas
repúblicas soviéticas señalaba también algunas de las cuestiones
olvidadas del gran juego entre potencias internacionales, en el
confuso mundo nacido tras la desaparición de la URSS. La vieja
Besarabia, el Cáucaso y Asia central son los motivos del interés de
la diplomacia norteamericana que ha llevado a Rice a visitar la
periferia soviética.
Rice no ha visto su gira diplomática acompañada
por el éxito, y el escenario se mueve. Uno de los objetivos
principales de Rice, mantener la base aérea de Janabad, en Uzbekistán,
ha fracasado. Recuérdese que, en los meses posteriores a los
atentados de las Torres Gemelas, en medio de la conmoción mundial,
diferentes países se ofrecieron a Washington para colaborar en la
"lucha contra el terrorismo" y contribuir a la campaña
militar contra el régimen talibán de Afganistán, cómplice de las
confusas redes del radicalismo islamista de Ben Laden, anterior aliado
de Washington. Estados Unidos aprovechó la oportunidad para tomar
posiciones en Asia central, orientadas a la preparación de la guerra
en Afganistán, pero, al mismo tiempo, con el propósito de iniciar el
control estratégico de la zona: allí están los grandes yacimientos
de petróleo y gas de la antigua periferia soviética. La conmoción
mundial por los atentados fue muy útil para Bush y su gobierno:
incluso Moscú aceptó la creación, impensable unos años antes, de
bases militares norteamericanas en Asia central. Fue un error de
Putin, en 2001, todavía inseguro en su recién estrenada presidencia.
Desde entonces, muchas cosas han cambiado. Entre
otras, se ha hecho evidente para el mundo, con la guerra y ocupación
de Irak y con las flagrantes mentiras utilizadas por el gobierno de
Bush, que el terrorismo está siendo utilizado como señuelo para
conseguir ventajas estratégicas. Por eso, la negativa evolución de
algunos países del área para el interés estratégico norteamericano
y el revés político que ha supuesto los resultados de la gira de
Condoleezza Rice intenta ahora ser compensado por Washington jugando
sus bazas, que no son pocas, en otras zonas conflictivas de la antigua
Unión Soviética. Así lo hizo en Ucrania y Georgia, donde la
victoria de los opositores protegidos y financiados por Estados Unidos
ha creado una nueva situación muy preocupante para Rusia. Las pruebas
de la implicación estadounidense y de la financiación de los
"revolucionarios naranja" son, a estas alturas, evidentes, y
para ninguna cancillería es un secreto que Víctor Yuschenko, el
presidente ucraniano, es un peón de la estrategia norteamericana.
Moscú presiona a Kiev con los suministros de petróleo y gas, que
quiere venderle a precios del mercado internacional, pero teme que la
otra gran república eslava corra la suerte de las repúblicas bálticas,
convertidas en estados-cliente de Washington. También es un peón
norteamericano Mijail Saakashvili, el presidente georgiano, llegado al
poder a través de otra confusa "revolución", tras la que
también encontramos a Estados Unidos. Saakashvili se apresuró a
cortar lazos con Moscú exigiendo, antes del verano de 2006, la salida
de las tropas rusas que, en misión de paz, se interponen entre
georgianos y osetios desde hace años.
La acción de EEUU en Asia central utilizó
patrones similares, en una zona plagada de dictadores que actúan como
lobos. En Kirguizistán -donde el anterior dictador, Askar Akáyev (un
intelectual liberal que prohibió el Partido Comunista kirguizio al
asumir la presidencia), mantuvo excelentes relaciones con Washington-,
Estados Unidos aprovechó también para instalar una gran base
militar, utilizando el pretexto de la guerra a los talibán afganos y
el favor de Akáyev. Pero las ambiciones de Akáyev, que, tras catorce
años en la presidencia, pretendía continuar en el poder a través de
sus hijos, llevaron a Estados Unidos a preparar el cambio, que ha
culminado con la victoria electoral de Kurmanbek Bakíyev, un hombre
que, para contrariedad de Bush, impugna la presencia estadounidense en
el país, donde cuentan con una gran base militar en Manás. Desde esa
perspectiva, la operación ha sido un fracaso.
