Gran Bretaña

 

Tony Blair se despide

Balance de 10 años de "tercera vía"

Por Susan Watkins (*)
Il Manifesto, 11/05/07
Sin Permiso, 13/05/07
Traducción de Casiopea Altisench

Otro primer ministro que se va al paro. Como Margaret Thatcher, Blair ha sido despedido por los colegas de partido, que esperan mejorar su suerte política sin él, en vez de someterse como es debido al juicio del electorado. Pero, aun si desde muchos puntos de vista el programa de Blair ha sido una versión eufemística, sólo que más sangrienta, del de Thatcher, el estilo con que ambos se han ido es harto distinto.

La liquidación de Thatcher por sus colegas conservadores culminó con una representación teatral: el anuncio hecho ante la pirámide cristalina del Louvre durante el Congreso que en París anunció el fin de la Guerra Fría; lágrimas; una Cámara de los Comunes rebosante. La salida de escenario de Blair viene quieras que no, con un transfondo de coches bomba y carnicerías en Irak, con centenares de miles de personas asesinadas o mutiladas por causa de su política. Y Londres, en el punto de mira principal de los ataques terroristas. Los partidarios de Thatcher no tardaron en mostrarse horripilados de lo que habían hecho. Pero hasta los mayores aduladores de Blair confiesan su alivio al verlo finalmente partir.

El ministerio de Blair no habría podido existir sin el de Thatcher. El New Labour aparece a comienzos de los años 90 en un paisaje social transformado por ella. La tradicional supremacía de la City financiera, bien afianzada; los servicios, privatizados; los sindicatos, reducidos a la nada; las industrias del carbón y del acero, desmanteladas. Privatización y desindustrialización habían provocado una migración masiva de la población del norte hacia el sur de las periferias y de los servicios y una patente transferencia de riqueza de los pobres a los ricos.

El Partido Laborista fue también remodelado. Tras la derrota de la izquierda en las batallas ideológicas de los años 80, Neil Kinnock impuso modificaciones estructurales, a fin de eliminar la influencia de los activistas, y abrió paso a las campañas electorales inspiradas en los Nuevos Demócratas [norteamericanos]: cielos azules, niños y una vagarosa promesa de “cambio”. Completaban el programa un rígido empeño en la austeridad fiscal por parte del canciller del gobierno laborista en la sombra, John Smith, y la promesa de reformas graduales para atraerse aliados.

Blair y Brown, que sucedieron en el liderazgo a Smith tras la muerte de éste, confeccionaron todo de una forma más juvenil, telegénica y manifiestamente neoliberal, y prometieron extender el libre mercado hasta los confines de la UE, y más allá. Si Thatcher era tratada con respeto y temor en la carta fundatriz del New Labour en 1996 –la “Revolución de Blair”—, mayores deferencias se guardaban aún para la Casa Blanca. Blair y Brown habían sido acérrimos partidarios del circuito de Washington desde el comienzo de sus carreras. Todavía en la oposición, exigieron el apoyo unánime del gobierno laborista en la sombra al bombardeo de Clinton en Irak de 1996.

Aunque ahora los admiradores de Blair presentes en el Guardian y en la London Review of Books hablan de “desencanto” con el New Labour, su programa de militarismo neoliberal,  confeccionado en Chicago y en Washington, era harto conocido mucho antes de la victoria electoral del 97.

Las frenéticas tentativas de Blair, una vez asumido el cargo de primer ministro, para seguir en la vanguardia de la avanzada militar norteamericana en Eurasia –solicitando la invasión por tierra de los Balcanes, falsificando faxes sobre el uranio yellowcake, inventando informes sobre las armas de destrucción masiva y tabulando misiles de Sadam capaces de dar en el blanco en 45 minutos—, se basaban en un frío cálculo político. La City y las transnacionales británicas tenían todo su interés puesto en sostener la expansión del libre mercado, y Blair se apresuró a ofrecerse como capellán castrense de la única superpotencia cuya dotación armamentista podía garantizar esa expansión.

Fundándose en la “doctrina de la comunidad internacional”, escrita para él por Lawrence Freedman en 1999, los ataques preventivos de EEUU o la ocupación de estados soberanos podían presentarse como guiados por una “amalgama más sutil del interés recíproco y el propósito moral”, cuyas nobles razones tenían primacía sobre el derecho internacional. Eso ofrecía una hoja de parra con que cubrir las vergüenzas de los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia, que ignoraban la existencia misma del Consejo de Seguridad de la ONU. Y podía incluso ofrecer una justificación retrospectiva de los bombardeos angloamericanos de 1998-99 en la operación Zorro del Desierto.

Con el 11 de septiembre, Blair pasó a ser un fanático sargento reclutador en la guerra al terror, apelando a los valores occidentales mientras las bombas de racimo llovían sobre campos afganos. Ya en abril de 2002 había gastado Brown 3 mil millones de libras esterlinas para financiar la fuerza de invasión británica en Irak. Se dice que Blair y Colin Powell habían combatido pugnazmente el plan inicial de Rumsfeld, que preveía un ataque quirúrgico al liderazgo Baas  y una rápida retirada que dejara intacto el grueso de la administración iraquí.

La posición de Blair, favorable a una ocupación militar a largo plazo para reestructurar Irak conforme a las exigencias “humanitarias” del libre mercado, ganó la mano. Bush substituyó a Garner por Bremen, y el hundimiento en el caos social propiciado por la invasión llevó a la actual pesadilla. Según sus consejeros, la ventaja de Blair en el palco de la escena mundial radicaba en su capacidad para tranquilizar a los norteamericanos respecto de la “nobleza” de su misión imperial. Las elecciones legislativas estadounidenses de noviembre de 2006 cavaron su fosa política.