La evolución en Uzbekistán (la república más
poblada de la zona, que casi duplica en población al otro gran país
de Asia central, Kazajastán) ha sido determinante para entender la
compleja evolución de los acontecimientos. Los graves incidentes
ocurridos en mayo de 2005 en la ciudad uzbeka de Andizhan, que siguen
teniendo muchos puntos oscuros, fueron utilizados por Estados Unidos
como una palanca para presionar a Islam Karimov, el dictador uzbeko,
fiel aliado estadounidense hasta ese momento aunque ya desconfiaba de
las discretas maniobras de EEUU con grupos de la oposición. Mientras
las autoridades de Uzbekistán mantenían que la crisis de Andizhan
era una revuelta de islamistas teocráticos, el Departamento de Estado
norteamericano jugaba la carta de la supuesta emergencia de fuerzas
democráticas para intentar crear un régimen cliente en ese país,
mucho más ligado a su despliegue estratégico y, a ser posible, más
presentable que el feroz presidente uzbeko. Karimov ha sido hasta
ahora un aliado oportunista, pero juega sus propias cartas y su
principal preocupación es mantenerse en el poder. Su gobierno se ha
mostrado complaciente con Washington a lo largo de toda la última década
del siglo XX y en los primeros años de este siglo, como pone de
manifiesto, además del apoyo logístico y militar a la acción de
Estados Unidos en Asia central, su alineamiento sin matices con la
diplomacia de Washington: recuérdese, por ejemplo, que las
resoluciones de la ONU que cada año condenan el bloqueo
estadounidense a Cuba, y que reciben un apoyo universal, tuvieron
durante años tres votos en contra: Estados Unidos, Israel y Uzbekistán.
Estados Unidos estaba tan seguro de su posición en Uzbekistán que
incluso se permitía incumplir los pagos por el alquiler de la base de
Janabad. A la nueva enemistad con Washington, Karimov ha respondido
con un acercamiento a Moscú: a la fuerza, ahogan. El presidente
uzbeko, que ha especulado con la posibilidad de un ataque
estadounidense a su país, sostiene ahora que atacar a Uzbekistán es
atacar a Rusia.
Así, el grueso error de análisis cometido por
Washington en el momento de la rebelión armada de Andizhan, convenció
a Karimov de que Estados Unidos estaba creando las condiciones para su
salida del poder y para instalar un régimen cliente más presentable
que el suyo a los ojos de la opinión pública internacional. De esa
forma, la consecuencia inmediata de la actuación norteamericana en la
crisis fue la exigencia de Islam Karimov de que la base estadounidense
de Janabad fuese desmantelada en medio año. En su reciente gira,
Condoleezza Rice esperaba evitarlo y limitar los daños de su error:
confiaban en acomodarse nuevamente con Karimov. De hecho, las
excelentes relaciones de Washington con casi todos los regímenes
dictatoriales de la zona, desde Uzbekistán hasta Pakistán, pasando
por los gobiernos impuestos directamente por sus tropas en Afganistán
e Irak, si bien han supuestos avances estratégicos indudables para
Estados Unidos, han creado también dificultades para su acción política
global: la evidencia de su complicidad con todo tipo de dictaduras
sanguinarias casa mal con la supuesta lucha por la libertad y por la
democracia que dice impulsar la diplomacia norteamericana. Esa es una
de las razones, entre otras, del repentino estallido de revoluciones
naranja en distintos países: conjugan el imprescindible barniz democrático
con la creación de regímenes clientes, sometidos a la voluntad política
de Washington.
En Tayikistán, una pequeña república sin
apenas peso político pero con influencia en parte de la población
afgana, Rusia teme que Estados Unidos utilice el país como recambio
para acantonar allí sus tropas, después de la forzada salida de
Uzbekistán. Enomalí Rajmónov es el presidente tayiko desde 1992.
Tanto en Tayikistán como en Kirguizistán, Moscú cuenta con
instalaciones militares. Los otros dos países de Asia central,
Kazajastán y Turkmenistán, cuentan con dictadores desde 1991, el año
del colapso soviético, y tanto el kazajo Nursultán Nazarbáyev, como
el turkmeno Saparmurat Niyázov, pretenden mantenerse en el poder por
el procedimiento de mantener buenas relaciones con Estados Unidos y
con Rusia. En Kirguizistán, donde también se produjo una revolución
naranja, la evolución de los acontecimientos no ha sido favorable
para Washington: el nuevo gobierno de Kurmanbek Bakíyev ha puesto en
cuestión la presencia de soldados estadounidenses en el país, y el
Departamento de Estado de EEUU, que ya contaba con esa eventualidad,
está jugando sus cartas en dos escenarios, que han visto ya discretas
iniciativas estadounidenses: Moldavia y Osetia del Sur. Objetivo:
presionar a Moscú, amenazando con la reactivación de conflictos en
su periferia, por el florentino procedimiento de ofrecerse como
mediador en ellos. Bush y Rice querrían conseguir la aceptación de
Moscú a la presencia de sus tropas en la antigua Asia central soviética,
a cambio de su benevolencia en otros escenarios de crisis.
Ni Moldavia ni Osetia son las únicas cuestiones
pendientes de solución en el antiguo territorio soviético: Estados
Unidos pretende ser un protagonista destacado en todas las repúblicas
periféricas de la URSS, y quiere actuar como mediador en los
conflictos mientras coloca sus peones políticos. Washington quiere
hacerlo por varias razones: para consolidar la división definitiva
del territorio soviético, para ampliar su propia influencia estratégica,
para controlar los flujos energéticos, y para crear un espacio político
aliado suyo entre la Unión Europea y la Rusia actual, que le permita
presionar a ambos, arraigar su presencia militar y política en el
Asia central soviética (donde cuenta desde hace tiempo con diversos
grados de penetración en Kazajastán, Kirguizistán, Turkmenistán,
Tayikistán y Uzbekistán, con el pretexto de la lucha contra el
terrorismo, y, en menor grado, contra el tráfico de estupefacientes)
y para intentar sustituir a Moscú como principal protagonista en los
procesos de mediación y de paz que deben impulsarse en la zona. Sus
planteamientos son muy ambiciosos, pero están sujetos a graves
contratiempos, como se ha visto en Tashkent y en Bishkek.
Además, Estados Unidos, que había mantenido un
discreto silencio sobre la evolución de la vieja Besarabia, ha
mostrado interés en participar en las negociaciones sobre el estatuto
definitivo -si puede hablarse en estos términos en la política
internacional y en la historia- de la república del Dniéster, que se
proclamó república separada de Moldavia, y que no ha sido reconocida
como tal por la llamada comunidad internacional (en realidad, poco más
que las grandes potencias). Al mismo tiempo, tras la victoria de sus
peones en Georgia (donde Shevarnadze fue separado del poder por una
revolución naranja dirigida entre bastidores), Estados Unidos está
empezando a intervenir en Osetia del Sur, que mantiene aspiraciones a
su independencia de Georgia, separándose de ella. El enfrentamiento
militar entre Osetia del Sur y el gobierno georgiano que siguió al
colapso de la URSS sigue sin resolverse, aunque no se produzcan ahora
choques armados relevantes, y la propia Rusia cuenta con un territorio
denominado Osetia del Norte. Lo mismo ocurre en Abjasia, también en
territorio georgiano, que mantiene sus aspiraciones a separarse de
Tblisi, sin olvidar las implicaciones georgianas en el cobijo de
grupos armados chechenos. Estados Unidos cuenta jugar con esas bazas,
además de su capacidad para presionar por la guerra chechena y por el
conflicto de Nagorno-Karabaj, que enfrenta a Armenia y Azerbaiján,
con Rusia al fondo.
Así, junto con Osetia, Moldavia es también una
carta de recambio para presionar a Moscú. Washington ha reparado en
que el nuevo gobierno moldavo en Kishinev está interesado en impulsar
una solución definitiva al conflicto de la república del Dniéster
(o Transnistria, como la llaman en Moscú), y la participación
norteamericana en nuevas negociaciones de paz serviría, sin duda,
para presionar a Moscú, y para nuevas exigencias ante Rusia para el
reparto de zonas de influencia en todas las antiguas repúblicas periféricas
de la URSS. Sin que el Departamento de Estado olvide que Chechenia
sigue siendo un foco de tensión abierto en la propia Rusia, utilizado
por Estados Unidos a conveniencia en las tribunas internacionales además
de espantajo de la posible fragmentación del gran país eslavo.
Ahora, con Putin, la nueva Rusia (que fue en los
años noventa dependiente de Estados Unidos hasta la traición, y
cuyas bazas estratégicas fueron desbaratadas por la irresponsable
actividad de Yeltsin y de su ministro de exteriores Kozirev -un
incompetente político de la nueva derecha rusa, hoy olvidado, que
siempre fue complaciente ante las demandas estadounidenses, y a quien
ni siquiera respetaban en Washington-) intenta recuperar algo del
terreno perdido, mientras ve con impotencia y con sospecha la
actividad de Estados Unidos en la periferia de la antigua Unión Soviética.