En el interior del país, la peculiar inconsistencia de Blair en los últimos diez años pudo contar con el aliado de una oposición inexistente. Mientras Thatcher tuvo que vérselas con la hostilidad de sectores importantes de los medios de comunicación, en 1997 y en 2001 Blair ha gozado del apoyo de todos los diarios de Murdoch (Times, Sun, Sunday Times), además del Guardian, del Independent, del Daily Express, del Daily Mirror, del Economist y del Financial Times. Bajo tal unanimidad, el conservadurismo post-thatcheriano quedó aplastado y exangüe.

El éxito electoral obtenido por los laboristas en 1997 se basaba sólo en el 31% del total del electorado. La masiva abstención de los electores tories proporcionó a Tony Blair una mayoría parlamentaria histórica: 413 escaños sobre un total de 650, con los conservadores reducidos a 166 escaños. Desde entonces, el voto laborista no ha dejado de disminuir en cada contienda electoral: al 24% del total electoral en 2001, y al escaso 20% en 2005. Pero el inalterado fracaso de los conservadores ha favorecido al gobierno laborista.

Para desdicha de cualquier perspectiva de renovación política radical, Blair no ha sido puesto en discusión por la izquierda. Al menos en Inglaterra (Escocia es un caso un tanto distinto), los liberales de izquierda que rechazaban la revolución liberal de Thatcher se quedaron mudos mientras el laborismo proseguía el mismo curso (cortando las ayudas a las familias monoparentales, aumentando las tasas universitarias, sosteniendo a los hombres de negocios del sector privado en proyectos de educación y de salud pública). A los pobres, migajas: créditos fiscales o subsidios para jardines de infancia, testimonios de la compasión de Brown.

En nombre de la guerra al terror, la izquierda laborista ha hecho aprobar leyes de estado policial, a fin de poder detener a sospechosos sin necesidad de acusación o ponerlos bajo arresto domiciliario. Sólo 12 parlamentarios laboristas votaron a favor de una investigación parlamentaria de la invasión de Irak. Leales a Blair, los partidarios del laborismo han sostenido la guerra con más ardimiento que los conservadores. La enorme manifestación contra la guerra que tuvo lugar en Londres en febrero de 2003 quedó en nada una vez iniciada la invasión. Vistas las cosas con perspectiva histórica, éste ha sido el mejor resultado obtenido por Blair: reconciliar a los críticos de la izquierda liberal con el orden neoliberal y sus guerras.

En la prensa liberal, columnistas y editorialistas han pasado alegremente por alto las pruebas de corrupción en el New Labour. Cuando una donación de un millón de libras esterlinas del presidente de la Fórmula 1 dio como resultado una exención especial del gravamen que pesa sobre la publicidad de tabaco en las carreras automovilísticas, y cuando una contribución de tres millones de libras esterlinas al Millenium Dome del gobierno fue seguida de la inmediata expedición de pasaporte británico al traficante de armas hindú Srichand Hinduia, fugado de su país acusado de corrupción, el columnista del Guardian Hogo Young se limitó a decir: “Si la perfección moral es el criterio, pronto dejarán de ir en cabeza”.

Los elogios a Blair han registrado un crescendo con cada nueva empresa militar. El Economist alabó su “desparpajo emocional” en lo tocante a Afganistán, el Guardian elogió “su habilidad” en la presentación del falso dossier sobre las armas de destrucción masiva iraquíes ante la Cámara de los Comunes.

La lisonja ha ido de la mano de la aceptación de una nueva cultura de corrupción política. Muy pocos protestaron cuando Blair despidió al presidente de la BBC por haber permitido la emisión de un programa en donde se arrojaban dudas sobre la existencia de armas de destrucción masiva iraquíes, o cuando el director del Daily Mirror, contrario a la guerra, fue despedido: había caído en una trampa, publicando fotografías trucadas de atrocidades británicas en Irak, a lo que parece puestas en circulación con la connivencia de las fuerzas armadas.

Ricos hombres de negocios han comprado posiciones políticas con desvergonzada impunidad. Una donación de un millón de libras esterlinas al Labour obtuvo para el empresario del bio-tech Paul Drayson un título nobiliario, un contrato para vacunas de 32 millones de libras esterlinas con el servicio sanitario nacional y un cargo en el gabinete Blair. Ahora Drayson es investigado por una adjudicación de armas del Ministerio de Defensa. Una investigación sobre sobornos para ventas de armas a Arabia Saudita ha sido cerrada por Blair “en interés de la seguridad nacional”. Hasta los servicios secretos del  MI6 han protestado, observando que el interés nacional no estaba en juego.

La autocomplacencia del New Labour se ha visto apuntalada con el efecto riqueza provocado por una burbuja inmobiliaria de diez años de duración en el sur de Inglaterra, e hinchada gracias al papel desempeñado por la City como territorio desregulado a favor de las finanzas globales y merced al boom del consumo basado en el endeudamiento. Pero las tasas de crecimiento en el sector servicios esconden una larga recesión en la industria manufacturera y el aumento de las desigualdades regionales. El empleo ha crecido a lomos de los contratos laborales no indefinidos o a tiempo parcial: sólo un tercio de los trabajadores británicos tiene hoy contrato indefinido y trabajo a tiempo completo. Las fortunas de la clase media son ahora desparejas, con el sector público en declive, mientras han prosperado las ventas y el marketing. Una clase obrera desindicalizada y desindustrializada ha sido reabsorbida por el comercio, al por mayor y al detalle: la consolidación en clave blairiana del sueño de Margaret Thatcher. El pseudocambio de régimen que viene con el ascenso de Gordon Brown no alterará esas coordenadas.


(*) Susan Watkins es Editora de la New Left Review de Londres.