Washington desconfía de las intenciones de Putin, a quien ve decidido
a reconstruir el espacio soviético, ahora sobre nuevas bases
capitalistas. Si Estados Unidos cuenta con la ventaja de sus múltiples
recursos financieros, Rusia juega con el conocimiento de la zona y con
una tradición histórica común en la antigua Unión Soviética. En
ese enfrentamiento soterrado, ambas potencias utilizan todos los
recursos a su alcance, desde la diplomacia hasta la creación y
manipulación de grupos pacíficos o armados. No se trata de ceder a
las viejas tesis conspiratorias en las relaciones internacionales,
pero, sin duda, la diplomacia, los servicios secretos, las empresas
fantasma, las operaciones camufladas, los hombres de paja, existen y
trabajan. Recuérdese, por otra parte, la activa presencia de algunas
fundaciones ligadas al capitalismo occidental, como la del especulador
George Soros y algunas instituciones norteamericanas, que financian
activamente grupos políticos en Rusia y en su periferia. La propia
Condoleezza Rice ha admitido el apoyo estadounidense a la oposición
bielorrusa a Lukashenko, asistiendo a un reciente cónclave en Vilna,
la capital lituana, donde ¡reafirmó su apoyo a la vía de la
revolución naranja en Bielorrusia!, en una grosera intromisión
diplomática. Por otra parte, todas las cancillerías saben que, tanto
en Ucrania como en Georgia o Kirguizistán, la oposición ha sido
financiada por Washington: algunos beneficiarios del dinero lo han
reconocido después abiertamente, como Edil Baysolov, coordinador de
varias ONG kirguizias que deben su existencia y sus recursos a las
agencias norteamericanas como el USAID, o el NED (National Endowment
for Democracy).
Ante la estrategia estadounidense de reactivar
esos conflictos dormidos, el ministro de Asuntos Exteriores ruso,
Serguei Lavrov, opera con la perspectiva estratégica de que pueda
llegarse a un acuerdo de cooperación entre Moscú y Washington en
diez antiguas repúblicas soviéticas (es decir, en las cinco de Asia
central, las tres del Cáucaso, y en Ucrania y Moldavia, porque Moscú
se ha resignado a la pérdida de influencia en las tres repúblicas bálticas,
y Bielorrusia sigue manteniendo sólidos lazos con Rusia, gracias al
gobierno de Lukashenko). Esa cooperación que plantea Lavrov implicaría
un reparto entre ambos países de áreas de influencia compartida, con
el objetivo del desarrollo económico y de la consolidación de la
democracia, al menos sobre el papel. Pero pese a esa voluntad
declarada para tranquilidad de Washington, Lavrov, y, tras él, Putin,
olvidan imprudentemente que la geografía política de toda la
periferia rusa está salpicada de regímenes autoritarios y
dictatoriales, cuyos gobernantes tienen intereses propios y fuerzan a
Washington y Moscú, en la medida de sus posibilidades, a seguir
bailando con lobos en un complejo tablero estratégico. Consciente de
la actual debilidad de Rusia, la propuesta de Lavrov tiene como
objetivo real el reparto de los dividendos económicos que comportaría
la explotación de los recursos y de las materias primas de la zona.
Sin embargo, Lavrov y Putin, que acarician la posibilidad de esa
entente, descuidan el mayor peligro que acecha a Moscú: Estados
Unidos todavía no ha renunciado, tras la desaparición de la URSS, a
impulsar la fragmentación en varios Estados de la propia Rusia; es
decir, forzar la desaparición del país, como abonaron la fragmentación
y liquidación de la URSS, y juega sus bazas para consolidar el
cantonalismo del antiguo territorio soviético: en abril de 2005, la
OTAN iniciaba los programas para incorporar a Ucrania a la organización,
con la vista puesta en 2008.
Ese riesgo de desaparición de la propia Rusia es
denunciado con frecuencia por el Partido Comunista ruso en las
tribunas de la Duma y es una de las preocupaciones de los centros de
elaboración y pensamiento rusos, donde Estados Unidos todavía cuenta
con influencia. El horizonte ideal para Rusia, y tal vez para el
propio Putin, sería la recomposición del espacio soviético
disminuido, sobre bases capitalistas, pero sabe que Washington
utilizará todos sus medios para impedirlo. No hay que olvidar que la
población rusa, como la de la mayoría de las antiguas repúblicas
soviéticas, sigue acariciando la posibilidad de una reunificación.
Por eso, temeroso de su escasa fortaleza actual, el gobierno Putin
intenta llegar a acuerdos en toda la periferia rusa, tanto con Estados
Unidos como con la Unión Europea. Para ello, pretende crear objetivos
comunes sobre la estabilidad de la zona y la cooperación económica:
Moscú admite que tanto Washington como Bruselas tienen también
intereses en todas esas zonas, sobre todo en el acceso al petróleo y
al gas, y, en menor medida, en la desarticulación de las "redes
terroristas" y el control del tráfico de drogas. Es el precio
que Rusia paga por la desaparición de la URSS.
Los conflictos de Abjasia y Osetia, y de
Moldavia, cuentan con contingentes de tropas de la CEI (Confederación
de Estados Independientes), formados principalmente por soldados
rusos, que actúan como fuerzas de interposición, y, aunque la
paralización de los combates en esos territorios ha abierto
expectativas de solución, su potencial desestabilizador es todavía
muy grande. Moscú tiene evidentes intereses en la zona, a lo que debe
añadirse su lógica preocupación por los grandes núcleos de
ciudadanos soviéticos, rusos étnicos, que siguen viviendo en todos
esos lugares, y que, en el conjunto de las antiguas repúblicas soviéticas,
alcanzan la cifra de veinticinco millones de personas: la Duma, que
tiene una comisión parlamentaria dedicada a asuntos de la CEI,
manifiesta periódicamente su inquietud por la situación de los rusos
en el "extranjero cercano", y Putin no puede cerrar los ojos
a esa realidad, máxime cuando la situación de las minorías rusas en
los países bálticos oscila entre la marginación y la sospecha,
aunque la Unión Europea siga cerrando los ojos a la evidencia de la
segregación.
Lo mismo ocurre en Nagorni-Karabaj, la región
disputada por Armenia y Azerbaiján, en el Cáucaso, donde Rusia,
Estados Unidos y Francia dirigen un núcleo diplomático (el grupo de
Minsk) para encontrar una solución. Desde Moscú, los partidarios de
una entente con Washington esgrimen la existencia de ese grupo de
Minsk como la prueba de que la cooperación, mutuamente ventajosa,
entre Estados Unidos y Rusia es posible, y apuestan también por la
intervención de la Unión Europea, en la convicción de que sería
mucho más fácil llegar a una solución permanente conjugando los
esfuerzos de Moscú, Washington y Bruselas; pero otros analistas
avisan del peligro de que los norteamericanos hayan conseguido,
gracias a sus lazos con Azerbaiján, instalarse como mediadores en la
zona. En otras repúblicas, como Moldavia y Georgia, los sectores más
nacionalistas y liberales de esos países rechazan una mediación rusa
en los conflictos, al tiempo que reclaman la presencia estadounidense.
Washington se debate, así, entre la evidencia de que cualquier
arreglo, sin Rusia, sería muy endeble, y la codicia de sus círculos
más aventureros, ligados a los llamados neoconservadores, que
postulan aprovechar la oportunidad para hacer retroceder a Moscú en
todos los terrenos y ocupar, después, el vacío político.
La conciencia de la debilidad estratégica de
Moscú ha llevado a Putin a defender que las diversas instancias
diplomáticas existentes, semejantes al grupo de Minsk, en los
conflictos dormidos, sean las encargadas de encontrar soluciones políticas
y diplomáticas. Así sería en el caso de Moldavia, donde existe un
grupo compuesto por Rusia, Ucrania y la OSCE, o en el de Abjasia,
donde el protagonismo recae en la ONU. De hecho, Moscú, que acepta la
presencia e implicación norteamericana en los enfrentamientos
actuales en el territorio de la CEI, teme que, si esos grupos diplomáticos
se vuelven irrelevantes, Estados Unidos puede optar por políticas más
agresivas en la zona. Las recientes declaraciones de buena voluntad de
Lavrov, dirigidas a Washington, ("Para Rusia, todas las ex repúblicas
de la URSS son socios iguales en derechos, y no tenemos ninguna
intención de dictarles las formas de solucionar sus problemas
internos"), iban unidas a una queja y un aviso: el ministro de
Exteriores ruso mostraba su contrariedad proclamando que "son
inadmisibles los intentos de imponer desde fuera las normas de orden
social en el espacio postsoviético": sólo Estados Unidos está
en condiciones de hacerlo.
Las recientes elecciones en Azerbaiján, que se
celebraron entre rumores de cancillerías sobre el estallido de una
nueva "revolución naranja", se cerraron sin excesivas
protestas, a diferencia de lo que había ocurrido en Tbilisi o Kiev.
Es un pequeño país en el que confluyen intereses de Moscú y
Washington, pero también de Teherán. En Moscú, los expertos rusos
han considerado que la ausencia de protestas es debida, más que a la
voluntad de Washington, a la debilidad de la oposición: Estados
Unidos no ha podido todavía organizar una plataforma opositora que
aglutine a los partidarios de un cambio de régimen. Y ello, al mismo
tiempo que Washington sigue manteniendo excelentes relaciones con el
feroz régimen de Iljam Aliev, cuyo partido, Yeni Azerbaiján, impuso
su victoria electoral en un escenario escasamente democrático.
En el Cáucaso, el interés estratégico
norteamericano, que no renuncia a seguir enarbolando la bandera de la
democracia que tan excelentes resultados le ha dado en el pasado,
radica en la salvaguarda de sus intereses petrolíferos y en el
oleoducto que une Bakú, Tbilisi y Ceyhan, junto con la mera celebración
de las elecciones en Azerbaiján y Georgia, hechos que hacen posible
la proyección hacia el mundo de la idea de que, en los países que
reciben la influencia norteamericana, la democracia se abre paso. Por
eso, en Azerbaiján, Bush espera una coyuntura más favorable para
impulsar un cambio, porque Washington no confía plenamente en el
actual gobierno, pese a las facilidades de todo tipo que ha conseguido
en los últimos años. De hecho, la pretensión norteamericana de
ampliar su despliegue militar en la zona con la creación de bases en
Azerbaiján choca con la tozuda realidad estratégica: Aliev no ignora
que la apertura de bases militares norteamericanas le crearía serios
problemas con Moscú y con Teherán. Además, ambas potencias saben
que Iljam Aliev puede cambiar de alianzas, como ha ocurrido con Islam
Karimov en Uzbekistán, y, por añadidura, los nuevos pasos del
gobierno de Kirguizistán fuerzan a la diplomacia norteamericana a ser
prudente. Todo ello, sin olvidar las tentaciones islamistas que,
aunque no es el caso de Aliev, podrían ser utilizadas por algunos políticos
de la periferia rusa como moneda de cambio para asegurar su poder. Por
su parte, Turquía, que participa en el oleoducto Bakú-Ceyhan, ya en
funcionamiento, sigue con atención la crisis: su histórica enemistad
con Armenia y la rivalidad con Teherán para hacerse con ventajas en
la zona, hacen que no sea descartable una implicación turca más
activa. Por su parte, Armenia, una pequeña república de raíces
cristianas, en medio de un mar hostil de países musulmanes, mantiene
sus lazos con Moscú. Al mismo tiempo, Estados Unidos pretende ligar a
Kazajastán y a su presidente Nazarbáyev a la utilización de ese
oleoducto: el puerto turco de Ceyhan sería así la vía de salida de
buena parte del petróleo kazajo que bascularía hacia las refinerías
occidentales, y sería un revés para Moscú y, también, para Pekín.
Por eso, el mantenimiento del foco de tensión checheno es muy útil
para la estrategia norteamericana, que ve con malos ojos los intentos
rusos de canalizar el petróleo a través de su territorio, hacia
Supsa, Tuapse y Novorssiisk, puertos del mar Negro.
Esas son las cartas que se están jugando. La
reciente firma de la alianza entre Rusia y Uzbekistán y el análisis
conjunto hecho por los dos países de la situación en Asia central,
junto con el impulso de las relaciones económicas entre ambos, que
puede suponer el rápido ingreso de Uzbekistán en la CEEA, la
Comunidad Económica Euroasiática, ha sido acompañada de propuestas
por parte de Moscú para desarrollar la cooperación militar entre los
dos países. Sobre el papel, para reforzar la seguridad de Asia
central, pero, en realidad, para limitar la influencia norteamericana
en la zona. El diseño de la diplomacia rusa cuenta con la posibilidad
de que la Organización de Cooperación de Asia Central, OCAC, se
integre en la CEEA. El mapa estratégico se completa con China, cuya
influencia en la Organización para la Cooperación de Shanghai (OCS,
que integra a China, Rusia y las otras cuatro repúblicas soviéticas
de Asia central, y que ha conseguido integrar con el estatuto de
observadores a India, Irán y Pakistán) ha llevado a ésta a exigir
plazos concretos para que Estados Unidos retire sus tropas de Asia
central. El hecho de que la OCS exigiese a Estados Unidos el pasado
verano un calendario para la retirada de las tropas estadounidenses de
Kirzguizistán y de Uzbekistán, estaba en el origen de la gira de
Condoleezza Rice.
Otras cuestiones completan el complejo panorama
de la periferia soviética. El foco de crisis iraní, centrado en las
ambiciones de Teherán sobre su industria nuclear, es otro elemento a
no perder de vista, máxime desde la llegada al poder de Mahmud
Ahmadineyad. Moscú defiende el derecho de Irán al enriquecimiento de
uranio, pero cree que, en este momento concreto de tensión entre
Washington y el gobierno teocrático de los mulás, sería conveniente
que Irán renunciase a ello. La diplomacia rusa mantiene que Irán no
precisa combustible para la central de Busher, y se ha ofrecido para
enviar material y recoger el combustible utilizado. Por otra parte,
Moscú, que defiende el derecho de Irán al desarrollo pacífico de la
energía nuclear, insiste en que, hasta ahora, Washington no ha
ofrecido pruebas sobre la pretendida voluntad del gobierno iraní de
hacerse con armas nucleares. Pero la crisis sigue abierta.
Más allá, en Afganistán, convertido en un
estado-cliente de Washington, los intereses rusos y norteamericanos
son coincidentes, por ejemplo, en la lucha contra el contrabando de
drogas. Moscú ha hecho propuestas para crear una especie de
cinturones de seguridad alrededor del país para evitar la circulación
masiva de narcóticos. No en vano, el setenta por ciento de los
derivados de opio que lubrican los canales de la droga en todo el
mundo, son de procedencia afgana, y, según la ONU, en 2004, la
producción ha aumentado notablemente con relación al año anterior:
algunas fuentes de la organización internacional creen que en
Afganistán se dedican casi ciento cincuenta mil hectáreas al cultivo
de adormidera. Pero las dificultades para conseguir resultados son
enormes, empezando por el poder de los señores de la guerra que
dominan amplios territorios y que, aunque fueron financiados y armados
por Estados Unidos, suponen ahora un obstáculo para la consolidación
del poder central del aliado preferente de Bush, el dictador Karzai.
Termino. No hay duda de que, hoy, los intereses
estratégicos rusos son más limitados que los de la Unión Soviética,
que contaba con un diseño y una política planetaria, algo que está
fuera del alcance de la actual diplomacia rusa, y que, por si a Rusia
le faltasen problemas, las complicaciones militares globales
ensombrecen su situación. Moscú sabe que todo su territorio está
controlado de forma permanente por doce satélites espías
norteamericanos, al tiempo que Rusia sólo tiene uno. Uno de los
responsables de las tropas espaciales rusas, Oleg Gromov, afirmaba en
el Parlamento ruso que Washington está en condiciones de controlar
todo el planeta, mientras que Moscú apenas puede cubrir, desde el
espacio, una tercera parte del mundo. Rusia, además, necesita con
urgencia la renovación de sus equipos. Anatoli Perminov, director de
la agencia espacial, recordaba que, mientras el presupuesto de la
industria espacial rusa es de apenas 800 millones de dólares, el
norteamericano supera los 16.400 millones.
La dura y soterrada lucha por la influencia en
las antiguas repúblicas soviéticas no ha terminado todavía.
Mientras Rusia procura reparar los desastres estratégicos de la etapa
de Yeltsin, Estados Unidos corteja y amenaza, cierra los ojos ante los
atropellos de los nuevos dictadores y prepara sus cartas, alentando y
financiando a sus peones en la zona: sabe que hay mucho en juego, y
que, en la lucha por la hegemonía en el siglo XXI, una de las
cuestiones claves será el acceso a las fuentes de energía del mar
Caspio, del Cáucaso y de Asia central. Por eso, Putin y Bush, Moscú
y Washington, siguen bailando con lobos.
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